Estimado doctor:
Parece mentira cómo, a veces, la vida solita le soluciona los problemas a uno. Uno se empeña y empeña, buscando respuestas y alternativas, y sin embargo, la salida termina apareciendo por el lugar menos pensado. Es algo así como una lección de modestia, una especie de vacuna contra la omnipotencia del hombre. Supongo que lo que llamamos azar no es más que eso: el verdadero camino que siguen las cosas del mundo, según su propia lógica, muy superior a nuestra escasa capacidad comprensiva.
Usted se preguntará, ¿y a qué viene semejante perorata? Tranquilo, mi amigo, todo a su tiempo. Deje discurrir un poco las cosas, así como yo propongo. Además, creo que merezco una buena cuota de paciencia, sobre todo de un hombre como usted, un servidor público. Al fin y al cabo, todos nosotros le pagamos su sueldo con nuestros impuestos. Bueno, eso de “todos” es un poco inapropiado. Debo confesarle que hace muchos años que dejé de ser lo que se dice un contribuyente modelo. Y ojo que lo era, ¿sabe? Yo era muchas cosas que usted, viéndome donde estoy ahora, ni se imagina que yo haya podido ser en el pasado. Se supone que para eso le estoy escribiendo, ¿no? Para que usted me conozca y pueda evaluar mi situación. Mire que el director me lo recomendó muy especialmente. Me dijo: “Alberto (me llama por el nombre de pila, y yo hago lo mismo con él, como los viejos conocidos que somos), si querés que el informe final del Servicio recomiende el inicio de tus salidas transitorias, te convendría escribir un par de cartas, ¿sabés? Así no les resultás tan desconocido cuando llegue el momento de evaluarte. Aparte vos, con la labia que tenés…”, terminó el director, con un amplio ademán del brazo derecho, elevado hacia el horizonte, que quería significar la extensión prodigiosa de mi capacidad oratoria. Le aclaro que semejante elogio es infundado. No es falsa modestia, en absoluto. Lo que pasa es que, imagínese, en este ambiente… bien lo dice el refrán ese de que “en el país de los ciegos, el tuerto es rey”. Sin duda mi preparación universitaria me ha sido útil aquí, mucho más de lo que suponía cuando llegué. ¿Ve lo que le digo? Otro ejemplo de que las cosas se resuelven solas, y andan como y por donde quieren, sin consultarnos si nos cuadran o no. Quién me iba a decir a mí lo útil que me iba a resultar ser ingeniero civil acá en el penal. Y sin embargo, ya ve. Lógicamente, no de entrada.
De entrada pagué mi derecho de piso (no abundaré en detalles que puedan ofender su sensibilidad, por cierto). Pero con el tiempo (y usted bien sabe que si algo me ha sobrado en estos años es tiempo) mi educación me fue reservando tareas… de peso (iba a escribir “interesantes”, pero me contuve porque el calificativo le queda un poco grande, son demasiado monótonas, rutinarias, como para merecer ese vocablo). Como al fin y al cabo nuestra vida es una transacción, manejar algunas cuestiones difíciles para la administración de esta digna institución me redituó en beneficios crecientes.
Pero, ¿a qué venía todo esto? Ah, sí, a la recomendación del director de que le escribiera sobre mi vida. Lamento extenderme tanto, pero en este ambiente es difícil hallar un interlocutor interesante, que despierte en uno el deseo de comunicarse, de contar cosas. Aunque no lo conozco, esto de mandarle una carta me ha despertado un interés creciente, un acicate para pensar, para recordar, usted me entiende.
No es tarea fácil, nada de eso. Yo ya tengo cincuenta y ocho años. Imagínese que, si pretendiera relatárselos enteritos, no me alcanzarían otros tantos, ni a usted para leerlos. Por eso me permitiré bosquejar apenas algunas grandes líneas, semblantear un panorama general, una síntesis de conjunto que nos ahorre a ambos disquisiciones innecesarias. Creo que si tuviese que sintetizar mi existencia en una frase diría que mi historia fue ordinaria hasta hace quince años, y que desde entonces ha iniciado una curva ascendente hacia el autoconocimiento, la paz interior, la perfección espiritual, la comunión con lo trascendente, en fin, no quiero pecar de soberbio. No me atribuyo responsabilidad en ese rotundo cambio de trayectoria, en absoluto. Por eso encabezaba la carta hablando de cómo la vida, cuando la dejamos transcurrir, se arregla solita, solita.
La otra, la de antes, la vida ordinaria, transcurría por los carriles habituales: una esposa, un hijo y una hija, una amante, una empresa, un socio, una vida social, un padre. Tal vez sea una descripción demasiado esquemática. Paso a ser más explícito: una esposa desabrida, un hijo adolescente e insoportable, una hija adolescente e histérica, una amante joven y demandante, una empresa sólida y aburrida, un socio molesto y exigente, una vida social agitada y desasosegada, un padre viejo y en el asilo. No luce demasiado promisorio, ¿verdad? Pero así era mi vida. No era una vida… mala. Pero tampoco era una cosa así… atrapante, ¿me entiende? El problema no estaba en que fuera buena o mala, no, la cosa pasaba por otro lado. El problema era la fatiga, el enorme cansancio de mantener toda esa vida dando vueltas todos los días sin que se detuviera. Levantarme a la mañana significaba poner en marcha una enorme rueda, una pesada y oxidada rueda rechinante; tan enorme que darle una vuelta completa me llevaba todo un día, y tan pesada que al cabo de la tarea terminaba absolutamente agotado. No es fácil pertenecer a la clase media profesional, usted sabe. Ni ser el único sostén del hogar, imagínese. Todos los días uno tiene que levantarse por algo, aunque tenga ganas de seguir durmiendo. Ayer fue el colegio de los chicos, hoy es la cuota del auto nuevo, mañana es el viaje de “negocios” a Río de Janeiro con la señorita, pasado es disponer del dinero para pintar el frente de la casa de Pinamar. No, señor, no era una vida fácil, nada de eso. Cada mañana, antes de dar el primer empujón a la rueda, mirándome en el espejo del baño, veía los estragos del tiempo en mi rostro. La calvicie, las arrugas, la opacidad de la mirada… No, no era una vida fácil la mía. Y eso que busqué alternativas, no vaya a creer que me quedé llorando de impotencia. Hice terapia, practiqué deportes, empecé yoga… Pero no había caso. Nada que hacerle. La rueda seguía ahí, chirriando obscenamente.
Hasta me ensombrece el recordarlo. El auto por el centro a la mañana, el estacionamiento (carísimo), el ascensor automático, Analía con su sonrisa plástica de la mañana, “buen día, señor” (en la oficina me llamaba así, para guardar las apariencias) y, para rematar el panorama, el imbécil de mi socio saliéndome al encuentro con algún plano, o una carpeta, o una resolución municipal, o vaya uno a saber qué cuernos. Siempre él, siempre gris. Mi socio gris, insulso, anodino, odioso en sus semejanzas con mi propio ser, con mis propias traiciones, con mis propias bajezas cotidianas, con mi esposa - hijos - amante - empresa - vida social - padre, etcétera.
Ahora que lo pienso, esos años fueron los más duros de mi vida. Traté de salirme, se lo juro. Mil veces traté de salirme, de hallar una puerta que me condujera a una vida placentera. Pero no había modo. La rueda cotidiana no aceptaba traiciones paulatinas. Sucede siempre lo mismo doctor: uno no puede tocar un elemento sin alterar el equilibrio del resto.
Por eso le decía, doctor, que al cabo de todos estos años que llevo vividos tiendo a pensar que lo mejor que uno puede hacer es dejarse llevar por lo instintivo, y dejar que luego los asuntos se arreglen solos. Y fíjese si no en mi caso para confirmar lo que le digo: el gran día fue un martes de mayo. En verdad, no podía ser de otro modo. Téngalo en cuenta: el martes es el símbolo de la monotonía por excelencia. No es como el lunes, paradigma de la depresión, ni como el miércoles, bisagra de la esperanza, ni como el jueves, preludio de la alegría, ni como el viernes, éxtasis de la liberación. No, nada de eso. El martes es la evidencia de lo efímero de lo placentero. Es el canto de la monotonía. El martes demuestra que lo peor no es el lunes con su tristeza. Que lo terrible está en la continuidad, en la seguidilla, en la inútil cadena de días de la cual el martes es el eslabón más macabro. Es el puente nefasto que nos conduce de la desesperación al engaño. Pues si quedásemos en la desesperación del lunes, si nos ahogásemos en el pantano de su melancolía, vaya y pase. Pero no, fíjese que ahí está el martes con toda su vacía extensión, sin otro objeto en el mundo que conducirnos hasta el miércoles, y ponernos de nuevo a la espera de un nuevo fin de semana que nada ha de aportarnos, pero que mirado desde el dolor de la esclavitud de entre semana se nos antoja promisorio y dichoso.
Hacía tiempo que venía reflexionando sobre esta propiedad macabra de los días martes, y por eso ese martes mi humor era especialmente oscuro. Por eso cuando salí del ascensor automático, y Analía me saludó con su expresión sintética de las mañanas, y me encontré con mi socio que me abordó al entrar a mi oficina, debo confesar, doctor, que estaba cerca de mi punto de saturación. Tal vez por eso le hablé de mal modo, o mi cara le demostró al menos una pequeña porción de mi desprecio. Ya no recuerdo, doctor (disculpe las falencias de mi memoria, pero quince años no pasan en vano), cuáles fueron sus exactas palabras de entonces. Creo que el pobre tipo lo único que hizo fue mandarme a la mierda, o algo por el estilo, y se alejó dándome la espalda con un gesto despectivo de su brazo derecho. Pero ahí, doctor, fue donde intervino esa fuerza incontestable del universo moviéndose según sus propios y enigmáticos designios. Lo vi alejarse, recortada su figura contra el enorme ventanal de la recepción, con un fondo gris de edificios y balcones y pedazos infames de un cielo nuboso.
Le juro, doctor, que yo no tenía nada contra él. Sé que no se lo he descrito en muy buenos términos. Pero no me causa, ni me causaba entonces, mayor repulsión que el común de los mortales, incluido yo mismo. Era un pobre gil, si me permite usted la familiaridad del calificativo. Pero en ese momento, en ese preciso instante definitivo, empujarlo contra el ventanal con toda la fuerza que fui capaz de juntar fue casi un acto de justicia. Un desagravio, una especie de conjuro contra la infalibilidad monótona del martes. Y pucha que ese martes fue distinto.
Al principio, le confieso que me asusté. Analía gritaba como loca, mientras yo me asomaba por el agujero enorme del ventanal, viendo a Carlitos despatarrado nueve pisos más abajo. A quince años de aquello, todavía no puedo acordarme bien en qué momento decidí liquidarla también a ella. No sé si fueron sus gritos los que me sacaron de quicio, o el horrible perfume que llevaba puesto, o las facciones de payaso moribundo que había adquirido con el maquillaje embadurnado con las lágrimas. Lo cierto es que fueron dos tiros certeros, y le juro que la tipa no sufrió ni medio.
Yo ahora se lo cuento perfectamente hilvanado. Pero entonces yo viví esos acontecimientos como relámpagos incandescentes y aislados en una noche de pesadillas. Los policías, los curiosos agolpados en el palier del edificio, el viaje en el patrullero, la comisaría con olor a humedad, el juzgado repleto de expedientes mal apilados.
La condena estuvo bien, creo. Aunque tal vez coincida conmigo, doctor, en que veinte años por un par de homicidios tal vez hayan sido excesivos, ¿no le parece? El juez de entonces habló de falta de escrúpulos, ausencia de arrepentimiento. Bueno, no importa. “Lo pasado, pisado”, dicen.
Como quiera que sea, en los primeros tiempos no las tuve todas conmigo. Imagínese, un profesional de renombre mezclado con la escoria carcelaria. Varias veces le di vueltas a la idea de suicidarme, tal era la repugnancia que me producían las vejaciones a las que me veía sometido. Pero fíjese usted lo que le decía al principio, sobre los acontecimientos que solos se encadenan y nos brindan los modos de salir de los problemas. Poco después de la sentencia, logré que me trasladaran acá, bien lejos de la capital, a una cárcel chica, casi íntima. Ni punto de comparación con el bochorno de Devoto. Aquí, como le refería antes, uno puede forjarse una cierta posición sobre la base de sus merecimientos. No quiero que confunda esta actitud mía que aquí le confieso con el servilismo. Nada de eso. Soy un entusiasta defensor de ciertos códigos carcelarios. Jamás una delación. Nunca una entrega. Pregúntele a cualquiera aquí acerca de “El Ingeniero”. Ningún preso podrá acusarme de una agachada.
Pero, ¿a qué venía todo esto? Ah, sí, a lo de mi traslado desde Buenos Aires. Resulta que a poco de estar recluido aquí, pongamos a los dos meses, me desperté a la mañana antes de que encendieran las luces. Se escuchaban solamente los ronquidos de algún que otro preso distante. Extrañamente para mis hábitos, me despabilé enseguida. Tenía una sensación muy nueva y muy confusa. Cuando se encendieron las luces y empezó el alboroto, seguí al malón hacia las duchas, pero la cabeza siguió trabajándome en torno a esa sensación indefinible. Tardé varios días en hallar el hilo conductor del laberinto. La sensación nueva que tenía por las mañanas era la dulce vivencia de haber dormido nueve horas sin interrupciones. Ese fue uno de mis primeros hallazgos: lo que no habían logrado ni la terapia, ni los deportes, ni el yoga, ni mis amoríos furtivos, lo había conseguido la cárcel. Yo había vencido al insomnio. Pero ése fue sólo el principio. Porque mucho más impresionante fue detectar en mi vida, antaño caótica, la increíble, la dichosa certeza de no tener que hacer nada de nada en toda la extensión del día. Aquí en la cárcel, lejos de mi casa y mi familia y mi amante y mi oficina, no había ninguna rueda para ser movida, ninguna montaña de problemas que escalar cotidianamente para descansar sin paz por la noche para atravesar otra en la nueva jornada. Sólo la simple rutina de respirar, alimentarme, y dejar pasar el tiempo.
Envalentonado por esos hallazgos, tomé las dos decisiones más sabias de mi vida. La primera fue conseguirme un tablero de ajedrez para reproducir las partidas publicadas en el diario, y combatir de vez en cuando contra algún contrincante imaginario (aquí el único que sabe jugar es el director, y creo que ya me explayé sobre los límites éticos que impongo a mi buena voluntad de presidiario, en mi trato con las autoridades). La segunda fue empezar a mandar cartas a organizaciones de ayuda pidiendo libros. De entrada devoraba cualquier estupidez que me cayera en las manos. Después, en cambio, fui poniéndome exigente. Algunos clásicos griegos, mucha historia medieval y un poco de filosofía alemana (de Kant para acá, nada demasiado ambicioso). Aun con ese prurito, en mi celda apenas cabemos mis libros y yo. No se imagina, estimado doctor, lo que rinden 12 horas de estudio dichoso y metódico, los siete días de la semana, sazonadas con alguna partida de ajedrez bien planteada.
Ahí fue cuando cambió mi vida. Recién entonces tuve el valor de decirle a mi mujer que no quería que viniera más a visitarme. Tardó en entender lo que le decía. Recién tuvo un atisbo de claridad cuando la mandé a la mierda, y le dije que les trasmitiera idéntico mensaje a mis hijos. Mi viejo, pobre, se murió casi enseguida, del disgusto. Así que cuando se fue mi mujer con cara de te volviste loco, la paz de la soledad se asentó para siempre en mi hasta entonces atribulado espíritu.
Le doy otro ejemplo de mi superación espiritual: yo llegué acá balbuceando el castellano. Y ahora leo en inglés, alemán, francés e italiano. Todo es cuestión de voluntad, un buen diccionario bilingüe al lado, y tiempo. Esa es la verdadera clave, doctor. Tiempo para usar, para perder, para malgastar, para verlo pasar. Sin rendir ni pedir cuentas por él. ¿Se imagina usted el hallazgo que eso significa?
En fin, doctor, no quiero entretenerlo más. Primero porque ya me he extendido mucho. Y segundo porque aún me falta abordar el punto más importante de mi exposición, y enfrascado en contarle mis recuerdos todavía no me he metido de lleno en el asunto.
Llevo aquí casi trece años, más los dos que pasé al principio en Devoto. Suman quince, evidentemente, y según diversos cómputos que pueblan mi legajo se aproxima la chance de pedir mi libertad condicional. De ahí que el director se haya apresurado a felicitarme por mi próxima liberación, y que me haya aconsejado escribir esta carta para reforzar mi imagen de convicto regenerado.
A esta altura de mi esquela, estimado doctor, advertirá el desatino de la idea del Señor director. En efecto, yo le he descrito a usted mi vida aquí dentro. Le he mencionado los hábitos que pueblan mi jornada, y el inmenso placer que ellos me reportan. Así las cosas: ¿puede alguien, en su sano juicio, suponer que yo voy a cambiar todo esto por la inseguridad, el vértigo y el frenético devenir del mundo de afuera? Además, imagínese el estado calamitoso de mi patrimonio en la actualidad. Supongo que mi familia habrá dilapidado concienzudamente todo aquello que yo y mi neurosis habíamos edificado. ¿Volver a empezar? No, doctor, yo paso, gracias.
Por eso, estimado doctor, me tomo el atrevimiento de pedirle por intermedio de la presente que se me permita continuar el cumplimiento de mi condena hasta su agotamiento, que operará, si mis cálculos no fallan, en poco más de cinco años a contar de la fecha. No creo que sea abusar de su buena disposición aunar a esa solicitud la de permanecer detenido en esta Unidad desde la que le escribo. Usted imagina lo desagradable que resulta lograr una posición de respeto en el ambiente hostil de una unidad nueva, con sus jerarquías ya estipuladas y sus códigos implícitos difíciles de penetrar sin sufrir dramáticas lecciones en cada yerro.
Queda al despedirme, doctor, un severo interrogante, que tal vez usted se formule y que yo, debo confesarlo, me hago cada noche con más frecuencia. ¿Qué sucederá cuando expire de hecho mi condena? Espero, doctor, que comprenda la profunda gravedad de la cuestión. Aunque el Servicio se empeñe en otorgarme la libertad condicional, yo puedo evitarla con un pedido suficientemente explícito al jefe de mi Unidad. Usted sabe lo fácil de corromper que resulta a veces el personal penitenciario. Pero ambos sabemos que no puedo evitar que la condena expire al cabo de los veinte años estipulados.
Le dejo la inquietud, doctor, por si se le ocurre alguna alternativa. Y conste que le digo alternativa, porque a esta altura usted imaginará que, como están las cosas, por el momento sólo tengo una vía de solución al asunto. No soy un monstruo carente de sentimientos. Y matar a alguien aquí adentro no es un proyecto que me enorgullezca. Y ello sin entrar a considerar los inconvenientes prácticos que derivarían del hecho: matar a un guardiacárcel podría significar mi propia sentencia de muerte. Y matar a un pobre preso… No me gustaría arrogarme potestades celestiales sobre las vidas ajenas, usted comprende. Asimismo, nada me asegura que la nueva condena pueda purgarla en esta Unidad. Y ya me explayé acerca de los trastornos de toda índole que acarrea un traslado.
Sin duda ambos preferiremos una solución menos drástica, motivo por el cual me pongo a su disposición para conversar sobre cualquier eventualidad que surja en torno al asunto que elevo a su consideración. Esperando con avidez cualquier intercambio epistolar que, en relación con los temas recién ventilados, usted quiera proponerme; agradeciéndole la atención dispensada; y en el anhelo de que juntos podamos hallar un desenlace incruento a mis pretensiones de permanencia, lo saludo con mi más honda consideración.