Capítulo IV

Al día siguiente, cuando el padre Pedro pagó a Salomón Isaacs su deuda en oro, y dejó en sus manos, a interés, el resto del dinero, aquel hecho dio lugar a inmensos comentarios. También se observó un cambio simpático: fueron muchos los que acudieron a su casa a presentarle sus felicitaciones, y cierto número de amigos que se habían enfriado en su trato, volvieron a mostrarse cariñosos y afectuosos; para colmo de todo, Margarita fue invitada a una reunión.

Y todo sin el menor misterio. El padre Pedro lo refirió tal y como había ocurrido, agregando que no se lo explicaba, aunque hasta donde se le alcanzaba a él, era obra de la mano de la Providencia.

Hubo una o dos personas que movieron la cabeza y dijeron en privado que aquello parecía más bien obra de Satanás; ciertamente que para tratarse de gentes tan ignorantes, era aquel un barrunto sorprendentemente exacto. Hubo algunos que merodearon a nuestro alrededor huroneando astutamente, e intentando con adulaciones que nosotros, los muchachos, hablásemos y «dijésemos toda la verdad»; nos prometieron que no se lo contarían a nadie, y que sólo querían saberla para su propia satisfacción, porque todo aquel asunto resultaba extraordinariamente raro. Llegaron incluso a querer comprar el secreto, pagándonos con dinero; si hubiésemos podido, habríamos inventado algo que viniese bien al caso, pero no podíamos; no teníamos habilidad para tanto, y no tuvimos más remedio que dejar pasar aquella oportunidad, lo que fue una verdadera lástima.

No nos costó trabajo ir y venir con aquel secreto encima; pero el otro, el grande, el magnífico, nos quemaba las mismas entrañas, porque ardía por salir fuera, y nosotros ardíamos por dejarlo salir, y asombrar con él a las gentes. Pero no tuvimos más remedio que guardarlo; a decir verdad, él se guardó a sí mismo. Satanás lo dijo, y así fue. Nosotros salíamos todos los días de la aldea y nos metíamos en los bosques para poder hablar acerca de Satanás; a decir verdad, no pensábamos en otra cosa, ni de otra cosa nos preocupábamos; día y noche estábamos de Satanás, con la esperanza de que viniera, y a medida que pasaba el tiempo más nos impacientábamos. Ya no sentíamos ningún interés por la compañía de los otros muchachos y no participábamos en sus juegos y empresas. Después de ver a Satanás, nos parecían demasiado domesticados; después de las aventuras de Satanás en la antigüedad y en las constelaciones, después de sus milagros, de su disolverse y explotar, etc., las cosas de los muchachos resultaban insignificantes y vulgares.

Durante el primer día estuvimos llenos de ansiedad por una cosa, y a cada momento, con uno u otros pretextos, nos presentamos en la casa del padre Pedro para seguir la huella de esa preocupación. Esta se refería a las monedas de oro; temíamos que en cualquier momento se deshiciese y se convirtiese en polvo, igual que las monedas de los cuentos de hadas. Si ocurría eso… Pero no ocurrió.

Nadie se había quejado de nada al terminar el primer día; de modo, pues, que, en vista de aquella prueba, quedamos convencidos de que se trataba de oro auténtico, y desapareció esa ansiedad de nuestras almas.

Una pregunta deseábamos hacer al padre Pedro, y por último, un poco recelosos, y después de sacar a suertes con unas pajas, fuimos a verlo; yo le pregunté todo lo al desgaire que me fue posible, a pesar de que mis palabras no sonaron tan de casualidad como yo habría querido, porque no supe cómo hacerlo:

—¿Qué es el sentido moral, señor?

El padre Pedro miró sorprendido por encima de los cristales de sus gafas voluminosas y dijo:

—Sentido moral es la facultad que nos capacita para distinguir el bien del mal.

Aquello ya era una luz, pero no un resplandor, y yo me sentí algo defraudado, y también, hasta cierto punto, lleno de embarazo. El padre Pedro estaba esperando que yo siguiese adelante, y por eso, no teniendo nada más que decir, pregunté:

—¿Y tiene algún valor?

—¿Que si tiene valor? ¡Válgame Dios, mocito! El sentido moral es lo único que eleva al hombre por encima de las bestias que perecen y lo hace heredero de la inmortalidad.

Estas palabras no me sugirieron ninguna otra pregunta que hacer; salí, pues, de allí con los otros muchachos, y nos alejamos con esa sensación indefinida que todos hemos experimentado con frecuencia de encontrarnos llenos, pero no saciados. Los otros muchachos hubieran querido que yo me explicase, pero me hallaba fatigado.

Para salir de la casa cruzamos por la sala, y allí se encontraba Margarita enseñando a María Lueger a tocar la espineta. De modo, pues, que ya había vuelto una de las alumnas que antes la abandonaron; una alumna que era, además, influyente; luego la seguirían las demás. Margarita se puso en pie de un salto y corrió a darnos otra vez las gracias, con lágrimas en los ojos —y ya era la tercera vez— por haberlos salvado a ella y a su tío de que los pusiesen en la calle; nosotros le repetimos que aquello no era obra nuestra; pero ésa era la manera de proceder Margarita; jamás se cansaba de las gracias por cualquier cosa que uno hacía en su favor; la dejamos pues, que hablase a gusto suyo.

Cuando cruzábamos por el jardín nos encontramos a Guillermo Meidling sentado y esperando, porque se acercaba el crepúsculo y quería pedir a Margarita que saliese a pasear en su compañía por la orilla del río cuando terminase la lección. Era Guillermo un abogado joven, que comenzaba a prosperar y se abría camino poco a poco. Le gustaba mucho Margarita, y él a ella. No se había retirado como los demás, sino que durante todo aquel tiempo había defendido su terreno. Margarita y su tío habían tenido muy presente aquella lealtad. El joven no era precisamente un talento, pero sí un buen mozo y bondadoso, cosas ambas que son por sí mismas una especie de talento y que ayudan en la vida. Nos preguntó qué tal marchaba la lección, y nosotros le contestamos que estaba a punto de finalizar.

Quizá era cierto lo que decíamos, aunque lo dijimos al buen tuntún, creyendo agradarle con ello, como, en efecto, le agradó, sin que a nosotros nos costase nada.