Capítulo III

El forastero lo había visto todo, había estado en todas partes, lo sabía todo y no se olvidaba de nada. Lo que los demás necesitaban estudiar, él lo aprendía de una sola ojeada; para él no existían dificultades. Y cuando hablaba de las cosas las hacía vivir delante de usted. Él había visto nacer el mundo; él había visto crear a Adán; él había visto a Sansón agarrarse de las columnas y reducir a ruinas el templo a su alrededor; él había visto la muerte de César; él nos contó la vida que se llevaba en el cielo; él había visto a los condenados retorciéndose en las olas de fuego del infierno; él nos hizo ver todas esas cosas, porque parecía que nos encontrásemos en el lugar mismo donde habían ocurrido, contemplándolas con nuestros propios ojos.

Además, nosotros las sentíamos; pero no advertíamos señal alguna de que fuesen para el narrador otra cosa que simples entretenimientos. Aquellas visiones del infierno, aquellos pobres niños, mujeres, muchachas, mozos y hombres vociferando y suplicando angustiados, nosotros casi no podíamos aguantarlo, pero él se mostraba tan impasible como si se hubiese tratado de otras tantas ratas de juguete caídas en un fuego artificial.

Y siempre que hablaba de los hombres y mujeres que vivían aquí, en la tierra, y de lo que hacían —aún hablando de sus actos más grandiosos y sublimes—, nosotros nos sentíamos secretamente avergonzados, porque de sus maneras se deducía que para él eran esos hombres y mujeres, y sus actos, cosas de muy poca importancia; a veces uno llegaba a crecer que estaba hablando de insectos.

En una ocasión llegó a decir, con estas mismas palabras, que los que vivíamos aquí abajo éramos para él gentes muy importantes, a pesar de que éramos torpes, ignorantes, triviales, engreídos, llenos de enfermedades y de raquitismo y completamente ruines, pobres y sin valor alguno. Lo dijo como la cosa más corriente, sin amargura, como una persona pudiera hablar de ladrillos, abonos o de cualquier otra cosa que no tuviese trascendencia ni sentimientos. Yo me daba cuenta de que él no quería molestar, pero para mis adentros lo califiqué de manera bastante ruda de expresarse.

—¿Ruda? —dijo él—. Esto es simplemente la verdad, y el decir la verdad es tener buenas maneras; las maneras son una ficción. Ya está terminado el castillo. ¿Os gusta?

A cualquiera le hubiera gustado por fuerza. Resultaba encantador a la vista, era fino y elegante, inteligentemente perfecto en todos sus detalles, hasta en las banderitas que ondeaban desde las torres.

Satanás dijo que ahora teníamos que poner en posición la artillería, situando los alabarderos y haciendo un despliegue de la caballería.

Los hombres y caballos fabricados por nosotros eran espectáculo digno de verse, y no se parecían en nada a lo que nosotros nos habíamos propuesto; lo cual no es extraño, porque no nos habíamos practicado en la fabricación de tales cosas. Satanás dijo que nunca los había visto peores; cuando él los tocó y les dio vida, resultaba sencillamente ridícula la manera que tenían de actuar, porque sus piernas no eran de largura uniforme. Giraban y se caían de bruces como si estuvieran borrachos, poniendo en peligro la vida de todos los demás que había a su alrededor, hasta que por último quedaron tumbados en el suelo, sin poder valerse y dando patadas. Aquel espectáculo nos hizo reír a todos, aunque era cosa vergonzosa de ver. Se cargaron los cañones con tierra para disparar salvas, pero se hallaban tan torcidos y mal fabricados que volaron en pedazos al hacerse el disparo, matando a algunos artilleros y dejando inútiles a otros. Satanás dijo que si nos agradaba, podría ofrecernos ahora una tempestad y un terremoto, pero que era imprescindible que nos apartásemos un trecho, a fin de situarnos fuera de peligro. Quisimos que se apartasen también los hombrecitos, pero él nos contestó que no nos preocupásemos por ellos; que no tenían importancia, que si los necesitábamos, podríamos fabricar más en otro momento.

Comenzó a cernerse sobre el castillo una pequeña nube tormentosa, brotaron relámpagos y truenos en miniatura, el suelo empezó a estremecerse, el viento sopló y silbó, cayó la lluvia y toda aquella gente corrió en tropel a buscar refugio en el castillo. La nube se fue haciendo más negra cada vez, hasta el punto de que ya apenas podía distinguirse el castillo a través de la misma; uno tras otro fueron estallando los rayos, atravesaron el castillo, le prendieron fuego y por entre la nube brillaron rojas y furiosas las llamas; la gente que se había refugiado dentro salió dando alaridos, pero Satanás los barrió hacia atrás, sin hacer caso de nuestras súplicas, llantos y ruegos; en medio de los aullidos del viento, y de los retumbos del trueno, estalló el polvorín, el terremoto abrió una ancha grieta en el suelo, y los restos y ruinas del castillo rodaron al abismo que se los tragó, cerrándose sobre ellos con todas aquellas vidas inocentes, y sin que se salvase ni una sola de las quinientas pobres criaturas. Teníamos los corazones destrozados; no pudimos menos de llorar.

—No lloréis —dijo Satanás—; nada valían todos ellos. —¡Pero es que todos han ido al infierno!

—Eso no importa, podemos hacer muchísimos más.

Fue inútil que intentásemos conmoverlo; era evidente que carecía por completo de sentimiento y que no conseguía comprendernos. Él, en cambio, estaba entusiasmado, y tan alegre como si aquello fuera una boda y no una degollina infernal. Se sentía además inclinado a que nosotros compartiésemos su estado de ánimo y como es natural, su magia logró ver cumplido su deseo. Aquello no era una dificultad para él; lograba hacer de nosotros lo que quería. Al poco rato nosotros bailábamos encima de aquel sepulcro, mientras él tocaba un instrumento desconocido y dulcísimo que sacó del bolsillo; en cuanto a la música, quizá no haya otra parecida, excepto en el cielo, y de allí la había traído él según nos dijo. Lo volvía a uno loco de placer; no podíamos apartar de aquel joven nuestros ojos, y las miradas que de nuestros ojos salía procedían de nuestros corazones, y su lenguaje mudo equivalía a una adoración. También el baile lo trajo del cielo, y tenía la bienaventuranza del paraíso.

Al rato dijo que tenía que salir a hacer un mandado. Pero aquella idea se nos hizo a nosotros insoportable; nos aferramos a él, y le suplicamos que siguiese con nosotros donde estaba; esto le agradó, y nos lo dijo, asegurándonos que no se marcharía todavía y que esperaría un poco más, de modo que podíamos sentarnos y hablar algunos minutos; nos dijo que el único nombre de verdad que él tenía era el de Satanás, pero que deseaba ser conocido únicamente de nosotros por el mismo; había elegido otro nombre para que lo llamásemos con él cuando estaban presentes otras personas; era un nombre vulgar, como cualquiera de los que lleva la gente: Felipe Traum. ¡Qué raro y qué pobre sonaba para un ser como aquel! Pero era una decisión suya, y nada dijimos; aquello bastaba.

Aquel día habíamos visto prodigios; mis pensamientos comenzaron a darle vueltas a la satisfacción que sería para mí el relatar todo aquello cuando volviese a casa; pero Satanás vio mis pensamientos y dijo:

—No; todos estos asuntos han de quedar secretos entre nosotros cuatro. No me importa que intentéis contarlos, si así os place; pero yo protegeré vuestras lenguas y no escapará nada relacionado con el secreto.

Aquello era una desilusión, pero no podía remediarse, y nos costó algunos suspiros. Permanecimos conversando agradablemente, él leía nuestros pensamientos y contestaba a ellos: a mí me pareció que era ésa la maravilla más grande de todas cuantas él había hecho; pero interrumpió mis meditaciones y dijo:

—No; para ti resulta maravilloso, pero no para mí. Yo no me hallo sujeto a las condiciones humanas. Sé medir y comprender las debilidades de los hombres, porque las he estudiado; pero no tengo ninguna de ellas. Mi carne no es real, a pesar de que parezca consistente a vuestro tacto; mis vestidos no tienen realidad; yo soy un espíritu. El padre Pedro viene —nos volvimos a mirar pero no vimos a nadie—. Todavía él no está a la vista, pero enseguida le veréis. —¿Le conoces a él, Satanás?

—No. —¿No querrás hablarle cuando llegue? No es un hombre ignorante y de pocas luces como nosotros, y le gustará mucho hablar contigo. ¿Lo harás?

—En otra ocasión si, pero no ahora. Dentro de un momento tendré que ir a realizar un encargo. Allí está ya; podéis verle.

Permaneced sentados y no digáis nada.

Alzamos la vista y descubrimos al padre Pedro, que se acercaba por entre los castaños. Nosotros tres nos hallábamos sentados juntos en el césped, y Satanás frente a nosotros en el camino. El padre Pedro se acercó lentamente con la cabeza agachada, meditando, y se detuvo a un par de varas de nosotros; se quitó el sombrero, sacó del mismo un pañuelo de seda y se enjugó la cara, pareciendo como si fuera a hablarnos, pero no lo hizo. Luego murmuró: «Yo no sé qué es lo que me ha traído aquí; tengo la impresión de que haced un minuto me hallaba en mi despacho, aunque supongo que debo estar soñando por espacio de una hora y que hice todo este trecho sin darme cuenta; porque, en estos tiempos de dificultades, ya no soy el mismo».

Después de eso siguió moviendo la boca en silencia, como hablando consigo mismo, y avanzó por el sendero a través de Satanás, como si allí no hubiera nadie. Al ver aquello se nos cortó la respiración. Sentimos impulsos de gritar, como suele hacerse casi siempre que ocurre una cosa sobresaltadora; pero un algo misterioso nos contuvo y permanecimos callados, aunque con la respiración más apresurada. Luego los árboles ocultaron, después de unos momentos, al padre Pedro, y Satanás dijo:

—Tal como os lo dije. Yo soy únicamente espíritu.

—Sí, ahora lo vemos —dijo Nicolás—; pero nosotros no somos espíritus. Es evidente que él no te vio; pero ¿también nosotros le resultamos invisibles? Porque nos miró y pareció que no nos veía.

—En efecto, ningunos de nosotros fue visible para él, porque yo lo quise así.

Aquella parecía casi demasiado grande para ser cierto; me refiero a que estuviésemos, en efecto, presenciando cosas tan novelescas y maravillosas, y el que no fuese todo un sueño. Y allí seguía él, sentado, con el aspecto exterior de cualquier otra persona, completamente natural, sencillo, encantador y chachareando otra vez lo mismo que antes. La verdad, que no es posible dar a comprender con palabras lo que nosotros sentíamos. Aquello era un éxtasis, y el éxtasis es una cosa que no puede explicarse con palabras; produce la misma sensación que la música, y nadie puede hablar de la música de manera que consiga transmitir a otra persona la sensación que le produce. Otra vez había vuelto a los tiempos antiguos y los revivía delante de nosotros. ¡Cuánto había visto aquel joven, cuanto! Sólo el mirarle y el imaginarse la sensación que había de producir el tener a espaldas de uno tantísima experiencia, resultaba cosa de asombro.

Pero con aquello se sentía uno mismo dolorosamente trivial, lo mismo que una criatura de un solo día, y además de un día brevísimo y mezquino. Y él no nos decía nada que pudiera levantar nuestro orgullo desfalleciente; no, no nos decía ni una sola palabra. Hablaba siempre de los hombres con la misma indiferencia de siempre, como quien habla de ladrillos, de montones de abono y cosas por el estilo; se veía que para él no tenían importancia alguna, ni en un sentido ni en otro. Saltaba a la vista que él no quería lastimarnos; lo mismo que nosotros no tenemos intención de ofender a un ladrillo cuando lo menospreciamos; nada significan parea nosotros las emociones de un ladrillo; jamás se nos ocurre pensar si las tiene o no las tiene.

En cierta ocasión en que amontonaba los reyes, conquistadores, poetas, profetas, piratas y mendigos más ilustres, todos revueltos, igual que ladrillos en una pila, yo me sentí, impulsado por la vergüenza, a decir algo a favor del hombre, y le pregunté por qué razón establecía él una diferencia tan grande entre los hombres y su propia persona. Tuvo que forcejear un instante con hallar la contestación, pareciendo que no comprendía como era posible que yo le plantease una cuestión tan extraordinaria. Por fin dijo: —¿La diferencia entre el hombre y yo? ¿La diferencia entre un mortal y un inmortal? ¿Entre una nueve y un espíritu? —echó mano a un piojillo de madera que reptaba por un pedazo de corteza—. ¿Qué diferencia existe entre César y esto?

Yo contesté:

—No es posible comparar cosas que por su naturaleza y por el intervalo que los separa resultan incomparables.

—Tú mismo has contestado a tu pregunta —dijo—. Ampliaré la contestación. El hombre fue hecho del barro. Yo mismo vi hacerlo. Yo no he sido creado del barro. El hombre es un museo de enfermedades, una residencia de impurezas; llega hoy y mañana ha desaparecido; empieza como barro y acaba como hedor; yo soy de la aristocracia de los imperecederos. Y el hombre tiene el sentido moral. ¿Comprendéis? El tiene el sentido moral. Esto solo sería suficiente de por sí, para establecer una diferencia entre nosotros.

Se calló como si hubiese dejado dilucidado el asunto. Yo sentí dolor porque en aquel entonces sólo tenía una idea confusa de lo que era el sentido moral. Sabía únicamente que los hombres estábamos orgullosos de poseerlo, y al oírle hablar de aquella manera sobre ese sentido, me noté lastimado; tuve la misma sensación que una muchacha muy creída de que sus más preciados atavíos causan admiración y que oye de pronto a unos desconocidos que se están mofando de los mismos. Todos permanecimos callados un rato; yo, por lo menos, me sentía deprimido. Satanás empezó a charlar otra vez, y lo hizo enseguida de manera tan chispeante, tan alegre y tan vivaz, que mi ánimo volvió a reanimarse una vez más. Dijo algunas cosas muy agudas que nos arrancaron una tempestad de carcajadas; y cuando nos contaba lo de aquella vez en que Sansón ató antorchas encendidas a la cola de las zorras y las soltó por los sembrados de maíz de los filisteos, mientras él permanecía sentado en una cerca dándose palmadas en los muslos y riéndose de tal manera que le corrían las lágrimas por los carrillos, hasta el punto de perder su equilibrio y caerse de la cerca, el recuerdo de esa escena le arrancó a él también una carcajada, y nosotros pasamos un rato encantador y delicioso. Poco después dijo:

—Ahora me marcho a hacer mi encargo.

—¡No te marches! —dijimos todos nosotros—. No te marches; quédate con nosotros, porque ya no regresarás.

—Sí regresaré; os doy mi palabra.

—¿Cuándo? ¿Esta noche? Dinos cuando.

—No pasará mucho tiempo, ya lo veréis.

—Nosotros te queremos.

—Y yo a vosotros. Como prueba de ello os voy a hacer una exhibición que será digna de verse. Por regla general cuando yo me marcho me limito a desvanecerme; pero ahora voy a disolverme a mí mismo de manera que veáis vosotros como ocurre.

Se puso en pié y la cosa se realizó rápidamente. Se fue adelgazando y adelgazando, hasta quedar convertido en un globito de espuma de jabón; por toda su superficie jugueteaban y relampagueaban los delicados colores iridiscentes de la burbuja, y junto a ellos se distinguía ese dibujo parecido al armazón de una ventana que se distingue siempre sobre el globo de la burbuja de jabón. Todos habréis visto a una de esas burbujas dar en la alfombra y rebotar con ligereza dos o tres veces antes de estallar. Eso fue lo que él hizo. Dio un salto, tocó el césped, dio otro salto, siguió adelante flotando, tocó otra vez, y así sucesivamente, hasta que, de pronto, ¡puff!, estalló y ya no se vio nada.

Fue un espectáculo extraordinario y digno de verse. Nosotros no pronunciamos una sola palabra, sino que permanecimos sentados llenos de asombro, como en un sueño, y parpadeando; por último, Seppi se levantó y exclamó suspirando dolorosamente:

—Me imagino que nada de cuanto hemos visto ha ocurrido en realidad.

Nicolás suspiró y dijo más o menos lo mismo.

Yo me sentí desdichado oyéndoles hablar de ese modo, porque expresaban el mismo frío temor que yo tenía en mi alma. En ese momento vimos al pobre padre Pedro, que regresaba caminando lentamente con la cabeza inclinada, como buscando algo sobre el suelo. Cuando se encontró ya muy cerca de nosotros, alzó la vista, nos vio y dijo:

—¿Hace mucho que estáis aquí, muchachos?

—Nada más que un ratito, padre.

—Pues entonces habréis llegado después de pasar yo, y quizá podáis ayudarme. ¿Vinisteis acaso por ese mismo sendero?

—Sí, padre.

—Perfectamente. También yo vine por este mismo sendero. He perdido mi bolsa. No contenía gran cosa, pero para mí es mucho, aún siendo poco, porque en la bolsa estaba cuanto yo poseía. Me imagino que vosotros no la habéis visto, ¿verdad?

—No padre, pero le ayudaremos a usted a buscarla.

—Eso era lo que yo iba a pediros. ¡Pero cómo, aquí está!

Nosotros no la habíamos visto; sin embargo, allí estaba, en el sitio mismo que Satanás había ocupado cuando empezó a disolverse, si en efecto se disolvió y no fue todo pura ilusión. El padre Pedro la recogió y dio muestras de hallarse muy sorprendido.

—La bolsa es la mía —dijo—, pero no su contenido. Esta bolsa está abultada; la mía estaba flaca; la mía era ligera; ésta pesa mucho.

La abrió; se hallaba atiborrada, hasta no poder más, de monedas de oro. El padre nos permitió mirarla hasta hartarnos; desde luego que miramos, porque jamás habíamos visto hasta entonces tantas monedas juntas. Nuestras bocas se abrieron a un tiempo para decir:

«¡Esto lo hizo Satanás!». Pero no salieron de ellas palabra alguna.

Estaba visto que no podíamos hablar lo que Satanás no quería que hablásemos; él mismo nos lo había dicho.

—¿Sois vosotros quienes habéis hecho esto, muchachos?

No pudimos menos de echarnos a reír; y él mismo se rió cuando pensó en lo disparatado de aquella pregunta.

—¿Quién estuvo aquí?

Nuestras bocas se abrieron para contestar, y abiertas permanecieron un momento, porque si decíamos que nadie mentiríamos, pero tampoco se nos ocurría la palabra exacta; entonces yo pensé en la que resultaría verdadera, y la dije:

—Aquí no estuvo ningún ser humano.

—Eso es —dijeron los demás, y dejaron que sus bocas se cerrasen.

—Eso no es así —dijo el padre Pedro y nos miró con gran severidad—. Yo pasé por aquí hace un rato y en este lugar no había nadie, pero eso nada significa; alguien ha estado aquí después. Yo no quiero decir que la persona en cuestión haya pasado por este lugar antes que vosotros llegaseis, y tampoco quiero decir que vosotros la hayáis visto; pero sé que alguien ha pasado. Decidme, por vuestro honor: ¿no visteis a nadie?

—No vimos a ningún ser humano.

—Eso basta; tengo la seguridad de que me estáis diciendo la verdad.

Empezó a contar el dinero sobre la senda, y nosotros puestos de rodillas le ayudamos ansiosamente a colocar las monedas en pequeños montones.

—¡Hay mil ciento y pico de ducados! —exclamó—. ¡Válgame Dios, si fuesen míos, con la muchísima falta que me hacen!

Su voz se quebró y le temblaron los labios.

—¡Son vuestros, señor, vuestros hasta el último maravedí! —gritamos todos a una.

—No, no son míos. Míos son únicamente cuatro ducados; los demás…

El hombre cayó en una especia de ensueño, y acariciando en sus manos algunas de las monedas se olvidó del lugar en que estaba; se hallaba sentado sobre sus talones y tenía su vieja cabeza blanca descubierta. ¡Qué pena daba verle! Por fin se despertó y dijo:

—No, no son míos. Yo no me explico como puede haber ocurrido esto. Quizá algún enemigo. Con seguridad se trata de alguna trampa que me tienden.

Nicolás dijo:

—Padre Pedro, usted no tiene en la aldea (ni tampoco Margarita) ningún verdadero enemigo, fuera del astrólogo. Y ninguno de los que quizá os tenga entre ojos es siquiera lo suficientemente rico para arriesgar mil cien ducados con objeto de haceros una mala jugada.

Decidme si tengo o no tengo razón en lo que digo.

El padre Pedro no supo responder a ese argumento, y se sintió reconfortado.

—Pero fijaos que en todo caso ese dinero no es mío, no es mío.

Lo dijo con expresión de deseo, como persona que no lamentaría, sino que se alegraría, de que cualquiera le contradijese.

—Es de usted, padre Pedro, y nosotros somos testigos. ¿Verdad que lo somos, muchachos?

—Sí, los somos, y además lo sostendremos.

—Benditos sean vuestros corazones. Casi me habéis convencido; sí, me habéis convencido. ¡Con un centenar y pico de ducados me bastaría! Mi casa está hipotecada por esa suma y si no pagamos mañana esa cantidad, no tendremos cobijo para nuestras cabezas. Y yo solo dispongo de esos cuatro ducados…

—Son vuestros, todos los que hay en la bolsa hasta el último ardite, y estáis obligado a quedaros con ellos. Nosotros respondemos que todo ha ocurrido honradamente. ¿Verdad que sí, Teodoro? ¿Verdad que sí, Seppi?

Nosotros contestamos que sí y Nicolás atiborró de nuevo la vieja bolsa con las monedas y obligó a su propietario a tomarlas. Entonces nos dijo que dispondría de doscientos de aquellos ducados, porque su casa constituía garantía suficiente de esa cantidad y que el resto del dinero lo colocaría a interés, hasta que apareciese el verdadero propietario; y que nosotros, por nuestra parte, tendríamos que firmarle un documento en el que constase cómo había llegado el dinero a su poder. Ese documento lo mostraría él a la gente de la aldea, como prueba de que no había salido él de sus dificultades por ningún medio deshonroso.