El antiguo juez Burke, llevando solamente un taparrabo y mocasines, permanecía arrodillado, con las piernas separadas, en la canoa oculta entre los cañaverales, aguardando a que el antílope de agua chapoteara acercándose otro metro o así, poniéndose al alcance de su arma. Esta vez no podía fallar.
El sol era una ventana cobriza al infierno sobre las marismas del valle del Mosela superior. El sudor goteaba de la cinta de la cabeza de Burke metiéndose en sus ojos, enturbiando la visión del antílope que se acercaba. Parpadeó lentamente, respiró con pequeñas inspiraciones, apoyó la tensa cuerda del arco contra su mejilla. Sus ojos estaban fruncidos en un doloroso esfuerzo; su cráneo batía como un tambor; sus agarrotados tendones añadían sus propias pulsaciones a la angustia general. Entonces vio que el asta de la flecha estaba ligeramente curvada… y aquella evidencia final de su incompetencia gritó un silencioso «¡Gevalt!» desde lo más profundo de su consciencia aborigen. Desvió ligeramente el blanco en un fútil intento de compensar, y lanzó la flecha.
El proyectil rozó al antílope de agua en la cruz. El animal dio un salto, hundiéndose hasta los corvejones en el agua. Plantas parcialmente masticadas cayeron de su boca. Peopeo Moxmox Burke de los wallawalla colocó otra flecha en posición y disparó de nuevo, casi sin apuntar. El antílope volvió a saltar con una serie de grandes chapoteos. Una bandada de asustados patos silvestres alzó el vuelo delante de él, y un cisne pintado, graznando, estalló en aleteos en medio de unas juncias. Luego todo quedó tranquilo excepto las ahogadas maldiciones de Burke.
Bajó el arco y lo dejó caer al fondo de la canoa. Tomando el remo, lo hundió profundamente en el agua y envió al bote con un fuerte impulso fuera de su protección, hacia aguas abiertas, orientándolo hacia la escasa sombra de unos cipreses. Tras amarrarlo a una de las semisumergidas y retorcidas raíces, bebió un largo trago de su bota de piel. Algo pareció vibrar tras sus ojos. Bebió de nuevo, y su visión se aclaró. Gruñendo, buscó una posición más cómoda y empezó a examinar el resto de las flechas.
Casi todas ellas estaban descentradas.
Tomó el arco. Las láminas de tejo estaban abriéndose a medida que la cola que las unía sucumbía a la descomposición. Las retorcidas fibras de la cuerda estaban peladas y debilitadas en varios puntos. Incluso el carcaj de piel tenía manchas de moho y empezaba a abrirse por las costuras. ¡No era de extrañar que no hubiera conseguido acertarle a un simple antílope! El arco y las flechas, como el resto de su parafernalia nativa americana, habían permanecido olvidados en el estante de su wigwam durante los largos meses de sus aventuras meridionales. Y desde que había regresado a Manantiales Ocultos había estado demasiado ocupado planeando contramedidas contra los Firvulag intrusos como para encontrar tiempo para cazar.
¿Qué demonios había pasado por su mente aquella mañana, empujándole a su primitiva locura?
Había saltado de la cama de Marialena Torrejón, bruscamente despierto, con la idea fija de que aquella noche debía celebrarse una gran fiesta —¡una celebración oficial de las grandes noticias!—, y que él, como líder elegido de los Inferiores, debía proporcionar la caza para la comida.
—¿Deseas otra fiesta? —preguntó soñolienta la mujer, desenredando sus gordezuelas piernas de entre las sábanas—. ¡Hombre, que te jodas![1] Tengo la cabeza como un volcán en erupción tras la última noche…
Él se limitó a sonreír formalmente. El poblado había caído en un jubiloso frenesí cuando él había anunciado que el golpe de Nodonn había fracasado y que Basil y los Bribones estaban a salvo.
—Pero no te he contado todas las noticias de Elizabeth, muchacha. ¡Deseaba guárdamelas! Tendremos una fiesta realmente grande… una barbacoa monstruo, ¿me oyes? Te traeré seis antílopes para asar. ¡Luego te daré a ti y a todos los demás las noticias más grandes desde la Inundación!
—Loco indio[2] —murmuró la mujer afectuosamente—. No me importa dos cojones[2]. —Se acercó serpenteante a él—. Mira, aquí se está bien y fresco ahora. Seguro que no deseas ir a cazar. Lucien y los chicos pueden traer la caza para la fiesta. Vamos a pichar, mi corazón, mi porra de azúcar[2]…
Intentó sujetarle, pero él ya estaba en la puerta de la cabaña, completamente desnudo al amanecer (y bien armado, todo hay que decirlo), inflamado por atávicos instintos masculinos que eran, al menos por el momento, más imperativos que el sexo. Se dirigió a su wigwam y se vistió… no con los pantalones de fuerte tela de algodón y las recias botas que habían sido su atuendo habitual desde el éxodo de Muriah, sino con su viejo taparrabo y sus mocasines. Cuando rebuscó las armas para la caza desechó el moderno arco de metal y plast, mortífero y de toda confianza, y las flechas de vitredur con sus puntas de hierro que habían acabado con tantos antagonistas exóticos. En vez de ellas tomó el equipo que se había traído a través de la puerta del tiempo muchos años antes, cuando aún acariciaba el sueño de regresar a las costumbres tribales.
Peopeo Moxmox, noble salvaje y posteriormente juez de la Corte Suprema del Estado de Washington, se sentó en su canoa y se echó a reír. El bote no estaba hecho de corteza sino de decamolec, esa maravilla de la tecnología del Medio, y podía deshincharlo y guardarlo en una bolsita en su cintura cuando la comedia del día terminara. De pronto recordó el cliché con el cual el buen viejo Saul Mermelstein solía incordiarle cuando él era un abogado bisoño en Salt Lake City: «Míralo, el pobre indio, cuya orgullosa alma nunca ha sido descarriada por la ciencia.» ¡Pero lo había sido, lo había sido! Y en ningún lugar más que en el primitivo plioceno.
Tomó el curvado astil de una flecha, girándolo de tal modo que su punta de obsidiana cuidadosamente tallada brillara al sol. En algún lugar allá en la wigwam había un enderezador de flechas, un utensilio simple del que no podía pasarse ningún cazador primitivo. Pero por otra parte, las flechas de vitredur eran indestructibles, autoemplumadas y con un amplio surtido de cabezas intercambiables. Algunas de ellas incluso llevaban incorporadas balizas de localización para la fácil recuperación de la caza.
¡Estúpido indio!
—¿Por qué habré venido aquí hoy? —le preguntó al mundo en general—. ¿Por qué preguntas, Burke? —se respondió a sí mismo—. ¡Porque no eres más que un tonto sentimental!
Un invisible cocodrilo chapoteó en el agua, y una curruca se puso a cantar. Dos mariposas azules revoloteaban en una danza de apareamiento sobre la resplandeciente agua. Captó un aroma de esencia de vainilla en el cálido e inmóvil aire, y alzó la vista para ver un racimo de pequeñas y exquisitas orquídeas creciendo en una hendidura en el tronco de los cipreses. Burke adelantó una mano y las tocó. De pronto se sintió muy feliz de haber venido, muy feliz de no haber matado nada.
Al cabo de un momento consultó el cronógrafo de su muñeca, una cosa tan hermosa (y tan no aborigen) como su torque de oro. Eran casi las cuatro de la tarde, y le había dejado una nota a Denny Johnson pidiéndole que fuera a su encuentro al camino junto al río, con chalikos y sacos para llevar los antílopes…
Sonriendo, desamarró la canoa y remó fuera del lago, hacia la corriente principal del Mosela. El cisne reapareció, mayestático en su plumaje blanco y negro, y se deslizó dócilmente tras la canoa. Cuando Burke lo dejó atrás y las pequeñas ondulaciones de su estela murieron, el ave pareció posada en el centro de un espejo negro como la turba, sobreimpuesto sobre su propio reflejo. Matojos de hierba esmeralda rematados por plumosos abanicos se recortaban contra el verde más profundo de la jungla. Mirando hacia atrás por encima de su hombro, Burke contuvo la respiración. Recordaría aquello… y muchas, muchas más cosas.
Luego la canoa arribó a un banco de lodo. Dejando a un lado el remo, empujó el bote con la pértiga, puesto de pie, por las aguas someras junto a la orilla, corriente arriba. Esperaba que Denny estuviera ya aguardando. Iba a tener que suportar sus puyas, pero mientras cabalgaran de vuelta hacia Manantiales Ocultos podría comunicarle las noticias acerca de la puerta del tiempo. Y podrían discutir formas y maneras en que los Inferiores podían capturar el Castillo del Portal.
Los prisioneros Inferiores de Doncella de Hierro y Haut Fourneauville, en número de sesenta o setenta, estaban armados y preparados en su gran jaula de madera. Su posición era de fuerza, parcialmente escudados tras afloramientos graníticos en la cresta de la pequeña elevación. No había forma de que pudieran ser sorprendidos o atacados por el flanco, ninguna posibilidad de que los Firvulag pudieran abrumarles recurriendo al tradicional asalto en masa o tácticas de fantasmones. Los mineros Inferiores, veteranos de muchas escaramuzas en los hostigados Poblados del Hierro, solamente podían ser vencidos por el poder mental.
En el puesto de observación real, en una altura cercana, el Rey Sharn se mordía el labio inferior mientras observaba a la primera compañía de fornidos gnomos, mandada por Pingol el Horripilante, iniciar el avance. Burlas y maldiciones brotaban de los prisioneros defensores, pero mantenían su fuego. Algún luchador experimentado debía haber tomado el mando, impartiendo un poco de disciplina a los desmoralizados hombres. Sus gritos descendieron, luego volvieron a elevarse cuando un segundo y más pequeño contingente de Firvulag, ogresas guerreras al mando de Fouletot Pechonegro, inició la ascensión del barranco en la ladera izquierda de la elevación. Aquella ruta proporcionaba más protección para los asaltantes, pero era considerablemente más empinada. Para Sharn y Ayfa, que observaban las maniobras desde su ventajoso punto a medio kilómetro de distancia, las dos fuerzas asaltantes parecían dos enjambres separados de negros escarabajos, agitando sus lanzas aserradas y sus estandartes como si fueran antenas bajo el resplandeciente sol, avanzando hacia una gigantesca cesta de picnic.
—Sigo pensando que fue un error armar a los prisioneros con hierro —dijo Sharn—. Simplemente un arañazo, y los nuestros están en el bote.
—Tienen que acostumbrarse al peligro —respondió brutalmente Ayfa—. ¿O crees que Roniah va a estar defendida con espadas de cristal y hachas de batalla de bronce? Por derecho propio, esos prisioneros deberían estar en posesión de aturdidores y carabinas láser además de flechas con puntas de metal-sangre. A eso es a lo que se enfrentarán nuestras tropas en una auténtica batalla. Mira lo que les ocurrió a las fuerzas de Mimee en Bardelask.
—Infiernos, vencieron, ¿no?
—Solamente porque los defensores de Ciudad Bardy fueron ampliamente superados en número y se quedaron cortos de flechas. Y si la caravana de pertrechos de Aiken ha llegado con el armamento futurista, entonces que la Diosa se apiade de todos nosotros. —La Reina frunció el ceño hacia las fuerzas Firvulag que se arrastraban colina arriba—. Nuestros muchachos y muchachas tienen que comprender que el poder mental es el único camino seguro a la victoria. Poder mental concertado… no nuestros habituales esfuerzos individuales descoordinados. Por eso Betularn Mano Blanca montó estas maniobras para darles a los Inferiores la ventaja táctica… y por eso puso a jóvenes como Fouletot y Pingol al mando de su primera demostración.
—Esperemos que los prisioneros nos ofrezcan una buena lucha —dijo Sharn, protegiendo sus ojos para observar la ahora silenciosa jaula—. Sería una lástima que se rajaran.
Ayfa resopló.
—Betularn les dio su seguridad personal de que si conseguían detener a nuestras tropas hasta el anochecer, serían dejados en libertad.
El Rey se echó a reír ante el chiste.
—¡Pobres tipos! Nunca parecen aprender que la solemne palabra de un Firvulag vale solamente cuando es dada a otro Firvulag o a un Tanu… no a un Inferior. Quiero decir, ¿cómo puedes establecer un pacto de honor con una no persona?
—Pero siguen cayendo en la misma trampa —observó Ayfa, agitando maravillada su cabeza recubierta por el casco—. ¡Incluso los principales Inferiores caen en ella!
El Rey se inclinó hacia adelante en su asiento, frunciendo el ceño.
—El grupo de Pingol está acercándose demasiado a la jaula. ¿Por qué demonios no erige la pantalla defensiva? En cualquier momento esos prisioneros… ¡Por los colmillos de Té!
Coincidiendo con la exclamación de desánimo del monarca, una nube de misiles con punta de hierro estalló de la jaula y llovió sobre la parte frontal de la fuerza de asalto. Hubo chillidos y gemidos dispersos, y una tardía orden telepática. Una centelleante barrera de energía mental cobró irregular vida, parpadeando aquí y allá en los puntos donde algún enano se unió tarde al metaconcierto defensivo. Los Inferiores aullaron burlonamente y enviaron salva tras salva de flechas. La mayor parte de la compañía de Pingol mantuvo sus posiciones y se concentró en fortalecer el escudo mental, que se afirmó en una semiburbuja translúcida de unos tres o cuatro metros de altura que flotaba justo delante de los primeros rangos. Incluso a aquella distancia, Sharn y Ayfa pudieron oír el siniestro golpeteo de las puntas de hierro chocando contra la barrera y cayendo.
¡Bien hecho!, radió el Rey, con la intención de dar ánimos. Se alzó y asumió su disfraz de monstruoso escorpión. Un puñado de gnomos lanzó un coro de formales vítores, pero la mayoría de ellos estaban demasiado ocupados manteniendo erigido el paraguas protector. Para otros, tendidos inmóviles en las rocas en grotescas actitudes, la protección mental había llegado demasiado tarde.
—No han actuado conjuntamente, y la pantalla es demasiado amplia —observó Ayfa, irradiando desaprobación—. Y ese cabeza de chorlito de Pingol esperó demasiado a dar la orden…
—¡Ahí vienen las chicas! —exclamó Sharn.
La ogresas de Fouletot estaban ocupando el desfiladero a la izquierda de la jaula, con una pequeña y funcional pantalla protegiéndolas en el accidentado terreno. Una docena o así de las gigantescas exóticas, quizá una quinta parte del total de la fuerza, retrocedieron respecto a las otras y se reunieron en formación cerrada. Un instante después una gota de llama azul salió disparada de en medio de ellas como una candela romana. Trazó un alto arco por encima de la elevación y cayó sobre el techo de la jaula, donde rezumó lentamente a través del denso enrejado con acompañamiento de horribles gritos de los Inferiores. Espirales de grasiento humo ascendieron entre las rocas. Tras una breve pausa, una furiosa lluvia de flechas cayó sobre las ogresas. Una de ellas cayó, aullando, y las supervivientes se apresuraron a ampliar su pantalla.
Ladera abajo, frente a la jaula, las fuerzas gnómicas estaban redesplegándose. Una inconexa descarga de flechas cayó sobre ellas, para ser desviada en su mayor parte por la pantalla mental. Ésta era ahora mucho más compacta y eficiente, generada por un semicírculo de hombretones creativos que avanzaban lentamente colina arriba. Tan sólo algún que otro misil ocasional penetraba el escudo, pero esos eran suficientes para traer consigo la muerte a la más ligera herida. Los Humanos dentro de la jaula vitoreaban y gritaban a todo pulmón cada vez que caía algún exótico.
Ahora los guerreros de Pingol se desplegaron agitando sus albardas y sus estandartes adornados con cráneos, y formaron tres cuerpos en tres líneas apretadas detrás del avanzante escudo. De pronto, tres resplandecientes esferas de energía, casi blancas bajo el duro sol, partieron en trayectorias cometarias y convergieron sobre la jaula. La estructura ardió rápidamente en llamas, y los prisioneros en su interior chillaron y saltaron, batiendo los llameantes troncos con sus ropas y apagando las llamas más rebeldes con su escasa provisión de agua potable. La tormenta de flechas disminuyó apenas ligeramente, y al cabo de pocos minutos era más densa que nunca.
La fuerza más pequeña de ogresas había alcanzado una plataforma rocosa, un estrato de roca más densa que remataba el barranco a unos cincuenta metros por debajo del extremo de la jaula. El reborde era muy estrecho, apenas algo más que un labio recubierto de resbaladizas rocas caídas de la parte superior de la ladera. Antes que intentar caminar por él, las ogresas se situaron formando cordón, manteniendo el paraguas de la pantalla mental. A una orden telepática, cada guerrera extendió su espada de cristal negro y abrió una rendija en la pantalla. De las puntas de las armas brotaron chisporroteantes rayos individuales que se unieron, justo antes de golpear la jaula, en un grueso y retorcido rayo. Golpeó de lleno la jaula, y al mismo tiempo el estallido de un trueno alcanzó los oídos de Sharn y Ayfa y les hizo parpadear, de modo que se perdieron el inicio de la carga de Pingol… luego lanzaron exclamaciones de alegría a la vista de los gnomos, aún en su disciplinada formación trífida, precedidos por los creadores del escudo, ascendiendo la colina y bombardeando la jaula con una descarga de pequeños golpes psicocreativos.
—¡Hermoso! —exclamó Sharn, agitando su cola de escorpión. Golpeó y volcó la mesa de los refrescos, pero ni él ni la Reina parecieron darse cuenta de que estaban dando saltos de alegría en medio de un amasijo de cerveza derramada, setas en adobo, pepinillos daneses, rodajas de melón negro, anguilas à la flamande y frutas confitadas.
Ayfa exclamó: ¡A muerte los bastardos inferiores! ¡Armas unidas, mentes unidas!
Y la soldadesca Firvulag respondió: ¡Yllahayl al Enemigo!
El rayo generado por Fouletot Pechonegro y su pelotón había reducido aquel extremo de la jaula a astillas al tiempo que mataba a un cierto número de defensores Humanos. Los supervivientes empezaron ahora a dispersarse entre las rocas, blandiendo sus arcos y flechas, largos cuchillos y pequeños tomahawks, dispuestos a enfrentarse cuerpo a cuerpo a los avanzantes Firvulag. Las ogresas lanzaron un último rayo, completando la demolición de la jaula. Entonces Humanos y exóticos se mezclaron en el combate, los Inferiores deslizándose por debajo de las trémulas pantallas mentales o lanzando sus flechas en altas parábolas para que los proyectiles pudieran alcanzar los rangos de la retaguardia del enemigo. La disciplina entre los exóticos se tambaleó, luego se derrumbó. Tanto oficiales como tropa olvidaron el actuar en metaconcierto y volvieron a la forma de lucha tradicional. Aullaron los viejos gritos de batalla, cambiaron sus formas a monstruosas apariciones, y cayeron sobre los Inferiores en número abrumador. Los enanos golpearon y sajaron con sus aserradas hojas de obsidiana. Los ogros se lanzaron con todo su empuje, empalando cuerpos con sus barbadas lanzas… o incluso apoderándose de los Humanos desarmados para arrancarles miembro tras miembro. El tumulto reverberó a través de toda la montaña del Grand Ballon. Surgieron volutas de humo y vapor cuando algunos de los guerreros recordaron las órdenes y utilizaron la energía mental para aniquilar al enemigo.
Sharn y Ayfa, con sus formas normales y sin decir nada, observaban. El cegador disco del sol descendió tras las torres del Alto Vrazel, y un frío viento barrió parte del hedor de la carnicería. Los pájaros carroñeros empezaron a trazar círculos y a descender. Finalmente se extendió sobre el rocoso campo de batalla un gran silencio y una gran quietud, y las mentes del Rey y de la Reina resonaron con las voces telepáticas simultáneas de Pingol y Fouletot:
Rey Soberano y Reina Soberana… ¡proclamarnos nuestra victoria en nombre de Té!
Todos los enanos y ogros y monstruos de mediano tamaño se reunieron en la parte delantera de la colina, bajo la devastada jaula, y con armas y estandartes muy en lo alto gritaron:
—¡Honor y gloria a Té, Diosa de las Batallas! ¡Y a Sharn y Ayfa, Rey Soberano y Reina Soberana! ¡Y a los Grandes Capitanes Pingol y Fouletot… y a todos nosotros! ¡Armas unidas! ¡Mentes unidas! ¡Slitsal! ¡Slitsal! ¡Slitsal!
Con los corazones henchidos, los comonarcas emitieron la respuesta ritual y declararon las maniobras triunfalmente terminadas. Tras lo cual se quedaron unos instantes más contemplando cómo los camilleros y sanadores y funerarios e inspectores y recogedores de material y demás técnicos de la postbatalla realizaban su trabajo. La lucha simulada había costado veintidós vidas Firvulag: solamente había tres heridos. Hasta el último prisionero Humano había sido masacrado.
—Ha estado bien —dijo Sharn—. Los otros capitanes aprovecharán esta demostración hasta su muerte, y las siguientes maniobras serán incruentas.
—Tendrán que serlo, ahora que los Poblados del Hierro están prácticamente abandonados —dijo Ayfa—. Hemos agotado a los prisioneros… a menos que queramos lanzar a Monolokee el Detestable contra Fuerte Herrumbre.
—Todavía no. Acabar con los Inferiores de los Vosgos puede esperar hasta el momento de la Tregua. Durante las próximas tres semanas vamos a tener que concentrarnos en importantes asuntos. Están las prácticas del Torneo, además de los preliminares del Crepúsculo. Y Roniah.
La Reina recuperó su jarra de oro del suelo, abrió un nuevo barrilito de cerveza, y ocupó otra vez su asiento.
—¿Planeas todavía hacerlo a lo grande? ¿Un asalto a gran escala, con Mimee y todo?
Sharn estaba contemplando todavía el campo de batalla, con los puños del tamaño de jamones apoyados sobre sus muslos revestidos por la armadura ceremonial.
—Tras comprobar que podemos utilizar realmente el metaconcierto… me siento inclinado a cambiar de planes. Desde Bardelask, el equilibrio del terror se ha decantado encantadoramente a nuestro lado; no vamos a tener que trabajar mucho con Roniah. En cuanto a Mimee, dejemos que saquee Bardelask y se retire, de modo que parezca que cedemos a las demandas de Aiken. Mientras tanto, tomaremos una fuerza de buenos guerreros y nos infiltraremos cautelosamente a lo largo de la orilla este del Saona, luego daremos un golpe relámpago a la ciudadela desde el lado del río tras recorrerlo corriente abajo en botes de decamolec. Condateyr nunca sospechará que intentemos una invasión por el agua. ¡Algo tan sin precedentes para la terrestre Pequeña Gente! Atacaremos tan rápido como comadrejas, golpearemos con nuestro poder mental y con metal-sangre y con desintegradores de alta tecnología, haremos una incursión al escondite de las armas del Medio… y nos marcharemos antes de que la guarnición haya tenido tiempo de ponerse sus calcetines. —Se volvió y sonrió a su esposa—. Y si atacamos justo antes de la Tregua, Aiken no podrá devolvernos el golpe.
—Pero el chico se subirá por las paredes, y sabrá a quién echarle la culpa…
—Cierto, pero la Alta Mesa no le permitirá violar la Tregua montando un contragolpe. Se verá obligado por su adoptada ética Tanu a tratar con nosotros… ¡pero nosotros estaremos libres de tratarlo a él como a cualquier otro Inferior!
Ayfa consideró aquello unos instantes.
—Sería fácil disfrazar a nuestra gente como Inferiores para la acción de Roniah. Un poco de cambio de formas no restaría mucha energía al metaconcierto ofensivo. Y el engaño podría ser realzado con nuestra utilización del hierro y de las armas futuristas. Por supuesto, tendremos que ser muy cuidadosos en retirar nuestras bajas y no dejar ningún equipo incriminador a nuestras espaldas.
—¡Me gusta! —exclamó Sharn. Recogió su propia jarra, la limpió rutinariamente con el mantel de brocado de la mesa, y se la tendió a Ayfa para que se la llenara. Tras dar un largo sorbo, estudió el cráneo del difundo Velteyn de Finiah con las joyas en las cuencas de los ojos y observó—: Este tipo fue realmente nuestro primer fruto del Crepúsculo, Ayfa. Todo empezó en Finiah, con esa primera victoria tras tantos años de ignominia… y continuó durante el Ultimo Gran Combate, pese a que nos fuera arrebatado nuestro merecido triunfo. El primer suceso levantó nuestros corazones; el segundo confirmó nuestra resolución. —Miró tiernamente a la ogresa de pelo naranja—. He ordenado a Mimee que mande el cráneo de Lady Armida de Bardelask para hacer una nueva jarra para ti que haga juego con la mía.
Ella bajó los ojos, sintiendo que una lágrima sentimental resbalaba lentamente por su mejilla, y no pudo evitar el decir:
—¡Antes de que empiecen las lluvias, es posible que tengamos todo un juego!
Sharn rugió apreciativamente. Las dos realezas brindaron y volvieron a llenar sus jarras. Sharn dijo:
—Lástima que Aiken sea tan pequeño. Su cráneo apenas es lo bastante grande como para servir de huevera.
—Podemos turnárnoslo en el desayuno —dijo su esposa—. Por cierto… ¿qué quería esta mañana?
El Rey agitó una mano, desechando el asunto.
—No sé qué acerca de reparaciones por lo de Bardelask, a cambio de los premios del Gran Torneo. Le dije que sí a todo lo que pidió. ¿Por qué no? ¡Podemos volver a recuperarlo todo después del Crepúsculo! De todos modos, dijo algo desconcertante. ¿Sabemos algo de un Inferior llamado Tony Wayland?
—Era el tipo ese que capturó el Gusano. El que nos contó lo de las aeronaves escondidas en el Valle de las Hienas.
Sharn dio una palmada en el borde de la mesa.
—Eso es. Lo había olvidado. Bien… Aiken desea que le entreguemos al tipo. Afirma que ese Tony es el colega del alma de un gran amigo suyo. Incluso ofreció olvidarse de buena parte de las reparaciones si se lo devolvíamos inmediatamente.
Ayfa frunció el ceño mientras agitaba el poso de su cerveza.
—Oh, ¿de veras lo hizo? Aquí hay algo que huele mal, vena de mi corazón. Skathe se sintió encariñada con Tony. Cuando la envié a ella y a Karbree a observar la operación de Bardelask, se llevaron consigo al Inferior. Y los dos murieron, Skathe y el Gusano, de la forma más misteriosa…
El Rey asintió.
—La traición de los Inferiores está escrita en los asesinatos. Mimee no sabía cómo explicarlo. La ciudad estaba ya tomada cuando el medio hundido barco y los cuerpos fueron hallados. Así que tú piensas que este Tony pudo…
—¿Quién sabe? —El rostro de la Reina mostraba una terrible expresión—. Haz que Mimee intente encontrarlo. Pasa la orden a toda la demás Pequeña Gente que se halla en el sur. Si este Inferior mató a mi amiga Skathe y al Gusano, no vamos a apresurarnos mucho a devolvérselo a los Tanu.
—Bien —dijo el Rey—, Aiken no especificó las condiciones en que quería la mercancía.
Ayfa se inclinó y besó su barbuda mejilla.
—Tú siempre comprendes.
—¡Siempre! —repitió él, captando el brillo de sus ojos. Dejó su jarra sobre la mesa y le quitó suavemente la de ella de entre sus dedos. Luego las dos monstruosas formas revestidas en sus armaduras se unieron, y las rocas doradas por el sol se hicieron eco de la resonante consumación.
Seguro en su reducto de sacos de cacahuetes, Tony Wayland atisbo desde el piso superior de un almacén del muelle mientras el saqueo de Bardelask llegaba a su fatídico final.
Las últimas recuas estaban siendo descargadas y el botín apilado a lo largo del muelle. Grupos de cautivos Humanos, medio muertos tras casi una semana de trabajos forzados, trasladaban los pocos tesoros que quedaban espigados de entre el contenido de los almacenes portuarios: barrilitos de aceite, alcohol, colorantes, balas de pieles raras, sacos de azúcar, cuerdas de seda y telas, café en grano en sacos de yute, y cajas de especias y preciosa mermelada de frambuesa.
Afortunadamente para Tony, a los Firvulag no les importaban los cacahuetes. Y tras no comer nada más en los últimos seis días, él también estaba empezando a sentirse asqueado de ellos.
A través de su torque de oro podía oír las desalentadas conversaciones telepáticas de los prisioneros con torques grises. (Cualquiera que llevara oro o plata había sido sumariamente ejecutado.) Desde el punto de vista de Tony, eran buenas noticias. En vez de conservar Bardelask y utilizarla como base para saquear a lo largo del Ródano, los invasores habían recibido órdenes de retirarse. El líder de las huestes Firvulag, un maligno gnomo llamado Mimee cuyo aspecto ilusorio era el de un ave Roc incapaz de volar, había estallado en un paroxismo de rabia al verse privado de su fuente adicional de botín, y había rebanado las cabezas de veintidós impotentes torques grises antes de recobrar la tranquilidad. Un poco más tarde, Tony supo que Mimee había sufrido un segundo ataque de ira cuando el Rey Sharn canceló la participación del de Famorel en un proyectado asalto a Roniah. Esta información ayudó a Tony a decidir viajar hacia el norte, no hacia el sur, cuando resultara seguro abandonar aquel escondite entre los cacahuetes.
Mientras tanto, utilizaba el tiempo para trabar conocimiento con su torque.
El collar de oro que le había dado la difunta Skathe contenía componentes ampliadores de la mente exactamente iguales a los del torque de plata que había llevado en Finiah. Sin embargo, al contrario que el de plata, el torque de oro no tenía circuito de esclavización que lo sometía al control Tanu, ni el dispositivo de rastreo que permitía a cualquier persona que llevara un torque de oro localizarlo con un mínimo esfuerzo telepático. Llevando el oro, Tony era libre… pero se hallaba de nuevo en posesión de los maravillosos poderes que habían hecho la vida tan satisfactoria allá en el perdido Finiah.
El aumento de su modesta facultad psicocreativa le daba la facultad de realizar numerosos pequeños pero útiles actos de manipulación de la energía. Podía extraer agua del aire para beber, y expulsarla de sus empapadas ropas cuando la humedad del río envolvía su escondite por la noche. Podía tostar los cacahuetes en su cascara. Cuando resultaba seguro, podía encender una pequeña luz sin tener que recurrir a un permaencendedor. Podía aniquilar a las pulgas y otros bichos que se atrevían a intentar infestar su persona. Cuando el almacén se volvía terriblemente cálido durante el día, podía conjurar una ligera brisa. Si se sentía aburrido, el collar mágico le proporcionaba diversión autoerótica. Aliviaba los aguijonazos del cansancio físico, hacía que no notara las heridas, lo sumía en un sueño reparador en un abrir y cerrar de ojos, lo despertaba si alguna forma viva de tamaño medio a grande se acercaba dentro de un radio de quince metros de su escondite, barría las ansiedades, y aclaraba su cabeza para trazar fructíferos planes. Con él podía hablar, oír y ver ligeramente con sus metasentidos en un radio de unos 300 kilómetros. (Este último talento no era muy común entre los platas; pero Tony había tenido once años de práctica.) Puesto que Finiah era un lugar más bien apartado, se había divertido «coleccionando» las firmas mentales de algunos notables Tanu a los que había conocido en ocasiones sociales en el domo de placer. Más tarde, los había espiado durante sus peregrinaciones al aire libre. Decepcionantemente, no podía «ver» a través de la paredes de piedra, pero había sido divertido ver lo que hacían los exóticos en el exterior. ¡Las Cazas no eran la menor diversión!
Ahora, mientras Tony aguardaba a que los Firvulag evacuaran Bardelask, empezó a preguntarse cuántos, si había alguno, de sus antiguos camaradas con torques de oro podían haber sobrevivido a la destrucción de Finiah. ¿Dónde estaban ahora… el viejo Eugeni y Stendal, el petulante Liem y el estólido Chiquito Tim, la lujuriosa Lisette y Agnes Virgen-y-Mártir? Ahora podía llamarles… y durante una hora o así lo hizo. Pero aunque radió sus firmas al éter no consiguió captar ninguna respuesta. Sus amigos de antaño o bien habían sido destorcados o estaban muertos, perdidos en el caos del cambio de los tiempos. No sentía ningún deseo de ponerse en contacto con sus antiguos asociados Tanu, ni siquiera con aquellos que se habían calificado a sí mismos como sus Hermanastros Creativos. Los exóticos no iban a preocuparse por él, un simple Humano desheredado entre miles de otros. Ya tenían bastantes problemas por aquellos días… y no pocos de ellos habían sido causados por los Humanos.
Estaba también Dougal. Loco pero leal, había sido una especie de amigo. Pero Dougal no llevaba torque, y en estos momentos debía ser probablemente pasto de los gusanos en el bosque Herciniano, donde la patrulla de Karbree el Gusano los había emboscado. No… solamente quedaba un alma viviente en toda la Tierra Multicolor a quien podía importarle si Tony vivía o moría.
¿O tal vez lo odiaba ahora? Era muy probable.
Sus ojos se humedecieron de autocompasión, y echó la cabeza hacia atrás, reclinándola en el crujiente saco de cacahuetes que le servía de almohada. Fuera del almacén se oían los ruidos de las guturales órdenes de los Firvulag, el chasquear de los látigos, los chalikos y los hellads relinchando y resoplando, el campanillear de los arneses, los golpes de los artículos descargados. Hacía calor y humedad y tedio… era tiempo de recurrir al solaz del torque.
Entonces oyó un rugir exótico lleno de ira. Un aullido Humano burbujeó, luego se cortó. Tony cambió a la banda gris y oyó:
¡Malditamalditamalditasea mira al pobre Werner!
Pobre desgraciado hubiera debido ir conmáscuidado dejar caer así la carga erainevitable…
¿Pero arrancarle la lengua deestemodo ohDios?
Fue culpasuya por insolentarse con un Fantasmón.
¡Pero SantaMadre se está desangrando!
¿Yqué? Pronto estará muerto.
Miramiramiraahí vienen 3Jabberwocks OhCristo con desintegradores…
Sintiéndose enfermo, Tony cerró su mente. No había nada que pudiera hacer para ayudar a aquellos pobres bastardos condenados. Afuera sonaron gemidos, y maldiciones, y una cierta palabra ladrada con voz fuerte en la lengua Firvulag. Luego llegaron los siseantes sonidos de las carabinas Matsu, una nota tras otra, en un ritmo perfecto, hasta que el burbujeo Humano se cortó.
Tony dejó que el brillante consuelo del torque lo inundara. Se vio a sí mismo cruzando el Ródano en un bote robado, viajando cautelosamente hacia el norte por el Gran Camino, sobreviviendo gracias a sus habilidades y el distintivo de oro mental. Una vez se iniciara la Tregua, el sendero al norte de Roniah se llenaría de amantes de los deportes de las tres razas, encaminándose pacíficamente al Gran Torneo. Entonces podría viajar abiertamente sin problemas. Iría Saona arriba siguiendo el sendero, pasaría Burask, en manos de los Firvulag (inofensiva en tiempo de Tregua), y finalmente viajaría Nonol abajo hasta el único refugio que le quedaba… la ciudad con domos como setas que resplandecía como El Dorado, la ciudad rodeada de praderas y unida al Campo de Oro por un puente arcoíris. La ciudad de los monstruos, la ciudad de los amigos. Iría a casa, a Nionel, a Rowane.
Arrastrado por la fantasía, la tomó entre sus brazos y conoció el placer. Más tarde despertó para descubrir que el sol se había puesto y hacía mucho más frío. Excepto los distantes aullidos de las hienas y el chillido de las ratas en el almacén, Bardelask estaba completamente silenciosa.
Tony se puso en pie, se sacudió las cascaras de cacahuetes de sus ropas, y bajó confiado por la empinada escalera. Afuera en el muelle encontró lo que había temido encontrar. Pero también había un pequeño esquife de resistente apariencia, completo con remos, amarrado debajo de la saqueada tienda de velas para barcos. Tras una breve búsqueda de artículos que los Firvulag hubieran considerado demasiado insignificantes para llevarse como botín, Tony estuvo listo para irse. El bote flotaba en el plácido Ysaar y no había necesidad de remar. La corriente lo llevaría hasta la confluencia con el Ródano, a menos de un kilómetro de distancia, y podría acampar en la orilla opuesta del amplio río y emprender el camino a casa por la mañana.