Decí que el Carozo es un tipo de recursos

Decí que el Carozo es un tipo de recursos, que si no… Porque de entrada nos agarró a todos tan mal parados, tan sin saber qué hacer, que si no hubiese sido por el Carozo nos hubiéramos querido cortar las que te jedi. Yo te soy sincero: los dos primeros días no sabía qué carajo hacer. En casa daba vueltas por la pieza con el mate en la mano. En el laburo me preguntaban quién se había muerto. Y yo nada, fijate. Ni la más pálida idea de para dónde rajar. Lo que pasa es que el asunto nos cayó muy de repente, imaginate. Cuando nos citó el Coqui el domingo a la noche en su casa yo ni me imaginaba la que se venía. Me extrañó un poco, eso es cierto, que apenas toqué el timbre me cazara del brazo y me llevara a los empujones por la escalera hasta la piecita de la terraza. “Nada, nada, vení”, me contestó haciéndose el misterioso, cuando le pregunté qué corchos le pasaba. Pero por delante de la vieja me hizo pasar como una exhalación, como queriendo esquivarla, y cuando entré en la piecita y los vi a todos reunidos me dije cagamos, acá pasa algo fulero. Estaban los Mellizos, el Cabezón, Vicente y el Carozo. Por las caras que pusieron cuando los saludé me di cuenta de que no me había perdido nada, porque estaban tan en babia como yo.

Que nos citara a todos juntos, un domingo a la noche, era llamativo. Pero que la reunión se hiciera en la piecita significaba que era grave. ¿Cuánto hacía que no nos reuníamos los siete ahí arriba? Fácil, fácil, cinco años. Desde que se quemó el amplificador de Vicente y casi nos morimos todos fritos, que no estábamos ahí metidos todos juntos. Antes sí, de más chicos parábamos siempre. Después de la escuela, el cuartito de la terraza del Coqui era una fija. ¿Sabés qué pasa? Que ahí arriba no nos jodía nadie. En la casa de los Mellizos son seis mil. Los viejos del Cabezón son unos rompeguindas. En mi casa no entrábamos ni de canto. Pero la pieza de la terraza era bárbara. En tercero, los Mellizos una vez cayeron con un tocadiscos y dijeron que era “para la piecita”. Después me enteré de que se lo habían chafado a uno de los cuñados, pero nunca consideramos la posibilidad de reintegrarlo a su legítimo titular. La mesa y las sillas las puso el Cabezón cuando desarmaron la casa de sus abuelos. Después el Carozo, que siempre fue un visionario, dijo que nos hacía falta un catre. Cuando yo pregunté para qué cuernos necesitábamos un catre me acuerdo que los otros me miraron como si fuera el tipo más otario que hubieran visto en su vida. Aunque te digo, bien que les hice falta después, con mi carita de muchacho serio, para entretenerla a la madre del Coqui en la cocina, los viernes a la noche, cuando los otros conseguían a alguna mina para conducir hasta las alturas. Después crecimos, vos viste cómo son las cosas. Aparte el Coqui se puso de novio y ya no daba como para manguearle la terraza, imaginate. Nos pusimos artísticos un tiempo con el asunto del grupo de rock, pero cuando el Dani metió los dedos en el amplificador de Vicente y lo hizo volar a la mierda fue como una señal de que nos dedicáramos a otra cosa, supongo.

Así que la otra noche, cuando el Coqui me hizo entrar en la pieza yo dije sonamos, éste se viene con algo pesado. Porque era como un lugar cargado de historia, de algo místico, imaginate. Lo primero que pensé, te soy sincero, fue que el nabo la había dejado embarazada a la Karina. No sé por qué, pero se me dio por ahí. Tan seguro estaba que casi tenía preparadas un par de frases de consuelo. Te digo que no fui el único, porque cuando estuvimos todos adentro, y el Coqui cerró la puerta, el Carozo lo encaró y le preguntó cuándo se casaba y qué nombre tenían pensado para la criatura.

Ahí, todos nos matamos de la risa. Todos menos el Coqui, que con cara rara le dijo que no, que no era eso.

Ahí yo me entré a preocupar, sabés. No sé si por la cara rara que tenía el Coqui desde que había bajado a abrirme la puerta o porque la película que yo me había armado no caminaba, o andá a saber por qué. Pero era como que el aire estaba cargado de algo extraño. Y no lo digo por el tufo a chivo que saturaba el ambiente (imaginate, por otro lado, que aquella piecita, con los siete adentro, más la mesa, las sillas, el tocadiscos y el catre, parecía el rápido a Morón de las seis menos veinte).

El Coqui no se anduvo con rodeos. Se paró en el medio de la pieza y dijo casi a los gritos dos palabras:

—Me voy —dijo.

—¿Ya? ¿Y para qué nos dijiste que viniéramos? —el Mellizo Grande preguntó mirando la hora.

—No, idiota. Me las tomo en serio.

—¿De qué te las tomás? —preguntó Vicente. (Se ve que no somos muy piolas para los interrogatorios.)

El Coqui nos miró a todos, como si nuestra estupidez le hiciese más difícil desembuchar el asunto. Te la hago corta. El muy turro nos dijo muy sueltito de cuerpo que le había salido una beca en California y que se tomaba el piróscafo.

—¿Beca de qué? —preguntó el Mellizo Chico.

—¿Y una beca qué cuernos es? —preguntó el animal del Cabezón.

El Coqui se tomó el trabajo de explicarle. Le dijo que hacía ocho meses que venía dale que te dale escribiendo a las Universidades de allá, buscando que alguna lo aceptara, y que por fin se le había dado. Que la beca era para perfeccionarse en lo de él. Eso de los sistemas, ¿viste? Y que lo iban a tener allá con todo pago y la mar en coche. Ahí el Cabezón, que es bruto pero no estúpido, le preguntó cuánto tiempo duraba la beca. “Un año”, contestó el Coqui. Te confieso que fue entonces cuando a mí se me bajaron los colores. Cuando le vi la jeta que puso al contestar. Porque vos podés decir “un año” con cara de un año, o podes decir “un año” con cara de diez años, o con cara de no tengo ni la menor idea, o con cara de no vuelvo en la perra vida. Y bueno, el Coqui tenía cara de una de las dos últimas.

Y si me quedaba alguna duda, cuando Vicente le preguntó que pensaba hacer con la Karina dijo que la pensaba mandar llamar cuando estuviese más o menos acomodado. Así que si éste se lleva a la novia para allá —pensé— no vuelve ni mamado. Te juro que si el Coqui nos hubiese mandado llamar para avisarnos que se iba a convertir en astronauta me habría tomado menos de sorpresa. No sólo a mí, no te creas. Estábamos todos con cara de no entender lo que pasaba. Nos quedamos callados como cinco minutos. Y vos sabés que la única manera de que estemos los seis callados cinco minutos es que estemos en un velorio o mirando fútbol por la tele. Al final habló el Mellizo Chico.

—Pero… ¿cómo te vas a ir? ¿Cómo se te ocurre?

Ahí pareció que el Coqui hubiese estado esperando que le preguntaran, mirá. Porque se largó a hablar como un poseído. Cazó el micrófono y habló como loco. Terminó todo colorado de tanto que habló. No hace falta que te diga lo que dijo, supongo. Que mirá cómo están las cosas acá, que no hay laburo, que no hay un mango, que decime para qué carajo me maté estudiando todos estos años, y cosas por el estilo. Tenía razón, más bien.

¿Qué le íbamos a contestar? Si encima es el único de nosotros que tuvo las pilas como para terminar la Facultad. Yo estoy jugado, vos sabés cómo es esto. A la ferretería del viejo no la puedo largar. Si la vendo me dan dos guitas y no los puedo largar a los viejos en banda. Y los demás, quien más, quien menos, están en la misma. Pero el Coqui es distinto. Desde la escuela, ¿te acordás? Se veía que el tipo tenía bocho para otra cosa. Y la verdad que daba pena verlo laburando como un preso por dos mangos, o cambiando de laburo cada dos por tres.

—Y con tu vieja, ¿qué pensás hacer? —le preguntó Vicente, que se ve que había agarrado por el lado de la parentela.

—Y… de entrada se la va a tener que aguantar. Después me la llevo a ella también…

Ahí nos callamos todos. Porque si el Coqui pensaba llevársela a doña Lita era porque la cosa era definitiva. Minga la vieja iba a dejar el barrio, si no. Después de ese comentario nos quedamos muertos. ¿Te acordás del descenso del 91? Bueno, parecido. El Coqui nos miraba. No se quedaba quieto. Iba y venía como podía por entre medio de las patas nuestras. Yo lo miré a la cara y me dio lástima. Así que me paré y le di un abrazo y le deseé lo mejor del mundo. Los otros se fueron parando, medio a regañadientes, y lo fueron saludando. El único que no lo abrazó fue el Mellizo Grande, que le dijo que era un boludo y lo mandó a la mierda y salió dando un portazo. El Mellizo Chico salió disparado a buscarlo y los demás nos quedamos calmándolo al Coqui, que no estaba preparado para semejante muestra de repudio.

Apenas se tranquilizó un poco yo propuse que nos fuéramos y lo dejásemos en paz. Pero el Coqui me pidió que me quedase para ayudarlo a decírselo a la vieja. Primero pensé en partirle un fierro en el balero, pero después me acordé de que es mi mejor amigo y no tiene hermanos, así que le dije que sí. Le hice una seña al Carozo para encontrarlos después en el bar y lo acompañé al Coqui a la cocina. Con la vieja las cosas marcharon más o menos como habíamos pensado. Primero se puso pálida, le bajó la presión, la acostamos con las patas para arriba en el sillón del living, le hicimos oler perfume y al final se puso a llorar como una Magdalena. Yo no sé qué imbecilidad le inventé sobre los limoneros en California, que no se abichan jamás por el clima y porque vienen con garantía. Sí, ya sé. Pero, ¿qué querés? Tendrías que haber estado ahí con el Coqui y con la vieja. Al final se calmó y quiso que el hijo la abrazara. Yo aproveché y me escabullí para el bar.

Obvio que estaban todos. Cuando llegué me apuré a disipar las esperanzas que tenían Vicente y el Cabezón de que la vieja lo hubiese convencido de quedarse. Yo dije que no fueran egoístas, que si era por el bien de él lo teníamos que aceptar, que si le hacíamos la contra lo único que íbamos a conseguir sería entristecerlo, y cosas por el estilo. Fiable como diez minutos, pero al final el Cabezón me dijo que dejara de decir boludeces y los demás asintieron con aire aprobatorio, de manera que me callé la boca. Total, la conciencia la tenía tranquila. Había defendido al Coqui todo lo posible. Pero tampoco la pavada. Vos sabés lo que yo lo quiero al Coqui. Se iba por su bien. Así que nos la teníamos que comer. ¿Qué le podíamos decir? ¿Quedate porque vamos a extrañarte? ¿No te vayas porque nos da por las pelotas? Si se va medio mundo. Tiene todo el derecho el Coqui de querer algo mejor para su vida. Un futuro, un progreso, yo qué sé. Así que si lo queremos, pensé, tenemos que apoyarlo en lo que decida. Y si se quiere ir, se tiene que ir. Eso pensaba yo mientras tiraba a embocar maníes en el vaso vacío, pero ahí el Vicente se inclinó hacia atrás hamacándose en la silla, lanzó un eructo profundo (vos viste que Vicente siempre eructa antes de decir algo importante) y dijo solamente:

—Yo al Coqui lo quiero. Pero lo quiero acá.

Eso dijo. Y yo como un pelotudo casi me pongo a llorar. Tanto que carraspeé y dije que me había atragantado con los maníes y me rajé para el baño para que no me vieran. Cuando volví, más sereno, nadie se había movido. Alguno preguntó, al rato, qué podíamos hacer. Pero nadie se animó a contestarle. Bueno, nadie salvo el Mellizo Grande, que propuso que lo reventáramos a patadas y lo dejáramos tan estropeado que no pudiese tomarse un avión ni en camilla. Pero no le dimos bola. Vos sabés que el Mellizo es bien intencionado pero un poco limitado, pobrecito. Nos pasamos una hora ahí sentados con cara de nada. Hasta que el Carozo, que se la había pasado haciendo dibujitos en una servilleta, se paró, nos dijo que nos fuéramos, y lanzó una frase destinada a perdurar para la posteridad:

—Vayan que algo se me va a ocurrir.

A mí me dejó más tranquilo, qué querés que te diga. Vos lo conocés al Carozo. Es un tipo tranquilo, cuidadoso, de meditar las cosas. Porque el miedo mío era que le dieran la dirección del asunto al Cabezón, que es un tipo capaz de serte útil pero que a veces se le va la mano. Y no te niego que en lo suyo es un artista, el Cabeza. Pero le falta un toque de sutileza. Y eso que ha tenido algunas ideas interesantes, te lo concedo. ¿Te acordás cuando empezaron a construir en el campito de Roca y Aranguren? ¿De quién fue la idea de prenderle fuego al obrador para retrasar la obra? Quieras que no, un par de partidos más hicimos. ¿Y te acordás de la final del campeonato interno contra 4º 2ª? ¿A quién te creés que se le ocurrió mezclarles el agua de los bidones con la del desagüe de los mingitorios del baño del segundo piso? ¡Cómo tomaron agua esos tipos! También, a quién se le ocurre hacernos jugar la final a mediados de diciembre. ¿Te acordás? En el segundo tiempo lo ganamos caminando. Lo jodido del Cabezón es que a él se le ocurren las cosas y no te avisa. Es como que le gusta trabajar solo. Si cuando la final con 4º 2ª se le pasó por alto avisarle al Mellizo Chico lo del agua, y el otro se agarró tal diarrea que para Nochebuena había bajado como cinco kilos.

Por eso lo encaré al Cabezón a solas y le dije que lo dejara al Carozo manejar el asunto. Le expliqué que por las malas no íbamos a lograr nada, y que el Coqui era un amigo y que no podíamos hacerle nada jorobado a él. Menos mal que le hablé, porque cuando me escuchó puso cara de arrepentido, me pidió el celular y lo llamó al Mellizo Grande.

—Che, Melli —le dijo—, eeeeeeeehhhhh, ¿viste lo del secuestro de doña Lita? Paralo, viejo, paralo todo.

Después me devolvió el celular con una sonrisa de santo de estampita y me dijo:

—Listo.

La verdad es que suspiré aliviado. ¿Te imaginás al Cabezón y al animal del Mellizo preparando un golpe comando? De sólo imaginármelo me corre un frío por la espalda. Lo que no tenía ni idea era por dónde iba a venir lo del Carozo. Vos lo conocés. Viste que es más callado que una mesa. Es el día de hoy que no tengo ni idea de cómo armó la cosa. Lo único que sé es que tuvo que hablar como loco por teléfono. Esas dos semanas que faltaban para que se fuera el Coqui, hablar por teléfono a lo del Carozo era una misión imposible, hermano. Cuando enganchaba no me daba tiempo ni de insultarlo. Me despachaba en dos segundos diciéndome que le desocupara la línea que estaba esperando llamadas importantes. Así nomás me echaba flit, el muy turro. Pero le habíamos dado el comando estratégico, así que me la tuve que comer.

Lo bien que hice, hermano. Porque el Carozo actuó como un estratega, macho. Un filósofo, no sé, un artista. El viernes anterior a la partida nos juntamos en el bar, como siempre. Coqui no sabía qué cara poner, pobre viejo. Sonreía para que no se le trasluciera la angustia. Hacía chistes. De vez en cuando sacaba el tema del viaje, pero nosotros nos habíamos ya confabulado para no darle corte. Fijate lo tenso que estaría que ni siquiera se calentó cuando perdió al pica pica tres veces seguidas. Vos viste lo calentón que es el Coqui cuando pierde. Y nada. Calladito y sonriente como una carmelita descalza.

Cuando la noche se moría, y los muchachos empezaron a hacer ademanes de levantarse, el Coqui puso cara de sorpresa. Se ve que esperaba alguna despedida, unas palabras alusivas, o algo por el estilo, porque nos miró incorporarnos, agarrar las camperas, juntar la guita de las cervezas con aire de estar esperando algo. Al final no pudo más y nos preguntó si nos íbamos a ir así nomás, sin despedirlo, si no nos habíamos dado cuenta de que era el último viernes de timba todos juntos.

Ahí el Carozo hizo su primer movimiento. Con cara de agua le dijo que las despedidas son cosas jodidas. Que por qué mejor no nos íbamos todos juntos a la cancha el domingo a la tarde. Que igual lo teníamos que llevar a Ezeiza como a las nueve de la noche, así que nos quedaba de camino.

“El último partido juntos”, dijo el Coqui, que se ve que quería que nos emocionásemos de prepo. Los demás lo miramos como diciendo mirá qué plomo. Vos fijate cómo ya le íbamos haciendo la psicológica, ¿me seguís? Eso nos lo había explicado el Carozo en la charla técnica: “Ustedes, como si nada. Como si les importara un comino el asunto, ¿está claro?”. Así nos había dicho. Se la bancaron piolas, aunque el Cabezón, ajeno en general a sutilezas espirituales, seguía considerando más segura su idea original de secuestrarle a la vieja. Quedamos citados a las dos de la tarde.

El domingo me pasaron a buscar los Mellizos con el Falcon del Carozo, porque el otro parece que estaba en la cancha desde la una. Un patriota, el Carozo, prestarle el auto a ese par de bestias. Después fuimos por lo de Vicente, lo del Cabezón, y al final por lo el Coqui. Metimos la valija en el baúl y partimos hacia la cancha. El Carozo nos estaba esperando en la puerta 5. Nos paramos donde nos llevó él, pero es el lugar más o menos de siempre. Del segundo acceso de la izquierda un poquito abajo, sobre el paraavalancha. Con el Carozo nos miramos por sobre las cabezas de los otros. Convinimos en silencio en que la cantidad de gente era más que satisfactoria. Él después siguió mirando hacia ciertos puntos específicos que lo tenían particularmente preocupado. Se pasó cinco minutos hablando por señas con el Gordo Juárez, el de la barra brava. ¿Lo ubicás? Ese gordo descomunal con cara de asesino. Sí, ya sé que parece un hijo de puta. Pero cuando te cuente todo vas a ver que resultó ser un tierno, el Gordo.

Yo mientras tanto lo distraía al Coqui hablando estupideces, para que no se apiolara de las señas. Hubiese sido mejor que el Carozo se hubiese acercado, pero faltaba poco para empezar el partido y no había manera de cruzar esos cuarenta metros, te lo aseguro. No sabés la gente que había. Después lo hizo mirar al Mellizo Chico, que tiene una vista de novela, para que le dijera si en la bandeja alta de enfrente, la visitante, había cinco flaquitos con remera amarilla en la parte de la baranda que balconea sobre la bandeja de abajo. El Mellizo habrá pensado que estaba insolado, pero igual se fijó. Al ratito, asombrado, le confirmó que estaban ahí, todos de amarillo, cada quince metros, al lado de la baranda. El Carozo asintió satisfecho. Enseguida salieron los equipos. Ahí yo me quedé medio cortado, porque había supuesto que ése iba a ser el momento elegido por el Carozo para actuar. Pero no. No pasó nada. Salieron, saludaron, se cantó un poco, volaron algunos papelitos. Nada del otro mundo.

Hay algo que es cierto, hermano. Vos te podés matar planificando cosas, pero el azar juega un papel de la puta madre. El Carozo había calculado todo. Se había pasado tres noches en vela planificando hasta los últimos detalles. Se había pasado los diez días siguientes contactando a medio mundo para involucrarlo en el asunto. Yo, que estuve en la casa, vi que tenía en la pieza papeles por todos lados con carteles, con diagramas, con planos, con mapas, clavados con chinches en los muebles y con cinta en las paredes. Parecía del FBI, el mono. Todo, todo pensado. “Necesito crear un efecto emotivo”, había dicho el Carozo, cuando nos explicó todo el asunto en su casa. Pero lo que el pobre Carozo no podía calcular era que estos once perros, esos once palurdos, esos once muertos de hambre que tienen puesta la gloriosa camiseta del campeón se iban a comer tres pepinos en los primeros veinticinco minutos del primer tiempo. Yo me miraba con el Carozo y no lo podíamos creer. Porque se suponía que era un partido fácil. Sí, ya sé que para nosotros últimamente no existen los partidos fáciles. Pero tampoco semejante catástrofe. Oíme un poco, estos fulanos contra los que jugamos venían últimos cómodos. ¡Últimos! Se habían comido treinta goles en doce partidos. Si la cancha estaba llena también por eso, no te engañes. Mucha gente fue porque pensó: “Hoy voy, porque a los muertos estos le llenamos la canasta”. ¡Qué dolor, hermano! ¡Qué dolor!

El primer gol a los diez minutos: el imbécil de Lozano que se queda tomando sol en el punto del penal y habilita hasta a los fotógrafos. Entraron cuatro peleándose a ver cuál de ellos la metía. El segundo a los catorce: el otro infeliz, Solayaga, pretende salir jugando con su agilidad de mamut herido y se la regala al nueve. A los veinticinco el tercero: García intenta salir a cortar un centro, pero como los dedos los tiene para apretarse los granitos de la cara le pega con los puños, con tanta mala leche que se la deja en el pecho al siete de ellos que la clava en un ángulo.

¿Qué querés? Ahí se nos vino la noche. Vos podés preparar todo lo que vos quieras. Pero si van estos muertos y se dejan hacer tres goles uno más pelotudo que el otro, el alma se te va a los pies. Vos viste cómo duele sentir el grito de la gente cuando viene del otro lado de la cancha. ¿Te fijaste? Se te mezcla ese ruido como de mar con las puteadas murmuradas alrededor tuyo. Aparte, como te sobra tiempo, ves los festejos con todo detalle. Cuando es gol tuyo, entre los abrazos, los empujones y los gritos casi ni mirás para abajo. Pero cuando el gol lo hacen los contrarios te sobra una eternidad para ser testigo de la cara de bragueta de tu arquero, las recriminaciones recíprocas de los centrales, los abrazos en el banco de suplentes visitante, todo. Te mirás con los de alrededor y te dan ganas de matarte. Bueno. Imaginate cómo nos cayeron esos tres goles. Un balde de agua fría, pero en el bajo vientre, figurate.

Lo peor, sin embargo, vino después. Porque si tuviéramos un equipo como la gente… yo qué sé, sale a buscar el partido. Intenta algo, qué se yo. Pero estos matungos ni siquiera. Ganas ponen, eso es cierto. Pero no tienen la menor idea, hermano, ni la menor idea. Ollazo para un lado, ollazo para el otro. Y en cada contraataque te quedan los que te dije de moño porque pensás: “Acá nos acuestan de nuevo, acá nos acuestan”. Bueno, igual no los quiero criticar demasiado porque al final se portaron bárbaro los muertos estos. Pero como verás el pronóstico de la cosa no podía ser peor.

Ahora, te digo algo: el Carozo es un duque, macho. Se la bancó como un fraile. Parecía el capitán del Titanic cuando los monos ya se tiran de cabeza al agua, y el punto sigue parado ahí con cara de acá no pasa nada. Un señor, el Carozo. Los demás insultaban en siete dialectos, imaginate. El Coqui gritaba enloquecido que era su último partido, que le dejaran un recuerdo como la gente. Los desconocidos de alrededor lo miraban raro. Capaz que pensaban que estaba por espichar, andá a saber.

A mitad del segundo tiempo la cosa ya tomaba color de irremediable. El Coqui preguntó por qué no nos íbamos, que no quería llevarse semejante recuerdo; pero le dijimos que era un gallina y se calló la boca. El Mellizo Grande, con aire profético, le puso una mano en el hombro y le dijo: “Quedate piola, Coqui, que ahora viene el gol”. Acertó, lástima que el gol lo hicieron ellos. Nos agarraron mal parados de contra y a cobrar. 4 a 0. La misma escena del griterío en la bandeja de enfrente, los abrazos abajo, las caras incrédulas entre los tipos que tenés cerca. Yo miraba al cielo como preguntándole a Dios qué pecado había cometido para merecer semejante castigo.

Todavía faltaban unos minutos de suplicio. A los treinta y cuatro minutos ellos hicieron rebotar un balón en el palo. Y a los treinta y ocho les anularon un gol por una posición adelantada que soñó el santo varón del juez de línea, Dios lo colme de dicha eterna. A los cuarenta miré para arriba y vi que el cielo ya se estaba poniendo rosado. El Coqui preguntó por qué no íbamos saliendo para llegar cómodos al aeropuerto, pero lo fulminé con un gesto de ni se te ocurra.

Ubicate la situación. En la bandeja nuestra había, por lo menos, cuatro mil fulanos. Todos mudos. Enfrente era un festival. En nuestro grupo los Mellizos se habían hecho lugar para sentarse en la grada, y tenían la vista clavada en las patas del fulano de adelante. Yo puteaba, y puteaba, y puteaba. El Coqui había dejado de rogar que le regalaran un recuerdo mejor y ahora gemía. El único que seguía firme como si nada era el Carozo. Esperando como si tuviera todo calculado. Yo te lo cuento ahora y parece que la estoy disfrazando. Y que te hablo de que el Carozo estaba tranquilo como dando a entender que se las sabe todas, pero que el día ese se quería cortar las venas. Pero no, macho. Te juro que es cierto. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como acechando vaya uno a saber qué carajo.

Yo lo miré a los cuarenta y tres. Me acuerdo porque le dije que faltaban dos. Después miré de nuevo la cancha. Estaba justo Lozano sacando un lateral en el medio campo. Se la dio a Pereyra que intentó picar por la derecha. Pero vos sabés cómo pica Pereyra. Dio siete pasos y se tiró en los brazos del primer marcador que le salió al encuentro. El árbitro le dio tiro libre, total, partido definido. Bueno, resulta que lo tira Lozano. Ollazo, como toda la tarde. Resulta que hay un entrevero en el área, la pelota que queda boyando, y el perro de Domínguez, Dios le conserve la salud, la empuja con la canilla de manera que la bola sale medio torcida, descoloca al arquero y se le mete junto al palo. Lógico, hermano, si Domínguez le pega de lleno la saca siete metros por encima del arco. Vos lo conocés al finado ese. Pero bueno, no me hagás hablar mal de Domínguez porque se portó como los dioses.

¿Qué tiene que pasar si tu equipo mete un gol inútil al final del partido? Nada. O bueno: el que hizo el gol se hace el esforzado, busca la pelota en el arco, forcejea con el arquero, se lleva el balón bajo el brazo y lo deja en el mediocampo para que los contrarios no hagan tiempo. Eso es lo lógico. El estereotipo del festejo de un gol inútil. Bueno, imaginate lo raro que sonó cuando Domínguez, en lugar de hacer eso, se da media vuelta y empieza a correr como un enajenado para el arco nuestro. Imaginate al tipo con los brazos en alto, gritando como si lo estuvieran despellejando vivo, con el rostro elevado hacia la hinchada. Pensá que acaba de meter el primer gol y que los otros hicieron cuatro. Y que el partido se acaba. Bueno, al chabón no le importa. Pero… ¿querés algo más raro? Lozano también sale como loco buscando abrazarlo. Y el otro se zafa… ¿Viste cuando no quieren que les interrumpan la carrera porque quieren terminar festejando de alguna manera rara? Bueno, así que Domínguez sigue corriendo hacia el arco nuestro, como si pretendiese festejar un gol de novela con su hinchada. Y detrás le vienen Lozano y Pereyra, con caras de estar locos de contentos. El Cabezón preguntó en voz alta: “¿Y al boludo este qué le pasa?”.

Pregunta interesante, la del Cabezón. Lo mismo se debían estar preguntando todos los otros puntos de la tribuna, porque subía como un murmullo raro. Ya Domínguez había cruzado el mediocampo, se había sacado de encima un par de abrazos, y tenía como a seis que le corrían de atrás para abrazarlo como si fuera el Diego después del gol a los ingleses. Si lo mirás a la distancia suena patético lo de Domínguez. Imaginate esa carrera estúpida festejando el 1-4 de un partido de mierda. Pero al mismo tiempo tenía no sé qué, ese tipo corriendo en el silencio. Entonces fue cuando Carozo gritó gol como si le acabaran de poner las pilas. Pegó tal alarido que el Mellizo Chico casi se cae de culo del julepe que se pegó. Mirá si habrá gritado que el Gordo Juárez, el de la barra, lo escuchó desde donde estaba. Viste cómo son estos tipos. El capo pega y ellos pegan. El capo corre y ellos corren. Bueno, el Gordo gritó y los otros trescientos monos empezaron a gritar también. Y vos viste cómo son las cosas en la tribuna. Se contagian, viste. Así que cuarenta y ocho segundos después de convertido el gol, la tribuna empezó a estremecerse con un grito tardío y ridículo. Pero pensá que para entonces ya estaba Domínguez entrando al área y lo pasaba como un poste al manco de García que también levantaba los brazos en gesto de triunfo. Y si el tipo ese se había animado a correr cuando la cancha era un sepulcro, imaginate ahora cuando la gente gritaba como enardecida. Cuando saltó los carteles de publicidad la tribuna se venía abajo, y cuando inició el gesto típico de sacarse la camiseta los monos estaban en medio de un delirio. Hasta el Coqui gritaba, mirá lo que te digo.

Es el día de hoy que yo te lo cuento y me cuesta creer que el turro del Carozo pudiese tener las cosas tan claras. Qué hijo de puta que es ese cristiano. Porque cuando Domínguez se sacó la camiseta y se tiró de rodillas en el pasto, con los brazos abiertos en cruz como si acabase de sacar el pasaporte a la gloria, dejó ver una remera blanca. Cinco palabras, nene. Escritas en negro. Bien grandes: EL COQUI NO SE VA. Mirá lo bien hecha que estaría la camiseta que desde donde estábamos nosotros se la veía clarita. La gente en el momento no entendió nada, por supuesto. Viste que ahora cada dos por tres los jugadores festejan así, con la foto del nene, del papi, de la vieja, del perro o de lo que carajo sea. Pero cuando Lozano aterrizó también con las rodillas en tierra, los brazos en cruz, y la remera con EL COQUI NO SE VA, el efecto ya era distinto. Imaginate a los otros nueve caballos sacándose la pilcha y armando una fila a los lados de Domínguez, todos con la misma pose y la remera de EL COQUI NO SE VA.

El árbitro no debía entender ni jota. Porque lo miraba al lineman y el otro le contestaba por señas. Pero ¿qué le iba a decir? ¿Que los once miembros del equipo local estaban arrodillados de frente a su tribuna, con las camisetas en el puño y exhibiendo una remera con cinco palabras inentendibles? Ahí yo lo miré al Coqui, que estaba blanco como una aspirina, hermano. No nos miraba. Tenía los ojos fijos en esas camisetas. Y la boca abierta. Ahí fue cuando desde la barra el Gordo Juárez ordenó los cantos, porque a los dos segundos se empezó a sentir el ¡NO SE VA, EL COQUI NO SE VA, EL COQUI NO SE VA, EL COQUI NO SE VA!, con la música del tano ese que no me acuerdo como se llama. Y mirá cómo es la gente cuando quiere. Porque no me vas a decir que sabían por dónde venía el fato. Porque el Carozo es un tipo de recursos pero ni por las tapas hubiera podido calcular que la gente se iba a prender así. Porque no tenían ni la más puta idea de qué se trataba, pero entraron a darle al grito de EL COQUI NO SE VA como si fuera la última cosa que fueran a hacer en su vida.

Imaginátelo, por Dios, al Coqui sabiéndose el centro de semejante escena. No sabía qué cara poner, el pelotudo. Ahí el Carozo encendió una bengala. Y era tal el tumulto de gente saltando que casi le prende fuego a la campera de Vicente, pero lo que pasa es que era una señal, viste. Para los flaquitos de remera amarilla de la bandeja de enfrente. No, si cuando te digo que el Carozo es un tipo sorprendente no te miento, fijate un poco. Porque al toque los flaquitos largaron hacia abajo la bandera esa gigantesca que estrenamos en el último clásico, ¿te la acordás?, esa que colgada desde la baranda tapa todo el piso de abajo. Bueno, ésa. ¿Te acordás que tenía, debajo del escudo del club, unas letras blancas enormes en las que decía: “BOLUDOS, HACE DIEZ AÑOS QUE NO NOS GANAN”? Claro, decía eso por lo del clásico. Bueno, el Carozo tuvo que poner a laburar a destajo a todas las primas para cambiarlas por otras más grandes todavía que decían: “COQUI ES DE ACÁ”.

Imaginate el efecto. La gente seguía gritando entusiasmada por la novedad. Los jugadores se habían puesto de pie y tiraban las camisetas por encima del alambre. En la puta vida habrá un festejo así para un 4-1 en contra, hermano. Y todo obra del Carozo. Y mirá el cerebro de cirujano que tiene el muy podrido, que en el mejor momento, antes de que la gente se canse, y se pierda el efecto, lo caza del pescuezo al Coqui y se lo lleva arrastrando hacia el acceso, con todos nosotros detrás. Fuera de joda, si el Carozo tendría que haber sido director de cine, la pucha.

¿Qué le quedó al Coqui en los tímpanos? El Coqui medio que puteaba para quedarse, imaginate. Cualquier día tenés a todo el mundo gritando tu nombre. El Mellizo Grande lo agarró de un brazo y yo del otro y lo sacamos poco menos que en el aire. Parecía un secuestro. Adelante iba el Carozo y atrás Vicente, el Cabezón y el Melli Chico. Imaginate lo que gritaban los monos adentro que, ya bajando la escalera, seguían cantando por el Coqui.

Te digo algo: cómo hizo el Carozo para que el Falcon estuviese en el estacionamiento de autoridades con el motor en marcha es un misterio que todavía hoy no he logrado contestarme. Lo embutimos al Coqui en el asiento de atrás y nos sentamos yo de un lado y el Cabezón del otro. Manejaba el Mellizo Grande, y el Mellizo Chico y el Carozo se apiñaron en el asiento del acompañante. El Vicente viajó medio cruzado sobre las patas nuestras.

Si te digo que adivines lo que hizo el Carozo de ahí en adelante no lo vas a acertar ni mamado. ¿Vos qué hacés en esa situación? Lo mismo que yo, que cualquiera. Aprovechás la calentura del momento y le lanzás un discurso al Coqui para convencerlo de que se quede. Le rogás, le decís, lo puteás. Apostás a que en la emoción que acabás de tirarle por la cabeza el tipo quede medio shockeado y lo convenzas de que se quede. Bueno, ahí está la diferencia entre el Carozo y un par de boludos como vos o como yo. Porque eso no hubiera servido de nada, entendeme. En el momento sí, pero después el efecto se pasa. Y no podés pasarte la vida convenciendo a siete mil monos de que te hagan la gauchada para un amigo cada domingo a la tarde. ¿Sabés lo que hizo el Carozo, en cambio, en todo el trayecto desde la cancha hasta Ezeiza? ¿Sabés qué hizo en esos treinta y cinco minutos? Nada. Atendeme bien: nada.

Dejó que el silencio nos aplastara la sabiola. Casi le corta los dedos al Mellizo Grande cuando el otro hizo el gesto de prender la radio. Ya sabés que es un animal, el otro, que de crear atmósferas entiende poco y nada. Todos mudos. El ruido del motor y gracias. Se guardó, eso sí, una última bala para el tiro de gracia. Habló casi llegando a Ezeiza, y tiró el comentario al voleo como si no se lo dijera a nadie en particular:

—Parece que el año que viene vuelve González para terminar su carrera en el club.

No habló más. Pero cuando yo lo miré al Coqui me di cuenta de que había dado en el blanco. Porque el otro lo miraba con una cara rara. Nada más. No agregó palabra. Cualquier otro le hubiese improvisado un tratado de filosofía sobre el desarraigo y la nostalgia. El Carozo, en cambio, se la hizo bien: le armó una joda de locos en la cancha y lo liquidó con quince palabras. ¿Entendés? Le dejó en claro que acá es Gardel, es el Coqui, el flaquito ese alto con cara de bueno que se para siempre cerca del acceso 5. Y que a la primera de cambio puede tener a diez mil pelotudos gritando por él, cantándole no se va, el Coqui no se va. Y después lo mató con lo de González. Vos sabés que con el pase de ese pibe a Europa el Club comió como cuatro años. Allá la está rompiendo. Yo no tengo la menor idea de si González piensa volver o no. Pero el Carozo, con eso, al Coqui le sacudió encima un par de verdades dolorosísimas.

La primera: el año que viene se vuelve a jugar el campeonato. Y vos no vas a estar. Y la otra: ponele que se nos da el lechazo interestelar de salir campeones gracias a los goles de González. Desde California la vuelta no la podés dar. El Coqui tenía cara rara, te dije. Bueno, tenía cara de eso. Cara de si me voy me caigo del mundo, la puta madre.

Lo dejamos en la puerta esa que no te dejan pasar, ésa donde están los fulanos con el detector de metales. Te juro que tenía cara de entierro. Nosotros también, para qué te voy a mentir. Nos abrazamos. Nos quedamos callados. Empezamos a caminar para atrás, porque al mono se le iba a terminar haciendo tarde. Ya nos estábamos pegando la vuelta cuando sentí que me gritaba desde el otro lado del aparato. “¡Cacho, Cacho!”, sentí. Me le acerqué. Me arrimó la cara a la oreja, como si fuese a confesarse.

—Che, Cachito… —me preguntó, casi como en una confidencia— González… ¿vuelve seguro?