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Niebla de verano.

Lavaba todo color y sustancia del mundo, dejando solamente grises. Plomo gris piedra tumbal gris telaraña gris ratón gris ceniza gris mucosidad gris polvo gris cadáver gris. Era sorprendente que hubiera niebla en aquella época del año, a finales de agosto. De modo que tenía que tratarse de otro portento… tan terrible como la muerte del Guerrero con Una Sola Mano. Había muchos que decían que la niebla tenía sus orígenes en las superenfriadas cenizas del héroe: cada molécula de su disperso cuerpo acumulando el vapor de agua, cada pequeña reliquia atrayendo hacia sí las lágrimas del aire para que tendieran su amplio manto sobre la Tierra Multicolor.

(Los menos mórbidamente poéticos decidieron que la niebla era un extraño fenómeno meteorológico, quizá una tardía consecuencia de la Inundación que había rellenado el Mar Vacío. ¡Oh… pero ellos no habían estado allí en Goriah, contemplando el duelo al amanecer desde las almenas del Castillo de Cristal!)

La niebla cubría Armórica desde el estrecho de Redón hasta las densas junglas del Laar superior, y hacia el sur más allá del golfo de Aquitania y las marismas de Burdeos. Rozaba los pantanos de la cuenca de París y el bosque Herciniano y fluía al este hasta los Vosgos, el Jura, incluso hasta los pies de las colinas de las Altas Helvétides. Por la tarde su frente que avanzaba hacia el sur había rezumado por entre los pasos de los Cántabros hasta la parte central de Koneyn. Creciendo paradójicamente en volumen, sepultó la baja Sierra Morena, se deslizó en la ensenada del Guadalquivir, y solamente se detuvo en las crestas cubiertas de nieve de la Bética, lamiendo las laderas del Veleta y el Alcazaba y el desmoronado y vacío Mulhacén.

Fofa, sorbiendo la energía, enmascaraba el sol y ahogaba los sonidos y dejaba la vegetación chorreando melancólicamente. Los animales del bosque se escondían. Los estremecidos pájaros e insectos dormían. Las grandes hordas de las estepas del plioceno se apiñaban en las alturas, agitando las ventanas de la nariz y abriendo mucho los ojos y enhiestando las orejas, paralizadas debido a que sus sentidos no les daban mayor información que una brumosa inquietud.

Era el día en que el Rey Nonato había conseguido su gran victoria. Era el día en que murieron la Reina Mercy-Rosmar y Nodonn el Maestro de Batalla.

Como consecuencia, el Rey regresó a su castillo, llevando consigo el trofeo.

Los caballeros y partidarios acudieron en tropel a su encuentro, exultantes, gritando mentalmente, ansiosos por proclamar el triunfo. Pero retrocedieron desanimados cuando él dejó caer la mano de plata al suelo del patio y se detuvo allí en medio, silencioso y con los ojos vacíos, la mente protegida… pero claramente cambiado de alguna forma terrible, henchido hasta el punto de estallar antes que vacío, como hubiera sido de esperar.

Aquellos que estaban más cerca de él, los grandes héroes Bleyn y Alberonn, consiguieron sacarlo del tumulto. Pero no quiso ir a su dormitorio (no sería hasta mucho después que sabrían por qué), de modo que Bleyn dijo:

—Déjanos llevarte entonces a mis apartamentos, donde mi Lady Tirone el Corazón Cantor intentará ayudarte con sus poderes sanadores.

El Rey fue con ellos, y no se resistió cuando le quitaron su apagada armadura de cristal y lo tendieron en un camastro en una recogida habitación. No había heridas corporales; pero aunque seguía manteniendo su escudo mental, eran conscientes de lo henchida que estaba su psique, hasta el punto de amenazar con rebosar y escapar del pequeño cuerpo que la confinaba.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Tirone, temerosa y asombrada. Pero él no respondió, por lo que ella dijo—: Si he de ayudarte, Rey Soberano, tienes que abrirte a mí al menos un poco, y decirme de qué manera te afecta esta extraña incapacidad.

Él se limitó a agitar la cabeza.

Tirone hizo un gesto de impotencia a su esposo y a Alberonn. Le dijo al Rey:

—¿Prefieres que te deje a solas, entonces? ¿No hay nada que yo pueda hacer?

—No por mí —dijo él finalmente—. Pero cuida de nuestra gente y supervisa las operaciones de limpieza. Yo me quedaré descansando aquí. A las veintiuna horas acudiré a ver a los prisioneros. Ponte en contacto telepático con los demás miembros de la Alta Mesa y diles que estén preparados.

—Pero esto puede esperar —protestó Alberonn.

—No —dijo el Rey.

Los tres se dispusieron a marcharse. Tirone dijo:

—Estaré ahí fuera por si acaso me necesitas. Lo mejor que puedes hacer ahora es dormir.

El Rey Nonato le dirigió una sonrisa.

—Sería lo mejor… pero ninguno de ellos dos me dejará.

No comprendieron, y se limitaron a despedirse con leal deferencia y marcharse, creyendo que lo dejaban solo.

La columna de socorro avanzaba lentamente por el Gran Camino del Sur encima de Sayzorask, veinte carros cargados con material de contrabando del Medio, 200 caballeros Tanu y un número igual de Humanos pertenecientes a los Oros de Élite del Rey, y 500 torques grises que servían como hombres de armas, y carreros, lacayos y personal logístico. Los viajeros sin visión a distancia (y eso incluía a la mayor parte de los oros Humanos, que habían recibido sus torques de forma honoraria del Rey, independientemente de cualquier latencia metapsíquica) veían su visión limitada a poco más de dos metros, apenas un largo de chaliko. Eso no significaba que uno tuviera muchas oportunidades de ver a los compañeros que iban delante, no con la caravana en orden extendido tal como había estado avanzando toda la mañana, con cada pareja de jinetes o carromato con su respectiva escolta avanzando en un húmedo aislamiento. La columna avanzaba en línea regular para minimizar los problemas con el grupo de perros-oso guardianes. Desde que habían partido de Sayzorask los testarudos brutos habían estado actuando inquietos… asustando al ganado metiéndose bajo sus patas, babeando y ladrando y haciendo girar constantemente sus amarillos ojos y resistiéndose a todos los intentos de los coercedores de obligarles a mantenerse en sus correspondientes sitios a los flancos.

—Malos iones en el aire —diagnosticó el torque de oro Yoshimitsu Watanabe—. La niebla hace a los anficiones hipersensitivos a las vibraciones metapsíquicas. Casi yo mismo puedo sentir algo aleteando al borde de mi mente… Tenía un perro allá en Colorado, un akita de cuarenta y cinco kilos que acostumbraba a venir conmigo de acampada a las Rocosas. A veces actuaba así, cuando empezaba a hacer realmente mal tiempo. Se ponía frenético, ¿sabes? Los akitas eran unos perros muy primitivos. Finalmente le hice caso al viejo Inu cuando me dijo que lo soltara en las tierras altas.

—Hey… ¿crees que se está preparando una tormenta, jefe? —Sunny Jim Quigley, conduciendo un entoldado carromato de enormes ruedas con el precioso equipo rastreador a infrarrojos y su unidad de energía y automatismos auxiliares, no era más que una encapuchada silueta. Solamente su voz era clara, amplificada telepáticamente por su torque gris.

—¿Una tormenta? —Yosh se alzó de hombros—. ¿Quién sabe? Mi experiencia con el clima del plioceno es limitada. Tú eres el nativo.

—Los pantanos de París no eran nada comparado cor esto —dijo Jim—. Medio desierto en esas laderas encima del Ródano, jungla al fondo. Pero seguro como el infierno que empezará a hacer frío de pronto. Es posible que la estación de las lluvias esté llegando pronto.

—Eso es precisamente lo que nos hace falta —gruñó Vilkas, que cabalgaba un chaliko a la derecha del carromato—. Como si no tuviéramos bastante conduciendo todo este maldito equipo desde Goriah por todo el país. ¡Cuando lleguemos a Bardelask, los malditos fantasmones serán más numerosos que las cucarachas en un montón de basura! Lo he visto ya antes, y sé de lo que hablo. Los Firvulag planean liquidar primero las ciudades pequeñas. Por eso atacaron Burask… porque querían aislar a Bardelask y echarle luego la culpa a los Aulladores renegados. Una vez hayan caído todas las ciudades pequeñas, avanzarán hacia las grandes más vulnerables como Roniah. ¡Y Su Exaltada Brillantez no puede hacer una maldita cosa al respecto!

—Oh, vamos, Vilkas —objetó Jim—. El Rey nos ha enviado, ¿no? Con ese rastreascopio IR que recogimos en Bardelask, ningún fantasmón podrá acercarse bajo un disfraz ilusorio. Y en los otros carros llevamos las suficientes cosas preparadas para la gente de Lady Armida que harán que los tipos de Famorel no se atrevan a acercarse más acá de los Alpes. ¿No es así, jefe?

—Ésa es la estrategia del Rey Aiken-Lugonn. —Yosh, con el ceño fruncido, hizo avanzar a su chaliko hasta situarlo más cerca del carromato. Su torque de oro era cálido bajo las empapadas placas de piel de mastodonte de su nodowa, la pieza de la garganta de su adornada armadura estilo samurái. Podía «oír» a los miembros Tanu de la columna susurrar ansiosamente entre sí en su particular longitud de onda mental, incomprensible para los oros humanos. ¿Qué estaba ocurriendo?

Vilkas seguía aún quejándose amargamente.

—Si el Rey está tan preocupado por Bardelask, ¿por qué no vuela él mismo toda esta chatarra hasta la ciudad… u ordena que lo haga ese gordo estúpido de Sullivan-Tonn… en vez de enviarnos a nosotros en esa travesía de tres semanas?

—¿De qué serviría el rastreascopio sin Yoshi-sama para montarlo? —preguntó razonablemente Sunny Jim—. ¿Y las armas sin Lord Anket y Lord Raimo y los élites que conocen cómo usarlas? ¡Uf!

¡Cuidado Yoshi!, llegó el grito mental de Anket. ¡Los perros-oso se han vuelto locos! Quizá dientes de sable… quizá Enemigo… quizá Tanasabequé…

—¡Atención todo el mundo! —gritó el samurái a sus compañeros, y en el mismo momento Vilkas lanzó una feroz maldición mientras su chaliko reculaba. Algo grande y negro saltó del puré de guisantes. Un solitario anfición hizo una finta para esquivar las garras del chaliko de Vilkas y desapareció bajo el fondo del carromato de altas ruedas. Otro par, resoplando y arrastrándose, se acercó al carromato por el lado de Yosh, con la intención de utilizar el mismo refugio. Se produjo una cacofonía de aullidos y bufidos. Los cuatro jiráfidos que tiraban del carromato corcovearon y chillaron. Bajo el bamboleante vehículo, los perros-oso, con sus casi doscientos kilos de peso, saltaron y fintaron y chocaron contra las enormes ruedas.

—¡Cuidado! —chilló Jim, tirando de las riendas—. ¡Vamos a volcar!

Vilkas aguijoneó inútilmente los peludos cuerpos negros con la parte roma de su larga lanza. Sus maldiciones se perdieron en el tumulto. Jim se agarró para no caer mientras el carromato se bamboleaba como un bote salvavidas en medio de un mar embravecido y el valioso cargamento chocaba contra los paneles laterales.

Dos coercedores Tanu y un oro Humano operativo, con sus armaduras de cristal resplandeciendo en un tono azulado en la girante niebla, avanzaron galopando a lomos de sus chalikos. Pero sus esfuerzos mentales eran inútiles contra el frenesí de los perros-oso.

¡Atrás!, ordenó mentalmente Yosh. Desenfundó su Husqvarna y accionó el control a la mayor amplitud de campo. El aturdidor siseó, barriendo el suelo con su haz. Hubo estrangulados ladridos y gemidos. Una enorme forma saltó en un paroxismo final, destrozando la rueda delantera derecha del carromato.

De pronto, todo quedó muy tranquilo.

Una forma alta, luminosamente violeta, con los arreos de su montura resplandeciendo con la misma luz fantasmal, se materializó surgiendo de la informe opacidad. Era Ochal el Arpista, nieto del gobernador de Bardelask y líder de la columna de socorro.

Silenció los intentos de Yosh de explicar lo ocurrido y las disculpas de los caballeros coercedores.

—He hallado la fuente de la locura… y de la sensación de intranquilidad que ha estado atormentándonos toda la mañana. —Señaló hacia el este—. Ahí, en la orilla opuesta del Ródano. ¡Vedlo!

Su poderosa telepatía proyectó una visión. Para los más telepáticamente miopes de la caravana, fue como si la misteriosa niebla se hubiera convertido de pronto en transparente, y el bosque de las tierras bajas más allá del río también.

Surgiendo de uno de los escarpados valles tributarios que formaban corredores al interior de los Alpes avanzaba un ejército, arrogante en su fuerza. Caminaba con rapidez por la fantasmalmente entrevista jungla sin arrojar sombras, sus rangos oscuros e innumerables como una horda de hormigas predadoras, inidentificables hasta que el ojo mental de Ochal los amplió y mostró que eran Firvulag. Se hallaban a unos cuatro kilómetros de distancia, sin generar ningún camuflaje ilusorio como era su costumbre, quizá confiando en que la niebla los ocultaría… o tal vez sin preocuparse de si eran detectados o no. Avanzaban, gigantes y enanos y de tamaño medio, guerreros vestidos con trajes de batalla de obsidiana, llevando sus armas tradicionales y enarbolando estandartes de los que colgaban festones de dorados cráneos. Mientras avanzaban entonaban un canto de guerra con notas que iban más allá del umbral de audibilidad de Tanu o Humanos.

Pero los perros-oso oían.

El sendero que seguía el ejército Firvulag conducía directamente a las tierras bajas del Ródano, intersectando el estrecho camino de la orilla este a Bardelask, a menos de medio día de macha corriente arriba.

Eran al menos 8.000 guerreros.

—Son las huestes principales de Mimee de Famorel —dijo Ochal, dejando que la terrible imagen se desvaneciera—. Ahora las incursiones y la pretensión de que los ultrajes cometidos contra la ciudad de mi abuela son responsabilidad de los Aulladores han terminado. ¡La Pequeña Gente ha violado abiertamente el Armisticio! Indudablemente la muerte de Nodonn el Maestro de Batalla ha servido para envalentonarlos.

—Ésta es la ofensiva de apertura de ese conflicto que algunos de nosotros temían que fuera inevitable —dijo uno de los coercedores Tanu—. ¡No puedo pronunciar su nombre! Pero todos conocemos la predicción de Celadeyr. ¡Tana se apiade de nosotros!

—He hablado ya telepáticamente con Lady Armida —dijo Ochal—. Mi gente, aunque desesperadamente inferior en número, defenderá la ciudad hasta el fin.

—¡Uf! —jadeó Jim—. ¡Nunca vi a tantos fantasmones juntos en mi vida!

—Comparados con el ejército que atacó Burask, son apenas un puñado —gruñó Vilkas—. Pero son suficientes. Bardelask está condenada… ¡y con ella la maldita mejor destilería de todo el plioceno! No vamos a poder beber más que asquerosos zumos.

Yosh permanecía derrumbado en su silla.

—Bien, Ochal… nuestro sistema de ojo infrarrojo y nuestra carga de armas del Medio no le valen ya a Ciudad Bardy lo que un pedo de ratón.

El líder telépata asintió lúgubremente. Se dirigió a toda la columna en modo de mando:

¡Compañeros! No hay forma de que podamos alcanzar mi ciudad natal antes de que lo hagan los Firvulag. Seguramente caerán sobre nosotros mientras intentamos cruzar el Rhin hacia los muelles de Bardelask. He me puesto en contacto con el Rey, suplicándole que nos permita morir con mi Exaltada Abuela. Pero por razones estratégicas, lo ha prohibido explícitamente…

—¡Dios salve a Aiken Drum! —murmuró Vilkas.

… así que debemos reagruparnos y regresar inmediatamente a Sayzorask. Nuestro Rey me ha dicho que el equipo futurista que transportamos debe ser salvaguardado a toda costa del Enemigo. Aguardaremos en Sayzorask sus órdenes…

—Y con nuestra suerte —murmuró burlonamente en voz baja Vilkas— acabaremos marchando contra la propia Famorel.

Ignorándole, Ochal se dirigió a Yosh.

—Haz que este carromato sea reparado con la mayor rapidez posible, mientras yo inspecciono el resto de la columna. Hay pocas posibilidades de que el Enemigo cruce el río a nuestro encuentro, pero no debemos presentar un blanco demasiado tentador que les seduzca a hacerlo. Indudablemente saben que estamos aquí… y puede que sospechen lo que transportamos.

Yosh hizo el saludo Tanu. Ochal el Arpista hizo mentalmente una seña a los caballeros coercedores que aguardaban, y la resplandeciente forma púrpura y las tres azules se desvanecieron en la niebla. Su partida reveló lo muy oscuro que se había hecho. Hacía menos de una hora que se había puesto el sol, y las emanaciones nocivas parecían más densas que nunca.

Yosh devolvió el aturdidor a su funda.

—Bien, empecemos con esto. Desempaqueta una linterna, Vilkas, y estudiaremos los daños.

Mientras el lituano obedecía, Jim desmontó cuidadosamente y calmó a los cuatro helladotheria del tiro. Patearon y agitaron sus empenachadas orejas. Cuando la linterna accionada por energía solar se encendió, Jim se acuclilló e inspeccionó la rueda rota.

—Es una lástima que no podamos hacer que nuestras armaduras reluzcan con el poder de nuestras mentes, como Lord Ochal y los otros operantes. Sería muy útil en situaciones como ésta.

—No resplandeces a menos que tú mismo pongas la energía —dijo Vilkas—. Los microbios psicoactivos encajados en las laminaciones de la armadura de cristal no se iluminan con gruñidos como los tuyos y los míos. —Hizo una pausa, luego añadió sarcásticamente—: O los de los oros como Lord Yoshimitsu, que no son genuinos latentes.

—Pero que pese a todo se han ganado sus privilegios —dijo Yosh.

—¡Si el Rey hubiera mantenido su promesa, todos nosotros los Humanos llevaríamos el oro! —La voz del lituano era amarga.

Jim alzó la vista hacia Vilkas y parpadeó.

—Hey… a mí me gusta mi torque gris. ¡Especialmente en las noches solitarias! —Volviéndose a Yosh, dijo—: Jefe, vamos a necesitar a un PC para levantar ese hijoputa de carro. Un Humano… no algún aristócrata Tanu que vaya a enredarlo todo. Y será mejor que te pongas en telecontacto con el viejo Maggers para que nos traiga una rueda de repuesto.

Yosh asintió.

—Desengancha el tiro. Le pediré a Lord Raimo que nos eche una mano.

Guió a su chaliko hasta unos cuantos metros detrás del carromato, desmontó y le dijo al animal:

—Tranquila, Kiku. Buena chica. —La gran bestia era como una estatua moteada en la vaporosa semioscuridad. Poniéndose de puntillas, Yosh abrió la bolsa de la silla y extrajo la kawa-nawa, una recia cuerda unida a un juego de desagradablemente afilados garfios.

Regresando al carromato, llamó a Vilkas y señaló a los inmóviles perros-oso aún tendidos bajo el inclinado fondo del vehículo.

—Vamos a tener que arrastrar a esas bestias fuera de aquí y terminar con ellas. Uno de esos hellads que está desenganchando Jim puede tirar de sus cuerpos. Pero tendrás que meterte debajo y hacerlo rápido.

Vilkas gruñó. Sus correajes eran nuevos de aquella mañana, y su coraza de cristal verde y sus espinilleras habían sido pulidas recientemente. Dudó por un momento, con una protesta rebelde en la punta de la lengua. Y entonces sintió el débil pulsar de la electricidad en el metal de su garganta.

—Sí, Yoshi-sama.

—Gracias, Vilkas. —Yosh se volvió de espaldas para ayudar con el hellad mientras Vilkas se ponía de rodillas en el ensangrentado suelo y se arrastraba bajo el carromato con el extremo de la cuerda que tenía los garfios. Los aturdidos y lacerados animales estaban hechos una maraña. Uno había vomitado con el shock del rayo aturdidor. Dominando una arcada, Vilkas clavó los afilados garfios en el cuello de la bestia.

—¿Listo? —preguntó Yosh.

—Listo. —Sin la amplificación de su torque, la respuesta del lituano hubiera sido inaudible. Afortunadamente para él, su maestro samurái era incapaz de descifrar los matices más profundos del mensaje telepático.

Vilkas se extrajo de debajo del carro mientras la cuerda se tensaba y el cuerpo del primer anfición empezaba a moverse. Poniéndose en pie, maldijo fuertemente, presa de una intensa revulsión. Barro ensangrentado y excrementos manchaban sus brazos y piernas.

Jim intentó simpatizar con él.

—No te quejes, chico… al menos no estamos luchando a vida o muerte río arriba en Ciudad Bardy. Las cosas podrían ser mucho peores.

—Lo serán. ¡Simplemente espera!

Yosh reapareció de la niebla conduciendo el hellad.

Monku, monku, monku —reprendió, tendiéndole de vuelta los garfios a Vilkas—. Ya basta de quejas. Abajo de nuevo, muchacho. Programaré nuevas delicias en tu torque esta noche para compensarte.

—Gracias, Yoshi-sama. —Los modales de Vilkas eran completamente educados. Volvió a meterse bajo el carromato, aferró con fuerza la kawa-nawa, y clavó profundamente las afiladas puntas en la garganta del siguiente perro-oso.