Las precauciones necesarias

Un hombre gordo y calvo entreabrió apenas la puerta, y lo estudió detenidamente a través de la hendija. Juárez le deslizó un sobre con un nombre garabateado en el anverso. El gordo descifró con esfuerzo la escritura y volvió a mirarlo, con mayor detenimiento aún. Cuando habló, su tono fue cortante: “Supongo que se habrá asegurado de que no lo estén siguiendo”. Juárez se apresuró a responder que sí, que estaba seguro de que nadie lo había seguido. El otro todavía se tomó un largo minuto antes de aceptarlo. Finalmente, con gesto casi resignado, se hizo a un lado y le permitió entrar. Juárez ingresó a una habitación escasamente provista, de paredes mohosas y muebles viejos y desconchados. El otro cerró la puerta con un fuerte golpe, y volvió a correr los tres pasadores. Después, sin siquiera mirarlo, fue hasta el fondo de la pieza y corrió con esfuerzo una biblioteca repleta de libros desvencijados. Juárez, en la penumbra del cuarto hecho trizas, pudo advertir la obesidad inconmensurable del tipo ese. Se movía con dificultad, balanceando ampliamente los brazos a cada paso, como haciéndose lugar en un mar de gelatina. Resoplando, el gordo logró desplazar la biblioteca un metro hacia la izquierda. En la pared de atrás surgió un boquete de metro y medio de alto, abierto a mazazos descuidados. El otro se esfumó por ahí, sin aviso previo. Juárez lo siguió, pero en el apuro de la maniobra se golpeó fieramente la frente contra la pared desnuda. El imbécil lo hizo a su medida, pensó, ofuscado, mientras se frotaba con ambas manos el lugar del impacto. Apenas cedió un poco el dolor, traspuso el boquete y entró a otra pieza, algo menos destrozada que la de la entrada.

Por empezar era mucho más amplia y, aunque también carecía de ventanas, una enorme araña que pendía del centro del techo alto iluminaba bien el recinto. Los sonidos se apagaban apenas producidos, ahogados en la alfombra espesa y en los abigarrados anaqueles repletos de libros que ganaban todas las paredes, del piso al techo. Además había un escritorio antiguo, muy robusto, sobre el que descansaba una lámpara de bronce bien lustrada. A sus lados, dos sillones de cuero, en apariencia confortables. Dos sillas en los rincones, una mesa ratona con diarios desordenados y una escalera de manos para acceder a los estantes más altos eran el resto del mobiliario. Mientras Juárez estudiaba el cuadro con avidez, el otro hacía sin prestarle atención. Encendió la lámpara del escritorio, acomodó con movimientos veloces los papeles esparcidos, y finalmente se sentó en el enorme sillón de cuero, con un chillido agónico de resortes despanzurrados.

“Siéntese”, le ordenó sin siquiera mirarlo, mientras buscaba, lustraba y se colocaba unos lentes gruesos con montura barata. “Páseme la carta de Kamerman”, agregó, estirando la mano izquierda. Juárez sacó de un bolsillo interno de su saco un sobre alargado y flaco, parecido al que le había servido como salvoconducto. El gordo lo rasgó y sacó un papel delgado, garabateado con unas pocas líneas, y empezó a leerlo con atención, levantando el mentón y musitando a medida que avanzaba, con los ojos entrecerrados tras los cristales, como quien lee con suma dificultad. “Qué letra espantosa que tiene el idiota este”, dijo al terminar.

Juárez se sintió molesto, y hasta cierto punto alarmado.

Apreciaba a Kamerman. Lo había conocido un par de meses atrás, mientras ambos hacían una nueva cola inútil en la embajada. Juárez, como en tantas otras ocasiones, trataba de pasar desapercibido bajo su piloto azul marino y su boina gastada. A diferencia de otros postulantes que matizaban la espera con conversaciones intrascendentes, él prefería guardar el más cerrado de los silencios. Que los demás hablaran, que se dejaran cazar como conejos estúpidos. Él seguiría vivo y a salvo mientras la policía secreta fuera deteniéndolos uno a uno.

Se consideraba un hombre precavido, y se felicitaba por ello. Habían pasado un año, dos meses y dieciséis días desde el golpe, y todavía seguía vivo y libre. Ni Castilla, ni Sagasta, ni el Chino Acuña podían decir lo mismo. Castilla había caído el segundo día, nomás, mientras caminaba muy orondo en plena calle. El Chino Acuña había corrido la misma suerte, pero de puro confiado. Estaba en la sede central del partido, junto con otros muchos, tan seguros de que allí no iban a animarse a capturarlos. Pero habían ido. Con Sagasta la cosa fue distinta. Estaba escondido en lo de Mercedes Villa. No salía por nada del mundo, porque sabía que lo observaban de cerca. Duró cinco meses, o seis quizá. Pero al final alguien habló y lo capturaron. Él, Juárez, no era tonto. Sabía que seguía vivo en parte por su cúmulo de precauciones, y en parte porque nunca había sido un elemento demasiado prominente del partido. Siempre cerca del fuego, nunca encima de las brasas había sido su lema de toda una vida.

De entrada se fue a la casa de su madre, que tuvo el tino de no preguntar nada y de armarle su antigua habitación de hijo único y soltero. Pero después tuvo miedo. Al segundo mes de estar ahí le cayó del cielo una corazonada. Y él siempre atendía a sus corazonadas. Así que le pidió algo de dinero a su madre y se hospedó en una pensión de mala muerte, cerca del centro. Era una zona de inquilinatos mugrientos, promiscuos y ruidosos. Aunque le desagradaba mucho el sitio, se consoló al comprobar que en ese pandemónium resultaría muy difícil que lo individualizaran. Se dejó el bigote y la barba, aunque tuvo buen cuidado de mantenerlos prolijos, y el pelo bien corto. Los primeros cuatro meses pasaron rápido.

Cuando los ánimos parecieron empezar a aquietarse, surgió lo de la embajada. Por esos días había trabado relación con un vecino que tenía un aparato de radio, y lo visitaba seguido para poder enterarse de cómo seguían las cosas. Los noticieros pasaban, de vez en cuando, informaciones breves de las largas colas de “antipatriotas traidores que querían partir al exilio para seguir hostigando a la revolución desde afuera”. La duda de Juárez era hasta qué punto el nuevo gobierno toleraba esos escapes a la luz del día. Tal vez analizaban cuidadosamente las filmaciones, detectando con paciencia de relojeros a sus próximas víctimas. O tal vez el miedo al repudio externo impedía que se inmiscuyeran con los refugiados. Pero ¿cómo determinarlo desde ese mugroso rincón del universo, sin contactos, sin amigos, sin ninguna cadena de informaciones que lo pusiera a buen recaudo? Así que debía conformarse con la basura esa de los noticieros oficiales.

Finalmente, el tedio de esos días vacíos (ni libros había podido llevar consigo en el apurón de la huida), unido al rechazo que le producía ese mundo pobre y tumultuoso, lo condujo a intentar algo. Sus primeros pasos en la embajada fueron decepcionantes. Entonces tomó conciencia de que, tal vez, le hubiese convenido haber estado un poco más cerca del fuego. El cargo que había desempeñado en el gobierno depuesto no era lo suficientemente importante como para abrirle de par en par las puertas del exilio. En esas colas fútiles e interminables, empezó a encontrar a antiguos conocidos que miraban en torno suyo como él mismo debía estar viéndolos a ellos. Con aire desconfiado, más bien de costado, intentando determinar en quién confiarse, con quién entablar diálogo sin peligro, y tratando de ocultarse en esos abrigos que la primavera incipiente hacía cada vez menos necesarios.

Pero, extrañamente, los hombres del nuevo gobierno parecían ausentes. Cuando lo rechazaron por primera vez en la embajada, Juárez sintió que se moría. Había calculado que su única chance sería que lo sacaran del país de inmediato, ese mismo día, o que de lo contrario iban a detenerlo apenas caminara diez pasos por la vereda de la embajada. Pero no ocurrió nada. Lo dejaron caminar esa cuadra, y las otras cincuenta que caminó, en intrincados derroteros laberínticos (para evitar que lo siguieran) hasta caer exhausto de cansancio y de nervios en el mugroso colchón del inquilinato.

La segunda vez que fue a la embajada, volvieron a contestarle con evasivas, pero no le dieron un no definitivo. Esta vez se tomó dos horas y media de andar y desandar itinerarios, de combinar taxis y caminatas y viajes breves en transportes públicos, antes de decidirse a ingresar al inquilinato. Aceptó ir una tercera vez y una cuarta, porque el rubio encargado de estudiar su caso le dijo, en su castellano difícil y parsimonioso, que iba superando los “umbrales de selección” estipulados, pero que aún no era tiempo de darle un sí definitivo.

En alguna de esas ocasiones, ya no recordaba en cuál, había reparado por primera vez en Kamerman. Le había llamado la atención el modo mesurado con el que había tratado de entenderse con el entrevistador rubio, su hablar pausado y bien modulado, su vocabulario escogido. De ahí su enorme sorpresa cuando, en la cuarta entrevista, Kamerman —luego se enteraría de su nombre— se había inclinado furioso sobre la mesa, tratando de agarrar por el cogote al metódico funcionario que ensayaba una excusa en el mejor castellano del que era capaz. Juárez pensó que, después de ese desplante, no volvería a verlo por esos lados. Pero a la siguiente entrevista estuvo de nuevo allí, perfectamente vestido y afeitado, con ese aire entre incómodo y circunspecto que adopta la gente cuando se entera de las inconductas de un pariente lejano que de vez en cuando se empeña en malversar el apellido de uno.

Tal vez en esa espera fue que por primera vez cruzaron alguna palabra. A Juárez le costó animarse a entablar el diálogo. Para algo había pegado con cuatro chinches oxidadas, en la pared del cuartucho que ocupaba, un enorme cartel hecho con marcador negro sobre papel de envolver, que decía: hombre confiado = hombre muerto, hombre cuidadoso = hombre vivo. Al colgarlo se había sentido satisfecho. Ese método de consignas de pared siempre le daba buenos resultados. Actuaban como un calmante, como una rienda segura para guiar al caballo enfermizo de sus nervios destrozados.

Pero ese día, el de la cuarta o quinta entrevista, Juárez se sentía especialmente predispuesto a entablar conversación. Al fin y al cabo, hacía diez meses que se limitaba a cambiar algunos saludos en el inquilinato. Salvo con su vecino de la radio, claro está. Con ése debía ser más atento y locuaz, ciertamente. Aunque, a decir verdad, le costaba un esfuerzo enorme comunicarse fluidamente con ese hombre, cuyo único interés parecía residir en el fútbol y el boxeo. Ambas disciplinas le eran a Juárez totalmente ajenas, y él sabía que su ignorancia lo ponía en serio peligro. Era muy sospechoso para alguien que moraba en un inquilinato de mala muerte ignorar las reglas básicas de esos deportes. De modo que se las arreglaba como podía, tratando de retener cuanta información el otro sacaba a relucir, como para armarse un mínimo panorama de las reglas, de las probabilidades de los contrincantes, de las simpatías y antipatías de los fanáticos de cada club, y ese tipo de cosas.

Por eso cuando se le cruzó la alternativa de entablar conversación con un hombre al que sentía en su mismo nivel, Juárez decidió no desaprovecharla. Se dejó llevar por una de sus corazonadas imperativas, y cuando salió de la embajada, pese a la nueva respuesta dilatoria que le dieron, se felicitó de haber vencido su resquemor inicial. Kamerman resultó ser un tipo afable y divertido, de conversación amena y humor agradable. Juárez se enteró de que había sido director de Recursos Humanos del Ministerio de Hacienda, un cargo de rango similar al que él mismo había desempeñado. Se despidieron deseándose suerte para la próxima, y confiando en que tal vez ambos lograran el tan ansiado escape.

Pero las dos veces siguientes fueron francamente decepcionantes. De nuevo el rubio con cara de agua. De nuevo su negativa en su castellano difícil. De nuevo el intercambio de saludos confiados al despedirse en la vereda, y de nuevo los infinitos y desquiciantes rodeos hasta el inquilinato fétido. Y para colmo, otra vez el vecino, afirmando medio borracho la superioridad del Sporting sobre sus archienemigos del Atlético (Juárez había aprendido esa absurda dicotomía). Pero al menos el noticiero de medianoche podía escucharlo a gusto, mientras el otro roncaba tirado sobre la mesa. Las noticias de las embajadas aparecían cada vez más salteadas, como salpicaduras en un mar de noticias policiales y deportivas.

La vez siguiente —o sea, dos semanas antes de que Juárez entrara a ese cuarto y se enfrentara a ese gordo interminable— Kamerman le había hecho la revelación inusitada. En la cola, ahora reducida a veinticinco o treinta postulantes, Kamerman, que habitualmente era conversador y risueño, se limitó a decirle con aire grave cuando le estrechó la mano: “A la salida caminemos unas cuadras juntos: tengo noticias importantes”, y en lugar de ubicarse al lado suyo, como las otras veces, siguió camino hasta el final de la hilera. Juárez se vio sumido en tal estado de ansiedad que ni siquiera se sintió mal cuando el rubio aséptico volvió a posponer una respuesta que lo sacara de ese infierno. Cuando salieron, Kamerman fue breve y claro. Con suficiente dinero, uno podía salir el día que se le diera la gana. Le habían pasado el dato de buena fuente. Dos de sus antiguos colaboradores del Ministerio ya habían salido por esa vía. Y un tercero, que estaba haciendo los aprestos para escapar, lo había puesto a él al tanto de todo. Juárez quiso preguntar, enterarse de los detalles. Pero Kamerman lo cortó en seco, y le dijo que la semana siguiente le daría las precisiones.

Así había sido. Le hizo memorizar la dirección y el nombre: Alvarado. Le dijo que la cifra mínima capaz de comprarlo no la sabía, pero que él pensaba concurrir con sesenta mil, que era en realidad todo el capital con que contaba. Le dijo que lo que más difícil iba a resultarle sería agenciarse “lo otro”.

La última vez que se vieron, la semana siguiente, usaron el encuentro para que Kamerman le repitiera las instrucciones una vez y otra, hasta que Juárez consiguió memorizarlas por completo.

El día anterior a entrevistarse por fin con el gordo calvo, Juárez había vuelto a la embajada, pero no para seguir su gestión interminable, sino para comprobar si Kamerman había emprendido la aventura. Juárez sintió una mezcla de alegría y de temor cuando comprobó su ausencia. Volvió al inquilinato con las mismas precauciones de siempre. Ahora había agregado, chinches mediante, un nuevo slogan: hombre dormido = hombre muerto, hombre arriesgado = hombre salvado. No se detuvo a evaluar las posibles contradicciones que existieran entre sus consignas. Le bastaba con leerlas de vez en cuando, sentado en la cama, repasando una vez y otra sus movimientos del día siguiente. Esa noche visitó por última vez a su vecino, y ambos brindaron por la gloria eterna del Sporting y la condena en el fuego de los infiernos para los infelices simpatizantes del Atlético. Después durmió profundamente.

Al día siguiente cumplió los pasos que tenía previstos. A las diez y media se encontró con su madre en una plaza cercana al inquilinato. La saludó con afecto y ambos se sentaron a conversar en un banco de madera anaranjado. Ella, a una señal imperceptible que él le hizo, le entregó un envoltorio de papel de diario, más bien pequeño. “Son ochenta mil, hijo”, dijo con un hilo de voz. Y agregó como disculpándose: “Es todo lo que pude reunir”. Él sintió un ramalazo de ternura por esa anciana a la que, si todo salía según lo planeado, no volvería a ver con vida. Lo más probable era que muriese de vieja antes de que él pudiera volver a su país. “Está bien, mamá. Es suficiente. Quedate tranquila”.

Después fue a la primera de las direcciones indicadas por Kamerman. Fue un trámite breve. La negociación marchó sobre rieles, y Juárez salió del baño del bar en menos de cinco minutos, con un paquete envuelto en nylon disimulado debajo de la camisa, sujeto a la altura del cinturón.

A las cinco de la tarde, inició el periplo tal como le había indicado Kamerman. El taxi hasta el río. La larga caminata hasta el puerto. El retorno en ómnibus hasta la zona rica del barrio nuevo. El nuevo taxi y luego los otros dos ómnibus. La última caminata, la más prolongada, adentrándose en la parte más pobre de la ciudad. Tan pobre que su barrio de inquilinatos le pareció ahora un lindo barrio residencial al lado de semejante miseria. Seguía la única calle asfaltada, de la que se abrían a los lados otras embadurnadas de lodo. Los galpones se alternaban con terrenos baldíos y casas de madera y chapas de zinc. Y, por añadidura, los perros. Decenas, centenas de perros ladrándole y mostrando los dientes, sacudiendo con sus saltos los alambrados oxidados, apenas capaces de contenerlos. Juárez estaba asustado. De vez en cuando se volvía para cerciorarse de que no lo seguían. Al fin y al cabo, se decía, ¿quién iba a seguirlo en semejante andurrial? Cada crujido de una puerta, cada auto destartalado que se cruzaba en su camino, le hacían intuir un final próximo. Trataba de decidir qué actitud tomar si lo asaltaban. Tratar de defenderse significaría una muerte segura. Por otra parte, dejarse arrebatar el dinero que llevaba escondido era también morir, aunque más lentamente. En esos días se había convencido de que la embajada había sido una pérdida de tiempo. Una simple distracción para ratones de laboratorio que esperan su turno para la mesa de disecciones.

Cuanto más nervioso se ponía, más velozmente caminaba. Las últimas cuadras las hizo casi corriendo, y sudando profusamente, en la penumbra del crepúsculo. La calle pavimentada que venía siguiendo terminaba abruptamente en un callejón pésimamente iluminado. Contó las puertas. Dos, tres, cuatro. La cuarta a la derecha, pintada de verde. Cuando golpeó, trató de tranquilizarse pensando que todo acontecía según lo planeado. Pensaba en Kamerman haciendo lo mismo siete días antes. Intuía sus nervios, sus temores cruzando ese lodazal del demonio. Y lo imaginaba ahora al otro lado de la frontera, durmiendo en una cama confortable, contactando de a poco a viejos conocidos, reorganizando el partido en conspiraciones inocuas pero edificantes, un pasatiempo engañoso pero salvador para los largos años por venir, pasatiempo al cual él mismo se entregaría con devoción a partir de la tarde o la noche siguiente, según cuál fuera la hora de arribo de la lancha.

Por fin el hombre gordo, el famoso Alvarado, le había abierto la puerta después de inspeccionarlo severamente por la hendija y de cerciorarse de que no lo habían seguido. Y lo había hecho trasponer el boquete abierto en la pared, contra cuyo borde él se había golpeado la frente. Todas esas imágenes pasaban, veloces, superpuestas, por la mente afiebrada de Juárez mientras el gordo volvía a leer detenidamente la carta, y despotricaba de vez en cuando contra el pobre Kamerman. Aunque seguían molestándole esos insultos gratuitos para con su aliado, Juárez tuvo el tino de guardar silencio. Entendía que no estaba en posición de embarcarse en reivindicaciones estúpidas de sus amistades.

“Así que usted quiere seguir los pasos de su amigo Kamerman.” El gordo por fin se había dignado a mirarlo, por encima de sus anteojos gruesos como botellas. Juárez sentía la tensión oprimiéndole los músculos del cuello. El gordo lo miraba con una expresión extraña, mezcla rara de soberbia, desprecio e ironía. Él se sentía intimidado por esos ojitos diminutos, más diminutos aún detrás de esos lentes estrambóticos y dueños de un brillo tan extraño como alarmante. En eso andaba cuando sintió cómo el rubor le ganaba las mejillas. Se odió por eso. Siempre le pasaba que en los peores momentos, en los de más tensión, en los que mayor control necesitaba sobre su apariencia y ademanes, el rojo incandescente de sus mejillas echaba al cuerno su titánico esfuerzo por parecer tranquilo.

Decidió que era preferible precipitar las cosas: “Tengo el dinero”. Habló con un tono que pretendió ser cortante, pero que al cabo no pasó de lastimoso. El otro lo miró, y los ojos volvieron a brillarle mientras los labios se le torcían en algo parecido a una sonrisa.

“Así que tiene el dinero, amigo…”, dijo como dudando, “tiene el dinero”, repitió. Se recostó gradualmente sobre el respaldo, mientras el sillón gemía bajo su peso. Cruzó las manos sobre su vientre descomunal, y Juárez observó el ir y venir pausado de sus brazos, al ritmo lento de su respiración dificultosa. “Tiene el dinero…”, musitaba de vez en cuando el gordo, sin dejar de mirarlo a los ojos.

“Ahora bien”, dijo de pronto, incorporándose violentamente en el sillón, cuyas entrañas volvieron a chillar ácidamente. “Usted sabrá amigo… Juárez (se tomó su tiempo para leer el apellido en la carta de Kamerman) que la cosa no es nada fácil. Imagínese… (y acompañó la expresión con un amplio ademán de sus brazos, como abarcando todo el abanico de dificultades que se le presentaban). La policía, el ejército, la vigilancia fluvial… mucha gente, ¿me entiende?”, y frotó varias veces el pulgar derecho sobre el dedo índice y el mayor, aludiendo al dinero.

Por toda respuesta, Juárez metió la mano debajo del saco y extrajo el paquete envuelto en papel de diario que le había dado su madre. “Setenta mil”, se limitó a decir. El otro lo miró detenidamente, y luego bajó la vista al paquete que descansaba sobre el escritorio. Lo abrió con cuidado, casi ceremoniosamente, y a la luz de la lámpara aparecieron siete fajos prolijamente ordenados de billetes nuevos y perfumados. Alvarado sonrió ampliamente por primera vez en la entrevista. “Bueno, bueno, amigo mío, me parece que vamos entendiéndonos.” Juárez se preparó para la nueva ofensiva, que no tardó en llegar. “Eh…, su amigo Kamerman le habrá avisado, ¿no?… respecto de lo otro…, usted me entiende, ¿no es cierto?”.

“No traigo sólo dinero, mi estimado.” Y Juárez acompañó sus palabras con un nuevo hurgar entre las ropas. Esta vez estiró las piernas e inclinó el cuerpo hacia atrás en la silla, se aflojó el cinturón, y metió la mano bajo sus calzoncillos. Extrajo el paquete más chico, una bolsa de plástico encintada sin prolijidad. El otro la contempló largamente. Juárez, tratando de ganar la iniciativa en la conversación, se apresuró a disipar sus dudas. “La compré por diez mil, pero usted bien sabe que puede sacarle mucho más del doble”.

Alvarado lo miró, casi divertido. “Pero, mi amigo, en qué cosas se andan metiendo ustedes los perseguidos políticos.” Juárez casi se mordió la lengua para no insultarlo. Se prometió a sí mismo que, cuando volviera al país, se tomaría algún tipo de revancha de ese gordo infame. Éste se tomó todavía unos minutos para contemplarlo a sus anchas, con un atisbo de sonrisa mal colgado de la comisura de los labios. Por fin, cuando habló, su tono y su expresión se habían trocado en sumamente serios, casi severos. “Atiéndame bien, porque en esto se juega mucho.” Se inclinó sobre la mesa para hablar. Juárez distinguía las gotitas de sudor que le poblaban la calvicie, y el tufo rancio que despedía mientras hablaba. “¿Está usted seguro de que cumplió al pie de la letra las indicaciones de Kamerman?”.

Juárez se apresuró a contestar que sí, que sin duda alguna. “Piénselo bien, porque me importa mucho, caballero”, insistió el otro.

Juárez repasó por enésima vez sus movimientos, pero esta vez lo hizo en voz alta, en un tono casi didáctico que buscaba tranquilizar las incertidumbres de Alvarado. El viaje en taxi, la caminata hasta el puerto, los transbordos de ómnibus, la caminata final por ese lodazal del infierno. “Le digo que sí, que las seguí al pie de la letra”, concluyó.

El gordo volvió a recostarse en el respaldo, y los resortes parecieron gritar su última agonía. “O sea que está absolutamente seguro de que no lo siguieron”.

Juárez se impacientó. El gordo imbécil lo estaba tratando como a un infradotado. Él no era un agente secreto, sin duda, pero creía haber hecho bastante bien las cosas. Siendo un oscuro funcionario de un gobierno depuesto y perseguido, había logrado escapar de las autoridades por más de un año, había sabido confiar en la persona adecuada, se había animado a comprar a precio de oro una buena cantidad de droga en el baño de un bar a un par de forajidos verdaderamente temibles, había burlado una vez más la vigilancia de sus verdugos concurriendo a esa cita en los confines de la ciudad, y pronto estaría viajando hacia un exilio seguro.

“No me siguió absolutamente nadie, ¿está claro?”, dijo al fin, casi con violencia.

El otro pareció convencido. Levantó ambas manos a los lados, como rindiéndose a la evidencia, y su gesto se distendió en una expresión que a Juárez le pareció casi de alegría. “Bueno, bueno, mi amigo, de acuerdo, le creo.” Y sacudiendo la cabeza volvió a incorporarse, todavía sonriendo. Murmuró algo sobre la localización de los papeles que necesitaba, mientras abría el primer cajón del escritorio. “Lo que pasa es que uno tiene que asegurarse, ¿me entiende? En estos tiempos uno no puede fiarse de nadie, no sé si me explico”.

Juárez había visto los movimientos densos del otro durante toda la entrevista. Tal vez por eso lo sorprendió la velocidad con la que se las ingenió para sacar un revólver y apuntarle directamente al pecho. Boquiabierto, miró alternativamente los ojitos del gordo y el caño lustroso del arma, que brillaba a la luz del velador. Demasiado tarde, mientras un dolor caliente le desgarraba el pecho, Juárez entendió su error.