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La lluvia inundaba la noche armoricana. Goriah, en el horizonte nordoccidental, era un indistinto resplandor de luz perdido en medio del estallido de los relámpagos. Seguros dentro de una burbuja de fuerza psicocreativa, Elizabeth y Minanonn volaban cruzando la tormenta.

—Parece más enero que primeros de octubre —observó Elizabeth.

—¡Cuatro grandes tormentas, una detrás de la otra! —exclamó Minanonn—. El tiempo refleja el perverso espíritu de los tiempos. En mi fortaleza en los Pirineos, la nieve ha sellado ya los pasos altos. Esto nunca había ocurrido tan pronto en la estación durante mis quinientos dieciséis años de exilio. ¡Es suficiente como para que uno crea en el Crepúsculo! Nuestras leyendas dicen que será precedido por el Terrible Invierno.

—Entonces estaremos seguros de la guerra hasta la primavera —dijo Elizabeth.

—¡Desearía que así fuese! Pero invierno es un término ambiguo en Duat. Puesto que nuestro planeta no posee inclinación axial, las estaciones no están claramente definidas. Para nosotros, pues, invierno es un período prolongado de mal tiempo.

Elizabeth no hizo ningún comentario al respecto. En vez de ello, preguntó:

—¿Impedirán las nieves de las montañas a los miembros de la Facción de Paz asistir a los juegos?

—Aquellos que no podían resistir el atractivo de la novedad de Aiken partieron la semana pasada, el primer día de la Tregua. Se hallan ya en las tierras bajas. Me temo que la mayor parte de ellos deban pasar el siguiente medio año allí a menos que el clima se modere… y buena parte de la culpa de ello puede achacárseme a mí. Si no hubiera aceptado la invitación del Rey de participar, mi Gente Pacífica no se hubiera sentido tan atraída por el espectáculo.

—¿Qué fue lo que te impulsó a aceptar? —preguntó Elizabeth, no demasiado diplomáticamente.

El Herético se echó a reír pesarosamente.

—Podría racionalizar la decisión, diciendo que así afirmo la sublimación de Aiken-Lugonn del antiguo y sangriento Gran Combate. ¿Pero por qué no ser honesto? En el fondo de mi corazón me sentí inflamado por la perspectiva de unirme de nuevo a un gran espectáculo guerrero. Mi intelecto puede abjurar de la violencia… pero el Maestro de Batalla de antes aún se agita en mi interior, lo quiera o no. A veces eso me conduce a la desesperación. Pero en otras ocasiones, cuando me siento filosófico, bendigo a Tana por haberme permitido conocerme tal como ella debe conocerme… mientras sigue sujetándome firmemente en su amorosa mano.

—¿Nunca te has maldecido a ti mismo por rendirte? ¿Por dejar que tu fragilidad se apoderara de lo mejor de ti?

El rostro del Herético brilló suavemente en la tormentosa oscuridad.

—Tana no nos hizo perfectos, se dice, porque entonces no hubiera habido perfeccionamiento a través del triunfo sobre el dolor y la adversidad, ninguna trascendencia. No para el individuo, y especialmente no para la Mente Galáctica.

—A mí también me enseñaron eso —admitió Elizabeth—. Hace mucho tiempo. Pero la idea se me escapa fácilmente. Sobre todo cuando me veo obligada a enfrentarme al sufrimiento y a la maldad. Una se vuelve impaciente con los misterios, y desespera de confiar en que surja el bien de tus propias debilidades.

Empezaron a descender sobre Goriah. Minanonn mostró una sonrisa momentáneamente juvenil.

—¡Sea como sea, sigo planeando luchar en el Gran Torneo de Aiken!

El propio Rey acudió a recibirles cuando se posaron en el patio del Castillo de Cristal. Tan sólo lámparas de aceite y antorchas iluminaban la escena. En la zona en sombras cercana a los edificios de la guarnición, más de veinte de los oscuros aparatos parecidos a pájaros se alineaban bajo altos y colgantes doseles.

—¡Qué alegría verte de nuevo en carne y hueso! —dijo Aiken a Elizabeth. Se puso de puntillas y plantó un ligero beso en su mejilla. Minanonn mereció solamente un sardónico golpecito en el real sombrero—. ¿Qué os parece si pasamos dentro de modo que no tenga que malgastar mis mermadas facultades alejando la lluvia de nosotros?

—No desearíamos agotarte inútilmente —dijo Minanonn—. Tienes que conservar tus fuerzas para el Gran Torneo. A estas alturas las tormentas deben haber rebasado ya Nionel, pero si estas irrazonables lluvias continúan, es posible que el Campo de Oro requiera un techo metapsíquico. En los días pasados, Kuhal y su difunto gemelo, Fian el Rompedor de Cielos, realizaban este oficio en la arena de Muriah. Pero me temo que el esfuerzo de Kuhal en solitario no resulte adecuado para la tarea de cubrir los terrenos del torneo. El trabajo recaerá sobre ti, Rey Soberano.

—O sobre ti, Hermano Herético —respondió el Rey—. Kuhal no luchará en la palestra. Si tú le tiendes una mano psicocreativa, los dos podéis poner un paraguas sobre el Campo de Oro que resista un ciclón. ¿Qué dices? Es una manifestación de poder bastante pacífica.

—Pensaré en ello —dijo Minanonn, más bien hoscamente. Entraron en el pórtico del castillo, con sus retorcidas columnas de bronce y cristal púrpura y sus altas y doradas antorchas.

Elizabeth hizo una pregunta casual:

—¿Ésas son todas las aeronaves que conseguiste rescatar… veintiuna?

—Eres observadora, ¿eh? —dijo Aiken—. No, recuperamos todas las veintisiete. Envié inmediatamente seis a Fennoscandia para que se unieran al grupo prospector. —Miró a Elizabeth especulativamente—. Creí que ya lo sabías, Tú Que Todo Lo Ves.

Ella le lanzó una irritada mirada.

—Tengo que descansar de tanto en tanto. Y después de monitorizar ese asalto al Monte Rosa…

—Mis disculpas, mis disculpas —aceptó el Rey el regaño—. Eres una buena dirigente del plioceno.

—¡No soy la dirigente! —restalló Elizabeth—. Nadie me nombró para el cargo. No Brede… y por supuesto tampoco tú.

Aiken alzó una ceja.

—La mayoría de nosotros hemos dado por sentado tu aceptación del papel, encanto. ¿No es un poco tarde en el juego decirnos ahora que nunca tuviste intención de representarlo?

—Yo… nunca dije que no haría todo lo posible por ayudarte. Y a los demás. Pero mi posición es solamente informal, de consejera. No soy competente para dirigir, y no tengo ningún poder. Y tampoco quiero ninguno…

—Oh, muchacha. —La actitud del Rey era grave—. Siempre volando muy por encima de todos nosotros, ¿no? Mirando hacia abajo a todos esos miserables Inferiores que se arrastran por el suelo… ¿Y ahora tienes un poco de compañía? ¿Un alma gemela orgullosa de compartir tu noble melancolía?

—No seas idiota —dijo Elizabeth. Su tono mental era desesperadamente cansado.

—¿Dónde está, por cierto? —inquirió el Rey—. No he sido capaz de detectar ni un pelo de él desde hace casi una semana. Y con estas tormentas una detrás de otra, incluso la goleta ha desaparecido fuera de mi vista. Estaba pensando incluso en enviar a uno de los voladores en un reconocimiento… pese al peligro de ser desintegrado por los compañeros de Marc. Pero ahora que tú estás aquí, no vamos a arriesgar vidas. ¿Te importaría subir ahora a la torre conmigo y efectuar un rastreo rápido?

—No es necesario —dijo Elizabeth—. Sé dónde está Marc. Es de eso de lo que he venido a hablar aquí contigo. Contigo y con Hagen y Cloud.

—Ah —dijo el Rey—. Así que es por ahí por donde sopla el viento. —Estaban cruzando el gran salón de la entrada. Pese a que era aún primera hora de la noche, había poca gente deambulando de un lado para otro. Tan sólo los pacientes soldados torques grises de la guardia del palacio estaban por todas partes, firmes en sus resplandecientes medias armaduras de bronce y capas violetas, pero llevando armas del Medio en vez de las tradicionales hojas de cristal.

—Marc está en el Risco Negro —dijo Elizabeth—. Yo estoy aquí a petición suya.

—¡Vaya! —exclamó el Rey—. ¿Se siente más pacífico ahora que las cosas se están poniendo a mi favor? Debe haber sido un buen golpe para sus planes el perder todos esos láseres X.

—Aiken, Marc trajo a Basil Wimborne hasta nosotros desde la cima del Monte Rosa —dijo Elizabeth—. Vía salto-D.

El Rey se detuvo en seco.

—¡Cristo!

Elizabeth lo contempló en silencio. Su petulante despreocupación había desaparecido.

—¿Es eso lo que has venido a decirme? —le preguntó Aiken—. ¿Que Marc está dispuesto a terminar con el asunto, y que debemos abandonar el Proyecto Guderian?

—No —dijo ella.

—¿Qué entonces?

—Marc tiene una proposición para ti y Hagen y Cloud. Me gustaría hablar de ello los tres juntos.

—Creo que estarás tan segura con el Rey como conmigo, Elizabeth —dijo Minanonn—. Si me disculpáis, debo visitar a la Telépata Lady Sibel la Trenzas Largas. En lejanos tiempos pasados ella y yo compartimos muchas horas interesantes… debatiendo los méritos de la paz. —Se alejó, dejando a Elizabeth sonriendo.

—Un buen protector, ¿eh? —El tono de Aiken era ácido.

—Te aprueba a ti y a tu reinado… hasta ahora.

—Bien, ¡hurra! —dijo el Rey sin demasiado entusiasmo—. Lástima que no esté dispuesto a luchar por sus altos principios. Necesito todas las mentes poderosas que pueda conseguir. Sabes que he entregado a Sharn y Ayfa la Espada… y lo que eso puede significar.

La mujer asintió.

—Los Firvulag no pueden iniciar la Guerra del Crepúsculo sin su sagrada arma… y ahora la tienen. Has hecho una peligrosa apuesta.

Los ojos de Aiken parpadearon bruscamente.

—Quizá no. —Permanecían de pie en el pasillo de entrada del ala oeste del castillo, cerrada por una gran reja de bronce y custodiada por soldados oro de élite sujetando las correas de anficiones con collares de púas—. Puedo convocar a Hagen y Cloud a la cámara real para que se reúnan con nosotros, pero quizá prefieras ir hasta ellos. Te llevaré a una visita turística rápida por los laboratorios del Proyecto Guderian… y no me importa en absoluto que le digas a Marc hasta dónde hemos progresado.

—Me encantará esta visita —dijo ella—. A decir verdad, me siento curiosa.

Con una cierta ostentación, Aiken ordenó a los guardias que abrieran la reja. Luego abrió camino, señalando las distintas medidas de seguridad que protegían la instalación. Los sensores cercaban todo el ala donde residían los jóvenes norteamericanos y el personal técnico. Había élites de guardia dentro, y los parapetos eran patrullados por grises y platas fuertemente armados, programados para informar a sus señores Tanu de cualquier intento de salir o entrar. Los alrededores de la única escalera que daba acceso a las modificadas mazmorras, que en su tiempo habían contenido el «almacén general» del contrabando y ahora albergaban los laboratorios, estaban custodiados por leales Tanu bajo las órdenes de Celadeyr de Afaliah. El vestíbulo estaba lleno de trampas, tanto mecánicas como metapsíquicas, además de las barreras electromagnéticas de creciente potencial letal. Si alguien conseguía superar todos estos obstáculos, le quedaba todavía el último bastión: el gran campo sigma SR-35, con su compuerta que solamente dejaba pasar a aquellos cuyas firmas mentales estaban en los archivos del ordenador real.

—Ahora tú estás en los archivos, cariño —le dijo Aiken a Elizabeth con un alegre guiño de complicidad—. Pero solamente para hoy.

La pared parecida a un espejo al extremo de la compuerta se disolvió ante ellos a un gesto del Rey, y entraron en la antesala del laboratorio. Elizabeth observó el campo dinámico reformarse tras ellos, y golpeó con una uña la pseudorresbaladiza superficie.

—Así que esto es el impenetrable sigma que Marc pensaba violentar con sus láseres X.

El jovial aspecto del Rey se oscureció ligeramente.

—Lo es. Los chicos lo trajeron de Ocala. Mientras mantengamos el proyecto dentro de él, estaremos seguros. Hagen dice que es a toda prueba contra un ataque psicoenergético de hasta quinientos grados de magnitud. Felice hubiera podido abrirse camino con un golpe mental hasta aquí… pero Abaddón no tiene ninguna posibilidad. No con el puñado de mentes que puede reunir en metaconcierto estos días.

—Pero no puedes utilizar el dispositivo de Guderian aquí en Goriah —señaló Elizabeth.

—No —admitió el Rey—. Eso fue un mal planteamiento por mi parte. Hubiera debido instalar los laboratorios en el Castillo del Portal desde un principio, y al diablo los inconvenientes. Pero ya no sirve de nada llorar sobre la leche derramada. El SR-35 no es bueno para las operaciones aéreas, pero pensaremos en algo cuando llegue el momento del traslado. Puedes decirle eso a Marc junto con todo lo demás.

Cruzaron una al parecer interminable serie de pequeños talleres donde los distintos componentes del generador tau estaban siendo ensamblados y comprobados. Aiken sabía lo que se estaba llevando a cabo en cada uno de ellos, y saludó a los técnicos y principales científicos y a sus supervisores norteamericanos por sus nombres. Los laboratorios estaban atestados, y su apariencia era engañosamente caótica. Gran parte del trabajo de ensamblaje se efectuaba por medio de micromanipuladores, y para el observador no iniciado el proceso no tenía el menor interés. Las habitaciones de ingeniería química eran ligeramente más espectaculares, llenas de burbujeantes aparatos y elusivos olores mientras los materiales críticos eran refinados, purificados y luego enviados a las unidades de manufactura.

En una de las amplias habitaciones de trabajo de este tipo, Tony Wayland se acercó al Rey.

—Necesito al menos otros tres diamantes —dijo—, de doce quilates o más. También un láser industrial que pueda taladrar agujeros de cinco a cuarenta micrones de diámetro, un batidor cerametálico de alta velocidad, algo de bálsamo del Canadá u otra resina sintética equivalente, otra botella de argón, y un nuevo compañero de cuarto. Ese miserable de Hewitt ronca como una serrería al completo.

—¿Alguna otra cosa más? —inquirió amablemente el Rey.

—¡Algunas noticias acerca de mi esposa!

—Lady Katlinel está haciendo averiguaciones. Parece que hay algunos problemas. Tus padres políticos Aulladores están un poco dolidos de que tú huyeras de su niñita, y se muestran poco inclinados a cooperar. Lady Katy aconseja paciencia.

Tony alzó las manos y se alejó. El Rey y Elizabeth siguieron su camino. Cuando estuvieron en la otra habitación, ella dijo:

—Mis facultades redactoras detectan un soplo de disfunción de nivel dos en la psique de ese hombre. Supongo que ha debido pasar por una serie de malos momentos. Yo no lo presionaría demasiado con el trabajo, si fuera tú.

—Quiere trabajar —dijo Aiken—. En estos momentos es lo mejor para él. Lo distrae de ese asunto acerca de su esposa Aulladora.

—Me encantará hacer que Minanonn me lleve a Nionel. Quizá pueda mediar con esos airados suegros.

—Gracias, Elizabeth. —Aiken parecía sombrío—. Pero le he mentido al pobre Tony… parcialmente por razones egoístas, y parcialmente porque parece que es lo mejor para él en estos momentos. ¿Conoces a Lord Greg-Donnet, que era el Maestro Genético del Rey Thagdal?

—Aquél al que llamaban el Loco Greggy… —Asintió.

—Fue a Nionel con Katy cuando ésta se casó con Sugoll, y ahora está trasteando con un proyecto propio para aliviar las deformidades de los mutantes. Es un hombre de talento ese Greggy, pese a sus pequeñas manías. Bueno… parece que ha construido un cachivache experimental, una especie de cruce entre la Piel sanadora de los Tanu y el tanque de regeneración del Medio. Cree que su tanque-Piel puede ayudar a restaurar a los Aulladores realmente grotescos a una apariencia Firvulag más normal. Ha pedido voluntarios. Y parece ser que ha conseguido algunos.

—Oh, Dios mío —dijo Elizabeth.

—La esposa de Tony, Rowane, cree que él la abandonó porque ella era un monstruo —prosiguió el Rey—. El experimento de Greggy le pareció una oportunidad de oro. De modo que ahora está flotando, completamente desconectada, en uno de esos tanques, al menos por otras cuatro semanas, mientras Greggy y el equivalente Aullador de los redactores remoldean su protoplasma. Puede que Rowane salga del tanque peor de lo que estaba antes, puede incluso morir, o puede que el experimento sea un gran éxito. Pero creo que es prudente no decirle nada de ello a Tony.

—Estoy de acuerdo. Es patético…

—¿Acaso no lo somos todos? —dijo el Rey. Abrió camino hasta una cámara de buen tamaño donde el esqueleto de una estructura de cristal se erguía sobre una plataforma. Era una caja parecida a una celosía llena de cables metálicos que se entrecruzaban entre su vítreo entramado como los multicolores tallos de una enredadera. Gran número de esas flexibles lianas se hallaban todavía en los bancos de trabajo, con sus entrañas expuestas a la sondeante atención de los trabajadores. Monitores, equipos de comprobación y un batiburrillo de maquinaria instaladora atestaban la plataforma.

—Y aquí está —anunció Aiken—. El dispositivo de Guderian… más o menos.

—No recordaba que fuera tan grande —dijo Elizabeth.

—Lo hemos ampliado un poco. Nuestro factótum en dinámica de campos, Anastos, dice que no hará ningún daño. Es ése que le está maldiciendo al instalador pecoso de ahí. El tipo delgaducho de pelo oscuro. Y por supuesto reconocerás al dúo desaprobador que está mirando por encima de su hombro.

—Los he visto telepáticamente. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado?

Aiken la condujo hasta un cubículo desocupado con ventanas a uno de sus lados que aparentemente servía de sala de descanso para los trabajadores. Había blandos sillones y una mesa con algunos refrescos espartanos. Luego envió una educada llamada telepática a Hagen y Cloud Remillard. Hermano y hermana acudieron al saloncito, cerrando la puerta tras ellos. Su curiosidad ante la presencia de la visitante desprovista de torque fue imperfectamente disimulada. Los dos llevaban monos blancos no muy distintos de los usados por los demás trabajadores. Su pelo tenía el mismo color dorado rojizo, pero excepto esto no eran particularmente parecidos. Cloud exhibía una alta y redondeada frente céltica que parecía casi bruñida, y unas cejas casi invisibles. Sus ojos eran hundidos, de un penetrante azul verdoso, enmarcados por oscuras pestañas. Su piel era transparente, ligeramente pecosa, y su nariz se curvaba ligeramente como una pequeña y delicada hoja. Viéndola en carne y hueso, Elizabeth pudo extraer a un lado algunas características heredadas de Marc y percibir la fantasmal imagen de una mujer hacía mucho tiempo muerta. Hagen Remillard poseía el aquilino perfil de su padre y era de constitución robusta, pero había algo tosco, casi impreciso, en sus rasgos. Su aura era de ira reprimida, sin un asomo de la magnética urbanidad de Marc. En el breve y cálido contacto con su mente, Elizabeth captó a la vez lástima y aprensión. De la de Cloud, en contraste, le llegó una abierta empatía. Luego los muros mentales se cerraron, y los dos permanecieron allí de pie exhibiendo vacías sonrisas y aguardando a que el Rey dijera para qué los había llamado.

—Permitidme que os presente a la Gran Maestra Redactora y Telépata Elizabeth Orme —dijo Aiken—. Es un miembro honorario de mi Alta Mesa, y de hecho actúa como dirigente de la Tierra del plioceno.

Hagen y Cloud respondieron formalmente. El Rey indicó que se sentaran y les sirvió té y bizcochos con sus propias reales manos mientras hacía algunas breves preguntas acerca de este o aquel aspecto del proyecto. Los jóvenes Remillard respondieron con breve competencia. Expresaron sus esperanzas de que la expedición geológica tuviera éxito en conseguir las críticas menas.

—La aeronave debe encontrarse con el equipo de tierra mañana —dijo el Rey—. Ahora esos prospectores podrán rastrear adecuadamente Fennoscandia desde el aire, sin tener que mantenerse constantemente vigilantes de la presencia de trolls y Yotunag.

—Bien, será mejor que consigan algo —dijo Hagen—. Hemos logrado extraer el niobio que necesitábamos expoliando otros aparatos, pero no hay forma de que consigamos las tierras raras excepto a través de las menas. La mitad de los malditos cables del mirador llevan el núcleo entretejido con cable de niobio-disprosio.

—Una vez tengáis el cable, ¿cuánto tiempo puede tomaros completar el dispositivo? —preguntó Elizabeth.

Hagen le lanzó una penetrante mirada.

—¿Estás pensando en unirte al éxodo, Gran Maestra?

Elizabeth enrojeció. Dijo llanamente:

—Lo he estado considerando, sí.

Hagen dejó escapar una risita.

—Entonces espero que uses tus buenos oficios para mantener alejado a Marc… o me temo que nuestras posibilidades de volver a entrar en el Medio sean más bien remotas.

Ella lo miró en silencio por unos momentos.

—Había olvidado que vosotros nacisteis allí… pero todos los demás de la joven generación son nacidos en el plioceno, ¿no?

—Y todos al menos tres años más jóvenes que Hagen y yo —dijo Cloud. Frunció reprobadoramente el ceño a su hermano—. Para responder a tu pregunta, puede que nos tome un mes o más completar el dispositivo, una vez tengamos el núcleo del cableado. Disponemos de los científicos más talentudos de la Tierra Multicolor, con todo el equipo de fabricación que pueda imaginarse. Y, por supuesto, le quitamos a papá una buena cantidad de material antes de abandonar Ocala…

—La Gran Maestra sabe eso, Cloudie —interrumpió Hagen—. Lo sabe todo sobre nosotros.

Hubo una embarazada pausa. Hagen miró desafiante a Elizabeth.

—¿Nos admitirá el Medio… sabiendo quiénes somos?

—Sí —dijo Elizabeth.

—¿Sabiendo lo que ayudamos a hacer a Felice? —añadió en voz muy baja el joven.

—Si confiáis ser abrazados por la Unidad, tendréis que pagar vuestra deuda. Las circunstancias eran extraordinarias, pero vuestro acto fue pese a todo un crimen.

—No contra seres Humanos libres —dijo Hagen—. ¡Contra opresores exóticos y sus corruptos secuaces!

—Cerca de cincuenta mil personas perecieron en la Inundación de Gibraltar —dijo Elizabeth—. Muchas de ellas eran completamente inocentes.

—Tan sólo pretendíamos matar a los exóticos. No es como si fueran seres Humanos…

—Tanto los Tanu como los Firvulag contribuirán a la rama del Homo sapiens —dijo Elizabeth—. He llegado reluctantemente a la conclusión de que algunos remanentes de ambos grupos persistirán en la Tierra hasta casi los tiempos históricos, uniéndose a la raza Humana del mismo modo que se han unido con los viajeros temporales aquí en el plioceno. Nuestros mitos y leyendas y el resto de la herencia de nuestro inconsciente colectivo lo confirman.

—¡Pero eso es imposible! —exclamó Cloud—. No hay fósiles, ninguna otra evidencia concreta…

Elizabeth permaneció imperturbable ante la impresionada reacción de los Remillard. Observó que Aiken parecía también tranquilo.

—¿Tenéis alguna idea de lo escasa que es la evidencia fósil de las supuestamente bien conocidas razas de homínidos primitivos? —preguntó—. ¿De los ramapitecos? ¿Del Homo erectus? ¿De la raza Neanderthal de sapiens?… Un patético puñado de fragmentos para los primeros. Tan sólo unos cráneos dispersos y unos huesos rotos para los segundos. ¡Y menos de ochenta especímenes del Hombre de Neanderthal han quedado de los millones que debieron hollar la Tierra del pleistoceno!

—Pero cabe pensar que al menos tendría que haber sido descubierto un espécimen de Tanu o Firvulag —protestó Hagen.

—Se han encontrado anomalías —dijo Elizabeth—. Muchas de ellas. Y no solamente restos de esqueletos. La biblioteca del ordenador del Rey Aiken-Lugonn contiene admirables referencias que he podido consultar durante los últimos meses. Pero puesto que los hallazgos atípicos no encajan con los datos más aceptables, fueron desechados. Se elaboraron otras hipótesis para explicar esas anomalías, a fin de no descomponer el edificio científico. —Su rostro exhibió una expresión maliciosa—. Ése es uno de los motivos más tentadores que puede sentir alguien para regresar al Medio. Para contemplar al gato entre las palomas paleontológicas.

La expresión de Cloud era sombría mientras daba vueltas en su mente a aquel asunto.

—Pero seremos castigados por haber ayudado a Felice.

—El mundo al cual queréis entrar es muy distinto del que abandonaron Marc y sus Rebeldes. Sigue existiendo el crimen y sigue existiendo el castigo. Pero para aquellos que se arrepienten realmente de sus acciones, la pena consiste en su mayor parte en reeducación y servicio al bien público.

Hermano y hermana miraron dudosamente a Elizabeth. Aiken dijo:

—¿Ningún estatuto de limitaciones? ¿Circunstancias atenuantes? ¿Nada de compos mentis?

—Es asunto de los redactores forenses el determinar la culpabilidad individual —dijo Elizabeth.

—¿Y ellos sabrán? —preguntó Hagen.

—Oh, sí —respondió la Gran Maestra.

—Pero después de que seamos… rehabilitados —dijo Cloud—, ¿nos admitirán en la Unidad?

—Estoy convencida de ello —dijo Elizabeth.

—¡Aquí lo tenéis, muchachos! —Aiken obsequió a la pareja con una amplia sonrisa—. Si nos apresuramos, pronto podremos reunimos con nuestros mayores. ¿Todavía creéis que vale la pena?

Hagen no pareció inmutarse.

—¿Piensas ir tú, Rey Soberano?

—¿Quién sabe lo que voy a hacer yo? —respondió alegremente Aiken—. Todavía no habéis terminado la puerta del tiempo, y puede que no caiga la Noche.

—Y papá todavía puede hallar algún medio para utilizar ese dispositivo CE quemacerebros suyo para hacer saltar por los aires todos nuestros castillos —dijo Hagen.

La preocupación de Elizabeth los englobó a los tres.

—Precisamente por eso he venido aquí esta noche a hablar con vosotros. La facultad de salto-D de Marc incluye ahora la habilidad de transportar cantidades significativas de materia en un campo generado fuera de su amplificador cerebroenergético. Ha transportado a un hombre vivo sin causarle el menor daño, y antes de mucho será capaz de hacer algo mucho mejor que eso. —Hagen ladró una amarga obscenidad, y Elizabeth alzó una mano admonitoria—. Sabéis que Marc siempre ha mantenido su amor hacia vosotros, muchachos. Tampoco profesa ninguna malicia hacia Aiken. Me ha pedido que actúe como su emisario y mediador, a fin de que podamos resolver pacíficamente la actual crisis. Le gustaría que os reunierais con él en mi refugio del Risco Negro.

—¡Ni soñarlo! —exclamó Hagen—. Se lo dijimos ya una vez… puede hablar telepáticamente con nosotros acerca de cualquier trato que tenga en mente. Pero no voy a acercarme dentro de un radio de tres kilómetros o a un sigma de potencia veinte del querido papá. ¡No más coerción!

—Me ha dado su solemne palabra de que no intentará nada —dijo Elizabeth—. Y ha permitido que yo le sondeara, comprobando así que decía la verdad. En cualquier caso, si el Rey asiste a la reunión, su habilidad coercitiva es con mucho suficiente para neutralizar la de Marc.

—Eso puedo creerlo —murmuró Hagen.

—Pero no ha cambiado realmente nada —dijo Cloud—. Papá y sus confederados nunca permitirán que nosotros abramos la puerta del tiempo.

—Marc me pidió que os dijera que tiene algo completamente nuevo que discutir con vosotros —señaló Elizabeth—. Dice… y confieso que no tengo la menor idea de lo que quiere significar… dice que se refiere a la respuesta a vuestra antigua pregunta acerca de vuestra herencia genética.

—Dios… ¿ha dicho eso? —La voz de Hagen era ronca. Su mente se unió a la de su hermana en modo íntimo, y tanto Elizabeth como el Rey percibieron la agitación del intercambio. Hagen y Cloud se mostraban desesperadamente temerosos… y al mismo tiempo fascinados.

—Elizabeth —preguntó el Rey—, ¿sabes si Marc puede utilizar o no ese dispositivo CE en más de una metafacultad a la vez?

—¡Yo puedo responder a eso! —exclamó Hagen—. ¡Dios… yo puedo! Papá me dio instrucciones detalladas acerca de la forma de operar de la maldita cosa. Estaba dispuesto a encadenarme a la armadura de repuesto que tenía ya completamente preparada cuando escapamos de Ocala…

—Céntrate. —El Rey hizo flotar un asomo de coerción sobre el joven—. ¡Esto es importante!

Hagen tragó saliva.

—El dispositivo puede intensificar solamente una metafunción a la vez. Por ejemplo, cuando Marc realiza un salto-D, el dispositivo está fijado a su facultad generadora del campo upsilon. Cuando efectúa la búsqueda estelar, lo que intensifica es su visión a distancia.

—Y cuando todos vosotros os unisteis a Felice para hacer saltar Gibraltar —interpuso Aiken—, ¿él estaba intensificando su creatividad?

—Eso es —admitió Hagen—. Cuando se pone en fase dentro de la cosa… cuando las agujas de los electrodos se introducen en su cerebro y se pone al rojo blanco… tiene preprogramada solamente una superfacultad. Las otras se hallan en modo periférico. Están allí, pero solamente en su habitual orden de magnitud a cerebro desnudo. Tiene que saltar de vuelta al ordenador directivo si desea cambiarla.

—Entonces todo está bien —dijo Aiken, considerablemente aliviado—. Temía que pudiera utilizar el dispositivo para volatilizar nuestras mentes allá en el Risco Negro.

—No es posible. —Una retorcida sonrisa se extendió por el rostro de Hagen—. Es incapaz de hacer eso a menos que pueda teleportar todo el equipo CE con él… generador de energía, dispositivos auxiliares y todo lo demás. Diez toneladas de chatarra.

—Entonces tendremos tiempo suficiente —dijo Aiken—. Digo que vayamos a ver lo que tiene que decirnos Marc. Si solamente puede actuar a cerebro desnudo, correré el riesgo.

—¿Puedes tú quemarlo a él? —preguntó suavemente Hagen.

—¡No! —exclamó Cloud.

—Todos vosotros tenéis que darme vuestra solemne palabra de que mantendréis la paz —dijo Elizabeth— …y me dejaréis sondearos redactoramente ahora y en el Risco Negro para asegurarme de que sois sinceros.

—Acepto —dijo inmediatamente Cloud.

Hagen se tomó un poco más de tiempo, pero finalmente asintió con la cabeza.

Elizabeth miró inquisitivamente a Aiken. Éste frunció el ceño en una burlona actitud de profundo ensimismamiento.

—Si redujera a cenizas la mente de Marc… suponiendo que pudiera ganarle en un combate a cerebro desnudo… nos ahorraríamos un montón de preocupaciones potenciales.

—Quiero tu palabra —insistió Elizabeth—. Y tu mente abierta.

Los ojos como botones destellaron maliciosamente.

—Puedo prometerlo, puedo creer en ello de modo que tu sonda redactora demuestre que digo la verdad, y luego cambiar de opinión. ¡No puedes saber nada respecto a Mí!

—Oh, sí puedo —dijo Elizabeth.

El hombrecillo alzó sus dorados hombros.

—¿Cuándo partimos hacia el Risco Negro? ¿Mañana? Puedes decirle a Minanonn que tendrá que llevarnos a todos. No voy a volar por mí mismo hasta tan lejos. Todavía no estoy bien del todo.

Al otro lado de la Francia del plioceno, en la Montagne Noire, donde la última tormenta aún se hallaba a varias horas de distancia, Marc y el hermano Anatoli permanecían sentados en el balcón del refugio bajo las estrellas, bebiendo el último coñac Martell que quedaba y discutiendo los aspectos teológicos de imputabilidad y motivación inconsciente. Estaban profundamente absortos, y Marc solamente se disculpó una vez para echar un rápido vistazo telepático a la Kyllikki y asegurarse de que estaba navegando bien al norte de la nueva depresión que amenazaba la costa occidental de Armórica. Cuando vio que la goleta estaba a salvo, siguiendo el rumbo que le había indicado a Walter Saastamoinen, reanudó de nuevo el fascinante tema de su propia condenación. Era emocionante hacer de Abogado del Diablo de uno mismo.