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Mooliane la Doncella-Rana había terminado los últimos ajustes, y ahora Katlinel permanecía de pie en el centro de la estancia, haciendo de modelo para la creación acabada. El lugar estaba atestado con los pequeños seres que habían trabajado en el vestido —gnomos y elfos y nereidas y espíritus de ágiles dedos—, y que aguardaban pacientemente mientras el maestro sastre, Bukin el Estimable, fruncía los labios y daba vuelvas y vueltas en torno a la Ama de Nionel. Arreglaba un pliegue del encaje aquí, enderezaba un hilo dorado allí, se acercaba para escrutar una costura crítica o una cuenta sospechosa. Finalmente retrocedió unos pasos, carraspeó y anunció:

—Ya está listo. ¡Traed el espejo!

Todos los goblinescos sastres y sastresas chillaron de alegría y aplaudieron con sus manos, pezuñas o apéndices táctiles. Dos robustas muchachas con el aspecto de espíritus forzudos trajeron un espejo triple y lo colocaron en posición ante ella, y por primera vez Katlinel se vio a sí misma vestida con el traje que llevaría como anfitriona del primer Gran Torneo.

Estaba confeccionado con una rígida tela blanca de misteriosa iridiscencia que resplandecía rosa y amarilla y verde pálido, como el interior de una concha marina. El corpiño de talle bajo y largas mangas encajaba ajustado, del mismo modo que lo hacía la elegante blusa que llevaba debajo. Brotando del bajo talle caían fruncidos y ahusados paneles que se curvaban hacia fuera y luego de nuevo hacia dentro a la altura de las rodillas, como los pétalos de un nacarado lirio. Debajo había una falda larga de delicado encaje dorado, que llameaba bajo los pétalos formando un brillante cono aflautado. El encaje dorado envolvía también la perlina tela de las mangas y formaba amplios puños. El cuello y el escote de la Lady de los Aulladores tenía la forma de un collar fantásticamente alto, y llevaba un delicado adorno enmarcando su rostro. Como toque final, todo el conjunto estaba adornado con cuentas de cristal y diamantes tallados en forma de pera, que reflejaban constantemente las cambiantes tonalidades de la tela.

Katlinel se dio la vuelta lentamente delante de los espejos, una visión multiplicada de los colores de la aurora embrumados en oro.

—El traje es magnífico —dijo—. Nunca había visto nada tan maravilloso. Gracias, queridos amigos… y especialmente a ti, Bukin. —Se inclinó y besó al duendecillo sastre en su arrugada coronilla. Enrojeció desde el cuello hasta las puntas de sus peludas orejas.

—Graciosa Ama Katy —dijo torpemente—, mi carrera se extiende a lo largo de tres siglos. Durante todo ese tiempo he concebido muchos atuendos espléndidos… porque ya sabes que nuestra desdichada gente no tiene parangón en la Tierra Multicolor en asuntos de adorno personal. Esta creación, sin embargo, es mi obra maestra… y la de todos los artesanos reunidos en torno tuyo.

—¡El lamé perlino es único! —pidió un vocecilla. Y otra hizo eco—: ¡Elaborar ese encaje dorado casi nos volvió locos!

Bukin agitó los pies.

—Este Gran Torneo va a ser la primera vez en ochocientos cincuenta y seis años que nuestra nación Aulladora participará en un acontecimiento conjunto con nuestros hermanos no mutantes. Deseamos hacerlo con mucho orgullo. Y puesto que nos sentimos especialmente orgullosos de ti, queremos glorificarte ante la multitud reunida. Lady… eres una flor brotada de la raza Tanu y Humana, que se expande ahora en un jardín que puede parecer extraño. Pero nos regocijamos de tenerte con nosotros. Tú nos consuelas con tu belleza y cariño. Mostrándonos tu amante devoción hacia nuestro Amo, el más terriblemente deformado de todos nosotros, nos has insuflado nuevas esperanzas. Tú dices que debes darnos las gracias por este regalo, pero somos nosotros quienes tenemos que agradecértelo.

——Gracias —suspiraron los monstruos.

En aquel momento la puerta de entrada del taller se abrió de par en par y un espíritu de pelo verde gritó:

—¡Ya viene! ¡Lord Sugoll viene a ver a su Lady!

Katlinel tendió los brazos cuando el Lord de los Mutantes entró, alto y terrible, seguido por el geneticista humano Gregory Prentice Brown, que radió ante el abrazo de los dos amantes.

—Pensaba guardar estos regalos hasta la víspera del Torneo —dijo Sugoll—. Pero creo que es mejor dártelos ahora, en presencia de estos devotos amigos. ¡Greggy! El estuche.

Saltando y cabrioleando como un excitado tití, Greg-Donnet el Maestro Genético le entregó una caja plateada de buen tamaño. Sugoll la abrió, y mientras la horda de goblinescos trabajadores lanzaba exclamaciones y silbidos de sorpresa, extrajo un collar de raras piedras aurora boreal. Trabajando diestramente con dos tentáculos, lo ajustó debajo mismo del torque de oro de su esposa. Un tercer tentáculo sacó una pequeña corona adorada con las mismas extrañamente iridiscentes gemas. Katlinel la tomó y se la puso sobre su elaborado peinado.

—Ahora eres realmente nuestra reina —dijo Sugoll.

La grotesca multitud vitoreó y dio saltos de alegría. Greggy hizo una reverencia, besó la mano a Katlinel y murmuró:

—Impresionante. Realmente impresionante.

—Ahora —dijo el príncipe Aullador a los suyos— os pido que nos dejéis unos momentos solos mientras conferencio con mi Lady y Lord Greggy sobre asuntos de estado.

—¡Pausa para comer… todo el mundo fuera! —gritó Bukin—. ¡Rápido, lentos, dormidos, holgazanes! —Los trabajadores mutantes se apresuraron en tumulto hacia la salida, y al cabo de un momento Sugoll y su esposa y Greg-Donnet estaban solos. El geneticista trajo dos sillas para Katlinel y para él mismo, mientras la gran abominación se acomodaba en el suelo.

—Están pasando cosas muy extrañas —dijo Sugoll—. El Rey Aiken-Lugonn ha pedido guías Aulladores para una exploración en Fennoscandia… en busca de algunas raras menas.

—¿Para qué? —preguntó Katlinel.

El pequeño y viejo geneticista lanzó una risita.

—¡Precisamente eso es lo que nos preguntamos, Katy querida! Los minerales en cuestión son gadolinita y xenotima, fuentes de los elementos conocidos como tierras raras. Su Maliciosa Majestad fue muy evasivo desde un principio acerca de su necesidad de esas peculiares sustancias. ¡El que su necesidad era urgente quedó muy claro cuando Lord Sugoll dio muestras de no querer cooperar!

—¿Y por qué debería cooperar? —gruñó el soberano mutante—. ¿Qué es lo que ha hecho él últimamente por nosotros? Faltan solamente siete semanas para el Torneo, y ni siquiera nos ha enviado el primer plazo de la contribución Tanu a los gastos. ¡El pequeño casquivano! Seguramente se gastó todo su tesoro en ese desvergonzado espectáculo del Gran Amor en mayo…

—¿Tierras raras? —Katlinel, que había sido miembro de la Liga de Creadores y había ocupado un sitio en la Alta Mesa antes de su defección, agitó con asombro su enjoyada cabeza—. Sé poco de química, pero lo bastante como para decir que esos materiales tienen muy poco uso en la tecnología Tanu.

—¡Pero no en la del Medio! —restalló Sugoll—. Y cuando me negué a ayudarle, el escurridizo tuvo que claudicar y decirme finalmente para qué las deseaba. ¡Está construyendo una puerta del tiempo!

—Altísima Tana —murmuró la Lady—. ¿No será… un portal que conduzca al mundo futuro?

Greg-Donnet asintió con austera solemnidad.

—Parece que ha ido reuniendo expertos de todas partes de la Tierra Multicolor y planea reabrir la puerta que la temible Madame Guderian cerró de golpe. ¡El daño potencial que puede hacer es formidable!

—Naturalmente, dados los hechos, le garanticé toda nuestra cooperación —dijo Sugoll.

Katlinel se lo quedó mirando, asombrada.

Greggy dijo suavemente:

—Si el pueblo Aullador puede cruzar la puerta hasta el mundo de donde yo vine, no hay la menor duda de que sus deformados cuerpos podrán ser remodelados y sus genes restaurados de nuevo a la norma Firvulag por la ingeniería genética. Durante mi estancia con vosotros he intentado algunos pequeños experimentos sobre estas líneas… pero mis pobres intentos no son nada en comparación con los recursos científicos de que dispone el Medio. Sus científicos pueden hacer en unos pocos meses lo que a mí puede tomarme décadas aquí en el plioceno.

—No puedo creer que Aiken… —Katlinel agitó la cabeza, sin terminar la frase—. Es diabólicamente listo, todos lo sabemos. Pero esto no parece posible. Debe estar maquinando algún otro plan… quizá utilizar ese truco de la puerta del tiempo para distraer a Sharn y Ayfa de sus auténticos planes de guerra.

—Si es así —interrumpió Sugoll—, que Téah le conceda el éxito al Rey Tanu. Y ésta es otra razón para que nosotros cooperemos. He delegado a Kalipin para que ayude a Aiken en la expedición, puesto que tiene experiencia en el trato con los Inferiores; y en lo referente a las cuestiones técnicas, a Ilmary y Koblerin el Sacudidor, que conocen más sobre minerales y las tierras más allá de los Lagos de Ámbar que cualquiera de nosotros.

—No levantemos falsas esperanzas entre la gente —suplicó Katlinel.

—No te preocupes —dijo Greggy—. Yo seguiré con mis experimentos, exactamente igual que hasta ahora. —Guiñó alegremente un ojo—. De hecho, el dispositivo tanque-Piel que he elaborado parece bastante prometedor. Tengo ya a varios voluntarios ansiosos por probarlo.

—¿Cuándo emprenderá la marcha la expedición de Aiken? —preguntó Katlinel.

—Los primeros prospectores tienen que llegar aquí dentro de pocos días —dijo Sugoll—. Navegarán hacia el norte desde Nionel hasta la Gran Curva del Seekol, luego atajarán cruzando la Penillanura hasta el Mar Anversiano.

—Les tomará meses localizar esos minerales —dijo Katlinel—. Si es que los encuentran. En cuanto a construir la máquina de la puerta del tiempo… ¡resulta demasiado increíble!

—Me temo que tengas razón —suspiró el geneticista—. Pero si resultara cierto… —sonrió a Katlinel y a su superlativamente horrible esposo—. Cómo me gustaría llevaros a los dos a un gran viaje por el Medio Galáctico. Os encantaría. Realmente os encantaría.

Kuhal el Sacudidor de Tierras permanecía sentado en un banco de cristal en una parte retirada del jardín del castillo, aguardando a que ella llegara. La tarde estaba llena de sonidos: chirriantes grillos entre los arbustos, un ruiseñor gorjeando a pleno pulmón anticipando la estación otoñal del apareamiento, el tintineo de las pequeñas campanillas de cristal que festoneaban los árboles, y como fondo a todo ello los sonidos de la multitud en la Feria Ambulante de Comercio de la ciudad, a unos escasos centenares de metros colina abajo, más allá del muro del jardín y una estrecha franja de verdor. Durante el régimen del hermano mayor de Kuhal, Nodonn el Maestro de Batalla, los mercados vespertinos habían estado prohibidos; pero el usurpador cambió todo aquello en su afán de conseguirse el favor de sus compatriotas, que preferían comprar y pasear una vez se había puesto el feroz sol del plioceno. Ahora, grises y cuellodesnudos iban libremente de un lado para otro a todas horas, trastornando la paz y dando trabajo extra a los equipos de limpieza ramas.

Estaba alzándose una gran luna creciente. Las luciérnagas parpadeaban en los matorrales que rodeaban el estanque de lilas. Arriba en el Castillo de Cristal, las ventanas resplandecían como joyas de colores, y las hileras de encantadas luces silueteaban las recién reparadas torres y almenas. El Rey, que había regresado triunfante de Calamosk aquella tarde, estaba dando una fiesta para presentar a los norteamericanos a la Alta Mesa y a la flor y la nata de la caballería de Goriah. Kuhal había hecho una breve y obligatoria aparición, y había conseguido arreglar aquella cita.

Y ahora ella estaba acercándose.

Se levantó del banco cuando sintió su pensamiento buscándole fríamente. Apareció entre los sauces, una figura extrañamente alienígena en su futurista traje ajustado de satén gris, su mente cuidadosamente protegida.

Cloud, dijo, abriéndose a ella.

Y estuvieron finalmente juntos, de pie, sin tocarse físicamente. La sonda redactora de ella, suave como el ala de una polilla, trabajó rápidamente tras los ojos de él. Dijo en voz alta:

—Bien, al fin estás del todo recuperado. Ambos hemisferios claramente ordenados, todas tus metahabilidades restablecidas, tu aflicción relegada a la memoria, que es donde corresponde. Luchar en una batalla perdida y trabajar tu penitencia limpiando los establos de Augías de Aiken parece haberte hecho bien. Diría que eres de nuevo un hombre normal.

—Solamente cuando tú estás conmigo —dijo él—. Y tengo la impresión de que hemos estado separados una eternidad.

—¡Menos de tres semanas! —dijo ella, riendo y apartándose ligeramente de él. El rostro de él era sombrío y su claro pelo estaba desmelenado. Por primera vez desde el Gran Amor llevaba las ropas rosa-doradas de Segundo Lord Psicocinético.

—Casi parece imposible —dijo—. Han ocurrido tantas cosas terribles.

—Bien, tu prueba ha terminado, y has sido rehabilitado a la Alta Mesa… por los servicios prestados. —Su voz se había vuelto llana, y su caparazón mental se había endurecido—. ¿Qué piensas hacer ahora?

—Servirle —respondió él—, como juré. Va a enviarme a recoger armamento a Roniah, y a fortalecer el Castillo del Portal como preparativo a la nueva construcción. Es una tarea que implica una gran responsabilidad.

—Sin duda —dijo ella secamente, apartando su mirada para contemplar al otro lado del estanque—. Buena suerte.

Él estaba desconcertado.

—Cloud… ¿qué ocurre? Pensé que te alegraría este encuentro tanto como a mí. ¿Acaso te ha disgustado mi sumisión al Rey? ¿Han cambiado las cosas entre nosotros?

Ella llevaba sobre su traje un chal de punto de lana, que apretó ahora más fuertemente en torno a sus hombros, aunque el atardecer era cálido.

—No hay nada entre nosotros, Kuhal… excepto quizá una pequeña transferencia, que es más bien común en las relaciones redactor-paciente… Partes hacia Roniah, ¿no? ¿Cuándo?

—Pasado mañana. Pero la tarea no me tomará mucho tiempo, y podemos hallar formas de estar juntos…

—No —dijo ella de forma maquinal, aparentemente absorta en la visión de una gran garza blanca que había aparecido entre los lirios de agua, buscando ranas—. No creo que volvamos a vernos, ahora que ya estás bien. Me quedaré aquí en Goriah, ayudando a que los científicos reclutados se mantengan por el buen camino. Un cierto número de ellos no se muestran demasiado entusiasmados hacia el Proyecto Guderian. Pero debemos completar el dispositivo tan pronto como sea posible, y no voy a tener tiempo para distracciones. Realmente ya no me necesitas más, Kuhal… y ciertamente yo no te necesito a ti.

Él se echó a reír, una risa baja y suave, y con la mayor gentileza ejerció su psicocinesis. Ella se sintió alzada unos pocos centímetros por encima de la hierba y giró en mitad del aire para situarse mirándole de frente. Él se había bajado al mismo tiempo sobre una rodilla de modo que sus ojos quedaran a la misma altura, pero no había rastro de servilismo en él cuando dijo:

—Me estás mintiendo, Cloud Remillard. ¡Tú con tu mente oculta! Sé que te preocupas por mí, o de otro modo no hubiera habido lágrimas en tus ojos en tu presentación a la Alta Mesa esta noche… ni hubieras aceptado encontrarte aquí conmigo.

—¡Déjame en el suelo! —exclamó furiosamente ella—. ¡Gran patán bárbaro! —Su mente puñeó contra él, pero era incapaz de liberarse de la humillante sustentación, o de minar la coerción de él con la suya propia. Al cabo de un largo momento él la depositó, aún sonriendo ante su ultrajado rostro.

—Mientes —repitió—. Admítelo.

La pantalla mental tembló. La ira dio paso a una emoción más compleja.

—Quizá me preocupe… un poco. Pero desde que he vuelto con mi propia gente he tenido tiempo para pensar. Para analizar nuestra situación a la luz de lo que… ocurrirá.

—¿Quieres decir a la luz de tu determinación de ir al mundo futuro del Medio Galáctico?

—¡Vamos a ir o moriremos en el intento! —exclamó ella—. No hay ninguna forma en que puedas comprender por todo lo que hemos tenido que pasar, lo desesperados que nos sentimos por escapar.

—Sé que no vacilasteis en destruir a la mayor parte de mi propia raza cuando pareció que nos interponíamos en vuestro camino.

—Sí —admitió ella, y la pantalla se hizo tan delgada que se volvió casi translúcida, mostrando el enrojecimiento de la culpa por encima de la resolución—. Y es algo que tú nunca olvidarás. Pero eso es solamente una parte del conjunto.

—Te quiero pese a todo. Iremos juntos al Medio.

Ella dejó escapar una pequeña exclamación estrangulada. De su mente brotó una imagen, infantilmente cómica, que intentó en vano reprimir.

—¿Qué es un jugador de baloncesto? —inquirió él, con perpleja dignidad.

Ella estalló en carcajadas, y luego se echó de pronto a llorar, y pasó los brazos en torno a su cuello mientras él se arrodillaba.

—Es un chiste —dijo con aire miserable—. Un retorcido y cruel chiste. Ese maldito Hagen… especulando sobre lo que podría ser nuestra vida juntos… especialmente si íbamos los dos al Medio.

—No comprendo —dijo él, sujetándola. Pero su mente cantaba. ¡Ella había mentido!

—Somos tan diferentes —dijo Cloud apartándose, y él vio un persistente núcleo oscuro de rechazo en el corazón de aquel resplandor—. Y pese a todos sus brutales intentos humorísticos, Hagen tenía básicamente razón. Más pronto o más tarde terminaríamos despreciándonos el uno al otro… o peor.

—En Afaliah —le recordó él—, las diferencias físicas no eran nada comparado con la afinidad de nuestras mentes.

Ella se retiró aún más, echando a andar en la dirección por la que había venido.

—Cuando estábamos en la Piel, éramos dos criaturas dañadas que nos necesitábamos. Lamiéndonos mutuamente nuestras heridas. Los dos solitarios. Los dos… desolados. Fue natural que se produjera una atracción. Fue inevitable. Pero ahora la necesidad ha pasado. ¡Hemos terminado, Kuhal! Me voy.

Él la siguió. Ella empezó a andar más rápidamente, casi corriendo, pero las exóticas piernas del hombre mantenían su paso con toda facilidad. Llegaron a la sombra de los árboles, donde la luz de la luna era tan escasa como un puñado de monedas arrojadas al suelo. Él la sujetó con ambas manos, gravitando sobre ella como un temible espíritu de los bosques, y ella forcejeó desesperadamente por soltarse.

—¡Nada de lo que has dicho toca la auténtica razón de tu rechazo! ¿Por qué, Cloud? ¿Por qué?

Ella dijo:

—Fian.

Había sorpresa en la voz del hombre cuando preguntó:

—¿Me rechazas a causa de mi hermano gemelo muerto?

—¡Era más que tu hermano!

—Era la mente de mi mente… y ahora está muerto.

—Yo no ocuparé su lugar —dijo ella—. ¡Nunca! —Su golpe redactor lo pilló con la guardia baja, y cuando se recuperó estaba de pie, solo, sujetando el chal entre sus manos.

El Rey estaba aburrido de aquella fiesta, que a decir verdad no era un gran éxito. A los jóvenes norteamericanos les importaba poco bailar y beber y dedicarse a los preliminares de otros menesteres más dulces, prefiriendo hablar de sus asuntos con los científicos y técnicos que se había conseguido reunir para el Proyecto Guderian. A medianoche, cuando las cosas debían empezar a hallarse en su apogeo, el salón de baile estaba medio vacío y la orquesta tocaba para sí misma. Los invitados que aún permanecían allí eran en su mayoría Humanos, dedicados a conversaciones deprimentemente ansiosas.

—Al diablo con todo —murmuró Aiken, y salió al patio para respirar un soplo de aire. Allá encontró a Yosh Watanabe y a Raimo Hakkinen subiendo a un coche que aguardaba.

—¿Vais a la ciudad? —inquirió el Rey—. No puedo decir que os lo reproche. Ahí arriba no hay quien se divierta. —Suspiró lúgubremente.

—Pensábamos hacer el recorrido de los bares —dijo Yosh—. Pero antes visitaremos mis trabajos con la neputa. He estado fuera tanto tiempo. Es muy probable que los artesanos hayan conseguido estropearlo todo. Una inspección por sorpresa mantiene a la gente firme. Además, el taller está en la puerta contigua a la de nuestro bar preferido, la Sirena.

Aiken alzó una mano.

—Oh. Bueno, que os divirtáis, muchachos. —Fue a dar media vuelta.

Raimo dijo impulsivamente:

—Aik. ¡Ven con nosotros! Olvida esa mierda de ser rey por una maldita noche.

—Os estorbaría.

—Simplemente libérate de tus arreos reales —sugirió Raimo.

—¿Así? —preguntó Aiken. Hubo como una débil llamarada. Su magnífico traje dorado desapareció. Ahora llevaba unos arrugados shorts caqui, unos calentadores hasta media pierna y zapatillas deportivas, y una mugrienta camiseta amarilla con un letrero impreso: DALRIADA WINDSURFER RACING TEAM. Su distintiva fisonomía quedaba oculta bajo un ajado sombrero de paja, y su cuello estaba rodeado por un torque de plata.

—Sube, chico —dijo Raimo—, y te mostraremos la gran ciudad. —Fustigó al hellad y partieron, cruzando el gran puente levadizo de cristal y recorriendo el serpenteante camino que atravesaba el parque del castillo. Antes de emerger al paseo que moría en la Feria Ambulante de Comercio, oyeron ya las risas y los gritos de la gente, las voces de los vendedores, y los músicos callejeros tocando sus flautas y violines y acordeones electrónicos.

La Feria estaba tan llena que su coche tenía que avanzar a paso de caracol. La mayoría de los peatones eran Humanos; pero había también multitud de Tanu yendo de un lado para otro, y Aiken reconoció a un cierto número de Exaltados que habían argumentado asuntos urgentes como excusa para abandonar pronto la fiesta. Todas las tiendas de la periferia de la plaza estaban abiertas. La zona central estaba atestada con los multicolores tenderetes de los artesanos libres y los vendedores de novedades, flores, artículos del Medio y multitud de chucherías.

—Encuentro a faltar algo. —Raimo frunció el ceño, pensando. Luego hizo chasquear los dedos—. ¡Los vendedores Firvulag! ¿Recuerdas, Yosh? Antes de que nos fuéramos con la caravana a Ciudad-Bardy, la Feria estaba llena por la noche de vendedores fantasmones. El Armisticio los había sacado de sus bosques, y colgaban por todas partes sus fruslerías y sus curiosas setas y su alcohol exótico. ¡Pero no están…!

Yosh miró al Rey, que simplemente asintió con la cabeza, el ceño fruncido.

—¡Helados! ¡Helados de fresa! —proclamó una voz nasal.

—Eso suena bien —observó entusiasmado Raimo—. ¿Qué decís vosotros, muchachos? —Se puso de pie en la percha del conductor, lanzó un silbido capaz de hendir los tímpanos a cualquiera, y alzó tres dedos. El vendedor sonrió cuando una moneda voló hacia él por encima de las cabezas de la multitud. Luego la PC de Raimo se hizo cargo de los tres cucuruchos rematados con una bola rosada, que viajaron firmes y seguros hasta el coche. Siguieron su camino, sorbiendo los helados.

—Está muy bueno —dijo el Rey, lamiéndose los labios—. Deberíamos patrocinar a ese tipo para el Gran Torneo. Instalarle un puesto de refrescos, con montones de sabores distintos. Iba a ser un gran éxito entre los aficionados.

—Veré de hacer algo al respecto —dijo Raimo—. Al viejo Guercio le va a dar un ataque de la emoción.

Guió al hellad hacia una calle lateral. Aunque menos atestada que la Feria, seguía llena de peatones que se dirigían hacia la famosa Taberna de la Sirena y otros lugares de diversión.

—El taller está aquí mismo —dijo Yosh, inclinándose para golpear con su espada de samurái con punta de bronce la puerta que daba a un patio. Dos ramas abrieron de par en par el portal, y Raimo condujo el coche hasta el interior. Cuando las puertas se cerraron tras ellos, el nivel de ruido cayó sesenta decibelios. El patio estaba débilmente iluminado por dos llameantes luces de aceite.

—No habrá nadie a esta hora de la noche, por supuesto —observó Yosh mientras salían del carruaje—. Pero los monos nos dejarán entrar. —Su voz telepática habló expertamente a los dos pequeños antropoides. Uno de ellos se apresuró a abrir la puerta de una estructura parecida a un granero, mientras el otro iba a buscar una gran linterna eléctrica cosecha siglo XXII.

Entraron en el taller, y Aiken lanzó una exclamación de sorpresa ante la visión de las enormes hojas de papel que colgaban de las paredes y techo, toda ellas elaboradamente pintadas con vividas y retorcidas figuras inmovilizadas en mortal combate.

—¡Parece otra fábrica de cometas!

—Cerca, pero no lo mismo —dijo el guerrero samurái—. Las neputa son un tipo de linternas gigantes, que son llevadas en los desfiles tradicionales de la cosecha en la ciudad japonesa de Hirosaki en la Vieja Tierra. He modificado ligeramente el diseño, y las nuestras avanzarán sobre plataformas con ruedas. ¡Pero serán un espectáculo espléndido, créeme!

Les mostró una pintura que se estaba preparando, tendida plana en el limpio suelo. Tenía aproximadamente la forma de un abanico y seis metros de altura. El papel especial mostraba un dibujo de graciosos árboles en flor y un caballero Tanu montado en su caballo de batalla. Estaba pintado con grandes brochazos de tinta negra sumi, dándole un efecto similar al de las multicolores vidrieras de cristal emplomado. Algunos detalles interiores más delicados estaban pintados con cera caliente; ésos permanecerían translúcidos cuando los tintes textiles añadieran color a la composición.

—Un trabajo de brocha muy decente —observó Yosh. Fue de un lado para otro, comentando las pinturas ya terminadas, que mostraban un pupurri de temas japoneses, Tanu y eclécticos—. Podemos llevar esas linternas gigantes al Campo de Oro desmontadas. Cuando las neputa sean ensambladas, tendremos dos grandes dibujos delante y detrás, y otras decoraciones menores en los lados. La iluminación procede de centenares de velas suspendidas del armazón interior en copas de cristal. Cuando uno ve un desfile de sesenta o setenta de esas cosas dando la vuelta a un campo a la música de flautas y tambores, es un espectáculo para recordar. —Le guiñó un ojo al Rey—. Y muuuy económico.

—¡Me encanta! —exclamó Aiken—. Vamos a tomar un trago para celebrarlo.

—¿Que os parece si dejamos el coche aquí, fuera del camino? —sugirió Raimo. Siguieron a los ramas al exterior.

—Me parece bien —dijo Raimo. Envió a uno de los antropoides a abrir la puerta de entrada, y los tres hombres salieron a la calle.

—¡Paso! —gritó alguien—. ¡Abrid paso! —Un pelotón de grises con medias armaduras y libreas con el violeta de los telépatas empezaron a empujar a un lado sin ceremonias a los peatones para que una gran dama Tanu montada en un enorme chaliko blanco pudiera circular sin problemas—. ¡Paso al Muy Exaltado Personaje! —ladró el capitán, aplastando a Aiken contra la pared. Raimo y Yosh, gracias a sus torques de oro, recibieron un empujón ligeramente más comedido.

—Velo o no, pantalla mental o no, yo conozco a esta mujer —gruñó Aiken—. Es Morna-Ia… ¡que dijo que sufría una terrible migraña cuando se fue a las once del castillo!

—Bien, pues parece como si no quisiera perderse la segunda sesión del Bijou —observó Raimo, estirando el cuello para ver el destino de la noble dama—. Me pregunto qué es lo que pasan.

El halcón maltés —dijo un transeúnte cuello desnudo—. Un clásico en dos dimensiones. Blanco y negro. ¡Pero pura dinamita! —Se esfumó entre la gente.

Y entonces, de la inexplicable manera que ocurren las cosas en las multitudes, se produjo una momentánea calma. Se formó como un corredor a todo lo largo de la calle hasta la entrada de la Feria, a treinta metros de distancia. Aiken vio al vendedor de helados de fresa y su carrito avanzando lentamente hacia ellos, y entonces se detuvo para atender a un cliente, un Humano muy alto con rizado pelo gris, vestido con la camisa tostada y los pantalones y el pañuelo amarillo al cuello que eran el atuendo habitual de la guardia de élite. La camisa le venía al hombre un poco justa en los hombros, como si la hubiera tomado prestada de algún amigo menos corpulento. Cuando hubo pagado su helado, lo probó con evidente satisfacción, miró calle arriba, saludó con la cabeza de un modo amistoso cuando sus ojos se cruzaron con los de Aiken, y luego desapareció en el tumulto de la Feria.

—Oh, Dios mío —dijo el Rey.

—Jefe —murmuró Yosh—, ¿te encuentras bien? Pareces…

Aiken inspiró profundamente, luego se quitó el sombrero de paja y lo aplastó concienzudamente contra el empedrado del suelo.

—Aik… ¿qué demonios ocurre? —estalló Raimo.

—Ya es hora de ir a la Sirena —dijo Aiken a sus amigos, entre dientes apretados— y beber hasta que estemos muy, muy borrachos.

Echó a andar a largas zancadas, dejando a Raimo y Yosh mirándose desconcertados, alzando los hombros y siguiéndole los talones.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte? —preguntó Elizabeth a Marc.

—Cinco horas deben darnos un buen arranque. —Miró al dormido niño en la cuna—. Tendremos que ver cómo reacciona a la incrementada presión psíquica de la redacción. En mi siguiente visita espero poder pasar más tiempo contigo. Pero esta noche —sonrió reminiscente— me he desviado ligeramente a otro sitio antes de venir al Risco Negro. Tu Tierra Multicolor es un lugar interesante. Me encantará comentarla contigo.

Ella lanzó una insegura mirada al húmedo mono con sus metálicos monitores de función y conectores, y entonces se dio cuenta por primera vez de la línea de pequeñas heriditas como puntos encima de sus cejas.

—Tienes sangre en tu frente. ¿Te has herido en el pequeño desvío de tu viaje?

El hombre agitó alegremente una mano.

—Son de las agujas cerebrales conectoras del equipo CE. Meras picaduras de mosquito. Estarán medio cicatrizadas en unos minutos… ¿No estás familiarizada con la operativa de los intensificadores cerebroenergéticos, Gran Maestra?

—Actualmente están fuera de la ley en el Medio. Son considerados demasiado peligrosos para el operador.

Marc se limitó a reír.

Algo rígida, Elizabeth dijo:

—Quizá desees ponerte alguna otra ropa más cómoda.

—Una oferta muy considerada. En mi parada anterior, tuve que tomarla prestada.

—Entonces, ¿no puedes llevar nada contigo en tu salto-D? —la voz de Elizabeth era casual.

—Todavía no. Pero estoy trabajando en ello.

Sin apartar los ojos de él, Elizabeth se dirigió a la puerta de la nursería y la abrió. Fuera en el corredor, sentado en un banco y pasando plácidamente el rosario, estaba el viejo y arisco padre franciscano. Alzó la vista, expectante.

—Hermano Anatoli —dijo Elizabeth—, permíteme presentarte a Marc Remillard. —Anatoli se puso en pie, guardó el rosario, y miró. Marc inclinó ligeramente la cabeza. Elizabeth prosiguió—: Nuestro visitante necesita cambiarse de ropas, hermano. Quizá seas tan amable de encontrar algo para él, luego escoltarlo de vuelta aquí. Oh… y queremos que asistas a la sesión de redacción, por favor.

Marc pareció divertido.

—Una prudencia muy recomendable, Gran Maestra.

Ella tensó los labios. Retrocedió de vuelta a la habitación del bebé y cerró la puerta, dejando solos a los dos hombres.

—La haces poner nerviosa —observó amistosamente Anatoli.

—¿Y a ti? ¿O acaso te sientes acorazado contra el demogorgona, con tu peto de justicia y tu casco de salvación?

—Debería tenerte miedo —admitió Anatoli, haciendo un gesto a Marc para que le siguiera—. Pero me siento demasiado intrigado. Vine al plioceno tres años antes de tu famosa Rebelión. Cuando aún eras un Prominente Gran Maestro ayudando al Gobierno Humano a desprenderse de la ceguera causada por el resplandor de los insospechados miembros exóticos del Concilio. Cuando aún eras un héroe… el campeón del concepto del Hombre Mental.

—¿Y qué soy ahora? —preguntó placenteramente Marc.

—Diría que eres más o menos de mi tamaño. ¿Qué te parece si te doy mi pecadora bata de baño secular de seda y mis pantalones de jardinero? Para tu próxima visita te tendré preparado algo que corresponda mejor a tu estilo. Por ejemplo un frac y una pajarita blanca, o un traje de Fausto.

—¿Qué es lo que soy, hermano Anatoli?

Detenido en su camino por un irresistible freno coercitivo, el viejo sacerdote tendió el cuello para mirar por encima de su hombro.

—Ya casi estamos en mi habitación. ¿Por qué no nos dejamos de juegos mentales hasta que lleguemos a ella? Volverme del revés aquí en medio del pasillo resulta poco civilizado.

—Como quieras. —Lo soltó, y siguieron avanzando—. ¿Qué haces aquí en el Risco Negro, hermano?

—Soy su confesor. —El viejo sonrió irónicamente—. No es que ella haya hecho uso de mis facultades de sacerdote todavía, pero tampoco me ha echado. He estado aguardándote fuera de esta nursería cada día, desde las veintiuna hasta las tres, durante las dos últimas semanas y media… siguiendo sus órdenes. ¿Crees que espera que te exorcise o algo así?

Marc rió de buena gana.

—Tendrás tu ocasión dentro de pocos minutos.

Subieron una pequeña escalera en la parte de atrás del edificio. Anatoli dijo:

—Así que vosotros dos vais a intensificar la redacción en Brendan, ¿eh? ¿Crees que el pequeño lo resistirá?

—Uno solamente puede intentarlo.

El fraile lanzó una mirada de reojo a la figura de negro que lo seguía.

—Y yo me pregunto por qué lo intentas.

Marc no respondió.

—¿Es el bebé solamente una excusa? —Anatoli abrió una puerta en la parte superior de las escaleras. Entraron en una espaciosa suite bajo el techo inclinado del refugio, con altas ventanas sobresalientes a lo largo de todo un lado. Cuando estuvieron dentro con la puerta cerrada, Marc dijo: Ahora.

Anatoli rechinó los dientes y se mantuvo inmóvil y rígido en su lugar, con los ojos fuertemente cerrados.

—Hazlo aprisa, maldita sea.

Sintió los impulsos coercitivos-redactores penetrar en él, haciendo que su cuero cabelludo hormigueara y sus cerrados ojos experimentaran un despliegue de fuegos artificiales neurales. Mientras se iniciaba el drenaje perdió contacto con la realidad. Luego se descubrió de pie completamente relajado en medio del salón. Se oía el sonido de una ducha procedente de su cuarto de baño, donde alguien estaba silbando «Le veau d’or». Anatoli buscó la magnífica bata de brocado y los viejos y descoloridos pantalones y los colgó en la percha de la puerta. Luego salió al balcón y rezó el Primer Misterio de Dolor bajo las estrellas para calmar sus nervios. Getsemaní. Sangre y sudor. ¿Y si pregunta? Todos los Remillard eran católicos. Si es posible, aparta de mí este cáliz. ¿Sabe este hombre siquiera que fue un pecado?

—No fue un pecado, sólo un fracaso, Anatoli Severinovich. «Y aunque mis tropas cayeran desde aquel momento vencidas, intentar una empresa tan encumbrada sigue siendo un trofeo…»

El sacerdote se volvió en redondo para enfrentarse al desafiador de la galaxia.

—De todos modos, eso es realmente interesante. Tras cuarenta y dos años en las Sagradas Ordenes, uno ha oído todos los pecados del léxico. ¡Pero angelismo…! Es una genuina rareza. —Sus ojos se posaron en las cicatrices en el pecho de Marc—. ¿Y eso es otro trofeo de la encumbrada empresa?

—En absoluto. Solamente las huellas de un accidente reciente. Desaparecerán en unos pocos meses. Mi cuerpo es capaz de autorrejuvenecerse.

—Así que puedes ignorar los buitres que picotean tu hígado, ¿eh? Sin embargo… tiene que ser un terrible tipo de seguridad. Y solitario a largo plazo, también. Bueno… si me necesitas, estaré por aquí. Le dije eso a ella, y te lo digo a ti también.

Marc permanecía inexpresivo.

—Escúchame, Anatoli Severinovich. Puedo ver que sólo quieres mi bien, y que eres un hombre bondadoso. Pero no intentes mezclarte en mis asuntos.

—No me digas que has llegado tan lejos que desintegrarías a un pobre viejo sacerdote solamente por el hecho de rezar por ti.

—Ahorra tus plegarias para Elizabeth. Yo he superado ya esa necesidad. Ahora bajemos. —Se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta, con Anatoli a sus talones.

—¡Nu, ne mudii, hijo mío! Tu hermano Jack nunca te hubiera dejado marchar después de decir eso.

Marc se detuvo. Su voz era mortalmente tranquila.

—Para un hombre que vino al plioceno antes de la… notoriedad de mi hermano, pareces extrañamente familiarizado con su modo de pensar.

—Es a causa de oír todas esas confesiones —suspiró el fraile—. Te quedarías sorprendido de la clase de personas que viajaron a través del tiempo para escapar de la realidad. ¡O quizá no te sorprendieras! Sé mucho más de ti de lo que mis memorias te dijeron en tu escrutinio de mi cerebro, hijo. —Sonrió animosamente—. La soledad, por ejemplo. ¿Es ésa la auténtica razón de que hayas venido aquí al Risco Negro… con la esperanza de hallar a otro metapsíquico que te aceptara como un Humano y no como un ángel caído?

—Una pregunta muy interesante —dijo Marc Remillard—. Intentaremos hallar la respuesta entre los dos. —Salió riendo, cargado con su mono negro.