Mi abuelo sabía mucho de fútbol

Nunca conocí un tipo que supiera, de fútbol, lo que sabía mi abuelo. En realidad era un tipo ducho en unas cuantas cosas, como suele ocurrir con la gente del campo. Pero si no lo conocías capaz que ni te dabas cuenta. Si no eras de su confianza difícilmente te soltase más de dos palabras. Conmigo era distinto. Cuando me dejaban acompañarlo a trabajar en el club para mí era una fiesta. Y eso que el abuelo no me ahorraba trabajo, no te creas. Me ponía de ayudante y me hacía transpirar la gota gorda. Pero laburaba con una serenidad y un placer que se te contagiaba. Y de vez en cuando te lanzaba una frase o dos de esas capaces de dejarte pensando en algo nuevo que no sabías.

Al llegar de Entre Ríos se había enganchado en una fábrica, pero no había tolerado el tumulto de las máquinas ni el amontonamiento de gente. Mejores migas hizo con las plantas cuando empezó a trabajar como ayudante de jardinero. Supongo que debe haberse sentido en la gloria cuando largó eso y llegó al Club. Tenía que cuidar dos canchas auxiliares y la del estadio. Y en una época en la que no abundaban ni la plata ni los inventos raros para hacer crecer el pasto. Pero mi abuelo se las ingeniaba siempre para salir adelante y tener las canchas verdes.

Los recuerdos más antiguos que tengo de él son de cuando me llevaba al Club de mañanita. Sacaba del cobertizo la carretilla con la tierra y la herramienta. Se ponía un overol gris con parches en las rodillas, recuerdo de sus breves tiempos de metalúrgico. Un sombrero de paja y unos guantes gruesos. Y así salía para las canchas. A veces decía que lo lindo de mirar las canchas hacia el Este, con el descampado detrás, era que parecía puro campo. No le importaba entonces que a sus espaldas estuviese la mole gris del Estadio. En los ojos se le veía que disfrutaba como loco.

Pero no sólo por eso disfrutaba enormemente su trabajo de canchero. El fútbol siempre lo había apasionado. Un capataz de la estancia le había enseñado a leer con unas hojas sueltas de El Gráfico, desde las que sonreían para siempre los que fueron sus ídolos. Jugó en alguna liga regional hasta que lo mandaron a Buenos Aires a probar suerte. Por eso el trabajo en el Club le vino como anillo al dedo. Su apego al trabajo y el arte extraño de mantener el césped con vida pese a las hordas de salvajes que lo asolaban cotidianamente, le ganó el respeto de cuantos por allí pasaron. Si yo voy al Club, hoy día, y me declaro nieto del abuelo Prudencio nadie se dará por enterado. Pero muy distinto será el asunto si digo que soy el nieto más chico del canchero Benítez, porque lo conocían hasta los tablones.

Lo más lindo de acompañarlo era cuando, a la tardecita, guardábamos la herramienta y poníamos los regadores. Ahí nos sobraba tiempo. Entonces el abuelo sacaba del galponcito dos sillas de mimbre y las llevábamos hasta cualquier cancha auxiliar donde hubiese entrenamiento. En esas ocasiones descubrí lo que sabía mi abuelo sobre fútbol. En silencio estudiaba a los tipos hasta en sus mínimos movimientos. Les conocía las mañas, los vicios, las debilidades. Era capaz de decirte si un tipo estaba fresco o cansado de solo escucharle la respiración cuando le pasaba cerca. Te podía pronosticar cuántas veces se iba a tirar el arquero a la derecha o a la izquierda cuando se ponían a practicar penales. No le costaba nada predecir si el win iba a encarar por la línea o a cortar por adentro, según se parara sobre esta pierna o sobre aquella. Era un entendido, mi abuelo. Tan certero y meticuloso era en sus observaciones, que podía identificar en qué pedacitos de la cancha se apoyaba cada jugador con más frecuencia, como si las huellas quedaran allí sembradas para que sólo él las descifrara.

Me acuerdo de que a veces yo me ponía celoso en esa hora de las sillas y el mate al costado de la cancha. Porque cada dos por tres se venían enjambres de pibes de las inferiores a preguntarle cosas, a pedirle opiniones o consejos. Mi abuelo lo tomaba con naturalidad, pero sin soberbia. Jamás lo vi criticar a un técnico delante de los pibes. Jamás lo vi quejarse de la decisión de un directivo. El abuelo los escuchaba, les convidaba un mate, y si podía, con mucho tacto y paciencia, les marcaba alguna cosita del juego. A uno le señalaba que no fuera tan morfón, a otro que largara un poco con la noviecita porque se quedaba sin piernas, a otro que hiciera la pausa antes del desborde para dar tiempo a que llegaran compañeros al área. Esas cosas.

La mayoría de los pibes lo adoraban. Y no sólo los pibes. Yo podría contar por decenas los tipos de Primera, los profesionales, jugadores consagrados, que con la excusa de acercarse a saludarlo a don Benítez se las ingeniaban para que les tirara una punta. Yo me acuerdo que me quedaba maravillado de ver a esos semidioses sentados codo a codo con mi abuelo como si fueran pares. De adulto entendí que para muchos de ellos debe haber sido una bendición contar con un tipo que jamás se había engrupido, que los quería bien, y que cuando les marcaba algo lo hacía con el único objeto de ayudarlos. En ese ambiente en el que se movían los jugadores famosos, supongo que mi abuelo significaba para ellos algo muy parecido a lo que significaba para mí: un hombre sencillo dispuesto a regar ciertas ideas profundas en medio de sus mares de silencio. Y jamás les aceptaba nada. No faltaron los jugadores que quisieron arrimarle algunos mangos después de un año exitoso. Pero mi abuelo los rechazó siempre, gentilmente pero con firmeza. Creo que hacía bien, porque les demostraba que los quería y los ayudaba por el gusto de hacerlo, sin esperar nada. Lo único que aceptaba, de vez en cuando, era algún regalo para sus nietos. Nada deslumbrante, en general. Pero como éramos su debilidad, y su sueldo no era una cosa precisamente monumental, permitía que le arrimaran un par de patines, unos botines, una pelota, una casa de muñecas, cosas así. El mejor regalo que me tocó a mí fue una bicicleta que le obsequió Aguirre, el centro half, cuando terminé la primaria.

No he conocido en mi vida a muchos tipos felices. Digo profunda, cabalmente felices. Pero creo que mi abuelo fue uno de esos escogidos. Los partidos de Primera tampoco se los perdía. Ponía una de sus sillas en un rincón, detrás de los carteles, y veía el encuentro con los brazos cruzados sobre el pecho. No se apasionaba, en absoluto. Y eso que su suerte, en las ocasiones en las que estuvimos cerca del descenso, pudo haberse ido al demonio. Pero el abuelo no pensaba en eso. Disfrutaba el juego como disfrutaba ver el pasto verde y bien cortados los ligustros cercanos al túnel. Con mi viejo y mis hermanos lo veíamos desde la tribuna. Todavía guardo su imagen así, repantigado en la silla de mimbre, con el overol gris y el sombrero de paja bien calzado, saludándonos con la mano a la distancia, ajeno a la locura circundante de hinchadas, policías, perros y reporteros gráficos.

Cuando ocurrió lo de Galarza yo debería tener catorce años. Lo recuerdo porque como ya había entrado a la secundaria, en la semana se me hacía difícil visitarlo al abuelo. Pero los sábados y domingos no faltaba ni por equivocación. Mi abuelo me lo señaló a ese pibe en un partido de las inferiores. Me acuerdo que me dijo: “Miralo bien, Manuel. Al pibe ese que juega de siete. Galarza se llama. Ese va a llegar lejos”. Ya hablé hace un rato del talento de mi abuelo para detectar la esencia de los jugadores. Cuando me dijo eso no pude evitar maravillarme. Seguía los movimientos de ese pibe sintiéndome testigo anticipado de una consagración especialísima. Durante todo ese año los sábados nos dedicamos con mi abuelo a seguir la evolución de Galarza. Era un win típico. Chiquito, ligerísimo, infatigable. Pero, cosa rara, era capaz de llevar la pelota cortita y bien al pie. Era quirúrgicamente preciso a la hora de los pases. Como todos, se acercó más de una vez a matear con el abuelo. Como todos, se llevó un par de ideas para pulir ciertos defectos futboleros. Al año siguiente lo subieron a practicar con la Primera. Como los sábados ya estaban concentrados, yo me quedé sin verlo entrenar. Me enteraba de sus cosas por mi abuelo. Y lo veía los domingos. Debutó casi a principios de la temporada, y antes de la segunda rueda era titular. En la escuela yo me hacía el entendido, remedando las observaciones de mi abuelo sobre sus cualidades y su estilo personal de juego. Como Galarza ya salía en los diarios, tenía mi séquito de compañeros dispuestos a maravillarse con mi tuteo con el proyecto de crack.

La noticia de que venían a verlo de Europa nos sacudió a todos. Era lógico, por otra parte. Y eso que en esa época no era tan común que se fueran siendo pibes. Pero la habilidad de Galarza los había encandilado. Mandaron una comisión de cuatro tipos, tesorero incluido. Se ve que querían liquidar el asunto rapidito. En el club era mayor la euforia por el dinero que iba a ingresar que la desdicha de perderlo. La guita hacía falta, y en esa época no era raro que salieran pibes prodigiosos de la cantera. Supongo que el único que estaba verdaderamente triste era yo. Con ese asunto de seguirlo sábado a sábado, de estudiarle las virtudes y las mañas, yo lo sentía más o menos como si me perteneciera. Como si Galarza fuera un poco mío. Aparte de mi abuelo, ¿quién sabía que cuando le sacaban un lateral siempre dejaba que la pelota picara antes de matarla con la suela derecha? ¿Quién más, aparte de mí, estaba al tanto de que, si Galarza se hamacaba delante del marcador con la pelota quieta, salía cortado hacia adentro del área, y si pisaba la pelota, en cambio, después la tiraba cortita bien pegada a la raya? Nadie. Esas eran cosas que sólo la paciencia de mi abuelo y mi devoción por el ídolo eran capaces de detectar. Si hasta nos habíamos dado cuenta de que, cuando corría bien pegado al lateral, y el marcador lo seguía de cerquita, siempre terminaba la jugada de la misma manera: como era veloz, después de la carrera vertiginosa y de los latigazos secos del botín derecho dejaba un par de segundos de tocar el balón. Eso lo hacía cuando le faltaba poco para la línea de fondo. La pelota, lógicamente, desaceleraba un poco. Él, sin perder velocidad, daba un tranco de bailarín por encima de la bola, y clavaba el pie derecho delante de su trayectoria. Era como si tirara el ancla. Quedaba clavado en el sitio, de espaldas a la línea de cal, y como era livianito, enseguida estaba recompuesto para seguir la jugada. El marcador, lógicamente, terminaba dos metros más allá, tratando de frenar el envión hasta con los dientes. Galarza tenía entonces tiempo de elegir a cuál de sus compañeros enviar alguno de sus centros preciosos. Se me dirá que semejante explicación es propia de un análisis obsesivo. Tal vez sea cierto. Tal vez Galarza y su gloria en ciernes eran mi obsesión adolescente. Pero creo que todos, alguna vez, hemos sucumbido a esas idolatrías.

Lo cierto es que el viernes anterior a aquel partido en el que Galarza seguramente se despediría del público argentino, pedí permiso en mi casa para faltar a la escuela y estar con mi abuelo en el entrenamiento. Me dijeron que sí, y yo me sentí en el paraíso. Me preparé a conciencia para el asunto. Yo tenía una carpeta llena de recortes con fotos y comentarios de los partidos con mi ídolo Galarza. Hasta había incorporado un par de fotos caseras que subrepticiamente había sacado en los entrenamientos de las inferiores. Mi plan consistía en acercarme a Galarza luego del entrenamiento, lapicera en mano, y pedirle que estampara su autógrafo en la cartulina que servía de carátula. Me daba un poco de vergüenza, pero me convencí razonando que por más célebre que se hubiera vuelto en ese año no dejaba por eso de ser un chico cuatro o cinco años más grande que yo, que seguramente también habría tenido ídolos en el club.

Cuando mi abuelo llevó las sillas cerca del lateral de la cancha, y nos sentamos a ver el entrenamiento de la Primera, yo no podía estarme quieto en la silla de la emoción que sentía. Mi abuelo, a quien le conté mis planes apenas nos hubimos ubicado, sonreía. Al rato me señaló a un grupo de periodistas que, desde el otro lateral, esperaban también su oportunidad de entrevistar al niño prodigio. Cuando terminó el entrenamiento yo sentí que el corazón iba a saltárseme por la boca. Lo miré a mi abuelo, que me animó con un gesto de su cabeza. Me incorporé, carpeta en mano, y empecé a cruzar tímidamente el campo de juego. Galarza estaba charlando y riendo con algunos compañeros.

—Perdón, Esteban —me animé a llamarlo así, como le decía cuando venía a charlar con el abuelo en sus días de las inferiores. Estiré la carpeta hacia él, junto con la lapicera. Secretamente, esperaba que no se limitara a firmar. Deseaba que la abriese, y que viera su historia resumida en esos papeles pacientemente recopilados. Hasta había fantaseado con que se quedara sorprendido y que me la pidiera prestada. Yo, por supuesto, iba a regalársela—. Ehhhh… ¿me podrías firmar?

Galarza me miró, como extrañado. Dejó de sonreír, y adoptando un aire fastidiado dijo:

—Salí, pendejo.

Eso solo. Después se dio vuelta, y como ya se le venían encima los periodistas el rostro volvió a iluminársele. Yo me volví hacia mi abuelo, que como estaba lejos no había escuchado el diálogo. Me le acerqué tratando de que no se me escaparan las lágrimas. Lo logré a duras penas, mientras le contaba lo ocurrido. Mi abuelo me escuchó y dejó pasar un minuto antes de responderme. Con suavidad, me dijo que volviese a verlo. Y que le dijera que iba de su parte.

—Decile que sos el nieto de don Benítez. Que te lo firme como una gauchada para mí. Andá, Manuel, animate. Capaz que el pibe está nervioso por los periodistas.

Fui. Las piernas me pesaban. Esperé que se hiciera un claro en el enjambre de personas que lo rodeaban. Cuando sus ojos se posaron en mí avancé unos pasos. No adelanté la carpeta. Repetí más o menos lo que me había dicho mi abuelo. Y ya no lo llamé Esteban, por si lo había ofendido con aquella familiaridad.

—Disculpe, señor Galarza. Soy el nieto de don Benítez. Dice mi abuelo si puede firmarme como un favor para él.

De nuevo perdió la sonrisa. De nuevo me miró como si fuese una cucaracha. Después levantó la cabeza hacia donde estaba el abuelo sentado.

—Pues decile a tu abuelo que me deje de joder con pavadas, y mandate a mudar de acá o te hago sacar por la custodia.

Cuando volví mi abuelo no necesitó que le contara. Mis lágrimas anticiparon el resultado de mi expedición. Igual me pidió, con serenidad, que le relatara lo sucedido. De nuevo cuando terminé se tomó un largo minuto para responder. Pero esta vez se incorporó, apoyó su mano sobre mi hombro y caminó hacia la cancha. Yo dije algo, creo, tratando de disuadirlo. Él me calmó con una sonrisa, y me dijo que no estábamos haciendo nada incorrecto. Conociendo a mi abuelo, conociendo su dignidad y su timidez, imagino que debe haber sido difícil para él recorrer ese trayecto con ese cometido. No hizo que nos acercásemos al amontonamiento de reporteros. Prefirió que nos ubicásemos a un lado del túnel, por donde Galarza debería pasar rumbo a las duchas. Seguramente seguía pensando que el muchacho aquel estaba tenso por la situación en la que se encontraba, porque todos los ojos estaban puestos en él, por la danza de millones que tenía ya delante suyo. Tardaron todavía unos quince minutos los periodistas en dejar en libertad al crack. Se quedaron cerca del círculo central, intercambiando apuntes e impresiones. De manera que Galarza se encaminó solo hacia el túnel y hacia el lugar en el que estábamos. Mi abuelo no se adelantó a su encuentro. Se limitó a seguirlo con la mirada. El otro, en cambio, no esperó a estar cerca para hablar.

—Oíme, viejo, ya le dije al pibe que no me rompan la paciencia. Dedicate a regar el pastito y no me rompas las pelotas.

Después nos pasó por al lado sin siquiera mirarnos. Yo me quería morir. No ya por el desplante que me había hecho a mí. Me dolía lo que acababa de hacerle al abuelo. No podía creer que el ingrato aquel se olvidase de todas las veces que mi abuelo lo había tenido la vela después de los entrenamientos, de todas las veces que le había aconsejado bien, de todas las ocasiones en las que le había hecho una observación oportuna. No me atreví a preguntarle, pero por la cara que tenía mi abuelo estoy seguro de que en cuarenta años en el club nadie lo había tratado de ese modo. Estuvo callado varios minutos, mientras la cancha se ensombrecía con la noche. Después habló entre dientes.

—No le lleves el apunte, Manuel. Es un pendejo agrandado.

Si hubiese necesitado algún dato para confirmar que mi abuelo estaba realmente enojado era ése. Jamás se permitía decir malas palabras delante de los chicos. De manera que si se había atrevido a usar el término “pendejo” en mi presencia tenía que estar verdaderamente furioso. Y eso tiene que ver, creo, con que a mi abuelo sólo eran capaces de sacarlo de quicio dos cosas: una era la ingratitud, y la otra, que le hicieran algún daño a su familia. Y ese malparido acababa de propinarle esos dos golpes sucesivos.

Volvimos hacia donde estaban las sillas de mimbre. Estaban bien pegaditas al lateral, por donde Galarza había entrenado un buen rato ese día, y por donde se florearía para ciertos testigos elegidos el domingo por la tarde. Se veía poco y nada. El estadio en la penumbra tenía un aspecto casi tan sombrío como mi alma. Casi me alegré cuando mi abuelo me dijo que me fuera, porque él tenía cosas que hacer.

El domingo fuimos a la cancha. Por expreso pedido del abuelo no había contado nada de lo ocurrido con Galarza en el entrenamiento del viernes. De manera que ahí estábamos con mis hermanos y mi viejo. El abuelo nos hizo su ademán y su sonrisa cuando nos ubicó en las gradas. Estaba sentado en su silla de siempre, en su lugar de siempre. Cuando salieron los equipos, yo no pude evitar ruborizarme. Pablo me preguntó qué me pasaba, que estaba todo colorado. Le dije que no pasaba nada, pero creo que cuando salió Galarza, y saludó con su sonrisa de estampa y los brazos en alto hacia los cuatro puntos del estadio, yo sentí que de nuevo me decía: “Salí, pendejo, no me jodás”. En medio de mi humillación y de mi bronca, yo le pedí a Dios que lo castigara con algo. Que le hiciera errar los pases, que lo hiciera equivocarse en cada bola. Pero Dios parecía estar en otra cosa. Porque el muy turro estaba inspiradísimo. Encaraba por adentro, por afuera, gambeteaba, tiraba unos centros preciosos. Hasta se daba el lujo de mirar de vez en cuando hacia el palco, haciéndose el distraído, pero relojeando cuidadosamente para ver las caras de los gringos.

A los cuarenta minutos tiró una de sus famosas pelotas largas bien pegadas a la raya. Yo lo conocía como nadie. Yo sabía lo que iba a hacer. Sabía perfectamente, porque lo había visto hacerlo durante un año todos los sábados, que iba a llevar la pelota a un ritmo frenético con latigazos cortos del pie derecho, y que cuando llegara a unos pocos metros de la línea de fondo iba a dejar de tocar el balón sin disminuir la velocidad de la carrera, y que con su vértigo de bailarín con alas iba a saltar sobre la pelota y a clavar su pie derecho de costado delante del balón, como un ancla, y que con dos ademanes de equilibrista iba a recuperar una vertical perfecta de espaldas al lateral, con la pelota mansa en los pies, mientras su marcador intentaría frenar hasta con los dientes agarrados en el pasto, sin poder evitar terminar a los tumbos un buen par de metros más adelante.

Ahí ocurrió lo extraño. Los que estaban cerca del alambrado, de ese lado, después dijeron que el ruido se escuchó hasta donde estaban ellos. Pero yo no sé si creerles. La gente a veces exagera. Lo cierto es que el paso de bailarín de Galarza no terminó en esa quietud artística de siempre. El pie se clavó, es cierto. Pero el cuerpo siguió de largo, lanzado en su inercia. El tobillo derecho del crack soportó la inclinación cada vez más pronunciada de ese cuerpo. En algún momento la articulación crujió, y Galarza se desplomó con una mueca de dolor terrible. Se tomó el tobillo con ambas manos, y se quedó muy quieto, con el rostro hundido en el césped. Cuando entró el médico y pudo revisarlo, sus gestos hacia el banco de suplentes fueron casi histéricos. La camilla estuvo en pocos segundos, y Galarza abandonó la cancha en ella. Un murmullo consternado recorrió las gradas. Recuerdo que mi papá y mis hermanos comentaron que debía ser una lesión fea fea, a juzgar por los ademanes que se veían en el banco y en el palco de autoridades. Tenían razón. Al rato corrió la noticia de que Galarza se había destrozado el tobillo. En aquella época, las lesiones severas llevaban mucho más tiempo de recuperación que ahora. Y eso suponiendo que quedaran bien todos los huesos y esas cosas. Galarza tardó catorce meses en volver a practicar fútbol. Y cuatro años y medio para que se cumpliera su sueño de viajar a jugar a Europa.

Mentiría si dijese que lamenté lo ocurrido. Mi devoción por ese ídolo había muerto en el anochecer de ese viernes desgraciado. La carpeta con recortes la regalé en el colegio. Antes le arranqué las fotos que yo mismo había sacado con mi cámara y las rompí.

Ese domingo, después de que el estadio quedó vacío, y las autoridades del club partieron presurosas y desilusionadas al hospital, y los gringos partieron presurosos y desilusionados a su tierra, yo me colé por los pasillos que llevaban al campo de juego. Encontré a mi abuelo sentado en su silla de mimbre. Estaba más serio y silencioso que de costumbre. Le pregunté si sabía lo que se rumoreaba sobre la lesión de Galarza, y me contestó que sí con la cabeza. Como no tenía la otra silla, me senté nomás sobre el pasto a sus pies. Un buen rato transcurrió antes de que mi abuelo hablase.

—Hay gente jodida, Manuel. No hay nada que hacerle.

Eso fue lo último que me dijo el abuelo sobre el asunto de Galarza. Nunca más hablamos de ello. Eso sí. Después de accionar los regadores se alejó hacia la caja de herramientas, que había dejado atrás de los carteles. Sacó una palita de mango de madera que usaba siempre para acomodar los panes de pasto que volaban durante los partidos. La cargó de tierra negra. Caminó por la línea de fondo hasta el banderín del corner. Después giró hacia el lateral en el que se había lastimado Galarza. Se puso en cuclillas. Estudió cuidadosamente un espacio de unos treinta centímetros de lado que, para cualquier otro mortal, era exactamente igual a todos los otros sectores de césped. Se irguió. Miró, como quien toma precauciones, hacia las tribunas desiertas. Cruzó la línea de cal. Con gesto seguro levantó un pan de pasto. Volvió a mirar a los costados, para asegurarse de no tener testigos. Después giró la palita, dejó caer la tierra negra, y tapó cuidadosamente el pozo que había preparado en la noche del viernes.