Acodado en la mesa de la cocina, la vio retirar la vajilla con la metódica tranquilidad de siempre. La vio llevar primero los platos, tirar las sobras y las migas, ponerlos en remojo. La vio volver por las botellas, la de soda, la de agua, la de vino. La vio guardarlas en medio de un tintineo cristalino. La vio con el trapo húmedo en una mano y el repasador seco en la otra. La vio recorrer la mesa con maestría, capturando hasta la miga más pequeña. La vio girar la muñeca al terminar, para que ninguna escapara al suelo de baldosas grises, blancas y negras. La vio pasar el repasador seco, mientras percibía el tibio olor de la plancha en el género. La vio levantar los ojos hacia él, mientras le preguntaba si compartía con ella un cafecito. La vio disfrutar, sonriente, su respuesta afirmativa. La vio poner la pava al fuego, sacar la manga, echarle dos cucharadas de café adentro. La vio aprovechar la espera para lavar los platos con sus movimientos eficientes, sencillos, perfeccionados a lo largo de todos esos años de labor incansable. La vio secar la vajilla con un repasador viejo, y guardarla en la alacena estirándose en puntas de pie. La vio girar la cabeza cuando la pava inició su silbido. La vio sacarla del fuego usando el repasador viejo como guante. La vio colar el café con un chorrito humeante. La vio, por fin, sacarse el delantal y colgarlo de la percha de la puerta.
Le dijo a ella que fuese nomás para la pieza, que él sacaba la basura y alcanzaba luego las tazas hasta el dormitorio. Le dijo que no se olvidase de tomar la pastilla rosa del frasco chico, y la amarilla del frasco grande. Le dijo que tuviera cuidado con la canilla de agua caliente, porque andaba flojo el cuerito y no había tenido tiempo de cambiarlo. Le dijo que hiciera el bolso para la clínica de una vez por todas, que a la mañana siguiente iban a estar apuradísimos y seguro iba a olvidarse de alguna cosa importante. Le dijo que casi se olvidaba, que más temprano había llamado Cachito para ver cómo andaba, pero que no quiso que la despertara, así que había dejado muchos cariños y besos.
Ella refunfuñó una protesta, que cómo no la había despertado, que tiempo para dormir iba a sobrarle en esa clínica del demonio, y con los chicos que llaman tan de vez en cuando, y que cómo podía ser que no hubiese llamado Carmencita. Después murmuró algo sobre que no sabía qué camisón llevar, si el verde que era más paquete o el gris que era comodísimo pero se veía demasiado raído. En voz más alta, para que lo oyera a través de la puerta cerrada del baño, le recordó que pasado mañana tenía que retirar el saco que había dejado en lo de don Jaime para que le cosiera los parches en los codos, y que no se olvidara mañana a la noche de darle de comer al Negrito, y que si no tenía ganas de hacerse la cena que no fuera tonto y que fuera a comer a lo de Carmencita, que ya le había dicho que no había problema, pero que no fuera el cómodo de siempre que era capaz de no comer antes que mover un dedo en la cocina.
Él la dejó hablar sin contestarle, porque sabía que ésas eran las cosas que ella decía sin que hiciera falta que él dijese nada. Se levantó con esfuerzo, como si las piernas le pesaran mucho más que de costumbre. Tocó con la yema del índice la cafetera para ver si estaba a punto, y la sacó del fuego. Sirvió las tazas. Puso dos cucharadas de azúcar en la propia y una en la de ella. Caminó unos pasos y se detuvo. Sonriendo, volvió hasta la alacena y sacó de una lata dos alfajorcitos de maicena. Los puso en el platito de la taza de ella. Ahora sí caminó hasta el dormitorio. Ella esperaba ya en la cama, sentada contra la cabecera. Tenía puesto el camisón verde; el elegante. Él se lo hizo notar, y ella le dijo que había decidido llevar el gris a la clínica esa del demonio. Él apoyó las tazas en la mesa de luz de ella. Disfrutó cuando ella puso cara de culpa y comentó que Fernández le tenía prohibidas las golosinas. Él la contempló un par de segundos, y le dijo que se dejara de hinchar, que Fernández se fuera un poco al cuerno.
Él no se acostó. Se sentó en el borde de la cama, al lado de ella. Tomaron el café en silencio. Ella, entre sorbo y sorbo, se dedicó a roer los alfajorcitos con una expresión de placer sublime. Él la miró hacer.
Cuando terminaron se incorporó, la besó en la frente y llevó las tazas hasta la cocina. Las dejó en la pileta pero no las lavó. Volvió al dormitorio y la encontró todavía sentada. Le preguntó qué esperaba para dormirse. Ella no contestó. Él se aproximó y entre las nubes de su miopía advirtió que lloraba despacito, con unos lagrimones densos y calmos. Mecánicamente le preguntó qué le pasaba. Ella le dijo que nada. Él volvió a sentarse, en medio de un crujir de huesos y articulaciones, al lado de ella. Le tomó la mano entre las suyas y se la acarició con suavidad. Entonces ella se lanzó en un llanto más franco, y tal vez más útil. Él la dejó hacer, sin decirle nada. Al rato ella se calmó, lo miró a los ojos y le preguntó qué pensaba.
Él, como siempre, le contestó que nada. Ella, de inmediato, le dijo que no le mintiera. Él insistió, en tono fastidiado, en que no le pasaba nada. Ella continuó mirándolo, con ese modo absolutamente suyo que aniquilaba sus defensas y desbarataba sus intenciones.
Él le sostuvo la mirada todo lo que pudo. Después se volvió hacia el viejo ropero de roble, y pestañeó varias veces. Se incorporó casi con violencia, casi sin sentir el dolor de sus rodillas. Dio la vuelta a la cama, se inclinó, y del segundo cajón de su mesa de luz sacó un sobre blanco y abultado. Cerró el cajón, volvió del otro lado de la cama, y se lo alargó casi con gesto tímido. Ella se apresuró a capturarlo y a rasgarlo con impaciencia. Le pidió que se quedara a su lado, pero él salió de la pieza sin siquiera contestarle.
Fue hasta el patio y se sentó en la silla de hierro. Hacía frío, y el cielo estaba estrellado. Dejó que el aire helado le secara las lágrimas a medida que se le escapaban. Lamentó, como tantas otras veces, ser incapaz de manifestar sus emociones delante de ella. Intuía que, en todos esos años, la había privado de conocer todo un costado de su modo de ser, en tanto ella había sido siempre absolutamente cristalina. Pero no había otro modo. A él lo habían educado en el culto de la fortaleza y del hermetismo. Se consoló en la convicción de que ella siempre había sabido escucharlo en sus silencios. Y además estaban las cartas. Esas cartas hondas, densas, labradas con dificultad en su prosa adusta y anticuada. Esas cartas en las que él se había acostumbrado, de tanto en tanto y de vez en vez, a compensar con verdades llanas y sencillas la parquedad montuna de su alma.
Allí sentado, mientras sentía los alfilerazos del frío a través del pulóver de cashmilon, trató de ponerle nombre a lo que sentía por ella, y como siempre se dio por vencido. Apenas sabía que era algo enorme, y que había logrado vencer las trampas viscosas del tiempo, y arraigar aun en las grietas mohosas de todas sus equivocaciones. Sabía que sin ella no iba quedarle mundo por ningún lado, y que no iba a ser capaz de tolerar los pésames ni las manos inútiles sobre sus hombros, ni el olor de las flores inservibles. Se santiguó y rezó un rosario. El cura Miguel le había dicho que tenía que resignarse. Pero el cura no estaba casado con ella desde hacia sesenta y cuatro años. Cuando terminó se puso de pie y fue hasta la cocina. Sacó un vaso de la alacena y lo llenó de agua. Siguió luego hasta la pieza.
Ella seguía sentada bien erguida, con el velador encendido, y la carta desparramada sobre la colcha. Él apoyó el vaso y volvió a sentársele al lado. Ella le apoyó una mano húmeda por las lágrimas en la suya. Le preguntó, con un hilo de voz, si estaba seguro. Él la cortó de plano y le dijo que no pensaba demorarse en aclaraciones después de haberse tomado el trabajo de escribirle diez carillas.
Después ambos se miraron en silencio. Ahora ella no lloraba, y en cambio su rostro resplandecía. Él se alegró. Después fue hasta el baño, se puso el piyama y volvió para acostarse. Una vez en la cama, ella se desplazó con esmero hasta que pudo abrazarlo. Él abrió el cajón de la mesa de luz y sacó las píldoras que Fernández le había dado el lunes, cuando él había ido hasta el consultorio a encararlo, y el otro había tenido la hombría de entenderlo. Le pidió a ella el vaso, y ambos apuraron de un trago tres de aquellas pastillas azules. Ella le dio las gracias. Él ni siquiera se tomó el trabajo de contestarle, porque también ésas eran cosas de aquellas que ella decía a sabiendas de que él no iba a responderle nada. Después se estiró de nuevo hasta la mesa de luz y apagó el velador.