9 de diciembre de 1824

Tiene diez hombres a su cargo. Es muy joven, apenas poco más que un muchacho. La severidad de su expresión es incapaz de ocultar esa verdad evidente, aunque se empeñe en mantener el gesto adusto. Ninguno de sus subordinados es tan joven como él. O, por lo menos, ninguno lo aparenta. Para peor los ha oído cuchichear la otra noche, en torno del fuego. Hablaron muy quedo, pero sus voces le llegaron con claridad por encima del crepitar de los leños. Creyéndolo dormido, se han despachado a gusto. Han dicho que todo es en vano, que está todo perdido, que lo mejor será salir corriendo cuando suenen los primeros tiros.

No los ha reprendido. A la mañana siguiente ha ordenado montar para cubrir las dos leguas que restan para reunirse con el grueso del ejército. Y los hombres lo han seguido callados. Trata de pensar en el teniente y en sus consejos: marcialidad, firmeza ante la tropa. Se promete ser fuerte. Se promete eludir los artilugios fáciles de la cobardía. Él es hijo y nieto de militares. Y de no haberse armado semejante batahola, su destino hubiese estado en España para aprender cabalmente su arte.

Pero mientras marcha siente cómo se le van deshojando las razones para estar donde está, rumbo a una batalla probablemente inútil. Su convicción de antaño está hecha hilachas. La prueba más evidente es que dedique cada vez más tiempo a recitarse sus motivos para seguir adelante. ¿No murió acaso su padre por la causa que ahora él defiende? ¿No se halla su hermano José postrado para siempre, con la espina rota, por una esquirla de esos desquiciados?

Cualquiera en su lugar hubiese hecho lo que él ha hecho. Pero la ponzoña de la duda le inocula el veneno cruel de la incertidumbre. No importa que marche bien erguido en la montura, ni que de tanto en tanto aferre con gesto convencido la empuñadura del sable, ni que su rostro luzca inmaculadamente rasurado en medio de tanta mugre.

Se vuelve hacia los suyos. Ellos levantan hacia él los ojos sin fe, y vuelven a bajarlos. Ayer abrigó la esperanza de que la reunión con los otros contingentes les contagiase cierto optimismo. Después de todo, tantos meses de escaramuzas en la sierra eran capaces de hacer tambalear al más pintado, quiso pensar entonces. Pero no. El encuentro no ha surtido ningún efecto benéfico. Más bien los suyos han visto, en los ojos de los otros, el mismo caudaloso río del desengaño que fluye por los propios.

Quiere dejar de pensar. Poner la mente en blanco. Dejar sus sentidos liberados de toda influencia que pueda distraerlo del combate inminente. De hecho ha recibido la orden de cargar entre los primeros, y no puede tardar en sonar el aviso definitivo. Pero de nuevo recurre la pregunta: ¿valdrá la pena haberse metido en semejante brete?

Por supuesto que vale, ha pensado siempre. Su padre, muerto hace trece años, ha marcado el sendero de los suyos. Castelli y sus secuaces. Esa manada de jacobinos que han subido desde Buenos Aires a destruir el mundo, fusilando a troche y moche a tanto hombre bien nacido como su padre. Piensa en su hermano José, y se avergüenza. Sin duda su hermano no es un débil. Seguramente lo espera confiado, confiado de la victoria final que por voluntad de Dios ha de corresponderles. Ha de estar deshecho de envidia por no poder estar en su lugar, para liquidar de una buena vez a esos rebeldes.

Hasta hace unos meses, pensar en su familia ha sido un consuelo, un estímulo, una esperanza. Pero ahora siente la memoria de los suyos como una carga. Se siente de nuevo niño, de nuevo débil, de nuevo infinitamente solo, como cuando enterraron a su padre y José e Ignacio corrieron a alistarse, y la casa se vació de sus voces. Y además pensar en la familia incluye recordar a Miguel y a Nicanor, sus primos más amados. Son parte de su sangre, pero sin embargo tal vez estén al otro lado del horizonte, esperando la misma batalla en el mismo amanecer neblinoso. ¿Cómo han sido capaces? ¿Por qué, Señor, se han puesto del lado de los rebeldes? Quiere odiarlos como al principio, pero no lo consigue. Apenas logra aumentar su desazón y su tristeza. De Hilario, el otro primo de sus más queridos, ha perdido noticias por el año 20. Si al menos él lo librara de la soledad de este trance. Pero tal vez esté muerto, como Luis y Enrique, los de Gutiérrez Sanz, sus amigos entrañables.

Aunque deplore reconocerlo, el hecho de saber que parte de los suyos pelean del otro lado no logra enfurecerlo. Apenas hace tambalear un poco más sus convicciones. En definitiva, él ha seguido las órdenes de su casa. La muerte de su padre ha sellado la ruta irrevocable de la fidelidad a España. ¿Qué muertes habrán señalado el destino de Miguel y de Nicanor? Y si todos están allí vengando muertes y revanchas sucesivas, ¿quién, Dios Santo, ha de vengar su propia muerte, su propia e inminente y estúpida muerte? Si sólo le queda un hermano lisiado en Chuquisaca. Si han perdido todo lo que siempre ha sido suyo, a manos de esos ladrones.

No quiere pensar, porque falta poco. Ya le han dado la orden de avanzar al paso. Ya ha rozado con la espuela el costado de su caballo, y anda lentamente seguido por sus diez hombres tristes. Estallan los primeros tiros de los cañones. Acelera la marcha. Trota. El sable tintinea contra un botón de su casaca. Se vuelve hacia los suyos. Allí están. Sólo ahora se detiene a pensar qué motivos tendrán ellos. Qué oscura cadena de fidelidades los ha conducido hasta ese trance. ¿O es simple azar? ¿O es que ellos y él han tenido la mala fortuna de elegir el bando de los derrotados? ¿No será tal vez que el destino lo puso desde siempre de ese lado fatal, y su padre y Castelli y sus porteños energúmenos son simples excusas para conducirlo hacia esa muerte?

Aunque intente detener el ensueño, se lanza a imaginar cómo será estar del otro lado. Flanqueado, por qué no, por Miguel y Nicanor. Todos sonrientes, nerviosos, listos para la batalla. Los tres animándose con gritos y bromas, e insultos a esos godos del demonio. Juntos y prestos a liquidar rápido el pleito para regresar a casa y crear el mundo desde sus puros cimientos, como solía decir Hilario cuando el vino le aflojaba la lengua y le disminuía las incertidumbres.

Pero abruptamente la imagen se quiebra. Lo vuelve en sí el grito penetrante de un sargento de artillería. Alza un brazo y detiene su cabalgadura. Detrás suyo resopla el caballo del cabo. Grita un par de órdenes, y se alegra de que su voz mantenga un timbre sereno. Recorre de un vistazo a los suyos. Siguen allí los diez. No saben dónde queda España. Están allí reclutados a la fuerza, o convocados por sus patrones, lo que es casi lo mismo. Él, en cambio, se siente dueño de motivos más profundos. Por empezar, no tolera el mote de “godos” que los rebeldes aplican a los suyos. ¡Él es bien criollo, para que lo vayan sabiendo! Como su padre y su madre. Y mucho más criollo que ese soberbio jacobino de Castelli. Siempre ha tenido mil razones para estar de ese lado. Pero ahora, mientras dispone a sus hombres en fila, seis metros detrás suyo, siente que todas se desangran en el agua turbia de una desolación creciente. ¿Y si es verdad que el rey Fernando es un imbécil retardatario? Así lo dijo Hilario, en una noche de putas, allá en Chuquisaca. ¿Y si es cierto que el futuro está del lado de los otros, de esos otros que ya se vislumbran a la distancia con el tamaño de muñequitos de pasta? No quiere pensarlo. No puede. Porque si lo hace, no es más que uno de esos hombres grises que lo siguen. Si es cierto todo eso, no tendrá sentido que muera esta mañana.

El estrépito de la artillería es permanente. Su caballo ni se inmuta. Es un buen animal. Lo aprecia mucho. En otro momento hubiera evitado el gesto porque cree que la ternura se parece a la debilidad, pero sucumbe a su deseo y le rasca con afecto la cabeza. Estúpidamente (se amonesta), imagina lo que ha de estar haciendo su hermano José a esta hora. Tal vez su cuñada, Magdalena, lo esté bañando. Sabe por su última carta que aún conservan un par de sirvientes; pero José se empeña en que sea Magdalena quien lo asee, y ella lo hace con gusto. Los imagina a ambos en la penumbra de la casa grande de Chuquisaca, cruzando tal vez una mirada silenciosa. Se odia por cobarde, pero no puede evitar que lo gane una envidia salvaje, atroz, infinita, por su hermano; por ese hermano enfermo, lisiado, tendido inerte en una cama; por ese hermano acariciado para siempre por las manos tibias de Magdalena; por ese hermano mirado en el silencio dulce de los ojos de ella, redimido de todo en sus caricias.

Emprende la carrera. El birrete se le corre hacia atrás por lo violento de la partida. Se alegra de haber recordado a Magdalena y a José, en la paz umbrosa de la casa. Anhela que ellos también lo recuerden de tanto en tanto, sobre todo a partir de ahora. Intuye que en ese recuerdo afectuoso él continuará vivo, aunque sea de un modo imperfecto y vago, mientras ellos resistan el olvido.

Sonríe, porque lo que se le acaba de ocurrir es descabellado y, a la vez, enormemente probable. Se representa a Miguel y a Nicanor, dentro de seis meses, un año a más tardar, golpeando con timidez a la puerta de su casa. Se imagina a Magdalena recibiéndolos con esa cortesía tan suya, haciéndolos pasar hasta la habitación del herido. Se imagina la turbación de sus rostros, su torpeza para deshacerse de los sombreros y estrechar esa mano que apenas alza unos dedos hacia ellos. Se imagina a Magdalena cerrando la puerta tras de sí para dejarlos solos, para que se digan al fin lo que tengan por decirse, para que conjuren el sortilegio sangriento de todos sus muertos, para que combinen al fin una partida de barajas para la tarde del domingo. Se da cuenta de que no quiere que sus primos estén del otro lado de la loma. Advierte que los quiere lejos de allí, a buen resguardo, porque anhela con toda su alma que sigan con vida y que vuelvan sanos y salvos, para que cuiden y acompañen a su hermano.

Oye detrás algunos gritos. Son los suyos que lo siguen. Al final no lo han abandonado. Se abre paso en su alma, en medio de la desolación y de la angustia, una infinita ternura hacia ellos. Ellos que ignoran casi todo. Que no saben que después de lo de Junín no hay modo de salir con bien de todo esto. Porque están perdidos en medio de la nada de ese Alto Perú de sus desdichas, aislados para siempre de cualquier ayuda, rodeados para toda la eternidad por esos ingratos, olvidados por siempre jamás por un rey déspota y estúpido, como bien dijo aquella vez Hilario. No saben nada de eso, pero saben perfectamente que van a morir de gusto. Así lo han predicho en torno del fuego. Y sin embargo ahí están, con las armas en alto, vociferando, puteando a viva voz para asustar a la muerte, lanzados al galope detrás de su jefe. Se vuelve al frente y también grita, feroz, a salvo ya de todo y de sí mismo, mientras descarga el sable contra el primer infante que le sale al cruce, en la mañana de fuego de Ayacucho.