El hombre

Sobresaltado, el hombre tanteó en la oscuridad hasta que dio con el despertador y consiguió apagarlo. En la penumbra del cuarto la realidad fue imponiéndosele poco a poco, en oleadas sucesivas y crecientes. Había soñado con Liliana y con el mar, las dos cosas que el hombre más había amado en este mundo. Pero ahora asistía dolido a la fuga de sus fantasmas queridos, aterrados por la claridad lechosa que iba colándose por las hendijas de los postigos. Concentrándose mucho, logró capturar el último rastro de la voz de ella, antes de que se precipitara en el barril sin fondo de la distancia. Esa era la ventaja de los sueños: traían su voz con una claridad meridiana. Su imagen, su perfume, no eran tan esquivos. Él tenía cómo reconstruirlos. No pasaba lo mismo con su voz. Por eso era tan imprescindible soñarla de vez en cuando.

En el dolor de sus rodillas el hombre leyó la lluvia que gobernaba la mañana. Ya tenía dos motivos para entristecerse. Igual, como quien espera la materialización de un milagro, se incorporó con esfuerzo y abrió de par en par los postigos de la ventana. Llovía sin ganas, apenas más que una garúa. A la distancia, la bruma suspendida sobre el campo ocultaba el horizonte, por el sitio donde debía estar la ruta. Contrariado, fue hasta el baño y se dio una ducha rápida. Se afeitó sin mirarse siquiera en el espejo empañado. Fue hasta la cocina y encendió varias hornallas. Aunque no era pleno invierno, sentía los huesos helados. A fin de cuentas, se dijo, nunca iba a acostumbrarse a vivir en medio del campo. Había vivido en un radio de diez cuadras del Obelisco durante los primeros treinta y cinco años de su vida. Y aunque ya llevaba veintidós viviendo en las afueras de Villegas, algunas cosas del campo seguían sin caberle. Una era la oscuridad de la noche. La otra era ese frío que le taladraba la médula de los huesos.

Otras cosas, sin embargo, le agradaban. El silencio, por ejemplo. Era el compañero ideal en su perpetua tarea de derrotar al tiempo por el simple expediente de ignorar su transcurso. Y no porque el hombre hubiese dejado de medir el tiempo. Nada de eso. Lo contabilizaba con un virtuosismo sin fisuras. Era capaz de diseccionarlo hasta fracciones inverosímiles, de ponderar sus más pequeñas inflexiones con el solo ejercicio de sus cálculos mentales. Todos los días, por ejemplo, y mientras esperaba que el agua se calentara mirando sin ver el campo recortado en la ventana, recordaba que había llegado a su actual residencia el 16 de noviembre de 1973. Y contaba en consecuencia los días que llevaba en ella. Luego calculaba las horas. Y si andaba sin apuro, se detenía aun a considerar los minutos cautivos de esas horas. Cualquier otro se hubiese espantado en ese inventario pormenorizado del tamaño de su soledad. Pero el hombre hacía esos cálculos sin involucrarse en ellos. Por puro hábito, por simple costumbre de contador empedernido. A su juicio, el tiempo transcurría sólo si las cosas cambiaban. Únicamente la transmutación de las personas, de los sentimientos, de los objetos, podía dar una cabal pauta del certero transcurrir del tiempo. Y en su vida nada cambiaba. El clima y sus estaciones no producían problemas: su carácter cíclico, su perpetuo retorno a estadios anteriores, no llevaba consigo la alarma de lo fugaz. Lo que sí podía resultar conflictivo eran los cambios que su propio cuerpo iba experimentando. Pero él, dado siempre a las soluciones drásticas, había borrado de su vida hasta el simple hábito de mirarse en los espejos. Así que tampoco los inevitables avances de su propia decrepitud habrían sido capaces de derrotarlo.

Por otra parte, el hombre no era afecto a las introspecciones demasiado cabales. Se contentaba en la verificación, nada engañosa por cierto, de que sus sentimientos habían ido muriendo de a puñados, casi sin que dolieran sus agonías. Sólo conservaba algunos: el odio, la nostalgia, una infinita tristeza. Eran ciertamente pocos, pero a la vez enormemente poderosos, como si hubiesen absorbido la sustancia de todos sus parientes difuntos.

La nostalgia lo ganaba de noche, mientras porfiaba en conciliar el sueño esquivo. Entonces Liliana le dolía en cada rincón entumecido de su alma. Si, como le había sucedido ese día, Liliana se colaba además en sus sueños, al despertarse la nostalgia lo desangraba hasta ponerlo al borde de las lágrimas. Pero en la claridad solitaria de la mañana, esa nostalgia huía junto con sus fantasmas. En la imponencia del campo, en la densidad absoluta del silencio, el odio lo iba conquistando, subiéndole por las venas, congestionándole levemente el rostro (habitualmente pálido, ceroso), mientras se afanaba en la miríada de rituales que cumplía sin desmayo todas las mañanas de su vida. El odio alcanzaba su cenit en los quinientos metros que lo separaban del galpón de chapa que se adivinaba detrás del monte de eucaliptos. De regreso lo podía la tristeza, lo hamacaba en sus brazos lánguidos, le humedecía los ojos y le encogía la garganta. Sobre todo en mañanas como ésa, empeñadas en llover esas lluvias de mayo, en lavar sin ternura la cicatriz efímera de Liliana y de su vuelo nocturno.

La calma iba retornándole de a poco, ya en camino al pueblo, ya entregado al ínfimo goce de unos buenos tangos en la radio. Media hora después, cuando saludaba al custodia en la puerta del banco, luego a las cajeras, por último al gerente, cuando acomodaba el cartelito acrílico con su nombre grabado sobre la palabra “tesorero”, cuando empezaba el conteo matutino del dinero, el hombre descansaba ya en la parsimonia de sus hábitos sin tiempo.

Era un buen tesorero. Su maniática capacidad contable le resultaba una aliada inmejorable a la hora de arquear cajas y conciliar saldos de cuentas. Sus superiores apreciaban en él su insólita pericia administrativa. Sus subordinados le agradecían su corrección y su gentileza. El hombre desconocía si les extrañaba su casi absoluto hermetismo, o les molestaba su inquebrantable negativa a compartir las diversiones del pueblo. Tampoco le importaba en absoluto. Le bastaba con que no lo importunaran por ello. El sueldo que cobraba no era demasiado atractivo, pero le alcanzaba con creces. Su único temor recurrente era que lo trasladaran intempestivamente a otra sucursal. Eso hubiese desquiciado su vida por completo. La clave de su existencia se basaba en la modesta pretensión de trabajar siempre allí, en Villegas, y de seguir viviendo en el campo en el que vivía.

Se vistió con método, sin desperdiciar movimientos. El pantalón de sarga recto y severo. La camisa un tanto gastada, pero planchada con pulcritud. La corbata azul marino, anudada en un lazo estrecho. Los zapatos negros, perfectamente lustrados. Caminó desde el dormitorio a la cocina por el largo pasillo y por la sala. Comprobó que el agua de la pava estuviese bien caliente. Se estiró hasta la alacena y bajó un paquete de galletas. Prendió la radio, una vieja Spika forrada con cuero que lo acompañaba desde Buenos Aires. Buscó rápidamente hasta dar con un programa de tango que escuchaba todas las mañanas. Jamás hubiese tolerado un programa periodístico. El hombre no leía diarios, carecía de televisión, y sólo encendía la radio para escuchar tangos y algo de música clásica. Flotaba en una realidad propia, que sentía más genuina que aquélla de la que hablaban sus compañeros del banco.

Llenó la manga con café, y coló una taza bien cargada. Pese a sus intentos, jamás había tolerado el mate. Le producía unos desórdenes gástricos sumamente desagradables. Tomaba un café bien cargado a la mañana, y té por la tarde, hábitos ambos de sus tiempos de porteño consumado. Mordisqueó sin prisa unas galletas untadas con miel o mermelada. Se incorporó y fue hasta la ventana de la cocina. Seguía lloviendo, y las ramas de los eucaliptos ondulaban presas de un viento fuerte. El hombre miró sus zapatos recién lustrados, y no pudo reprimir un gesto de disgusto. Cambió el agua de la pava, volvió a encender la hornalla y dispuso las cosas para colar otra taza de café. Levantó algo el volumen de la Spika para escucharla desde el dormitorio. Sacó del placard un par de botas de goma y se las puso en lugar de los zapatos. A éstos los depositó con cuidado a un lado de la puerta de entrada de la casa.

Volvió a la cocina, justo cuando la pava iniciaba un silbido tenue. Coló el café, aunque ahora lo hizo en una taza de plástico, a la que ajustó una tapa. Después preparó, con gestos rápidos, un sándwich de jamón, queso y tomate. Lo puso junto a la taza en una heladerita de telgopor. Agregó dos manzanas y unas cuantas galletas. Cerró la tapa y la dejó sobre la mesada de granito.

Abrió la puerta principal y salió a la galería. El auto estaba allí, reluciente en la luz mortecina de esa mañana triste. Encendió el motor y dejó el cebador puesto para que calentara lo suficiente. El Fiat 1500 (al que el hombre le prodigaba una atención paternal, obsesiva, metódica, incansable, desde hacía veintiséis años) respondía con esmero, pero a su edad había que corresponderle con ciertas delicadezas como ésa. Entró en la casa, restregó los pies contra el felpudo, y atravesó la sala, volviendo a la cocina. Descolgó un viejo piloto verde oliva que pendía de una percha en la puerta del fondo, y se lo puso mientras terminaba sus aprestos. Cargó la heladera de telgopor bajo un brazo, abrió el paraguas, y salió a la intemperie. El viento era frío y húmedo, mucho más que en la galería delantera. La lluvia pervivía en una garúa dispersa, que volaba casi horizontal, y volvía superfluo el enorme paraguas negro que el hombre se empeñaba en mantener en alto.

Cruzó con paso lento el huerto que él mismo cultivaba con el empeño triste que ponía en todas sus cosas. Iba por un camino de lajas, alargando o acortando el tranco, adaptándolo al irregular trazado de las piedras. Casi al final, tropezó con una que estaba floja, y para no caer apoyó con vehemencia el otro pie en medio de un charco sucio. El hombre insultó en voz baja. Se había salpicado la botamanga del pantalón de sarga gris. Su irritación crecía mientras continuaba caminando. Se veía estúpido saltando charcos y enarbolando su paraguas anticuado, con su pantalón recto y su chaleco de bremer y su corbata azul, apropiados tal vez para la estación Catedral del subte “D” pero inservibles por completo en la inmensidad de ese campo que le era hostil y ajeno, que parecía rechazarlo todos los días. Esa pampa silenciosa y vasta, brumosa y empapada, horriblemente opresiva para un espíritu como el suyo. Nunca —lo sabía— lograría acostumbrarse a ese destino de ostracismo inveterado. Por el resto de su vida moraría allí; en el más rotundo de los exilios.

No era que se arrepintiera de lo hecho. El hombre consideraba que, dadas las circunstancias, su actitud había sido la más correcta. Pero a veces, sobre todo cuando caminaba esos quinientos metros de pesadilla, en sus dos viajes diarios de todos los días de todos los años, experimentaba una fugaz, una rabiosa compasión de sí mismo, como si sobre sus espaldas hubiese recaído un deber superior a sus fuerzas y a sus merecimientos. No se trataba de que flaqueara en su determinación. Nada de eso. Había tenido un largo tiempo para tomar su decisión y para llevarla a cabo. Siempre había tenido claras las consecuencias de su proyecto. Sabía que lo mejor que podía esperar era no ser jamás descubierto y terminar allí, sepultado para siempre en una vida neutra, rutinaria y despojada de toda compañía. Pero el hombre no se arrepentía porque, al mismo tiempo, consideraba que peor habría sido dejar las cosas como los demás las habían dejado antes que él.

El camino de lajas terminaba abruptamente, justo en las últimas hileras de tomate de la huerta. Ahí comenzaba su modesta pero útil plantación de frutales. Unos cuantos naranjos, manzanos y ciruelos, que habían sufrido y capeado los toscos embates de su inexperiencia. Bien regados, fumigados a tiempo, eran capaces de brindarle buena fruta. El sendero, a esa altura, era una simple huella trabajada por sus propios pasos de ida y de vuelta. Cuando llegó al monte de eucaliptos, el piso se parecía a un lodazal cruzado de raíces y de hojas secas. El hombre entendió que su pantalón de sarga no saldría bien librado de semejante periplo. Debería cambiarse antes de salir hacia el pueblo. Entre los troncos moteados se adivinaba, con nitidez creciente, el enorme galpón de chapas levantado en una loma pequeña, cincuenta metros detrás de los últimos eucaliptos. Con el agua a la mitad de las botas, cruzó un arroyito que nacía en la loma y bajaba la pendiente hacia los árboles. Pero el galpón, un par de metros más elevado, no tenía rastros de anegamiento.

El hombre se felicitó, aun en medio de su malhumor, por la acertada medida de haberlo hecho construir sobre esa lomita, precisamente previniendo las acumulaciones de agua. Eso había sido de recién llegado, cuando en el banco le concedieron el traslado, sorprendidos por la vehemencia de sus solicitudes. A los albañiles les extrañó que ese porteño puntilloso pusiese tanto esmero en supervisar la construcción, sobre todo tratándose de un bancario que no pensaba explotar el campo en el que pensaba vivir. No entendían demasiado para qué comprar treinta hectáreas, acondicionar la casa construida a un kilómetro de la ruta por una mala senda de ripio, y encima construir un galpón a cinco cuadras de distancia. El hombre, que advertía sus murmuraciones, los despachó en cuanto le fue posible. Él mismo acondicionó el edificio por dentro, comprando lo necesario en Buenos Aires, y transportándolo con el mayor de los sigilos.

Cuando llegó a la puerta, hurgó en el bolsillo del pantalón, sacó un manojo de llaves y abrió los tres enormes candados. Una vez dentro, y a la débil claridad que penetraba por los tragaluces del techo, encendió una tras otra las luces controladas desde el tablero. La luz de los tubos enfrió aun más la mañana. Colgó de un clavo el paraguas empapado, y se contempló un instante los pantalones enlodados. Maldiciendo, cargó de nuevo la heladerita y avanzó con paso decidido por el centro de la estancia, ahogados sus pasos en el rumor quedo de las botas de goma.

“Levántese, Gómez”, ordenó en un tono cortante y cargado de desprecio. En el fondo del galpón y dentro de la celda cuadrada de unos cinco metros de lado, un bulto que yacía en una cama estrecha fue irguiéndose y adoptando forma humana. El hombre se acercó tratando de dar naturalidad a sus movimientos, de dotarlos de una desenvoltura que le era, no obstante, ajena. Con otra llave abrió una estrecha puerta cuadrada, de unos treinta centímetros de lado, practicada en la propia reja de la celda, y pasó por ella la taza de café, el sándwich y las manzanas. Aunque no levantaba la vista de su labor, estaba completamente pendiente de los movimientos del otro. Al menor gesto abrupto que hubiese percibido, el hombre habría retrocedido de inmediato.

Pero no ocurrió nada. Nunca ocurría nada. Aun sin mirarlo sabía que Gómez estaría mirándolo con la expresión vacía de sus ojos vidriosos, con los brazos rendidos a los costados del cuerpo, con la respiración mansa y profunda de su cautiverio sin sorpresas.

Con ademanes rápidos, el hombre retiró la bandeja con la cena del día anterior y la bolsa de plástico con basura. Cerró la puertita con un golpe que retumbó en la enormidad del recinto. Terminando su rutina de meticulosas verificaciones, se cercioró de que el tiraje de la estufa de kerosene fuese el adecuado y se encaminó de nuevo hacia la entrada. En la primavera tenía pensado perfeccionar el sistema de aislamiento térmico del galpón. No era malo, pero el hombre pensaba que una segunda hilera de paneles suspendidos del techo y adheridos a las paredes de la estructura metálica le permitiría mantener la temperatura con menos gasto de kerosene en invierno y de electricidad en verano.

Cerró el portón y le echó los tres candados. En el viaje de vuelta hacia la casa lamentó haberse dejado olvidado el piloto dentro del galpón. Pero si volvía atrás y recuperaba el abrigo llegaría indefectiblemente tarde al trabajo. Los viajes de vuelta eran en general más sombríos que los de ida. Una sensación de ahogo, de angustia inexorable, lo postraba en una melancolía densa, gelatinosa. Sobre todo con lluvia. Con esa lluvia ventosa, horizontal, escurridiza para su paraguas gastado. Con las botamangas de los pantalones de sarga chorreando fango. Porque desandando el camino de vuelta hacia la casa, el hombre se sentía viviendo un destino inmerecido, ajeno por su misma futilidad, que le había caído por la cabeza por un capricho intolerable de la suerte. Porque de ida, aunque estaba el odio, le latía la inconfesada esperanza de encontrarlo muerto, y de vuelta, en cambio, lo asolaba la rotunda certeza de saberlo vivo.

El hombre llegó a la casa y se cambió los pantalones empapados. Se calzó los zapatos negros, cerró la puerta y subió a su auto. Luego avanzó por el camino de ripio hasta la ruta; abrumado, como cada mañana, en la evidencia inquebrantable de que, al fin y al cabo, estaba tan preso como Gómez; desgarrado en la sensación de que ambos rodaban abrazados, mordiéndose recíprocamente las entrañas, por la misma pendiente insondable de sus vidas deshechas; convencido de que era un detalle intrascendente, después de todo, quién le alcanzara la comida a quién, a través de las rejas.