Desconozco el motivo, pero siempre me han importado sobremanera las historias de amores inconclusos, truncos, fracasados. No sólo los propios, sino también los ajenos. Siempre me han conmovido con su osamenta descomunal de esperanzas dilapidadas, de palabras perdidas, de paraísos negados para toda la vida.
Ha de tratarse, supongo, de una innata tendencia a la nostalgia, una suerte de fatal y estúpida simpatía por los tristes y los derrotados. A tal punto son así las cosas que difícilmente una historia de amor merece tal nombre, a mi juicio, si tiene otro desenlace que el dolor, la distancia y el silencio. No niego, cuidado, que existan los amores felices. Digo simplemente que no me llaman, ni me han llamado nunca la atención los de esa clase.
Con semejante prólogo, el lector tomará por natural que haya reparado en ellos desde el instante mismo en que los tuve enfrente. Era un jueves por la tarde, y llovía. En ese momento ignoraba que siempre era así: necesariamente llovía, y necesariamente era un jueves de tarde. Cuando los busqué en los días siguientes, intentando forzar nuevos encuentros (iluso de mí, grandulón inocente, como si yo pudiera meter las manos torpes en semejante historia), ni siquiera tuve en cuenta ese principio. Pero me estoy anticipando y mezclando el orden de las cosas.
Decía que apenas los vi supe que albergaban uno de esos amores arduos que con tanta facilidad me convocan. Ya dije que llovía. En realidad diluviaba. Absolutamente empapado, caminaba por Morón, cerca de la Universidad. Con porfía me negaba a buscar cobijo en alguno de esos típicos cafés universitarios que abundan en la zona. No tolero, por cierto, el fragor jocoso y superficial de las huestes juveniles que suelen habitarlos. Pero acerté a pasar frente a uno totalmente distinto. Era una casa vieja, casi desvencijada, adaptada a duras penas a los tiempos nuevos, en un intento desesperado por seguir con vida. Una puerta angosta y alta, dos ventanas con postigos de madera, las volutas descascaradas de una mampostería perimida. Me asomé y de inmediato me sedujeron las mesas y las sillas pintadas de negro, hechas en madera rústica y sin adornos. Para colmo, las paredes lucían un azul aceitoso y antiguo, y el ámbito todo se iluminaba apenas con unas bombitas desnudas que de tanto en tanto pendían del techo de ladrillo y chapa. Me apresuré a entrar, a limpiarme mal que bien los pies en un felpudo mugriento, a cerrar el enorme paraguas negro. Cuando tuve un café con leche humeante ante mis narices, me dispuse a contemplar a mis anchas esa joyita atemporal, perdida en medio de tanto hormigón y tanto blíndex.
Enseguida reparé en ellos. Y no porque en todo el recinto hubiera una docena escasa de parroquianos. Los habría distinguido en medio de una multitud con la misma facilidad. Hubiera bastado que ambos lucieran en sus rostros la cicatriz indeleble del desamparo más absoluto, como entonces la lucían. Estaban sentados frente a frente, al pie de una de las dos ventanas viejas. Desde mi sitio los tres (ellos dos y esa ventana lloviendo) constituían, sin más, una pintura inolvidable.
Eran jóvenes, muy jóvenes, sobre todo vistos desde mis sesenta y nueve octubres. Andarían cuanto mucho por los treinta años. Lucían la piel todavía fresca y la carne firme. Pero un dolor viejo les desbordaba los ojos. Para una mirada atenta como la mía, era pasmosa la contemplación de ese dolor denso, profundo, más antiguo y terminante que sus propias vidas. El rostro de él era afilado, adusto. El mentón prominente, la nariz recta, los labios finos y tensos, el pelo prematuramente encanecido, los hombros huesudos. Ella era muy pálida, y tenía una mirada penetrante y triste. Llevaba el pelo lacio y suelto, y se lo veía aún húmedo de lluvia. Cuando inclinaba la cabeza hacia adelante, el pelo le ocultaba el rostro pequeño, delicado, la nariz respingada, los ojos verdes.
No sé si ya lo he dicho, pero estaban sumidos en el mayor de los silencios. No me refiero a que hablaran poco. No se trata de eso. Durante la hora y media larga que permanecí contemplándolos no pronunciaron palabra. Se limitaban a mirarse, y sólo de a ratos. Cuando no se miraban permanecían cabizbajos, con los ojos perdidos en sus propias manos, en la borra de los pocillos, en la calle ahogada por el aguacero.
Primero pensé —supongo que con lógica— que estaba siendo testigo de una típica pelea de enamorados. Esas que nacen de diferencias estúpidas y pasajeras, y que se resuelven con la mera decantación de los ánimos turbulentos. Es cierto que de entrada me confundía el dramatismo fatal que ambos destilaban, como si la gravedad de sus cuitas excediera con largueza los alcances de una pelea intrascendente. Pero no quería adentrarme en esas especulaciones mías que me nacen de un espíritu saturado de lirismo. De modo que esperé, sin quitarles los ojos de encima. Si alguien se hubiese detenido a mirarme, hubiera considerado mi actitud como propia de un insolente, de un descarado. Pero me hallaba al seguro resguardo de una mesa del rincón, peor iluminada que las otras. De todos modos, alzaba de vez en cuando la mirada para corroborar que nadie estuviese reparando en mi propia observación obstinada. Pero nadie nos miraba, ni a mí ni a ellos. Tal vez, para cualquier lego, resultase demasiado insípida la labor de espiar subrepticiamente a esos dos sujetos. O tal vez ellos, y su amor hermético y su ventana llovida, y yo mismo desde el rincón oscuro, tomábamos parte de una realidad distinta, ajena, entreabierta sólo a unos pocos iniciados.
Por fin el hechizo se rompió como a las seis y media. Ella miró hacia afuera, advirtió tal vez la oscuridad creciente, y cruzó una mano lenta por sobre la mesa, hasta rozar apenas la de su amante. Él dejó de contemplar el cenicero vacío y alzó los ojos hacia ella. Tampoco entonces hablaron. La mujer empujó la silla hacia atrás, se incorporó y soltó la mano del hombre. Con la vista baja caminó hasta la puerta y salió sin volverse. Yo alcancé a pensar que iba a empaparse. Iba sin paraguas, y llovía sin violencia pero con abundante parsimonia. Ni siquiera se alzó el cuello del abrigo, y dobló hacia la derecha, como en dirección a la estación del tren.
Él no se movió. Dejó por varios minutos la vista inútil en el espacio vacío que ella había dejado suelto ante sus ojos. Cuando reaccionó, lo que hizo fue agacharse y recoger del piso unos cuantos papeles que habían yacido a sus pies. Con prolijidad, con esmerada paciencia, los alisó con ambas manos, y para mi sorpresa los fue haciendo trizas. Los desgarró primero en finas hilachas, y después las cortó en trocitos ínfimos que iban a parar al cenicero de vidrio. Mientras lo hacía —y eso fue lo que realmente logró conmoverme— empezó a llorar unas lágrimas densas, tibias, caudalosas. Su expresión no había cambiado. Seguía presa del dolor rígido de antes. Sólo sus ojos lloraban, como si el resto de él viese ese acto como una debilidad imperdonable, o una claudicación inútil. El mentón permanecía firme, los labios duros, las manos metódicas. Para mí era como ver llorar a un árbol seco, muerto de soledad en medio de una pampa interminable.
Cuando acabó de romper los papeles llamó al mozo, pagó los cafés y se fue. Quien haya leído con atención mis palabras del principio (las relativas a mi afición por los amores difíciles, irresolutos) podrá suponer que me hice el firme propósito de seguir esa historia hasta donde me fuese dado conocer. De modo que volví al café todas las mañanas y las tardes que restaban de ese mes de octubre, pero para mi profundo malestar la mesa permaneció siempre vacía, a excepción de un mediodía en el que osaron profanarla dos estúpidas colegialas estridentes.
Casi a fines de noviembre volví a encontrarlos. Torpe de mí, que fuera jueves y estuviese lloviendo me pareció casualidad. Él llegó primero, cerca de las cuatro. Se sentó en su sitio de la vez pasada y pidió un café. Miró varias veces en torno suyo, como quien teme ser sorprendido en un acto vergonzoso. Cada vez, yo me sumí en la contemplación absorta de mi pocillo. Por fin pareció desentenderse definitivamente del mundo. Puso ante sí una hoja de papel grande y blanca, y sostuvo durante varios minutos un bolígrafo barato en la diestra, mientras la contemplaba. Lo hacía con actitud extraña, indecisa. De repente, como si una súbita inspiración lo hubiese por fin poseído, se lanzó a escribir con trazos febriles.
Evidentemente era una carta de amor. No podía ser de otro modo. Cualquiera que alguna vez haya acometido la tarea de redactar una podrá entender a qué me refiero. En su rostro se sucedía una constelación caótica de expresiones: la ternura, la frustración, la tristeza, la pasión más encendida. Sus labios duros se movían apenas, dictando en un murmullo las palabras justas a su mano. Lo vi llenar tres hojas de ese modo. Tenso, alerta, agazapado sobre su obra.
A las cinco y media llegó ella. Él debió intuirla, porque antes de que traspusiera el umbral ocultó los papeles sobre su regazo. Ella no pareció advertir el gesto, tal vez porque también se mostraba intranquila, como temiendo ser descubierta. Desde el hueco de la puerta se había vuelto a mirar hacia fuera por sobre el hombro, en el gesto clásico de quien teme ser observado. Se miraron con ojos ávidos pero no se besaron. Tampoco en esta ocasión emitieron palabra. Ella pidió un café con un gesto, y de ahí en más se limitaron a contemplarse estáticos.
Desde mi puesto del rincón, empecé a imaginar una sórdida cuestión de infidelidades incipientes. ¿Cómo explicar, de lo contrario, semejante nerviosismo? Puesto a elucubrar, decidí que ella, seguramente, era la que estaba faltando a un compromiso con otro hombre. Eso explicaba cabalmente su tensión, su temor de ser descubierta entrando a ese sitio. Mi teoría tenía la ventaja adicional de dar perfecta cuenta, también, de la actitud de él. No se lo veía sujeto a la tortuosa amenaza que parecía pesar sobre las espaldas de ella. También su rostro se poblaba de emociones, pero las suyas eran más definidas, tal vez más simples. A veces era dolor, otras ternura, otras una pasión enceguecida, o una tristeza rotunda. Pero no había en él vestigio alguno de culpa, sino en todo caso de furiosa rebeldía; una suerte de obtusa y afiebrada resistencia contra un destino que se considera tan cruel como inmerecido. Sus cartas debían originarse en la propia magnitud del amor que sentía. Incapaz de contenerse en la espera, vomitaba su amor en esos trazos febriles y subrepticios. Pero a la vez, preocupado por la seguridad de ella, no la ponía en el compromiso de recibir en mano esas cartas inflamadas. Temía —me dije— que su curiosidad femenina terminase por vencerla, al punto de querer leer y conservar esas líneas comprometedoras. Por eso el hombre, tranquilizado al intuir su presencia segura en el umbral, se apresuraba a ocultar semejantes pruebas del delito. Y luego, cuando ella había partido, regaba las flores tristes de su desolación rompiendo en mil pacientes pedazos esas páginas secretas.
Aunque feliz con mis deducciones, yo debía reconocer que eran incompletas. Daban cuenta, por cierto, de la premura, de la tensión, del talante sombrío que adquirían los encuentros. Sin embargo había cuestiones que se me escapaban por completo. De hecho: ¿por qué se empecinaban en ese silencio de piedra? ¿No era acaso mucho más comprometedor ese cruce perpetuo de miradas incendiadas, evidente a los ojos de cualquier intruso como yo, que una conversación pretendidamente distendida y casual? ¿No estarían a mejor resguardo si se amparaban en una actitud menos severa, menos trágica, menos cargada de presagios irrevocables?
Me conmovía semejante candidez y falta de ingenio, entendible solamente en dos almas inexpertas y atribuladas como ésas. Al mismo tiempo, temía el inminente ingreso intempestivo de un novio despechado, o un marido incrédulo. Pero en verdad, si por algo me conmovían ambos, era por el amor. Porque de a ratos, cuando el tormento de sus almas se llamaba un instante a sosiego, se miraban con un amor franco, llano, evidente. La pasión que destilaban era una especie de magma eléctrico, tangible, que iluminaba esos rostros y esas manos crispadas. Sé que jamás voy a olvidar esa visión casi mística en su forma y en sus alcances. Los cuerpos apenas inclinados hacia adelante, tendiendo un arco vivo sobre la tabla oscura de la mesa. El gastado ventanal llovido, eternamente llovido de gotas lentas. Los ojos solos besándose en el aire húmedo del café en penumbras.
A las siete ella se levantó, repentina. Él la dejó hacer, mirándola sin fe desde el abismo interminable del desconsuelo. Yo había visto ya esa escena. Ella iba a internarse en la lluvia, y él iba a gastar sus lágrimas haciendo pedazos sus cartas inútiles. No fui capaz de contenerme. Ahora que lo escribo me asalta cierta vergüenza de mi propia imagen. Un viejo más bien obeso, jugando al Celestino sin que lo inviten, dispuesto quijotescamente a enderezar las dolencias de ese pobre par de enamorados. Cursi. Cursi y ridículo. Pero entonces me pareció que no podía quedarme allí sentado.
Salí del café tan rápido como pude, dispuesto a seguirla y encararla. No tenía la menor idea de qué iba a decirle, pero era tal mi emocionada convicción que el punto no me preocupaba en absoluto. El lector podrá inquirir: ¿por qué a ella, y no a él? ¿No era más sencillo abordar al muchacho allí mismo en el bar, lugar en el que habría de permanecer todavía un buen rato? Son preguntas pertinentes. Supongo que actué como lo hice, en parte, pues intuía que en ella residía la parte principal de esa tragedia. Tal vez, empero, salí en su persecución porque al fin y al cabo era una mujer hermosa, y, pese a mis años, confieso mi incapacidad de sustraerme al influjo balsámico de unos ojos como ésos. Aunque en ese momento no fui consciente de ello, es posible que mi intento desquiciado de enderezarles el destino fuera el modo más viril de redimir mi naciente amor por ella. Pero el objeto de estas páginas no es hablar de mí, sino de ellos.
Una vez fuera del café, tardé en acostumbrarme a la luz pobre de ese atardecer llovido. Por fin la ubiqué a unos cincuenta metros: se alejaba con pasos cortos y veloces. Extendí las alas mórbidas de mi paraguas inmenso y me lancé a seguirla. Dobló en la esquina, hacia la estación de trenes. Me asaltó el temor súbito de perderla en la multitud de transeúntes que suelen arribar a Morón por esas horas, despedidos como torrentes de cada tren que llega. No fue así, sin embargo. Cuando yo mismo doblé la esquina volví a verla, unos cien metros adelante, cruzando las vías por el paso a nivel de la calle Belgrano. Apresuré la marcha cuanto me lo permitieron mis kilos y mis años. Atravesó el centro con el mismo paso decidido. Yo me demoraba, de vez en cuando, pidiendo disculpas aquí y allá: las veredas eran estrechas, y varios desprevenidos se llevaron un buen golpe con mi mastodóntico paraguas. Supuse que iba a treparse a algún colectivo en la calle Rivadavia. Pero me equivoqué. Siguió caminando hacia el sur, alejándose del centro. No tardó mucho. A poco andar, nos adentramos en un paisaje de cuadras arboladas y casas bajas.
Seguía lloviendo, pero ella parecía inmune. Andaba con los mismos pasos cortos y firmes, indiferente a la mojadura. Desde la distancia observaba con claridad su cabello mojado, su blusa adherida a la piel, los zapatos indefectiblemente arruinados. La noche era inminente, y ella seguía adentrándose en calles cada vez más solitarias. Temí que en ese ámbito mi presencia terminase por serle evidente: una enorme masa bajo un piloto negro, y guarecida bajo una semiesfera negra y antediluviana. Sabía que tarde o temprano debería abordarla. Ese era el objeto, a fin de cuentas, de mi fatigosa labor persecutoria. Sobre todo ahora, en pleno barrio, ya que debíamos —obviamente— estar ya cerca de su casa. Supongo que no me animaba a detenerla porque no tenía la menor idea acerca de qué decirle. Me dije que tal vez fuese suficiente, por ese día, ubicar su casa y dejar para momentos más serenos la labor de hablar con ella.
No tardé en advertir que daba rodeos. Giramos una y mil veces en esquinas mal iluminadas. Pisamos los mismos charcos. Varios perros enloquecidos ladraron detrás de los portones al oír nuestros pasos. Era evidente que seguía con sus precauciones, aunque éstas fuesen bastante pueriles: de hecho, no daba la menor impresión de haber advertido mi presencia. Atravesamos por fin la avenida Yrigoyen, un pandemónium de camiones y de autos que conduce al Camino de Cintura y a la ruta 3. Ella siguió andando, reiterando sus idas y venidas.
Terminó de hacerse noche. La lluvia, a la luz fría de los faroles de la calle, adquiría un matiz nuevo y desagradable, hasta tétrico. No sé si fue entonces que comencé a sentir la certeza de lo que iba a suceder. O tal vez fue después, cuando las cosas terminaron como terminaron, que asigné significaciones nuevas y definitivas a acontecimientos que al ocurrir me parecieron irrelevantes. No importa, porque al cabo el horror es el mismo. Sí recuerdo el miedo. De pronto, más allá de mi cansancio, por encima de mi curiosidad, sentí miedo. Como si mi imprudencia hubiese roto obscenamente sellos terribles y secretos.
Las últimas cuadras las caminé a regañadientes. Premonición o simple cobardía, crecía dentro mío el impulso de pegarme media vuelta y volver a la tranquilidad seca de mi casa. Pero me acordaba del muchacho, llenando de papelitos muertos el cenicero de vidrio, y me dije que debía seguir un poco más. Por fin, luego de uno de tantos giros enloquecidos, llegamos a destino.
Entonces entendí. Era horrorosamente claro. La rabia inconsolable de él. El sigilo culpable de ella. El amor inútil y silencioso y doliente de ambos. Era un acceso lateral, a todas luces en desuso. El portón desvencijado hizo un ruido espantoso cuando ella lo empujó con ambas manos para entrar y cerrarlo a sus espaldas.
Pude haber cruzado la calle. Pude abrir a mi turno el portón. Pero mi espanto me dejó allí clavado, inerte, con el paraguas estúpidamente abierto y colgante de mi brazo. Una náusea súbita me obligó a apoyarme contra el tronco húmedo de un paraíso. Vomité el café sucio en dos arcadas profundas. Después, con los ojos llenos de lágrimas por el esfuerzo, volví a mirar todavía un largo rato el portón a través del cual ella acababa de perderse. En verdad ya no necesitaba seguir observándolo. Estaba condenado a recordarlo por el resto de mi vida. El portón oxidado, vencido, tenebroso, abierto como una boca voraz en el alto paredón lateral del cementerio.