Nunca tuve suerte con las mujeres

Nunca tuve suerte con las mujeres. Tal vez por esa razón fue tan sorprendente lo que me ocurrió el otro día, en un café de Rivadavia, cerca de Callao, ahí por el Congreso. El lugar no es demasiado diferente de otros mil que se apiñan en el centro. Tal vez éste sea un poco más limpio, se vea un tanto más luminoso, esté apenas mejor atendido, aunque más no sea un ápice, que el común de los de su especie.

Este café del que hablo tiene, además, unas lindas lámparas de paño que penden sobre las mesas, muy útiles si uno quiere leer, o resolver un crucigrama y matar el tiempo. Otra ventaja muy importante es que el sitio no es muy grande. Aborrezco profundamente los grandes ámbitos. Sentarme en esas confiterías inmensas que todavía persisten en Buenos Aires me produce una sensación de vértigo sumamente desagradable; un asco certero en la boca del estómago. En lugares como ésos uno se encuentra permanentemente expuesto, fatalmente a la vista de todos. Y eso es algo que sencillamente no tolero. Ocho años de análisis no han logrado quitarme esa inquietud y ese desasosiego.

El café al que me refiero, además, tiene ventanas más bien pequeñas. Nada de esos enormes ventanales que van del piso al techo, como si fueran los paneles laterales de enormes peceras exóticas, plagadas de ejemplares coloridos. No, señor, en este sitio las ventanas tienen un tamaño moderado, agradable, cálido.

Ahora bien, tal vez mi profusa descripción, llena de elogios, pueda llevar a suponer que soy un parroquiano habitual y concienzudo del bar al cual me refiero. Nada de eso. Sólo concurro los martes por la tarde. Es que salgo temprano de la oficina y hago tiempo allí para encontrarme con mi padre a las siete y media en la estación de Once. Pasa que los martes, en lugar de tomar el subte hasta mi departamento de Caballito, acompaño a mi padre hasta su casa de Haedo. Allí cenamos y jugamos ajedrez de aficionados. Nos hacemos mutua compañía hasta las diez y media. Tengo buen cuidado de partir a esa hora: once menos veinte pasa el tren de vuelta hacia el centro, y a duras penas, y apurando mucho el paso, camino en esos diez minutos las siete cuadras que separan la casa de papá de la estación. Los miércoles suelo amanecer bastante cansado por el ajetreo. Pero no me importa por el placer que sé que le reportan a él esas visitas metódicas que le hago. Y supongo que esa idea me libra de la culpa que a veces me asalta por haberme ido a vivir al centro, sobre todo estando papá solo en Haedo, y con lugar de sobra en nuestra casa de toda la vida.

Pero bueno, yo empecé diciendo que no tengo suerte con las mujeres. No sé por qué siempre tengo esta tendencia a cambiar de tema, a irme por las ramas, a abandonar el hilo de lo que digo y a intercalar asuntos que no hacen al nudo de la cuestión. Y la cuestión es ésa: que no tengo suerte con las mujeres. Y es muy cierto, se lo aseguro. Por empezar, no soy lo que se dice un hombre bien parecido. Soy más bien bajo, y no demasiado agraciado en mis facciones. No soy gordo, pero al ser estrecho de hombros siempre doy la impresión de ser algo más obeso de lo que soy en realidad. Para colmo, esta calvicie más que incipiente que padezco me agrega años, me avejenta. Rara vez me dan los treinta y dos años que en realidad tengo. Las estimaciones más optimistas de que me hacen objeto no bajan de los treinta y siete, o treinta y ocho. Nunca falta algún odioso que me calcule cuarenta. Supongo que mi modo de vestir tampoco me ayuda, justo es reconocerlo. Pero no puedo evitarlo: los jeans y las zapatillas me producen un rechazo insuperable. No en otros, cuidado. En el resto de la gente los acepto como totalmente naturales. Pero en mí me suenan impostados, se me hacen parte de un incompleto disfraz de payaso triste. Las poquísimas veces que intenté vestirlos sufrí como loco: sentía que en cualquier momento alguien terminaría por echarse a reír, señalándome con el dedo, invitando a los demás a sumarse a su carcajada. Lo mismo me sucede con los colores vivos. Soy incapaz de escapar al verde oscuro, a los azules, a los grises o marrones. ¡Cómo envidio a esa gente capaz de lucir un suéter rojo chillón sin que se le mueva un pelo, o una camisa amarillo rabioso, o una campera en tonos vivos y con carteles vistosos! Supongo que eso de la ropa tampoco me ayuda, por esto que digo.

Pero no es sólo eso. He conocido hombres absolutamente desprovistos de belleza física, pero capaces de superar esa desventaja apelando a una personalidad enérgica y atractiva. No sé cómo definirlos mejor, pero de hecho, y pese a físicos pequeños, o a anteojos antediluvianos, son capaces de agradar, de concitar la atención en torno suyo. Desafortunadamente, tampoco es ése mi caso. Soy extremadamente tímido, a punto tal que me resulta casi imposible dirigirle la palabra a un extraño (cuánto más, obviamente, a una extraña). En los pocos casos en que logro vencer mi pudor, siento que las palabras se me traban en la lengua y la voz se me trastoca en un sonido nasal, aflautado, desagradable. Además soy extremadamente formal. Desconozco las más elementales formas de abordar a una mujer en plena calle. Me paraliza el pánico de ofenderla. Temo que se interprete como desfachatez cualquier tono de familiaridad, por mínimo que sea. Y aun si ello no fuera obstáculo suficiente, como si no bastaran todas mis barreras estéticas y de carácter, me sé incapaz de llevar adelante una conversación realmente interesante para otra persona. Sobre todo en una situación tan endeble, tan caótica, tan imprevisible en sus hipotéticos desarrollos como un encuentro casual y callejero. En esas situaciones, me digo, la única manera de derrotar la profunda reserva y la absoluta distancia que el decoro dicta a las mujeres sería contar con un temperamento carismático, cautivante, francamente desenvuelto.

Naturalmente, y con esos antecedentes, ni siquiera intento esas conquistas en la vía pública. Para paliar mis urgencias (y aquí hablo con la mayor de las franquezas) recurro al menos edificante y más antiguo de los expedientes. Pero, a qué negarlo, esas mujeres me dejan un regusto amargo, de ajenidad y corrupción y lejanía. Luego de esas experiencias caigo en períodos depresivos que me cuesta un triunfo superar. Todo esto lo digo sobre todo para que se entienda mi sorpresa, mi asombro inverosímil de aquella tarde de martes.

Yo me había sentado en una mesa interior, del sector de no fumadores. Creo haber dicho ya que mi timidez me obliga a escapar de los sitios demasiado expuestos. Sería incapaz de sentarme contra las ventanas, o en el centro del recinto, eso es definitivo. El sólo imaginarme allí me produce pánico. Las pocas veces que intenté obligarme a superar mis temores, la sensación de desprotección, de desnudez, fue intolerable. Como esas pesadillas que suelo padecer, en las que me hallo totalmente desnudo en medio de un cine repleto de gente y con todas sus luces encendidas; o ésas en las que advierto, en medio de una fiesta elegante, que he olvidado ponerme las medias y los zapatos.

Por eso busco esas mesas semiescondidas, alejadas de las ventanas y del centro del salón, y de ser posible, distantes también de los baños (tampoco es cuestión de quedar en el paso de un montón de gente que va y viene de los sanitarios). Ese martes conseguí una mesa perfecta. Estaba en un rincón, apoyado uno de sus lados en la pared del fondo, y contenido otro por una de las columnas que sostienen el edificio. Para mejor, unas plantas artificiales y frondosas casi separaban ese sector del resto de las mesas, convirtiéndolo en un reducto confortable, íntimo y agradable.

Mientras apuraba el cortado breve y cargado que suelo tomar todos los martes, entró ella. Era alta y fina; joven y sumamente bella. Tenía una cabellera profusa, enrulada y muy rubia. Vestía un trajecito gris muy elegante y una blusa blanca con un lazo azul anudado al cuello. Un par de aros plateados, nada estridentes, y un prendedor también plateado. Por supuesto que no capté todos esos detalles en el primer momento. Jamás me hubiese animado a examinar a una mujer de semejante forma. Hubiera sido una intromisión inadmisible, una vejación degradante y gratuita, que a cualquier mujer hubiese incomodado. Los datos que aquí vuelco, y que mi memoria atesora con precisión absoluta, los obtuve en sucesivas y fugaces y paulatinas miradas; como quien pinta una acuarela por ráfagas inspiradas, hasta concluir una imagen de conjunto. Luego le agregué sus tics, sus gestos, sus más ínfimos y triviales ademanes.

Me ayudaba un hecho fortuito y por demás conveniente. Estaba acompañada por otra mujer, con la que conversaba animadamente. De la otra guardo un recuerdo vago, imperfecto, desabrido. No puedo decir que fuese fea. En todo caso, no era ella, y con eso bastaba para desintegrarla, para pulverizarla en mi memoria. Pero no quiero ser desagradecido: gracias a su presencia yo pude reiterar una vez y otra esos giros de cabeza que me fueron permitiendo abarcarla en el retrato puntilloso que pretendía de ella.

Hasta aquí, nada novedoso. Sólo una contemplación subrepticia de una mujer hermosa.

Ya dije, y creo que más de una vez, que carezco de mínima suerte con las mujeres. De ahí mi sorpresa, o digamos mejor mi rotunda incredulidad, cuando advertí que ella me miraba.

La primera vez fue sólo un instante. Un giro de cabeza sumamente ligero, perceptible tal vez únicamente porque justo en ese momento yo tenía la vista clavada en ella. Fue tan breve que, cuando salí de mi estupefacción y tomé conciencia de lo que había sucedido, ella ya estaba de nuevo vuelta hacia su amiga, de nuevo ajena, inmersa en su propio mundo.

Traté de restarle importancia. Soy lo suficientemente inteligente como para poder suponer que cualquier ser humano, mientras conversa con otro en un ámbito cerrado, pasea su vista por el entorno sin que por ello tenga especial interés en elemento alguno de ese entorno. ¿No es una reacción natural —me dije también— que uno, al sentirse observado, observe a su vez a quien lo está mirando? Con esos razonamientos, y otros de su especie, me obligué a no abrigar falsas esperanzas con respecto a la real entidad de esa mirada. Suficientes dolores y desengaños trae la vida por sí sola —suelo decirme— como para que uno por atolondrado, por pusilánime, cargue a sus espaldas desilusiones improvisadas.

Por eso volví a mirarla. Me dije que sólo si volvía a mirarme tendría una mínima, una ínfima pauta de un potencial interés de su parte, cualquiera fuera su naturaleza.

Y volvió a ocurrir. Esta vez su mirada fue más penetrante, más acabada, infinitamente más profunda. Estaba sentada a una distancia considerable, aunque no tanto como para que yo no distinguiera a la perfección los rasgos de su rostro. Fue una mirada recta, concisa, interesada. Sus ojos fueron directamente de su amiga hacia mí, y al cabo, de nuevo hacia su amiga. Continuó hablando durante todo ese lapso, pero ahora yo tuve la certeza de que los movimientos de su cuello y sus ojos no habían sido casuales.

Aun así decidí no precipitarme. Verifiqué varias veces que entre nosotros no existiera ninguna otra persona, en la línea que unía nuestras miradas. Me alegré en la constatación de que nadie se interponía entre nosotros. Diez, a lo sumo doce personas estaban diseminadas en el bar, pero en direcciones absolutamente divergentes. Volví a evaluar la posibilidad de que sus miradas fuesen completamente eventuales en este sentido, simples giros de cabeza que mi imaginación interesada estuviese malinterpretando. Pero tampoco era una posibilidad verosímil. Ambos nos habíamos sentado orientados de espaldas a la calle. Yo, como ya expresé, contra una de las paredes laterales, semioculto por las plantas artificiales. Ella casi en el centro del café, justo bajo la colgante luz de una lámpara de paño estampado. Para mirarme, debía girar la cabeza noventa grados hacia la izquierda. Lo normal hubiera sido, tratándose de miradas casuales en torno, que éstas hubieran tenido lugar en un radio cercano al sitio que ocupaba su interlocutora. Digamos, por caso, la pared del fondo, que además contaba con dos lindos cuadros de paisajes, o alguna de las dos mesas ocupadas de ese lado (una con un hombre solo y la otra con dos ancianas de conversación animada). Jamás —me dije— uno distrae la mirada de su interlocutor para posarla sólo por casualidad en objetos situados a noventa grados a la izquierda.

Y mientras así razonaba, e iba envalentonándome con mis conclusiones ciertamente reconfortantes, ella volvió a mirarme. Acopiando fuerzas que jamás hubiese esperado atesorar, fui capaz de sostener la mirada penetrante de sus ojos verdes. Y eso pese a ser consciente de que mis mejillas debían estar simultáneamente tomando un color morado subido y carnoso. No me importó, o más bien intuí que no podía importarme. Debía obligarla, debía desafiarla a que continuara viéndome o a que bajase la vista. Debía confrontarla con el hecho de que ella también tendría que ponerse en evidencia si yo ya lo estaba haciendo sin el menor tapujo. Con el corazón galopándome en la garganta la vi sostener mi mirada un largo instante. La vi mirarme con fijeza mientras yo me incineraba en sus ojos. Y la vi por fin volverse de nuevo hacia su amiga. Todo ello mientras hablaba y escuchaba, como no queriendo —me ilusioné—, que su compañera advirtiese nuestro juego incipiente.

Por supuesto que a esa altura ya no cabía en mí de la ansiedad. Sentía gruesas gotas de sudor derramándose por mis sienes, mientras intentaba enjugarlas mecánicamente con el pañuelo. Estaba ocupado en la frenética búsqueda de un diálogo posible, de un modo de abordarla sin ofenderla, de una manera de consolidar ese puente recién tendido antes de que éste se derrumbara para siempre.

Y entonces volvió a ocurrir. Volvió a mirarme, y de un modo que yo casi comparé con el descaro. Cuando un bucle rubio se le deslizó por la frente hasta ocultarle el ojo izquierdo, sin titubeos lo acomodó en su sitio con un gesto calmo y lleno de sensualidad, sin bajar la vista un solo instante.

La urgencia de los acontecimientos acabó con la circularidad de mis cavilaciones. La mujer que la acompañaba inició ese encadenamiento de rituales típicos que prenuncian la partida de una dama hacia el tocador: sin perder el hilo de la conversación que mantenían, tanteó hasta dar con su cartera, que pendía del respaldo de una silla contigua; se la colgó en bandolera, abrió el cierre y verificó de un vistazo que todo lo que necesitaba estaba allí. Sólo faltaba que se levantara por fin y caminara con pasos rápidos, cortos y sonoros hasta el final del pasillo que nacía a un lado de la barra.

Tal vez —supuse— sería ésa mi única chance de aproximarme. El sólo pensarlo hacía que las piernas se me aflojaran y que un frío polar me recorriera la espalda. Pero era un hecho que el desenlace estaba próximo: si habían llegado juntas seguramente se marcharían juntas. Casi con seguridad lo harían en pocos minutos (el paso de su amiga por el tocador era un indicador inconfundible de la inminencia de su partida).

En medio de mi desasosiego, la otra mujer se levantó y caminó hacia el baño. Para entonces yo sentía perfectamente el golpe rítmico de la sangre en las sienes, el rumor sordo y alarmante de mis tripas absolutamente alteradas. Las posibles frases iniciales, los consecuentes diálogos verosímiles, se me mezclaban en un fluido caótico que me saturaba la conciencia.

Y justo a esa altura de mi naufragio, ella volvió a mirarme. Lo hizo con una fijeza tal que casi me arranca un grito de nervios destrozados. Supuse que mi imaginación desbocada estaba alterando definitivamente mi percepción de la realidad: creí advertir que hasta esbozaba una sonrisa, que ensayaba diversas expresiones, ligeras muecas casi imperceptibles, como tanteando tal vez el modo de animarme de una vez a tomar la iniciativa. Finalmente dedicó un larguísimo segundo a mirarme de nuevo con expresión calma, reposada, y al cabo bajó los ojos hasta su propia mesa.

Supongo que en ese momento el temor a perderla desbordó por fin el riguroso cauce de mi pudor. Me levanté de un brinco y casi corrí los metros que separaban su mesa de la mía. Ella miraba ahora su pocillo vacío, su vaso de agua manchado de rouge, mientras yo avanzaba sin quitarle ya los ojos de encima. Si las miradas fuesen capaces de quemar, creo que la hondura y el fervor de la mía habría sido capaz casi de incendiar su pelo rubio.

Entonces se volvió hacia mi lado. Yo (que vaya a saber por qué había supuesto que ella se quedaría con los ojos bajos hasta que le hablara), me quedé tieso en medio del bar, como un director de orquesta que detiene la ejecución de una pieza solemne, abrumado por la estridencia inusitada de un instrumento subvertido. Mi pánico creció ante una sensación alarmante que me sacudió el espíritu: ella ya no era la de antes. En mi atolondramiento tardé en entender el por qué de semejante constatación. Era cierto que ella miraba hacia mi lado. También era cierto que la expresión de su rostro seguía siendo profunda, cálida, reflexiva. Pero ahora no era a mí a quien miraba. Eso también era horriblemente cierto. ¿Por qué había dejado de observarme tan de repente? Trémulo, casi derrumbado, seguí con mis ojos el trazo imaginario de los suyos.

Iban en la dirección de la que yo venía. Llegaban hasta la mesa que yo había ocupado. Y descansaban, al fin, en un hermoso espejo, bellamente enmarcado y cuidadosamente iluminado, situado en la pared justo encima de mi mesa. Vi reflejarse en él el mantelito de cuadros, mi pocillo vacío, el florerito con su clavel marchito. Levantando un poco la vista me vi a mí, de pie en medio del café, con la boca muy abierta y una expresión de desconsuelo inverosímil colgada en el rostro. Seguí mirando, y por fin vi el reflejo de ella. También allí era rubia y hermosa y esbelta. También allí era ella. Ella acomodándose el pelo. Ella mirándose y confortándose en la natural admiración de su propia belleza. Ella desplegando la subrepticia gama de gestos que cualquier mujer ensaya, ensimismada, mientras se contempla en un espejo.

Salí casi corriendo. Supongo que el mozo de la barra, que algo me conoce de verme todos los martes, se habrá preguntado la razón de mis lágrimas.