Capítulo II

Éramos tres los muchachos que andábamos siempre juntos; habíamos andado así desde la cuna, porque nos tomamos mutuamente cariño desde el principio, y ese afecto se fue haciendo más profundo, a medida que pasaban los años: Nicolás Barman, hijo del juez principal del pueblo; Seppi Wohlmeyer, hijo del dueño de la hostería principal, la del Ciervo de Oro, que disponía de un bello jardín, con árboles umbrosos que llegaban hasta la orilla del río, teniendo además lanchas de placer para alquilar; el tercero era yo, Teodoro Fischer, hijo del organista de la iglesia, director también de los músicos de la aldea, profesor de violín, compositor, cobrador de tasas del Ayuntamiento, sacristán, y un ciudadano útil de varias maneras y respetado por todos.

Nosotros nos sabíamos las colinas y los bosques tan bien, como pudieran sabérselas los pájaros; porque, siempre que disponíamos de tiempo, andábamos vagando por ellos, o por lo menos, siempre que no estábamos nadando, paseando en lancha o pescando, o jugando sobre el hielo, o deslizándonos colina abajo.

Además, teníamos libertad para correr por el parque del castillo, cosa que tenían muy pocos. Ello se debía a que éramos los niños mimados del más viejo servidor que había en el castillo: de Félix Brandt; con frecuencia íbamos allí por las noches para oírle hablar de los viejos tiempos y de cosas extrañas, para fumar con él —porque él nos enseñó a fumar— y para tomar café; aquel hombre había servido en las guerras, y se encontró en el asedio de Viena; allí, cuando los turcos fueron derrotados y puestos en fuga, encontraron entre el botín sacos de café, y los prisioneros turcos explicaron sus cualidades y la manera de hacer con ese producto una bebida agradable; desde entonces siempre tenía café consigo, para beberlo él y también para dejar atónitos a los ignorantes.

Cuando había tormenta, nos guardaba a su lado toda la noche; y mientras en el exterior tronaba y relampagueaba, él nos contaba historias de fantasmas y de toda clase de horrores, de batallas, asesinatos, mutilaciones y cosas por el estilo, de manera que encontrábamos en el interior del castillo un refugio agradable y acogedor; las cosas que nos contaba eran casi todas ellas producto de su propia experiencia. Él había visto en otro tiempo muchos fantasmas, brujas y encantadores; en cierta ocasión se perdió en medio de una furiosa tormenta, a medianoche y entre montañas; a la luz de los relámpagos había visto bramar con el trueno al Cazador Salvaje, seguido de sus perros fantasmales por entre la masa de nubes arrastrada por el viento. Vio también en cierta ocasión un íncubo, y varias veces al gran vampiro que chupa la sangre del cuello de las personas mientras están dormidas, abanicándolas suavemente con sus alas, a fin de mantenerlas amodorradas hasta que se mueren.

Nos animaba a que no sintiésemos temor de ciertas cosas sobrenaturales como son los fantasmas, asegurándonos que no hacían daño a nadie, limitándose a vagar de una parte a otra porque se encontraban solos y afligidos y sentían necesidad de que los mirasen con cariño y compasión; andando el tiempo aprendimos a no sentir temor, y llegamos incluso a bajar con él, durante la noche, a la cámara embrujada que había en las mazamorras del castillo. El fantasma se nos apareció sólo una vez, cruzó por delante de nosotros en forma muy mortecina para la vista, y flotó sin hacer ruido por los aires; luego desapareció; Félix nos tenía tan bien adiestrados que casi ni temblamos. Nos dijo que en ocasiones se le acercaba el fantasma durante la noche, y le despertaba piándole su mano fría y viscosa por la cara, pero no le causaba daño alguno; lo único que buscaba es simpatía, y que supiesen que estaba allí. Pero lo más extraño de todo resultaba que Félix había visto ángeles —ángeles auténticos bajados del cielo— y que había conversado con ellos. Esos ángeles no tenían alas, iban vestidos y hablaban, miraban y accionaban exactamente igual que una persona corriente, y no los habría tomado usted por ángeles, a no ser por las cosas asombrosas que ellos hacían y que un ser mortal no hubiera podido hacer, y por el modo súbito que tenían de desaparecer mientras se estaba hablando con ellos, lo que tampoco sería capaz de hacer ningún ser mortal; nos aseguró que eran agradables y alegres, y no tétricos y melancólicos, como los fantasmas.

Fue después de una charla de esa clase, cierta noche de mayo, cuando a la mañana siguiente nos levantamos y nos desayunamos abundantemente con él, para acto continuo bajar, cruzar el puente y dirigirnos a lo alto de las colinas a la izquierda, hasta una cubierta de árboles que constituía el lugar preferido por nosotros; teníamos aún en la imaginación aquellos relatos extraños, y nuestro ánimo se hallaba impresionado por ellos, cuando nos tumbamos sobre el césped para descansar a la sombra, fumar y hablar de todo ello. Pero no pudimos fumar, porque nuestro poco cuidado nos había hecho dejar olvidados el pedernal y el acero.

Al poco rato vimos venir hacia nosotros, caminando descuidadamente por entre los árboles, a un joven que se sentó en el suelo junto a nosotros y empezó a hablarnos amistosamente como si nos conociese. Pero no le contestamos, porque era forastero y nosotros no estábamos acostumbrados a tratar con forasteros, sintiendo cortedad delante de ellos. Venía ataviado con ropas nuevas y de buena calidad; era bien plantado, de cara atrayente y voz agradable, y de maneras espontáneas, elegantes y desembarazadas, y no reservón, torpe y desconfiado como los demás muchachos.

Nosotros queríamos tratarle como amigo, pero no sabíamos como empezar. A mí se me ocurrió de pronto ofrecerle una pipa, y me quedé pensando si lo tomaría con el mismo espíritu afectuoso con que yo se la ofrecía. Pero me acordé de que no disponíamos de fuego, y me quedé pesaroso y defraudado. Pero él alzó la vista, alegre y complacido, y dijo.

—¿Fuego? Eso es cosa fácil; yo os lo proporcionaré.

Me sentí tan asombrado que no pude hablar, porque yo no había pronunciado una sola palabra. Agarró la pipa entre sus manos y sopló en ella; el tabaco brilló al rojo y se alzaron del mismo espirales de humo azul. Nosotros nos pusimos de pié de un salto, e íbamos a echar a correr; era cosa natural, y en efecto corrimos algunos pasos a pesar de que él nos suplicaba anheloso que nos quedásemos, dándonos su palabra de que no nos causaría daño alguno, y de que lo único que deseaba era amistarse con nosotros y hacernos compañía.

Nos detuvimos pues, y permanecimos en nuestro sitio, deseosos de volver junto a él, porque nos moríamos de curiosidad y de admiración, pero temerosos de arriesgarnos a ello. El joven seguía insistiendo de una manera suave y persuasiva; cuando vimos que la pipa no estallaba ni ocurría nada, recobramos poco a poco nuestra confianza, y por fin nuestra curiosidad pudo más que nuestros temores; nos arriesgamos a retroceder, aunque lentamente y dispuestos a salir huyendo a la menor alarma.

Él se dedicó a tranquilizarnos, y supo darse maña para ello; no era posible conservar dudas y temores ante una persona tan deseosa de agradar, tan sencilla y gentil, y que hablaba de manera tan atrayente; sí, nos ganó por completo, y antes de poco rato nos hallábamos satisfechos, tranquilos y dedicados a la charla, alegrándonos de haber encontrado a este nuevo amigo. Una vez que hubo desaparecido por completo la sensación de cortedad, le preguntamos como había aprendido a realizar aquella cosa tan extraordinaria, y él nos dijo que en modo alguno era cosa aprendida; que resultaba natural en él, lo mismo que otras cosas… otras cosas curiosas.

—¿Cuáles son esa cosas?

—Son muchas; yo mismo no se cuantas aún.

—¿Las ejecutareis delante de nosotros?

—¡Ejecutadlas, por favor! —exclamaron los demás

—¿Pero no os escapareis otra vez?

—No, desde luego que no. Por favor, haced esas cosas. ¿Verdad que las haréis?

—Si, con gusto; pero tened cuidado de no olvidaros de lo que me habéis prometido.

Le dijimos que no nos olvidaríamos; él, entonces, se dirigió a una charca y regresó trayendo agua en una taza que había formado con una hoja; sopló sobre el agua, la tiró, y resultó convertida en un trozo de hielo que tenía la misma forma de la copa. Quedamos asombrados y encantados, pero ya no tuvimos miedo; nos sentíamos contentísimos de encontrarnos allí, y le pedimos que siguiese haciendo mas cosas. Y la hizo, nos anunció que nos iba a dar cualquier clase de frutas que quisiésemos, lo mismo si eran de la estación que si no lo eran. Todos nosotros gritamos a una:

—¡Naranjas!

—¡Manzanas!

—¡Uvas!

—Las tenéis dentro de vuestros bolsillos —dijo, y era cierto.

Además, eran lo mejor de lo mejor, las comimos y sentimos deseos de tener más; pero ningunos de nosotros lo dijo con palabras.

—Las encontrareis en el mismo lugar de donde salieron estas —nos dijo—; y encontrareis también todo cuanto vuestro apetito os pida; no necesitáis expresar con palabras la cosa que deseáis; mientras yo esté con vosotros, os bastará desear una cosa para que la encontréis.

Y dijo verdad. Jamás hubo nada tan maravilloso y tan interesante. Pan, pasteles, dulces, nueces, cuanto uno quería, lo encontraba allí. El joven no comió nada; seguía sentado y charlando, y poniendo en obra una cosa curiosa después de otra para divertirnos. Confeccionó con arcilla un minúsculo juguete que representaba una ardilla, y el juguete trepó por el tronco del árbol, se sentó sobre una rama encima de nuestras cabezas, y desde allí nos ladró. Fabricó luego un perro que no era mucho más voluminoso que un ratoncillo, y el perro descubrió la huella de la ardilla y estuvo saltando alrededor del árbol ladrando muy excitado, con tanta animación como pudiera hacerlo cualquier perro. Fue asustando a la ardilla, que saltó de un árbol a otro, y la persiguió hasta perderse ambos de vista en el bosque. Confeccionó pájaros con arcilla, los dejó en libertad, y los pájaros salieron volando y cantando.

Por último yo me animé a pedirle que dijese quien era.

—Un ángel —dijo con toda sencillez, soltó otro pájaro, y palmoteó para que huyese de allí volando.

Cuando le oímos decir aquello, nos invadió una especie de temor reverente, y de nuevo nos asustamos; pero él nos dijo que no teníamos por qué turbarnos, que no había razón para que nosotros tuviésemos miedo de un ángel, y que en todo caso él sentía afecto por nosotros. Siguió charlando con tanta sencillez y naturalidad como hasta entonces; mientras hablaba confeccionó una multitud de hombrecitos y mujercitas del tamaño de un dedo, y todas esas figuras se pusieron a trabajar con gran diligencia, limpiando e igualando un espacio de terreno de dos varas cuadradas en el césped; luego empezaron a construir en ese espacio de terreno un castillito muy ingenioso; las mujeres preparaban el mortero y lo subían a los andamios en cacerolas que llevaban sobre sus cabezas tal como han venido haciéndolo siempre nuestras mujeres trabajadoras; los hombres colocaban hileras de ladrillos; quinientos de aquellos hombres de juguete hormigueaban de un lado para otro trabajado con actividad y enjugándose el sudor de la cara con tanta naturalidad como los hombres de carne y hueso.

Nuestro sentimiento de temor se disipó muy pronto atraídos por el interés absorbente de contemplar cómo aquellos quinientos hombrecitos iban haciendo subir el castillo escalón a escalón e hilera de ladrillos a hilera de ladrillos, dándole forma y simetría, y otro vez nos sentimos completamente tranquilos y a nuestras anchas. Le preguntamos si podríamos nosotros confeccionar algunas personas; nos dijo que sí, y a Seppi le ordenó que construyese algunos cañones para las murallas, mientras que a Nicolás le encargó que hiciese algunos alabarderos, con corazas, espinilleras y yelmos; yo me encargaría de fabricar algunos jinetes con sus caballos; al distribuirnos esta tarea nos llamó por nuestros nombres, pero no nos dijo como los sabía. Entonces Seppi le preguntó como se llamaba él, y contestó tranquilamente:

—Satanás.

En este instante alargó la mano con una piedrecilla en ella, y recogió en la misma a una mujercita que se iba a caer del andamio, la colocó otra vez donde debía estar, y dijo:

—¡Que idiota ha sido al caminar hacia atrás como lo ha hecho, sin darse cuenta de dónde estaba!

La cosa nos tomó de sorpresa, sí, ese nombre nos sorprendió, cayéndosenos de las manos las piezas que estábamos haciendo y rompiéndosenos en pedazos, a saber: un cañón, un alabardero y un caballo. Satanás se echó a reír, y preguntó qué había pasado. Yo le contesté:

—Nada, pero nos sorprendió mucho ese nombre en un ángel.

Nos preguntó el porqué.

—Porque, veréis… porque es el nombre del demonio.

—En efecto, él es mi tío.

Lo dijo plácidamente, pero nosotros nos quedamos por un momento sin respiración, y nuestros corazones latieron apresurados.

Él no pareció advertirlo; recompuso con un toque nuestros alabarderos y demás piezas rotas, nos las entregó ya acabadas y dijo:

—¿Es que no os acordáis de que él fue en tiempos un ángel?

—Sí, es cierto —dijo Seppi—. No había caído en ello.

—Antes de la caída era irreprochable.

—Sí —dijo Nicolás—, entonces era sin pecado.

—Nuestra familia es muy distinguida —dijo Satanás—; no hay otra mejor que ella. Él fue el único miembro de la misma que ha pecado jamás.

Yo sería incapaz de hacer comprender a nadie todo lo emocionante que resultaba aquello. Ya conocen ustedes esa especie de estremecimiento que lo recorre a uno cuando tiene ante los ojos un espectáculo tan sorprendente, encantador y maravilloso que hace que constituya un júbilo temeroso es estar con vida y el presenciar aquello; los ojos se dilatan mirando, los labios se resecan y la respiración sale entrecortada, pero por nada del mundo querría uno encontrarse en ninguna otra parte, sino allí mismo. La tenía en la punta de la lengua y a duras penas lograba contenerla, pero sentía vergüenza de hacerla; podría ser una grosería. Satanás, que había estado fabricando un toro, lo dejó en el suelo, me miró sonriente y dijo:

—No sería una grosería, y aunque lo fuese, yo estoy dispuesto a perdonarla. ¿Qué si le he visto a él? Millones de veces. Desde la época en que yo era un niño pequeño de mil años de edad fui el segundo favorito suyo entre los ángeles del angelinato de nuestra sangre y de nuestro linaje (para emplear una frase humana). Sí, desde entonces hasta la caída, ocho mil años medidos por vuestra medida del tiempo.

—¡Ocho mil!

—¡Sí!

Se volvió a mirar a Seppi, y siguió hablando como si contestase a un pensamiento que Seppi tenía en su cerebro:

—Naturalmente que yo parezco un muchacho, porque, en efecto, lo soy. Lo que vosotros llamáis tiempo es entre nosotros una cosa muy amplia; se necesita un grandísimo espacio de tiempo para que un ángel llegue a su madurez.

Surgió en mi cerebro una pregunta, y él se volvió hacia mí y me contestó:

—Tengo dieciséis mil años, contando como vosotros contáis.

Luego se volvió hacia Nicolás y dijo:

—La caída no me afectó a mí, ni a ninguno más de mis parientes.

Fue únicamente aquel cuyo nombre llevo yo quien comió del fruto del árbol y quien luego hizo comer del mismo, con engaños, al hombre y a la mujer. Nosotros, los demás, seguimos ignorando el pecado; somos incapaces de pecar; vivimos sin mancha alguna, y permaneceremos siempre en semejantes estado. Nosotros…

En este momento se enzarzaron en una pelea dos de los pequeños trabajadores y se lanzaron el uno al otro maldiciones y tacos con sus vocecitas que parecía zumbidos de abejorro; llegaron luego a las manos y corrió la sangre; por último se enzarzaron en una lucha a vida o muerte. Satanás extendió la mano, los aplastó con los dedos, los dejó sin vida, los tiró lejos de sí, se limpió la sangre de los dedos con el pañuelo y siguió hablando en el punto en que lo había dejado:

—Nosotros no podemos hacer el mal, y ni siquiera estamos capacitados para hacerlo, porque ignoramos en qué consiste el mal.

Aquellas palabras sonaban de un modo extraño en semejantes circunstancias, pero nosotros apenas reparamos en ello, porque estábamos doloridos y aterrados ante el asesinato temerario que acababa de cometer, porque asesinato era en toda la extensión de la palabra, sin paliativo ni excusa, porque aquellos hombres no le habían faltado de ninguna manera. Nos afligió mucho, porque lo amábamos, y nos había parecido un joven muy noble, hermoso y generoso, y habíamos creído honradamente que era un ángel. ¡Y ahora la veíamos cometer una acción tan cruel como aquella! ¡Cómo lo rebajaba a nuestra vista, teniendo como habíamos tenido tanto orgullo de él!

Siguió hablando como si nada hubiera ocurrido, contándonos sus viajes y las cosas de interés que había visto en los enormes mundos de nuestros sistemas solares y en los de otros sistemas solares alejadísimos en los más remoto del espacia; y las costumbres de los seres inmortales que habitan en ellos; nos fascinó, nos hechizó, nos encantó a pesar de la escena lamentable que teníamos delante de los ojos, porque las esposas de los hombrecitos muertos habían descubierto sus cuerpos aplastados y deformados, y lloraban sobre ellos, sollozando y lamentándose, mientras un sacerdote, arrodillado y con las manos cruzadas sobre el pecho, rezaba; se congregaron a su alrededor muchedumbres y muchedumbres de amigos doloridos, descubiertos con respeto y con las cabezas desnudas inclinadas; a muchos de ellos les corrían las lágrimas por la cara, pero Satanás no prestó atención a aquella escena hasta que el ligero ruido de los sollozos y de los rezos empezó a molestarle; entonces alargó la mano, levantó con ella la pesada tabla que servía de asiento en nuestro columpio y la dejó caer con fuerza, aplastando a toda aquella gente contra la tierra lo mismo que si se hubiese tratado de otras tantas moscas, y siguió hablando con la misma naturalidad. ¡Un ángel y había matado a un sacerdote! ¡Un ángel que desconocía la manera de hacer el mal y que aniquilaba a sangre fría a centenares de pobres hombres y mujeres indefensos que ningún daño le habían hecho a él jamás! Nos sentimos enfermos ante aquella hazaña espantosa, pensando que ninguna de aquellas pobres criaturas se hallaba preparada a bien morir, salvo el sacerdote, porque ninguna de ellas había tenido la ocasión en su vida de oír la santa misa y de ver una iglesia. Y nosotros éramos testigos de aquello; nosotros habíamos visto cometer aquellos asesinatos, y nuestro deber era denunciarlos y dejar que la ley siguiera su curso.

Pero él siguió hablando sin interrupción y puso en obra sus encantamientos otra vez sobre nosotros con aquella música fatal de su voz. Nos hizo olvidarlo todo; no podíamos hacer otra cosa que escucharle, sentir amor por él, sentirnos esclavos suyos y dejar que hiciese con nosotros lo que él quisiese. Nos emborrachó con el gozo de estar en su compañía, de mirar dentro del cielo de sus ojos, de sentir el éxtasis que nos corría por las venas al contacto de su mano.