No fue tanto las arañas gigantes en sí como sus hábitos alimentarios lo que finalmente hizo que Míster Betsy saltara.
Al noveno día de su encarcelamiento en la celda comunitaria, despertó a las demasiado familiares cosquillas de una de aquellas cosas corriendo sobre su mano. Gimoteó, presa de revulsión, y se alzó de su camastro de paja, volviendo a colocar su peluca en su sitio de un golpe… y entonces divisó a la odiosa criatura moviéndose furtivamente a menos de medio metro de distancia, cerca del medievalista, Dougal, que roncaba ruidosamente. La araña vio también a Betsy, porque retrocedió un poco, agitó sus pedipalpos con llamativa insolencia, y emitió un crujiente zumbido. Era negra como el carbón, y peluda, y su cuerpo tenía el tamaño de un melocotón.
—¡Bestia asquerosa! —siseó Betsy. Ajustó su arrugada gorguera. La luz del amanecer que penetraba por la estrecha rendija de la ventana que daba a la garganta iluminaba la mugrienta celda. Por todas partes yacían las formas acurrucadas o espatarradas del pequeño grupo de técnicos, pilotos y aventureros conocidos como los Bribones de Basil, traicionados a manos de Nodonn el Maestro de Batalla por una misteriosa mujer operativa, viendo cómo les eran robadas las aeronaves que tenían que garantizar la libertad de la Humanidad Inferior. El propio Basil había sido sacado de la celda hacía unos días, presumiblemente para ser enviado a los torturadores.
Manteniendo un cauteloso ojo sobre la araña, Betsy empezó a desatarse el pañuelo que mantenía la parte inferior de su miriñaque apretada contra sus tobillos. Se había acostumbrado a dormir de este modo desde un principio, puesto que la celda estaba infestada de ratones, la presa legítima de las gigantescas arañas. Betsy era muy consciente —como lo habían sido generaciones de mujeres con faldas antes que él— de los estragos que podían hacer los pequeños mamíferos si subían por sus piernas. Quizá hubiera debido agradecer la presencia de las arañas, porque los ratones muerden y las arañas no; pero en vez de ello las odiaba. Eran demasiado calculadoras, demasiado ágiles en la persecución de sus víctimas, y los ratones chillaban de una tal manera cuando eran atrapados y arrastrados hasta los nidos de las arañas allá arriba en el techo de la celda. Después de que las predadoras habían bebido todos los fluidos corporales de los roedores, dejaban caer las pequeñas carcasas envueltas en tela de araña sobre los prisioneros de abajo.
Betsy, con su elaborado traje isabelino, era con mucho el blanco más vulnerable.
¡Y ahora esta araña había tenido la temeridad de desafiarle! Le arrojó unos trozos de paja pero el animal se negó a retirarse, manteniendo su terreno cerca de la vendada cabeza de Dougal. Betsy buscó a su alrededor en las profundas sombras con la esperanza de hallar algún proyectil más sustancial, pero no había nada a mano. La araña agitaba burlonamente sus patas. Con un cierto esfuerzo, Betsy consiguió ponerse en píe, y entonces vio con profunda consternación que había un largo desgarrón en todo un lado del miriñaque, dejando al descubierto su base. Murmurando maldiciones, agitó la ropa para volver a colocarla dentro de lo posible en su lugar.
Tres amortajados cadáveres de ratones cayeron de sus enaguas a la paja.
—¡Tú… tú… monstruo horrible! —chilló el antiguo ingeniero de vehículos rho. Se arrancó una zapatilla de brocado rojo y la lanzó con todas sus fuerzas. Falló a la araña, que saltó al rostro de Dougal. El robusto medievalista abrió los ojos y chilló, lívido como la cera, palmeando su barba con las manos abiertas y pateando la paja en todas direcciones.
¡Atrás, sollastre, pelafustán! ¡Aaaagh… la hijaputa me ha mordido!
Los otros veinte prisioneros estaban despertándose en diversos grados de atención. Al levantarse tambaleantes de sus camastros agitaron a otros inquisitivos arácnidos, y pareció como si de repente la celda hirviera con correteantes cosas. Iban de un lado para otro como las cortadas manos de negros demonios, y Dougal, con sus ojos desorbitados y su falso traje de cota de malla, aulló y se chupó el dedo y se derrumbó al suelo con un lúgubre grito.
—El veneno… está haciendo… efecto —susurró. Sus ojos se cerraron.
—¡Santo cielo! —exclamó el alucinado Betsy. El medievalista se agitó ligeramente.
—¡Ha mordido a Dougal! —jadeó Clifford. Señaló con un tembloroso dedo al médico, Magnus Bell—. Y tú dijiste que eran inofensivas…
—Pero si lo son —protestó Bell. Se había arrodillado para tomarle el pulso al medievalista—. Simplemente está histérico.
A todo su alrededor, paredes y suelo parecían hormiguear. Pero al menos era un enemigo tangible, no una misteriosa mujer Humana que engañaba y golpeaba sus mentes, que colocaba los torques grises de la esclavitud en torno a sus cuellos y los arrojaba a una celda Tanu.
La fuerte voz de contralto de Phronsie Gillis se impuso.
—¿A qué estamos aguardando, muchachos? ¡A por ellas!
Los Bribones de Basil se sintieron galvanizados. Fijaron sus blancos y se lanzaron rugiendo al contraataque. Betsy agitaba su zapatilla. Phronsie y Ookpik y Taffy Evans y Nirupam aplastaban a las arañas con botas, tazones de madera y platos. Farhat y Pongo Warburton las pateaban. Bengt martilleaba a los bichos con sus puños desnudos. El estrafalario técnico Cisco Briscoe agitaba su cinturón como un látigo, con nauseabundos efectos. Todos maldecían, golpeaban, chillaban, y tropezaban los unos contra los otros, mientras se cobraban un terrible precio de vidas invertebradas. Tan sólo un puñado de los Bribones no combatía: la señorita Wang se apretaba contra una pared, intentando no vomitar; Philippe el utrarremilgado fruncía los labios y procuraba apartarse tanto como le era posible; y el físico tibetano Thongsa lanzaba fútiles advertencias:
—¡Os lo suplico! ¡Parad! ¡Esta forma de vida es físicamente desagradable, pero sirve para un propósito útil en la ecología local!
—Al diablo la ecología —gruñó Stan Dziekonski, que había capitaneado un acorazado en la Rebelión Metapsíquica. Saltó sobre una araña con ambos pies.
Dimitri Anastos se arrodilló al lado de Magnus, sujetando el cubo de agua mientras el médico limpiaba la mordedura de Dougal.
—¿Estás seguro de que no se está muriendo?
¡Aslan! —gimió el caballero—. ¿Debo seguir en este melancólico mundo, que en tu ausencia no es mejor que una pocilga?
—Tómatelo con calma, chico grande —dijo Magnus—. Vivirás, no te preocupes.
—¡A muerte! —Míster Betsy golpeaba al arácnido enemigo a derecha e izquierda, utilizando su zapatilla manchada de icores—. ¡A muerte!
La puerta de la celda resonó, chirrió, y se abrió de par en par con un sonido retumbante. Seis soldados Humanos con torques de oro armados con aturdidores Husqvarna entraron en la celda, seguidos por un brillantemente resplandeciente caballero telépata Tanu cuya coraza de cristal iba blasonada con el motivo de un arpa. En el corredor, blandiendo desnudas espadas, había otros esbirros que resplandecían con el azul de los coercedores y el rosa dorado de los psicocinéticos, así como otros Humanos no operativos llevando armas del Medio.
El telépata alzó una mano admonitoria. Obligados por sus torques grises, los Bribones de Basil se mostraron inmediatamente mudos y dóciles.
El Tanu les dirigió una sonrisa.
—Soy Ochal el Arpista, y os traigo el saludo y las muestras de buena voluntad del Rey Aiken-Lugonn. Alegraos… ¡porque vuestro injusto encarcelamiento ha llegado a su fin! Estamos aquí para llevaros fuera de este lugar y transportaros con la mayor rapidez a Calamosk, donde el propio Rey se reunirá con vosotros. Seguidnos hasta el patio, donde vuestro jefe, Basil Wimborne, os aguarda. —Se dio la vuelta y abandonó la celda.
Con sus mentes liberadas, los Bribones se miraron entre sí con aturdida incredulidad. Uno de los soldados armados con una Husky hizo un gesto con un dedo.
—¡Vamos, aprisa! Fuera de aquí, o vamos a vernos todos en apuros.
Los Bribones empezaron a reír. Volvieron a ponerse los zapatos, reunieron sus escasas pertenencias, y empezaron a desfilar hacia la puerta, los más fuertes sosteniendo a los más débiles. Betsy fue el último en salir, tras limpiar tan bien como le fue posible sus zapatillas en la paja y arreglar decentemente su torcida peluca. Dos soldados de la retaguardia permanecían a ambos lados de la puerta de la celda, sonriendo, y presentaron armas cuando la reencarnación de la Buena Reina Isabel la cruzó majestuosamente.
La puerta se cerró. Cuando el sonido metálico de los cerrojos se hubo apagado, la gran celda quedó completamente silenciosa. Entre la confusión de cuerpos negros aplastados hubo algún que otro breve agitarse, luego una absoluta inmovilidad.
Al cabo de un rato, los ratones salieron cautelosamente, y descubrieron que aquél era su gran día.
Era un sueño, se dijo Hagen Remillard. Tenía que ser un sueño…
Los TT modulares unidos entre sí se balanceaban anclados en los bajíos del Mediterráneo al sur del cuello de Aven, aguardando las primeras luces para iniciar su camino por tierra en dirección a Afaliah. Hagen había hecho la guardia nocturna, seguro de que iba a ser incapaz de dormir después de que su hermana le dijera que las fuerzas de torques de oro iban a llegar con toda seguridad a la ciudadela antes que él. ¿Iba a presentársele aquella avanzadilla del Rey Nonato con algún imposible ultimátum? ¿Iba a constituir eso una amenaza para los pilotos y técnicos cautivos que tan cruciales podían ser para sus planes?
El meditar sobre todas estas contingencias mantuvo a Hagen alerta durante la mayor parte de la noche. Pero a primeras horas de la madrugada, hacia las cuatro, cuando las energías vitales de los seres humanos arden al mínimo con la disminución del azúcar en la sangre, incluso un metafísico tendía a vacilar. El ojo de la mente se velaba y miraba hacia dentro, hacia un mundo de sombras, hacia recuerdos y terribles imágenes concretadas en pesadillas…
Trudi toma su mano y lo conduce siguiendo un camino por el que no han ido nunca hasta un lugar donde el suelo está removido y un nuevo edificio se yergue enorme contra el cielo matutino, brillando y zumbando. Empieza a lloriquear apenas entran y las terribles inefabilidades se muestran amenazadoras (tan sólo tiene tres años, y sus receptores metapsíquicos se muestran aún torpes y desentrenados), y la nurse dice:
—Chitón. Todo está bien. Tenemos que decirle: «Bienvenido de vuelta» a papá.
Caminan por un suelo extrañamente pulido hacia una imprecisa frialdad, y hay una multitud de personas mayores a su alrededor, hablando mentalmente de cosas incomprensibles:
¿Búsqueda estelar… Lylmik?… ¡UNA LOCURA!… ¡Maldita sea lo hizo!
¡Primer intento de sondeo a 1.700 años luz!
Y volver sin quemarse el cerebro…
No puedo creer que consiguiera hacerlo funcionar.
SiempredijequeestoerainútilMarcLoco2añosrecuperaciónahorahabráqueempezartododenuevo…
Sacad a ese imbécil fuera de ahí.
¿Pero cuánto ha durado la búsqueda estelar?
¡UNA LOCURA! ¡UNA LOCURA!
No hemos conseguido nada excepto perder el tiempo, muchacha.
6.000.000 de malditos años.
Funcionará… la búsqueda estelar… ¡el rescate!… un nuevo principio… la unión… coercionarlos o apelar a su altruismo…
¡LOCURAS!
El Hombre Mental… ¡tendríamos que conocerle ya!
El chico esta aquí.
Oh…
Trae a Hagen aquí para que vea.
Traélo para que vea.
Traélo para que vea.
¡UNA LOCURA! ¡DEJAD QUE EL CHICO VEA LA LOCURA QUE NOS TRAJO AL EXILIO! DEJADLE VER SU PROPIO FUTURO…
Era solamente un sueño. Un sueño de una enorme cosa cautiva, un cerebro desprovisto de su cuerpo. ¡Y feliz por ello! Energizado artificialmente, desdeñando la auténtica Unidad, glorificando su soledad.
En el sueño, Trudi lo alzaba en sus brazos para ver la cosa y le decía:
—Es tu papá.
El niño de tres años chillaba e intentaba echar a correr.
Solamente un sueño. Por eso no intentaba echar a correr ahora mientras veía de nuevo la cosa, fuera de la protección transparente de la cabina del combinado modular. Parecía estar descansando en la escotilla de acceso, entre los dos alojamientos gemelos de los disruptores sónicos. Una forma enorme, resplandeciendo débilmente, con la burda forma de un hombre. Cables de energía y tubos blindados brotaban de su ciega cabeza y se fundían en el cielo gris.
En su sueño, Hagen se alzó de su asiento en la consola de navegación, abrió la puerta de la cabina y salió al exterior. Pareció flotar hacia el fantasma del aparato CE en la proa, y mientras se acercaba se volvió transparente, y el operador en su envoltura a presión tendió sus brazos, inclinándose, y sonrió al asustado niño de tres años.
—Sólo soy yo. Papá.
Pero él retrocedió, sabiendo que no podía arriesgarse al abrazo, consciente incluso en el sueño de que el auténtico cuerpo de un hombre llevando aquella armadura tenía que estar refrigerado a una temperatura cercana al cero absoluto, casi completamente divorciado del cerebro trascendente.
—Creo que al fin comprendo —dijo Hagen—. Jack fue tu modelo. No te era posible a ti modificarte permanentemente. Eras demasiado viejo para una adaptación que tuviera éxito. Pero estabas decidido a ser algo más que el hermano del Hombre Mental.
—Yo hubiera sido su padre —dijo Marc—. Y hubiera vivido satisfecho, viéndoos a ti y a los otros gobernar las estrellas que yo os habría dado.
—Ya no humanos.
—Nunca lo hubierais recordado.
—¡Vete! —chilló el niño de tres años—. No me toques. ¡No me mires! —La nurse lo sujetó y le impidió echar a correr, pero él hundió el rostro en su larga falda y lloró, negándose a mirar de nuevo a su padre. Las otras mentes murmuraban, y luego las paredes se cerraron suavemente tras él, y fue alzado y sacado de allí…
Despertó de pie en la vacía cubierta de proa a la brisa del amanecer, y fue a mirar hacia la escotilla donde se había alzado la ilusión. Había dos grandes indentaciones circulares en el plast, como si hubiera soportado un tremendo peso.
Yosh encajó más firmemente su rostro en el enmarcado visor del rastreascopio a infrarrojos y dijo:
—Ahora estamos finalmente en posición. —Los servomotores zumbaron y la máquina y su operador giraron lentamente en un rastreo de 360 grados—. Estupendo. Un emplazamiento perfecto, aquí arriba en la torre de observación. Debemos tener un radio de unos setenta, ochenta kilómetros, teniendo en cuenta que Calamosk está sobre una colina. Casi la mitad del camino hasta Afaliah, hasta tropezamos con esas colinas al otro lado del Opaar. Oh, este cacharro fue diseñado para estepas.
—¿Cómo funciona el ajuste de precisión, jefe? —inquirió Sunny Jim. Él y Vilkas estaban sentados en la sombra bebiendo cerveza tras haber pasado dos sudorosas horas montando los paneles solares de la unidad de energía.
—Funciona —murmuró Yosh—. Bien, aquí estamos, vigilando el Gran Camino del Sur en posición, veamos… cuatro-uno-tres-uno-dos-coma-seis-uno, acechando a una manada de hippies como una pandilla de boy scouts. Menos mal que en el plioceno no existe tráfico veloz por la carretera. Si no hubiéramos tenido que poner carteles advirtiendo CRUCE DE HIPPARIONES cada quince metros.
Vilkas depositó su gran jarra de cerveza con tapa, se secó el bigote con el dorso de la mano y suspiró como un mártir.
—¿Tenemos que empezar a actuar inmediatamente, o podremos esperar hasta después de echar un bocado?
—¿Tú que crees? —Yosh sonrió brevemente a sus dos ashigaru, luego se concentró de nuevo en el visor. Vilkas gruñó. Con voz sofocada, Yosh continuó—: Lo que es más, vamos a tener que tender cables en vez de utilizar la transmisión directa, y pensar algo para enlazar la consola dirigida cerebralmente con este visor y las baterías de armas. Lo siento, chicos. Este trasto debe tener al menos cuarenta años de antigüedad, y las armas son aún más antiguas. Cabría esperar que los idiotas contrabandearan algo un poco más moderno.
—Quizá lo hicieron —Vilkas miró melancólicamente su jarra vacía—. ¿Pero quién lo sabe? Los señores Tanu que tenían almacenes de contrabando mantenían en secreto sus colecciones. Nadie se preocupaba de comparar lo que tenían. El Rey Thagdal hubiera clavado sus cabezas en picas si hubiera descubierto lo que le estaban ocultando. Cualquier artilugio importante del Medio que cruzara la puerta del tiempo se suponía que era propiedad de la Corona. Y las cosas como las armas se suponía que eran destruidas. —Lanzó una irónica carcajada que era casi un ladrido.
—¡Es una suerte para nosotros que no lo hicieran! —Jim señaló con la cabeza al recién instalado conjunto de armas láser de alcance medio—. No hubiéramos tenido ninguna oportunidad contra esa pandilla de norteamericanos si todo lo que tuviéramos fueran espadas de cristal y la energía de nuestros cerebros. Estos desintegradores… ¡huau! ¡Nunca vi nada así en los pantanos!
—Son basura —dijo Yosh llanamente—. Tan anticuados. Es una lástima. ¡Supongamos que tenemos que cubrir un radio de diez kilómetros y se vuelven plasmáticos a los siete! Dios, lo que daría por algún moderno sacudidor de campo limitado… o incluso un viejo aparato de rayos X.
Jim lo miró con la boca abierta.
—Huau, jefe… ¡vaya lugar debe ser ese Medio Galáctico!
Yosh y Wilkas se miraron. El ingeniero robótico preguntó:
—¿Eran viajeros temporales tus padres, Jim?
—Mis abuelos —dijo el joven—. Vivimos dos generaciones completas libres allá en Ciudad Pilotes, después de que los Firvulag abandonaran Nionel. Ni siquiera los Aulladores deseaban la cuenca de Pari’. —Dejó escapar una risita—. ¡Lo cual era estupendo para nosotros!
Vilkas contemplaba sus botas.
—¿Volverías a los pantanos si tuvieras oportunidad, chico? ¿Volverías a casa?
—¿A comer mergos con raíces de juncos y venado? —resopló Jim—. Ni soñarlo. Podéis quedaros con la vieja Pari’. —Golpeó con dos dedos su torque gris, haciendo sonar el metal—. ¡Esto es vida!
—Jesús —dijo Vilkas suavemente.
Yosh estaba de vuelta al rastreascopio, manipulando los controles con las dos manos.
—Última prueba. Conecta uno de esos desint y veamos cómo rastrea en semiauto.
Jim fue a buscar el delgado cable de una de las armas de la batería mientras Vilkas limpiaba el orificio de entrada y lo enchufaba. Cuando el arma estuvo conectada al dispositivo rastreador, ambos torques grises dijeron: Listo Yoshi-sama.
Los servos inclinaron el rastreador, haciendo que Yosh pudiera apoyarse confortablemente en el respaldo de su asiento. El arma conectada electrónicamente fue siguiendo en paralelo sus movimientos mientras Yosh escrutaba el cielo.
—Corto alcance. Eso es lo que tenemos, y eso es lo que tendremos que usar. Vamos a cargarnos un pájaro. Sólo un pájaro pequeño. La Sociedad Protectora de Aves de las Montañas Rocosas me correría a gorrazos de la ciudad si lo supiera, pero necesito un blanco con temperatura propia para apuntar esta cosa. Y… y… ¡ajá! Ahí tenemos a un halcón en la posición uno-uno-seis-siete-coma-cero-cuatro… Ya lo tengo. ¡Maldita sea, ha hecho un regate! Sí, definitivamente es un halcón. Áureo. Macho. Enfocado de nuevo…
—¡Jefe… no! —gritó Jim—. ¡No lo hagas!
Yosh alzó la vista del rastreador, con el ceño irritadamente fruncido.
—¿Qué demonios…?
—Los halcones dorados… ¡trae mala suerte matarlos! ¡Si le disparas a uno, toda la mierda del mundo caerá sobre ti!
—Oh, por el amor de Dios —exclamó Yosh.
—Por favor, jefe —suplicó Jim.
Yosh le dirigió una mueca de disgusto y volvió al rastreador. Lo hizo girar hacia el sur, hacia la orilla del río Ybaar.
—¿Qué te parece una maldita gallina pintada en un maldito cenagal?
—Eso sí, dispara —dijo Jim alegremente.
El láser emitió un siseante hipido truncado. Yosh se relajó en su asiento y suspiró.
—Ya está bien por ahora. Desconecta el arma y bajemos… —Se inmovilizó cuando su torque de oro transmitió un saludo.
Yoshi ¿me oyes?
(Lo oía… y conocía aquella voz mental). ¡Te oigo Rey Soberano!
Vengo para acá. ¿Tienes listo el rastreascopio?
Acabo de terminar pero la conexión de las armas…
Olvida eso. No las necesitaremos después de todo. Quédate en la torre. Espérame. No digas A NADIE que vengo.
Sí Rey Soberano.
Vilkas y Jim estaban recogiendo las cajas de herramientas y los instrumentos de comprobación. Ninguno de los dos había notado la abstracción de Yosh. El lituano dijo:
—Si vamos a tener que sintonizar ese ojo con la longitud de onda cerebral, tendremos que desarmar los interfaces PM de algún lado.
—Olvidadlo —dijo Yosh—. El Rey viene para acá. Hay un cambio en los planes. —Frunció el ceño mientras reorientaba el rastreador para escrutar el cielo al nordeste de Calamosk—. Quiere que permanezcamos aquí y no le digamos a nadie que viene.
—¡Hey… estupendo! —exclamó Jim—. ¿Traerá la Caza Aérea para freír a esos hijoputas del otro lado del mar?
Yosh guardó silencio mientras estudiaba la lectura del rastreador.
—No puede ser. Tendría que captar la aproximación de un enorme cuerpo de hombres… y no hay nada ahí fuera. ¡Nada!
—¿Una fuerza de tierra? —aventuró Vilkas.
—¿Cómo puede mantenerse en secreto una fuerza de tierra? —se burló Jim—. ¡Por suspuesto que vienen por aire!
—Oh, Dios mío —dijo Yosh. Apartó un pálido rostro del visor y pulsó el botón de neutralización. Rígidamente, se alzó del asiento. Su armadura de samurái, que se había quitado para el trabajo de instalación, estaba en el suelo en un ordenado montón. Una bien conocida señal telepática envió rápidamente a Jim y Vilkas a ayudarle a ponérsela. Los dos hombres quedaron asombrados de la transpiración que había brotado en la frente de su jefe y del débil temblor en los músculos de sus mejillas. Percibieron a través de sus torques grises un débil atisbo del torbellino mental que Yosh estaba intentando ocultar por todos los medios.
El ingenuo Jim se mostró solícito.
—Jefe… ¿te sientes bien?
—Estoy bien. Pero escuchad… ¿recordáis a Clarty Jock diciéndoos cómo ocultar nuestros pensamientos íntimos si temíamos que algún Tanu con poderes redactores estuviera hurgando en nuestras mentes?
—Lo recuerdo —dijo Vilkas—. Aunque no necesitaba que él me lo dijera.
—«Piensa en una canción, una y otra vez» —recitó Jim obedientemente—. Recuerdo una canción que solía cantar mi abuelo:
Somos las vírgenes de las montañas viejas,
Con montones de pelo sobre nuestras orejas…
Yosh le interrumpió.
—Cuando llegue el Rey, ocultad vuestros pensamientos.
—¿Pero por qué, jefe?
Yosh se colocó sus espadas daisho y nodachi mientras Vilkas le ataba el nodowa (cortado bajo para dejar al descubierto el prestigioso torque de oro) y Jim sostenía el elaborado casco con sus cuernos en luna creciente.
—No importa por qué. Lo sabréis cuando el Rey llegue aquí.
Los tres aguardaron atentamente, mirando al este. Hubo un breve destello en el cielo sin nubes de la tarde, que evidentemente se aproximaba, y Jim y Vilkas se tensaron. Pero luego vieron que se trataba solamente de un pájaro, quizá una especie de halcón, con plumas amarillas y negras. Planeó por unos momentos a baja altura encima de la torre, y la larga paja que llevaba entre sus garras fue claramente visible.
Mirad al frente, susurró telepáticamente Yosh a sus compañeros.
El pájaro descendió. Era un halcón áureo, y cuando tocó el parapeto se transformó en el Rey Aiken-Lugonn sujetando su gran Lanza de cristal dorado en una enguantada mano.
—Hola —dijo el Rey, alzando la protección frontal de su impermeable—. ¿Tenéis listo el rastreascopio?
Yosh saludó e hizo un gesto sin palabras hacia el dispositivo. Jim murmuró:
—¡Somos las vírgenes de las montañas viejas!
Aiken alzó una desconcertada ceja.
—Nunca lo hubiera sospechado —dijo. Se volvió de espaldas a ellos y subió al asiento del rastreador—. No te preocupes por las instrucciones. He usado estas cosas antes. —Miró al sur—. Sí… ahí viene Ochal el Arpista y sus jinetes… y presumo que los extras son los ansiados Bribones de Basil. —Accionó con un dedo el selector de modo a alcance máximo—. Y detrás de ellos, cruzando las colinas, tenemos a quince TT avanzando a toda velocidad.
Vilkas y Jim se miraron el uno al otro entre sorprendidos y aprensivos. Yosh permanecía tranquilamente de pie al lado del Rey, y dijo:
—¿Cómo podemos ayudarte?
Aiken bajó del rastreascopio e hizo un gesto a Yosh para que ocupara su lugar. Jim se apresuró a recoger el kabuto que su jefe se quitó de la cabeza y le lanzó.
—Voy a confiaros a los tres un secreto de estado —dijo Aiken. Sus ojos eran carbones encendidos rodeados de blanco papel—. No voy a amenazaros… pero si le decís a alguien qué tipo de argucia voy a montar aquí esta tarde, hay muchas posibilidades de que mi trono se derrumbe. Y vosotros con él, por supuesto.
—Somos tus esclavos —dijo Yosh. Incluso sentado ante el rastreascopio, consiguió hacer una profunda reverencia. Vilkas y Jim agitaron sus pies y se humedecieron los labios.
Aiken dijo:
—Los vehículos norteamericanos están seguros de atrapar al grupo de Ochal antes de que llegue al alcance de las defensas de Calamosk. Me di cuenta de ello cuando los detecté telepáticamente mientras volaba hacia aquí. De modo que necesito hacer algo.
—Demonios… ¡todo el mundo pensaba que ibas a traer la Caza Aérea! —dijo Jim. Vilkas le pateó la espinilla.
—No puedo transportar la Caza —le dijo Aiken muy suavemente—. Apenas tengo las fuerzas suficientes para volar yo… y mantener la ilusión de un pájaro. Si sobrevuelo esa columna de TT enemigos y la ataco con la Lanza, no me quedarán suficientes vatios para generar un escudo psicocreativo contra sus armas. Llevo un generador portátil de campo sigma, pero utilizarlo hace el vuelo aún más difícil, y es muy posible que esos norteamericanos posean armas que puedan atravesar un pequeño sigma como un hacha atraviesa un melón de agua. Así que voy a intentar algo distinto, y vosotros me ayudaréis a ello con este rastreador. Ascenderé a gran altura con la Lanza. Muy alto. Tú, Yosh, enfocarás a exactamente cincuenta metros delante del TT de cabeza y me comunicarás telepáticamente las coordenadas. —Parpadeó, anticipando la pregunta del ingeniero—. No, no puedo utilizar mi propia telepatía para apuntar. Soy incapaz de un enfoque preciso a sesenta kilómetros. Además, necesitaré todos los vatios mentales que me queden para anular sus rastreadores. Probablemente voy a tener que usar la Lanza más de una vez, así que tienes que estar preparado para reenfocar cada vez que te dé la orden. ¿Está claro?
—Sí, Rey Soberano. Pero sería mejor que aguardaras hasta que el blanco estuviera dentro de un radio de veinticinco kilómetros. Puede que el rastreador no sea de fiar al límite de su alcance.
—Muy bien pensado. Esperaré tanto como pueda.
—¿Pero qué ha ocurrido? —exclamó Jim—. ¡Cristo, Vuestra Majestad! ¿Cómo vamos a cargarnos a esta pandilla… cómo vamos a cargarnos a los Firvulag… si a ti no te quedan poderes?
Aiken sonrió y se palmeó la crestada capucha de su impermeable dorado.
—Todavía dispongo de todo mi cociente de astucia, Jim muchacho. Las pequeñas y vulgares células grises que me trajeron aquí al plioceno. ¿No os habéis preguntado nunca por qué me echaron del Medio? Porque era una amenaza, por eso. Hay cerebros y cerebros. El mío está un poco bajo en fuegos artificiales metapsíquicos en estos momentos, pero no hay que preocuparse por ello. Me recuperaré pronto. Mientras tanto, encontraré otras formas de enfrentarme a los acontecimientos.
Cloud se aferró al borde de la consola de mandos con tensa concentración.
—¡Ya los tenemos! ¡Convergencia estimada dentro de once-coma-cuatro minutos!
—¿Ponemos en marcha los disruptores sónicos? —preguntó Phil Overton a Hagen.
—No, idiota. Cuando tengamos una perfecta línea de tiro… nada de árboles, nada de malditos antílopes o cualquier otra cosa cruzando en nuestro camino… conectaremos los sigmas. Entonces nos desplegaremos a ambos lados y avanzaremos hasta que los tengamos a tiro. Derribaremos sus chalikos, nos acercaremos y les lanzaremos una andanada de escasa potencia a los tipos, y ya serán nuestros.
—Podemos alcanzar a los animales desde larga distancia con los disruptores o los desintegradores —dijo Phil.
—¡Y quizá matar a algún piloto o técnico de cuyas vidas tal vez dependamos cuando papá llegue tras nosotros! —restalló Hagen—. Nada de disruptores, maldita sea, y nada de armas fotónicas tampoco. Ésas las utilizaremos solamente contra las tropas de Calamosk.
—Tendremos que dejar orificios en los sigmas para orientarnos y para disparar las Huskies a través de ellos —dijo Nial Keogh—. Pueden alcanzarnos si tienen buena puntería. Utilizar un psicogolpe con efecto de rebote.
—Correremos el riesgo —dijo Hagen—. Tú y los otros PC fuertes tendréis que vigilar eso. Ahora telepatiza a los otros y avísales. No nos abriremos en abanico hasta que el terreno sea adecuado. Voy a ordenar velocidad máxima para acortar la distancia. Apretad los dientes.
Las zumbantes turbinas ascendieron hasta el nivel del aullido. Los vehículos avanzaron por el irregular camino, saltando y bamboleándose y alzando una monumental nube de polvo.
—Los tengo en el monitor —dijo Veikko Saastamoinen—. Y también a alcance corto telepático. Saben que estamos tras ellos, pero no parecen preocupados.
Hagen frunció el ceño.
—¿Oyes algo?
—Están completamente escudados. Los que llevan torque parece como si hubieran echado una sábana sobre el canal de salida. ¿Por qué no recurrimos al programa de metaconcierto de tu viejo? Si canalizamos un golpe mental a través mío, podemos abrir un agujero exactamente entre las orejas a cada uno de esos enlatados tipos.
—El Rey consiguió ese programa —dijo Cloud—, por si acaso lo habíais olvidado.
Los jinetes fugitivos a lomos de sus chalikos estaban cruzando el seco lecho de un río y avanzando hacia una estrecha linea de álamos en la orilla opuesta. Con los reguladores automáticos de seguridad de los TT completamente rebasados, los vehículos estaban moviéndose a una velocidad que amenazaba con situarlos fuera de control.
—¡Tenemos que disminuir un poco la marcha! —exclamó Cloud—. Los demás están…
Del cielo surgió un breve relámpago verde. Un surtidor de polvo creó una opaca flor amarronada delante de ellos, y una explosión hizo vibrar sus cerebros al tiempo que les llegaba un rugido telepático:
DETENED VUESTROS VEHÍCULOS. NO INTENTÉIS ERIGIR LOS SIGMAS O DESINTEGRO AL DE CABEZA.
Veikko lanzó un chillido y se llevó ambas manos a la cabeza. Hagen forcejeó con los frenos y el vehículo patinó locamente fuera del sendero hacia la pedregosa estepa, bamboleándose y abriendo surcos con sus deflectores mientras y escoraba hacia la izquierda y estaba a punto de volcar.
Hubo una segunda explosión nacida de una repentina erupción de fuego naranja, y esta vez el rayo había golpeado a menos de quince metros frente a ellos. Hagen maldijo mientras conseguía detener su vehículo.
NO OS MOVÁIS. NO ERIJÁIS LOS SIGMAS U OS DESINTEGRO.
Nial Keogh estaba hablando calmadamente por el micrófono de comunicaciones, comprobando con los demás. Veikko, con su sensible mente abrumada por el volumen del vibrante grito mental, se había derrumbado al suelo y estaba encogido en posición fetal, con las manos apretadas como garras sobre sus orejas. El display del aparato mostraba solamente nieve multicolor.
Cloud y Hagen se miraron con desanimado convencimiento. El primer juego del match había terminado. Pero al menos su padre no era el vencedor.
Cloud habló en el modo íntimo de Aiken: Nos hemos detenido. ¿Puedo salir al puente y parlamentar?
Hubo una tercera explosión detrás del último vehículo de la caravana, y una risa estruendosa.
ESTÚPIDOS. LLEVO HORAS OBSERVÁNDOOS. HUBIERA PODIDO FREÍR VUESTROS CEREBROS EN EL MOMENTO MISMO EN QUE PUSISTEIS EL PIE EN MI TIERRA MULTICOLOR. ¿Y PENSÁIS QUE PODÉIS PARLAMENTAR?
Cloud dijo: Tenemos una proposición que puede interesarte. Realmente no pretendemos hacerle ningún daño a tu reino.
CONOZCO VUESTRA PROPOSICIÓN. SÉ VUESTRAS ESPERANZAS DE REABRIR LA PUERTA DEL TIEMPO.
Nosotros… pagaremos por tu ayuda.
¿CÓMO?
El rostro de Hagen mostraba desconcierto. Él y Phil Overton habían estado conferenciando apresuradamente, y ahora le dijo disimuladamente a su hermana: Hay algo curioso aquí ¡no fueron golpes psicocreativos sino de tipo cañón fo tónico!
¡RESPONDEDME! ¡O MI PODER METAPSÍQUICO OS ANIQUILARÁ!
—El Mago de Oz —dijo Phil Overton—. Pero con un desintegrador gigante. No es ningún bluff… pero puede que tengamos espacio para maniobrar.
Hagen dijo: Soy el hijo de Marc Remillard. Pagaremos por tu cooperación trabajando contigo en vencer a nuestro mutuo enemigo… del que sabemos mucho más que tú. Sin nuestra ayuda él te destruirá del mismo modo que es probable que nos destruya a nosotros.
¡ÉL ME DICE QUE EL ENEMIGO SOIS VOSOTROS!
Hagen dijo: ¿Y te ha dicho que ha aprendido a efectuar el salto-D?
Hubo un largo silencio. Finalmente, la atronadora voz dijo:
AGUARDAD DONDE ESTÁIS DURANTE TRES HORAS. LUEGO ACUDID A CALAMOSK CON LA PARTE SUPERIOR DE VUESTROS VEHÍCULOS DESCUBIERTA Y VUESTRO ARMAMENTO DESMONTADO… Y TOMAREMOS EL TÉ.