La última visita de Edmundo Sánchez

El teléfono rompió abruptamente el silencio opresivo de la madrugada. Edmundo Sánchez demoró en atenderlo. No porque le costara despegarse del sueño, nada de eso. Estaba completamente despierto, como lo había estado durante toda la noche, a sabiendas de que ese llamado tarde o temprano habría de producirse. Tardó en atender porque sus movimientos eran lentos, trabajosos, cincelados en el dolor penetrante de sus articulaciones gastadas.

Con sumo cuidado se incorporó en la cama y encendió el velador de bronce. Giró hacia el costado y tanteó con los pies buscando las chinelas. Reprimiendo un gemido de dolor se paró y caminó hasta el respaldo de la mecedora, del que pendía la bata. Fue colocándosela a medida que avanzaba arrastrando los pies, hacia la mesita baja sobre la cual seguía sonando el teléfono.

“Si piensa venir hágalo ahora, Edmundo.” La voz de Blanca sonó metálica, pero la ansiedad y el disgusto que la poseían llegaron hasta Edmundo con claridad meridiana. “Enseguida voy, Blanca.” Su tono de voz era calmo, grave, casi resignado. “Y gracias por avisarme.” Colgó sin esperar una respuesta que, intuía, de todos modos no iba a producirse.

Se afeitó con meticulosidad, afilando de tanto en tanto la navaja en el cinto de cuero. Buscó su traje negro y su camisa pulcra y blanca, que esperaban extendidos sobre la cómoda desde la víspera, aguardando ese llamado definitivo. Se vistió tan rápido como fue capaz, mientras insultaba y maldecía los descalabros de su cadera y su columna vertebral, que en esos días lo habían venido torturando. Al final se aproximó al enorme espejo del ropero de caoba, se anudó la corbata negra, y se alisó el bigote grueso y encanecido. Se acomodó el saco, se enfundó en el sobretodo, se protegió el pecho con una gruesa bufanda de lana, y tomó del perchero el sombrero nuevo. Cerró la puerta de calle y se lo calzó con firmeza.

Una claridad difusa iba tiñendo el horizonte, pero sobre su cabeza todavía fulguraban algunas estrellas. Pensó que las muertes eran el único evento social capaz de celebrarse por encima de cualquier protocolo que tuviese que ver con horarios específicos y días de la semana estipulados. A nadie se le ocurría contraer matrimonio un miércoles a las once de la noche, o bautizar a un crío un lunes a las cuatro de la mañana. Pero la muerte gozaba de libertades propias de su solemnidad macabra. No sólo acaecía en el momento más inopinado, sino que ponía en movimiento, fuese la hora que fuese, una rueda descomunal de avisos, recomendaciones, encargos, preparativos, que tenían a los deudos de aquí para allá y de allá para aquí en frenéticas diligencias. Recién cuando el velorio fuese tomando forma —empresa nada sencilla, sobre todo si empezaba de madrugada—, con una ronda más o menos establecida de café y galletitas, con unos cuantos mates itinerantes viajando entre la multitud creciente y circunspecta, sólo entonces y recién entonces, los deudos podrían al fin derrumbarse a descansar, a mirarse unos a otros, a tomar conciencia de que el muerto los había sorprendido por completo con la guardia baja, y de que entre pitos y flautas llevaban tal vez veintidós o veintitrés horas despiertos, desde la mañana anterior, desde que desayunaban ajenos al descalabro en ciernes, ignorantes de esa muerte intempestiva y reticente a las estipulaciones de la coherencia y los buenos modales.

De todos modos se dijo que aún contaba con algunas hilachas de tiempo. El llamado de Blanca, la premura de su voz cortante, hablaba a las claras de que Miguelina aún seguía con vida. Edmundo estaba seguro de que cuando se produjo el llamado, apenas antes de las cinco y media, habría acabado de irse el médico, después de divulgar las malas nuevas en el coro de parientes ansiosos y desvelados. Blanca habría esperado la desbandada general hacia el dormitorio de la enferma, se habría sentado unos minutos a decidir qué hacer. Finalmente la promesa hecha a su hermana moribunda habría podido más que sus prejuicios, de modo de permitirle vencer la aprensión de llamarlo a él para convocarlo a esa visita impensable en una situación menos dramática.

Edmundo se felicitó por haber optado por caminar las veinte cuadras que separaban su casa de la de ella. El frío atroz de la mañana le había servido como acicate para los sentidos, y en todo el trayecto no había visto pasar un solo tranvía ni de ida ni de vuelta, de modo que de haberse decidido a esperarlo estaría todavía congelándose en la parada. Además, la caminata lo había liberado de la angustia vigilante de los últimos días. Ahora sólo le quedaban su amor y su tristeza.

Por fin dobló la esquina de su casa. El barrio estaba muerto, con los árboles desnudos y la helada blanqueando las veredas. Hizo sonar dos veces la gruesa aldaba de bronce, y se retiró dos o tres pasos. Le abrieron sin espiar antes por los visillos, sin reparar en que aún no eran las siete de la mañana, como sucede siempre en las casas de los enfermos, habituadas a intromisiones intempestivas a cualquier hora. Sin adelantarse hacia el umbral, se quitó el sombrero y dio los buenos días. Desde el recibidor un joven de gesto severo le contestó el saludo con un simple asentimiento de cabeza.

“Espere aquí, por favor.” Edmundo Sánchez no esperaba otras gentilezas. Se mantuvo bien erguido y volvió a calzarse el sombrero para abrigar su cabeza apenas provista de algunos mechones blancos, pulcramente engominados. Por la puerta entreabierta percibió el rumor de algunas exclamaciones ahogadas, algún insulto proferido por una voz masculina y joven, los chistidos nerviosos de unas mujeres que pedían calma. Finalmente volvió el silencio, hasta que unos pasos cortos y rápidos, inconfundiblemente femeninos, se acercaron hacia la puerta.

Edmundo volvió a quitarse el sombrero, ahora ante una joven que, aterida de frío y de ansiedad, lo saludaba intentando dibujar una sonrisa. “Buenos días, caballero. Pase usted, por favor, que la mañana está terrible.” Acompañó sus palabras con un gesto casi cálido, mientras abría la puerta por completo. Él agradeció y entró a la casa. En la sala advirtió que los muebles oscuros, austeros, pesados, eran los de toda la vida. Lo único distinto era una radio de dimensiones colosales, un mastodonte de gusto dudoso que Miguelina había comprado años atrás arguyendo su conveniencia para las tardes solitarias de entre semana. Edmundo la tenía muy presente porque la había acompañado a elegirla, y había intentado vanamente disuadirla de gastar un dineral en semejante adefesio. Ella había porfiado, como siempre, hasta salirse con la suya, pero a él no le había importado. Eran los tiempos inolvidables de sus tardes de paseo y de meriendas opíparas en El Molino.

La sala estaba desierta. El único rastro que habían dejado los hombres era un ligero olor amargo a cigarrillos. Pero a Edmundo no era ése el olor que le importaba. A él lo convocaba el otro, el perfume diáfano de Miguelina que persistía en la alfombra y en los libros de la biblioteca, que ardía en los leños de la estufa y flotaba en el aire cálido de la casa. Edmundo no dudaba porque el olfato era el único sentido que, en su cuerpo envejecido, le había hecho el favor de no traicionarlo con el correr de los años.

“Espere aquí un minutito, por favor. La señora Blanca lo recibirá en seguida. ¿Puedo ofrecerle algo, un café, un té?” Él negó con la cabeza, y agradeció con una somera sonrisa la solicitud de la joven. Supuso que sería nuera de Miguelina, y se preguntó cuál de los imbéciles de sus hijos tendría la inmerecida fortuna de haberse casado con esa criatura gentil y bella.

Enseguida Blanca entró en la habitación, secándose las manos en un pañuelo bordado de muchos colores. “Cómo está, Edmundo”, lo saludó sin afecto, extendiéndole la mano. Él se la estrechó. “Muy bien, Blanca, muchas gracias.” Permanecieron contemplándose todavía unos instantes aunque ya habían agotado todo lo que tenían por decirse. Edmundo trataba de advertir alguna clase de parecido entre esa mujer severa, maciza, dueña de una vejez solemne y desértica, y Miguelina, la mujer que durante las últimas dos décadas se había constituido en el único motivo valedero que él había encontrado para seguir con vida. No fue capaz de hallar similitud alguna, salvo tal vez el verde agua de los ojos.

“Pase por aquí”, dijo por fin la mujer, y lo condujo a través de la sala, hasta un pasillo largo al que daban las puertas de las habitaciones. Al pasar delante de la tercera Edmundo percibió de nuevo el tufo rancio del tabaco. Imaginó a los hombres velando, tensos, la opresiva presencia del intruso. Siguió a Blanca hasta el final del pasillo, hasta que abrió la última puerta, hasta que tuvo frente a sí la cama enorme, hasta que lo golpeó el olor a desinfectante como una muralla invisible, hasta que sus ojos gastados descansaron por fin en los húmedos y risueños de ella.

“¡Edmundo, qué milagro tenerlo por acá! Pase por favor, ¡qué alegría me ha dado!” Ella sonreía mientras hablaba, desafiando con su ironía traviesa el espanto inocultado de su hermana. Él se acercó con pasos dubitativos, asombrado en la imagen de ella, en su serenidad, su sosiego, su alegría contagiosa. Blanca seguía tiesa junto a la puerta, como un centinela listo para un ataque inminente. “Blanca, te pido le acerques la silla a Edmundo. Eso, no, más aquí, cerca de la luz, donde pueda verlo sin estirar el cuello. Gracias. Cerrame por favor la puerta cuando salgas, que de ese pasillo del demonio me viene un frío atroz. Eso, gracias.” La otra se había por fin retirado, mirándolos de reojo a medida que cerraba la puerta.

Él se admiró, como tantas veces, de la soltura infinita de ella. Era tal su modo de desenvolverse que el universo discurría absolutamente manso entre sus ademanes y sus palabras. Mil veces la había visto afrontar grandes y pequeños percances con esa destreza desenfadada, con esa simpatía dulce, con esa obstinación divertida. Pero cuando quedaron a solas se limitaron por varios minutos a contemplarse en silencio. No los turbaba la inminencia de la muerte, sino la vergüenza pueril que los recorría siempre que se encontraban a solas.

Edmundo la recorrió con la mirada, en un intento porfiado de grabarse a fuego en las retinas la imagen que tenía pensado evocar mientras siguiese con vida. Ella lo dejó hacer acariciándole la mano rugosa, sonriéndole con ternura y dedicación. Casi no hablaron, como en un acuerdo tácito de librarse recíprocamente de las recomendaciones inútiles que ambos habían preparado.

Tres golpes secos, y la voz destemplada de Blanca anunciando la llegada del padre Juan, los volvieron al mundo. Se besaron fugazmente mientras Edmundo se incorporaba, y ella le decía a la hermana que hiciera pasar al cura. Los dos hombres se cruzaron en el umbral y se saludaron con una simple inclinación de cabeza. Edmundo no esperó la guía de Blanca para encontrar la salida, ya que conocía perfectamente el camino.

Cuando llegó a la sala no pudo empero evitar un sobresalto: sentados en los amplios sillones estaban tres hombres jóvenes. Aunque hacía varios años que no los veía, Edmundo reconoció en ellos a los hijos de Miguelina. El menor era el que le había abierto la puerta. Tenía unos treinta años, y una expresión casi infantil que el bigote ralo que lucía no alcanzaba a morigerar. Los otros eran algo mayores. Augusto debía tener treinta y siete, y Alberto, el mayor, no menos de cuarenta. Edmundo recordó que la última vez que los había visto había sido en el entierro de su padre, doce años atrás, en medio del fárrago de asistentes en la tibia tarde de la Recoleta. Ahora los tres lo miraban con una hostilidad evidente. Edmundo los saludó con un breve buenos días. Ellos respondieron en un murmullo, sin ponerse de pie. Edmundo se alivió en el hecho de que no hubieran amagado un apretón de manos, que hubiese resultado casi procaz en esas circunstancias.

Se acercó al perchero y descolgó el sobretodo y el sombrero. Mientras caminaba hacia la puerta escuchó con claridad el trajín de las mujeres en la cocina, atareadas con el desayuno. Cuando casi llegaba al recibidor lo detuvo la voz rabiosa del más joven: “No sólo tuvo el descaro de mancillar el honor de papá, sino que encima tiene ahora la osadía de profanar su casa”.

Edmundo se detuvo y giró sobre sus talones. El que había hablado tenía el rostro congestionado por la cólera. Lo miraba con una expresión feroz, resollando con las fosas nasales dilatadas y los labios lívidos de tan apretados. Los mayores, menos impulsivos, guardaban la compostura esperable de dos caballeros, aunque en el veneno de sus ojos se adivinaba una emoción parecida a la del más chico.

Los consideró uno por uno. Los vio como siempre los había sabido: idénticos a su padre, mezquinos, torvos, secos, solemnes. Por un momento sintió que era injusto que Miguelina lo dejase así, con todo ese amor incinerándole las tripas. Pensó en el alivio que podría sentir si les gritaba a esos imbéciles que sí, que eran ciertos todos los rumores, todos los comentarios, todos los chimentos nacidos y engordados a lo largo de los años en las tardes inútiles de sus tertulias decepcionantes. Supuso que tal vez fuese una liberación, una victoria, vociferar su secreto ahora que estaba destinado definitivamente a morir con él, sin Miguelina a su lado para compartirlo.

Pero enseguida volvió la imagen de ella haciéndole jurar por Dios que nadie se enteraría jamás de nada por sus labios. De modo que ahogó su cólera en la satisfacción de mantenerse fiel a su promesa de morir con la verdad a cuestas, para rabia y desasosiego de ese montón de idiotas enfermizos cuya opinión, al fin y al cabo, nunca les había importado.

Se contentó, entonces, con sostenerle la mirada al más joven. Lo asfixió en su calma. Lo aporreó con su mirada de silencio. Y luego lo crucificó en la exigüidad cruenta de sus palabras: “No sea impertinente, mocoso. Y no se atreva a poner en cuestión el honor de su señora madre, o me veré obligado, aun a mi edad, a cruzarle la cara por imbécil”.

Edmundo calló y esperó un largo minuto, como dándole al otro la chance de responder, pero su interlocutor permaneció absorto en la contemplación de sus zapatos lustrosos, con el rostro carmesí, incapaz de articular palabra, esperando tal vez un socorro postrero de sus hermanos mayores que también prefirieron rendirse y bajar los ojos hacia los adornos de la mesita baja de la sala.

Recién entonces Edmundo Sánchez se enfundó en el sobretodo, se calzó el sombrero, se despidió con un conciso “Buenos días”, cruzó el recibidor, traspuso la puerta, y la cerró sin golpearla.