La discreción es una virtud que admiro profundamente. Me irritan las personas parlanchinas que hablan sin ton ni son y que encuentran siempre motivos aparentes para decir, opinar, señalar y juzgar. La discreción no es una virtud fácil de hallar entre la gente. Y mucho menos frecuente, me atrevo a considerar, es encontrarla entre las mujeres.
Es por eso que me maravilla la discreción de mi mujer. No es su única virtud, nada de eso. Pero creo que es la que más me enamora en ella. Mi mujer es una persona sumamente discreta. Nunca una palabra de más. Nunca un juicio superfluo y apresurado. Nunca un comentario inútil. Apenas las palabras justas, los términos adecuados. Me siento inclinado a afirmar que una de las claves de la hermosa relación que tenemos (ya llevamos casados treinta y cinco años) es precisamente ese cuidado que ambos ponemos en evitar desmesuras inconducentes al momento de comunicarnos. Desmesuras que los hombres evitamos creo que casi por naturaleza, pero que en una mujer son lamentablemente muy frecuentes.
Suele bastarnos una mirada, un gesto, un ademán silencioso. Podemos pasar una tarde entera contemplando el jardín desde los ventanales enormes de la sala, enfrascado cada uno en su lectura, o en los pasatiempos que nos divierten en nuestra madurez. Mi mujer adora el tejido. Yo, por mi parte, soy muy afecto a las palabras cruzadas. Tal vez no cambiamos, entre el almuerzo y la cena, más de cincuenta palabras. Pero no nos pesa el silencio. Ni siquiera ahora que nuestros hijos han abandonado el hogar natal para casarse y han vaciado de sus voces nuestra casa.
Es cierto que, en ocasiones, mi mujer parece más profundamente silenciosa. Como si esa discreción que yo tanto admiro fuese llevada hasta el límite. No se vuelve descortés, en absoluto. Continúa sus tareas como siempre. Y me prodiga las minúsculas y permanentes atenciones cotidianas con el mismo empeño de todos los días. Pero se la ve…, no sé como expresarlo correctamente… distante, abstraída. Ella de seguro percibe que me preocupo. Y si me detengo un largo instante a contemplarla, ella vuelve hacia mí sus ojos; y su mirada, que un momento antes parecía clavada en el vacío, se llena de ternura y simpatía y me sonríe con toda la cara.
Por eso no es algo que deba preocuparnos seriamente. Además, no es algo que pase siempre. Nada de eso. Mi mujer se pone así siempre que se acercan las navidades. Nunca en marzo. Jamás en septiembre. A mediados de diciembre, cuando los jazmines enormes que plantamos en el jardín apenas compramos la casa, antes de casarnos, se atiborran de flores blancas y olorosas, ella se interna en ese pasadizo silencioso. Y así permanece hasta que cerramos la casa y nos vamos de vacaciones a Pinamar, a principios de enero. Una vez allí, vuelve a ser ella. Será el cambio de aire, o las tareas propias de nuestra mudanza veraniega, pero para el día de Reyes no quedan en su ánimo rastros de su anterior pesadumbre. Nuestros hijos advierten que su madre pasa por momentos sombríos para las navidades. Y se esfuerzan por no faltar jamás en la cena de Nochebuena ni en el almuerzo de Año Nuevo. Pero nunca han pretendido, que yo sepa, conversar con nosotros del asunto. Ellos también son muy discretos.
Cuando nos conocimos con mi mujer, en 1964, no sólo éramos más jóvenes. También es cierto que éramos más habladores. Supongo que es natural, un rasgo de juventud. Nos conocimos de un modo absolutamente fortuito. Aunque a veces, cuando repaso nuestra vida en común, me siento tentado de suponer que estaba escrito en nuestro destino el encontrarnos, tan a la perfección encajamos uno con el otro. Yo estaba trabajando en una compañía de seguros. Ella acababa de empezar el profesorado de Geografía. Ambos vivíamos en Castelar, en la provincia de Buenos Aires, sin conocernos. Y ambos comenzamos a utilizar, desde febrero de ese año, el tren local de las 7.25 hasta Plaza Miserere, en el Centro.
Para quien no conoce de viajes en tren hacia la Capital el asunto puede parecer intrascendente. Pero no lo es en absoluto. Ya entonces, subir en Castelar a los trenes que venían desde Moreno hacia la Capital era difícil. Jamás se encontraban asientos libres. Y en las horas más congestionadas, podía hasta resultar difícil subir al tren, tal el amontonamiento de personas que solían traer desde las primeras estaciones de la línea. Gracias a Dios, cada cierto tiempo sale un tren vacío desde la estación Castelar hacia el Centro. Aquí los denominamos “locales”. Por eso dije antes que con mi mujer empezamos a coincidir, fortuitamente, en el local de las 7.25. Es habitual que uno tome el tren haciendo fila siempre en el mismo sitio, eligiendo, por ejemplo, un vagón de fumadores o de no fumadores, o una puerta que lo deja en buen sitio para salir rápidamente, en la estación de destino, hacia las paradas de los colectivos. Pues bueno, con mi mujer coincidimos en la segunda puerta del cuarto vagón. Todos los días, de lunes a viernes, desde febrero de 1964.
Fijé mi atención en ella creo que desde el primer día. Pero como soy profundamente tímido no me atreví a hablarle. Es cierto también que eran otros tiempos. Por suerte, no éramos los únicos que coincidíamos en el tren de aquel horario y en aquella fila de la segunda puerta del cuarto vagón. Varios rostros se me fueron haciendo familiares con el correr de los días. No me llamó la atención, entonces, que alguna de las personas que formaban parte de ese grupo, allá por marzo, saludara con un tímido “buenos días” al llegar a la fila. Varios, entre los que me incluí, respondieron al saludo. Desde entonces fue común que los recién llegados saludasen al unirse al grupo que esperaba junto a la marca pintada en el andén. Aunque siempre, a la hora de tomar el tren, se veían dos o tres rostros extraños, otra docena de caras terminaban por sernos recíprocamente familiares. Esa confianza creciente me fue muy útil en la intención de entablar trato con la que hoy es mi esposa. Me pareció natural, al pronunciar mi saludo de recién llegado, dirigirle una sonrisa cada día. Maravillado, advertí que ella respondía mirándome, y devolviendo la sonrisa.
Como suele ocurrir en los grupos humanos, nos fuimos reuniendo en grupos más pequeños, de acuerdo con ciertas afinidades más o menos evidentes. Recuerdo a dos señores algo mayores, cuyos nombres ignoraba, que solían trenzarse en discusiones políticas de una serena belicosidad. Dos colegialas que viajaban hasta Haedo compartían chismes y risas como amigas inseparables. Tres mujeres que rondarían, supongo, los treinta y cinco o cuarenta años intercambiaban revistas y modelos de costura. Una vez que el tren llegaba a la estación y abría las puertas, era habitual que cada grupito hiciese lo posible por conseguir asientos contiguos, o por lo menos próximos. Más de una vez me detuve, divertido, a recorrer con la mirada de punta a punta el vagón, una vez que el tren abandonaba Castelar. Parecía un contingente turístico, de tan animadas que eran las conversaciones en cada uno de los corrillos. También era simpático ver los rostros levemente extrañados de los que subían en las estaciones sucesivas. Habituados al masivo anonimato de los transportes urbanos, les llamaba la atención que quienes iban sentados se trenzasen en esas conversaciones que parecían propias de viejos conocidos.
Yo, por supuesto, hice lo posible por acercarme cuanto pude a aquella joven que me había impactado desde el comienzo. Por desgracia, pronto advertí que no era el único que se había propuesto ese objetivo. Otros dos muchachos como yo hicieron el mismo movimiento estratégico. De ellos sí supe los nombres. Ramírez era un mozo bajo y fuerte, que vestía unos trajes de pésimo gusto, y trabajaba en el Correo Central. Era una de esas personas afables y simples que sin embargo saben escapar de la vulgaridad. Si yo tenía entonces veinte años, él contaba a lo sumo con veintidós. El otro, Ugarmendi, tendría un par de años más. De modales finos y voz radial, tenía todo el encanto que yo suponía debían tener los galanes de cine fuera de la pantalla. Trabajaba en un estudio jurídico y estaba por terminar la carrera de Derecho. Cada cual en su estilo, eran dos muchachos muy amables. En las raras ocasiones en las que yo lograba despojarlos del rótulo de competidores, era capaz de reconocer que Ramírez era uno de los tipos más graciosos que conocía. Su buen humor era contagioso. Y el hecho de que de vez en cuando hiciese comentarios sobre una novia que tenía en el barrio volvía menos peligrosa su presencia. También Ugarmendi era un muchacho agradable. Pero en general yo me negaba a repasar la nómina de sus virtudes por miedo a sentirme definitiva e irredimiblemente derrotado ante semejante rival. Ya dije que su porte y su voz lo ponían a la altura de los actores cinematográficos. Tenía una conversación animada a través de la que se entreveía una educación esmerada. Jamás le faltaba una anécdota interesante, y nunca carecía de gracia para referirla. El sí que era un rival peligrosísimo.
Debo reconocer, sin embargo, que su presencia me permitió acercarme definitivamente a Elena. Sin ellos tal vez me hubiese llevado el año entero intentar una palabra más personal con ella. Pero en grupo es diferente. Bastaron un par de comentarios cruzados entre nosotros los varones. No recuerdo… cualquier cosa, una broma sobre fútbol o una queja con respecto al clima, lo mismo da. Y las sonrisas cálidas de Elena nos dieron el visto bueno para aproximarnos. Sin palabras, quedó entendido que formábamos un cuarteto dentro de los pasajeros de la segunda puerta del cuarto vagón del local de las 7.25, y de ahí en más nos comportamos en consecuencia. Pasó a ser normal que el primero de los cuatro en llegar a la fila guardase sitio para los siguientes. A medida que llegaban los restantes, los otros conocidos de la cola les hacían un lugar junto al primero de nosotros, como reconociendo el lazo que nos unía. Apenas abría el tren sus puertas, nos abalanzábamos con moderación sobre un asiento doble al que transformábamos rápidamente en cuádruple volteando uno de los respaldos (cualquiera que haya viajado en esos trenes entiende el mecanismo al que me refiero). Algunos días, ya entonces, los trenes salían atrasados. Entonces la estación se atiborraba de gente, y a nuestro alrededor se multiplicaban los rostros extraños. Ugarmendi, Ramírez y yo nos distribuíamos dejando cierto espacio entre nosotros, subíamos velozmente al tren, y aquel afortunado que lograba un asiento lo cedía de inmediato a Elena. Los varones nos poníamos de pie junto a ella, y renovábamos la charla hasta la estación de Miserere. En una ocasión en la que logré capturar un asiento para cedérselo luego, tuve el enorme privilegio de que me permitiera sentarme en el apoyabrazos. Me sentí un elegido y creo que de la emoción estuve dos noches sin dormir. Lástima que un mes después Ugarmendi recibió el mismo premio y su imagen de galán irresistible sentado tan cerca de Elena me sumió en un dolor que me costó semanas superar.
Porque no era fácil. A medida que transcurría el tiempo yo sentía que mi fascinación por Elena crecía de manera irresistible. Pero no me atrevía a tomar una acción definitiva que delatara mis intenciones. Aún conservo los poemas abrasados que le escribía al volver a mi casa, y que guardaba bajo siete llaves en el último cajón de mi escritorio. Mi alma exaltada aguardaba con desesperación esos cincuenta y cinco minutos que sumaban la espera y el viaje. Mil veces sentí la tentación de saltar los molinetes del subte en el que ella se me perdía cada mañana a las 8.10 en Plaza Miserere y rendirme en un abrazo eterno. Pero siempre me contuve. Allí estaban Ramírez y Ugarmendi para subir conmigo las escaleras y despedirnos en la esquina de Pueyrredón y Bartolomé Mitre. El resto del día era una tortura. Trabajaba como un autómata, porque mi mente aterida estaba dedicada al conteo minucioso de cada uno de los gestos, las palabras, y las actitudes de las que había sido protagonista o testigo. Cada sonrisa de Elena para conmigo iba al saldo favorable del día. También iban a parar allí mis comentarios ocurrentes, o las mínimas coincidencias que ella dejara entrever entre nosotros. En cambio, las miradas que yo sorprendía entre ella y Ugarmendi, o las preguntas de Elena interesándose por la vida y las cosas de Ramírez, abarrotaban un pasivo que se me clavaba en las entrañas. Mi amor desesperado me otorgaba tal nivel de concentración que yo era capaz de reproducir cada comentario, cada respuesta y cada ademán. Y desde ese amor desesperado tenía tiempo de observar con un cuidado quirúrgico a mis contrincantes y desnudar hasta sus mínimos pensamientos.
Confirmé así que Ramírez no era un rival de cuidado. Su galantería era… ¿cómo decirlo?… impersonal. Yo sabía que si el lugar de Elena hubiese sido ocupado por cualquier otra mujer medianamente joven e interesante, Ramírez habría actuado con la misma simpatía y habría regado el mismo buen humor en nuestro grupo. No tenía empacho en hablar de su novia y de sus planes de casamiento, de modo que sólo era un obstáculo en tanto se llevara consigo miradas y sonrisas que, de no haber estado, Elena hubiese podido prodigarme a mí. Nada grave. Con Ugarmendi el asunto era distinto. Y lo era porque yo había visto en sus ojos la misma urgencia y el mismo ardor que sin duda tenían los míos. Jamás cruzamos, por supuesto, comentario alguno al respecto. Al fin y al cabo apenas nos conocíamos. Hacia junio advertí que, tal como yo hacía, se negaba a faltar a la cita cotidiana. Aunque estuviera enfermo o aunque tuviese un examen en la Facultad. También vi en sus ojos la desolación que lo ganaba las raras ocasiones en las que Elena no asistía. Mil veces lo sorprendí comiéndosela con los ojos mientras ella, con los suyos, seguía risueña alguna de las bromas de Ramírez. Todavía recuerdo la desesperación que me incendió en septiembre, cuando debí ausentarme a Chivilcoy durante tres días por el fallecimiento de un tío. En los tres días no hice otra cosa que imaginarme a Elena esperándome, en la fila del andén, del brazo de aquel galán de folletín. Tan obsesiva se volvió esa imagen que casi me sorprendí al ver, a mi regreso, a todos tan formales y distantes como siempre.
La idea de jugar el billete de lotería fue de Ramírez. Se le ocurrió a fines de noviembre. Lo recuerdo porque ese día corría una brisa tibia en la estación que traía el aroma de la flor de los tilos. Elena preguntó cuánto costaba cada fracción, pero de inmediato Ugarmendi dijo con su voz radioteatral que jugar en serio era comprar un billete entero.
Ramírez silbó diciendo que, para el Gordo de Navidad, eso era mucha plata. Yo, como no podía quedar como un tacaño, le di la razón a mi rival, aunque con mi sueldo sabía que iba a tener que recurrir al auxilio financiero de mi padre para satisfacer mi parte. Finalmente Ramírez transigió; con la cuarta parte de un entero podría comprar todo lo necesario para casarse de una vez por todas. Aún nos faltaba la respuesta de Elena. Nos miró detenidamente a los tres. Por fin dijo que sí, pero que sólo participaría de la empresa si me dejaban a mí elegir el billete. Ramírez rió divertido. Y yo sentí que tocaba el cielo con las manos. Ugarmendi, después de su bravuconada inicial, no podía echarse atrás, aunque le doliese en el alma la predilección de Elena. Lo único que arruinó ese día glorioso fue que a la altura de Villa Luro Elena le prometió a Ugarmendi hornearle un pan dulce con sus propias manos, porque el otro se había pasado todo el viaje haciéndose el chistoso con que estaba ofendido por no habérsele encomendado la selección del billete. Yo me pasé el resto de la semana tratando de decidir qué era más importante para Elena, si la selección del billete o el obsequio del pan dulce. En los momentos de optimismo, me alegraba pensando que Elena advertía mi seriedad y mi responsabilidad, y se sentía segura encomendándome la tarea. En otros momentos mucho más sombríos, en cambio, advertía que era mucho menos romántico e íntimo ese encargo que la promesa de un regalo tan personal como el que iba a recibir Ugarmendi.
En aquella época el sorteo del Gordo de Navidad de Lotería Nacional era todo un acontecimiento. No era para menos, porque repartía una millonada de pesos. Compré el billete el diecisiete de diciembre, cinco días antes del sorteo. Al día siguiente correspondía que lo exhibiese a mis compañeros. Al llegar a la fila tuve una extraña inspiración. Haciendo gala de una desenvoltura extraña en mí, me aproximé mucho a Elena y le puse el billete delante de los ojos para que viera el número. De inmediato lo guardé con un ademán de prestidigitador y una amplia sonrisa en los labios. A los dos varones les dije que sólo las damas hermosas daban suerte en esos asuntos, y que ellos iban a tener que esperar al día siguiente al del sorteo para conocer el resultado. Como Elena festejó alegre mi piropo y mi ocurrencia, los otros no tuvieron más remedio que aceptar el asunto con una sonrisa. Yo me sentí en las nubes todo el viaje. Recuerdo que hacíamos chistes sobre la combinación de los números. Como ni ella ni yo entendíamos nada de quinielas y loterías, hablábamos como si la niña bonita fuese el 45 y el borracho fuera el 61. En esa complicidad ingenua yo sentía que Elena empezaba a ser definitivamente mía. Y me sentía feliz viendo cómo Ugarmendi se mordía los labios.
Pero el día del sorteo fue, por la mañana, trágicamente triste. Elena llevó el pan dulce que había horneado. Apenas nos sentamos en el asiento de cuatro hizo que Ugarmendi se ubicase a su lado. Le alcanzó una servilleta para que le sirviese de mantel y se dedicó a agasajarlo desde Castelar hasta Caballito. Ramírez y yo recibimos nuestras porciones. Pero Elena no nos dio ninguna servilleta para usar como mantelito, ni nos hizo beber Pomelo Neuss en un vasito plástico, ni nos limpió una miga de la comisura de los labios como hizo con el infeliz de Ugarmendi que mientras tanto la devoraba con su mirada de hambriento. Cuando me separé de ellos en Bartolomé Mitre y Pueyrredón sentía una tristeza tan honda que pensé que el corazón iba a dejarme de latir de puro desgano. Mi jefe me sorprendió llorando en el baño, y tuve que inventar algo sobre una enfermedad familiar para que me dejara tranquilo. Era tan sombrío mi ánimo que ni siquiera me interesé en el sorteo de la lotería de esa tarde. Volví a mi casa con la cara pegada a la ventanilla para que los demás pasajeros no advirtieran mis lágrimas.
Al día siguiente me sorprendí al llegar a la estación pues era un hervidero de gente. Un problema con las señales no recuerdo por dónde hacía que los trenes pasaran cada treinta minutos. En medio de ese caos, nadie se preocupaba por guardar prudentemente su lugar en la fila para un tren local que difícilmente fuese a salir ese día. Divisé en la distancia a Ramírez, que miraba frenético el reloj cada cinco segundos. Evidentemente lo desesperaba la posibilidad de perder el premio por puntualidad. A su lado esperaba Ugarmendi. Su elegancia le impedía llevar adelante gestos de contrariedad tan ampulosos, pero se advertía su fastidio. Al pasar por el puesto de diarios me detuve, como siempre, para echar un vistazo a los titulares de primera plana. Cuando vi el titular de Crónica y La Razón tuve una sensación de extrañamiento, como si las cosas fueran demasiado fantásticas como para estar ocurriendo.
Yo soy un hombre de decisiones cuidadosas y reflexivas. Jamás me apresuro en las cosas importantes. Pero ese día, por primera y única vez, hice todo lo contrarío. No se trató de una decisión premeditada. Fue como si cada paso me condujera ineluctablemente al siguiente. Me aproximé al lugar en el que esperaban Ramírez y mi enemigo. Cuando me faltaban dos metros para alcanzarlos, sentí a un lado la voz inconfundible de Elena que venía dando saltitos y alzando la mano derecha para que los demás la ubicásemos.
El andén era un mar de gentes impacientes. Entonces escuché el sonido inconfundible del tren desplazándose sobre los rieles, y vi el frente del primer vagón entrando a la estación. También era fantasioso que en medio de semejante pandemónium el local de 7.25 saliese puntualmente, pero al parecer así serían las cosas. Me volví a mirar a Elena. Aunque le faltaban cuatro metros escasos para nuestro habitual lugar de encuentro, le obstaculizaban el paso no menos de treinta personas. Creo que fue entonces cuando terminé de decidirme. Llegué a las espaldas de mis conocidos cuando al primer vagón le faltaban cinco metros para pasar por ese sitio. Ya se formaba la marea humana habitual en estos casos, de gente que se adelanta y se atrasa y se mueve hacia los lados intentando calcular en qué sitio exacto habrá por fin de abrirse la puerta. Ugarmendi acababa de decir que seguro era el local, porque el motorman era el de siempre.
No lo empujé a él, sino a Ramírez, que estaba unos centímetros detrás, y con la idea de que el cuerpo macizo de éste se encargara de precipitar al otro al vacío. Ya dije más arriba que esos minutos yo los vivía como parte de una extraña fantasía. Todavía hoy me pregunto cómo hice para desplazar el cuerpo de Ramírez de semejante manera. No fue mi intención. En absoluto. Yo me conformaba con que mi empujón hiciera que el otro tirara a mi enemigo del andén. Pero fue tal la fuerza de mi empellón que Ramírez se desplomó hacia delante, se aferró como pudo del saco de Ugarmendi, y se precipitó con él hacia los rieles. Dos mujeres que esperaban a un lado lanzaron un chillido horrorizado. Se escuchó con claridad el freno de emergencia del tren, pero como venía con cierta velocidad demoró otros diez metros en detenerse. En el tumulto, nadie reparó en mí, ni siquiera cuando a los codazos me abrí paso en sentido inverso a la marea de curiosos que se agolpaban para saciar su sed de truculencia espiando por la hendija que siempre queda entre el tren y los andenes. Cuando me libré por fin me topé con Elena a dos pasos de distancia. No había gritado, pero me miraba con los ojos enormemente abiertos. Creo que mi voz estaba dotada de una extraña autoridad cuando le aferré el brazo y le dije: “Vos te casás conmigo”.
El premio del Gordo de Navidad era verdaderamente una montaña de plata, como había dicho Ramírez. Tanto que compramos antes de casarnos esta casa hermosa en la que plantamos de inmediato los jazmines y cuyo jardín contemplamos cada tarde mientras emprendemos nuestros pasatiempos favoritos. Además, nos sobró la plata suficiente como para que yo abandonara la mugrosa compañía de seguros en la que estaba metido. Elena terminó el profesorado, pero no llegó a ejercer la docencia.
Nunca más volvimos a hablar con mi mujer de ese día. Su discreción, esa virtud fabulosa que le elogié al empezar estas líneas, nos ha permitido vivir una vida venturosa, llena de momentos felices.
Supongo que por eso no me preocupa tanto, aunque a veces me ponga un poco incómodo, ese silencio profundo que la gana cuando se acercan las navidades.