Desde que abandonó la ruta para girar hacia el pueblo, el ómnibus fue dejando detrás una nube de polvo que parecía una tormenta siempre a punto de alcanzarlo. Cuando llegó al asfalto de la calle principal dejó de levantar tierra, pero la polvareda sobre el acceso quedó suspendida como una niebla sucia, que siguió cociéndose lentamente al sol del mediodía de diciembre.
El ómnibus dio la vuelta a la plaza y se detuvo frente a la compañía de seguros. Se apeó un muchacho con uniforme del Servicio Militar que cargaba un enorme bolso de lona. Saludó con un gesto al chofer, que le devolvió el gesto, cerró la puerta y se alejó, dejando en el aire el tufo inconfundible del gasoil quemado.
El soldado se calzó el birrete que traía plegado bajo la charretera y entrecerró los ojos, heridos por la reverberación del asfalto. Acercó la cara a la vidriera de la compañía de seguros. Echó un vistazo sobre los escritorios vacíos. Un gran reloj de pared de grandes números negros marcaba la una y diez. Miró fugazmente las otras cuadras que daban sobre la plaza y vio que casi no quedaban negocios abiertos. Decidió apresurarse. Cruzó la calle, caminó toda la cuadra y giró en la siguiente esquina, alejándose de la plaza.
Apenas llegó al negocio el soldado sonrió. La vereda estaba atiborrada de bicicletas de diferentes tamaños, algunas calzadas en un armazón de hierro que les sujetaba la rueda delantera, la mayoría arrimadas sobre esas de cualquier modo. Unas cuantas más colgaban del toldo metálico, sostenidas de ganchos de carnicería.
Se detuvo en el umbral. Adentro, el caos era idéntico. A duras penas quedaba un pasillo entre el amontonamiento que se alzaba contra las paredes de los costados. Viendo esa escena al conscripto le ocurrió algo que le pasaba desde que era chico: se imaginó ese tendal de cuadros, pedales, manubrios y asientos como si fuesen los muertos y los heridos de una batalla ridícula entre doscientas bicicletas enfurecidas.
Al final de ese sendero irregular se veía un mostrador pintado de verde y detrás una puerta de chapa con un vidrio esmerilado. Del otro lado la luz estaba encendida. Ahí, se dijo el soldado, en el bañito del fondo, tenía que estar don Lecci. Como dándole la razón se escuchó, proveniente del retrete, una carraspera larga, profunda, gutural.
El soldado esperó. Vio en las paredes los mismos anuncios ilustrados de siempre. Uno de llantas cromadas, dos o tres de neumáticos importados, otro —el más bonito— promocionando una bicicleta italiana preciosa y carísima, que a todas luces jamás habría estado en venta en un sitio como ése.
En el baño la carraspera había pasado a un remontado nasal coronado con escupitajos. El conscripto conjeturó que faltaba poco. En efecto, casi enseguida se escuchó el breve chirrido de una canilla y la caída del chorro del agua en el lavatorio, y un último concierto de bufidos que parecían el lamento de alguna bestia remota, mansa y melancólica.
El muchacho dejó el bolso en el suelo y volvió hacia la puerta. Estiró el brazo hasta un llavero que colgaba de un clavo en el umbral y se agachó junto a las bicicletas de la vereda. Siguió con la mirada el recorrido de una larga cadena que serpenteaba sobre las baldosas, bajo las ruedas, hasta que ubicó el extremo, en cuyo último eslabón se enganchaba un candado abierto. Alzó la cadena, la hizo pasar por entre los huecos de algunos cuadros y los rayos de algunas llantas y cerró el candado, dejándolo ostensiblemente a la vista. Don Lecci sostenía que no era necesario atarlas a todas y que bastaban esos ornamentos disuasivos. Así se evitaba tener que meter todos los cachivaches en el local durante el receso de la siesta, y de tanto en tanto explicaba a sus íntimos que el sistema era infalible, porque jamás le había faltado ninguna.
«Ninguna, lo que se dice ninguna… no», pensó el colimba, mientras descolgaba las que pendían de los ganchos del toldo y las introducía en el negocio. Sonrió recordándose a sí mismo, a los diez años, disparando a toda velocidad en una rodado veintiséis azul, con manubrio de carrera. A sí mismo y a Cachito. Cachito sudando y resoplando, porque lo único que había podido manotear había sido una Mini Roda plegable rodado veinte para chicos chicos, y con esas rueditas tenía que pedalear como un forajido para no perderlo a él, que con la grande iba volando. Habían seguido hasta la laguna, un poco por el entusiasmo del atraco y otro poco porque el camino bajaba para ese lado y era lindo picar las bicis y dejar de pedalear cada tanto para seguir con el envión, como si fuesen motos. El problema había sido volver, con el calor y el sol de frente y en subida. Aparte don Lecci los había cazado de los pelos nomás entrando al pueblo, a la altura de la vía, y los había llevado de las pestañas a decir la verdad a sus casas.
El soldado escuchó la descarga del depósito del baño y miró hacia adentro. El bicicletero había finalizado sus abluciones y salía secándose la cara con una toallita grisácea. Al ver al chico se le acercó sonriendo y le descargó sobre el hombro un manotazo pesado y afectuoso.
—¿Qué decís, Sosita?
El muchacho iba a responder que estaba bien pero el hombre ya lanzaba una nueva pregunta.
—¿Cuándo te largaron, Sosita? ¿Ya te dieron la baja?
—No, don Lecci. Qué me van a dar. Estoy de permiso hasta el lunes, nomás.
—¿Y hasta cuándo te van a tener ahí guardado estos milicos?
—Parece que hasta febrero, capaz…
—Hacete un mate.
Sin esperar respuesta el bicicletero se asomó por encima del mostrador que había quedado a sus espaldas, alzó dos banquitos plegables, los llevó a la vereda y los acomodó contra la vidriera. El conscripto puso la pava sobre la hornalla de un calentador que el hombre tenía junto a una registradora vetusta y en desuso. Habló casi gritando, porque acababa de encenderse el compresor del aire para inflar las gomas.
—¿No estaba por cerrar, don Lecci?
—¿Eh? No pibe, da igual. Nos tomamos unos mates y después vamos. Total, veo que ya me estuviste acomodando los trastos.
El soldado trajo la pava en una mano y el mate cebado en la otra, se lo tendió al hombre y se sentó en el banco libre. Pasaron varios minutos mateando en silencio. Cuando se detuvo el motor del compresor el muchacho experimentó una placentera sensación de liviandad en los oídos. A don Lecci debió pasarle algo parecido, porque habló, con los ojos fijos en la calle:
—Este armatoste mete un ruido que me tiene harto.
«Uno de estos días lo tiro a la mierda y compro uno nuevo», pensó el conscripto que iba a decir don Lecci de inmediato.
—Uno de estos días lo tiro a la mierda y compro uno nuevo.
Aunque lo miró con expresión ligeramente divertida, el muchacho no se atrevió a sonreír.
—¿Qué pensás, vos, se puede saber? —el tono del bicicletero no consiguió sonar ni serio ni amenazante.
—¿El mate está bien?
Don Lecci asintió y volvieron al silencio. El soldado echó una larga mirada a toda la cuadra, pero todo estaba exactamente igual que tres meses atrás, de modo que no encontró nada para preguntar. Lo que sí hizo fue reparar en el tiempo que llevaba lejos del pueblo.
—Hacía un montón que no me daban licencia, estos guachos —dijo.
—Cierto. ¿Desde cuándo no venías, Sosita? ¿Octubre?
—Setiembre.
El hombre sorbió hasta el fondo y se escuchó la bombilla succionando en seco.
—Setiembre, mirá vos…
Le tendió el mate y el muchacho se cebó el siguiente.
—Lo que pasa que el turro del teniente me pidió para los partidos del campeonato ese que tienen, y como juegan los sábados, no me larga nunca.
En un ademán que se le había vuelto automático a fuerza de repetirlo se levantó un poco la botamanga de la pierna izquierda y se pasó dos dedos sobre el hueso de la pantorrilla. Sus yemas se detuvieron un instante sobre el cayo de la fractura. La más alta, porque la más próxima al tobillo, por más que pasara los dedos, no llegaba a percibirla. Don Lecci lo miró hacer.
—¿Y de ese asunto cómo andás?
—Bien.
—¿Bien… bien, o más o menos?
—No, bien, bien. Me dejan salir a correr todos los días, y en los partidos ni lo siento. Al principio andaba un poco acobardado, pero después se me pasó.
El hombre estiró la mano hacia el mate que el chico le ofrecía y asintió.
—Es natural, pibe. Con semejante fractura…
—Por suerte me dejan salir siempre a entrenar. Nunca me dejan adentro, y me perdonan las guardias…
—¿Por suerte? ¡Por suerte, dice el mocoso! ¿Y quién te pensás que se fue hasta el cuartel ese para hablarlo al tal mayor López, a ver? ¡Tu director técnico, Sosita, tu director técnico! ¡Qué barbaridad, uno que hace todo y ni así le agradecen!
El tono del comentario pretendía ser el de una reconvención, pero para los dos era claro que se trataba de una broma, o de una caricia.
—Sí, don Lecci. Ya sé…
—«Ya sé, don Lecci, ya sé» —el bicicletero lo imitó poniendo voz de opa—. Uno que cuida a sus estrellas, y mira cómo le pagan…
El conscripto se puso serio. Pareció que iba a preguntar algo porque dejó de palparse la pierna, se acomodó el pantalón y se irguió sobre el asiento. Pero al final no dijo nada, en parte porque le daba vergüenza sacar ese tema y en parte porque le fue más sencillo ponerse a recordar.
¿Por qué cada vez que pensaba en Cachito la primera imagen que se le venía era ésa: Cachito de pie pero visto desde el piso, y medio borroso, borroso por las lágrimas del soldado? ¿A todas las personas les pasaría eso? ¿Arrancar por el peor de los recuerdos? Y otra cosa. ¿Todas las personas tendrían recuerdos silenciosos?
Porque algunos recuerdos del muchacho eran así. No le volvían con sonidos. Haciendo un esfuerzo sí, pero si venían solos, venían mudos. Si a ese recuerdo de Cachito visto desde el piso le agregaba los sonidos ese recuerdo se llenaba de gritos. Sobre todo de sus propios gritos. Los gritos del soldado. Sus gritos de dolor, de dolor ciego, de sentir un fuego en la pantorrilla y al mismo tiempo de no sentir nada de la rodilla para abajo, como si no tuviese más pierna. Gritos mezclados con llantos y quejidos, pero tan hondos que eran gritos sin palabras. Otros gritos que recuerda, después, con el mismo recuerdo de Cachito visto desde el piso, y él aferrándose la pierna en llamas, sí vienen con palabras. Las de don Lecci, por empezar. Gritó varias cosas, pero el conscripto recuerda el primer grito de todos, el que gritó mientras corría hacia el círculo central: «¡¿Qué hiciste, hijo de puta, qué hiciste?!». Desaforado, gritaba don Lecci. El conscripto recordó perfectamente, después, ese grito, no sólo porque fue el primero sino porque lo llenó de miedo. Un miedo que nacía de la certeza de empezar a entender lo que acababa de ocurrir. Si don Lecci le gritaba «qué hiciste» a Cachito, de ese modo, quería decir que Cachito lo había roto, ni más ni menos. Y aunque era raro hasta un poco lo tranquilizaba, eso de saberse roto. Porque al muchacho la pierna le dolía como nunca jamás le había dolido nada, y si ese era el dolor de haberse roto, entonces por lo menos lo que le pasaba tenía nombre. De manera que así dolían las fracturas. Por eso el fuego y la sensación rara de sentir la pierna en los dedos de las manos pero no los dedos de las manos en la pierna. Como si esa pierna ya no fuese suya.
Pero don Lecci no había dicho eso sólo. No le había gritado a Cachito «qué hiciste». Le había gritado «qué hiciste, hijo de puta». Y don Lecci jamás decía malas palabras en la cancha. Ni a sus jugadores ni a los contrarios. Ni a los árbitros. A nadie. Bueno, una vez, a un referí que habían traído desde Junín para una semifinal y que resultó un vendido y un bombero, pero nunca más, salvo esa.
Por eso el soldado —que ese día, tirado en el piso y con la tibia y el peroné rotos todavía no era soldado, porque le faltaban unos meses para serlo— se había sorprendido tanto. Sorprendido y asustado, porque si don Lecci lo puteaba a Cachito, a Cachito, nada menos, que era uno de sus jugadores, uno de sus protegidos, igual que él, uno de sus preferidos, uno de los dos que habían venido a ver ese día desde Buenos Aires para en una de esas llevárselos, entonces quería decir que Cachito lo había hecho a propósito, y eso le dolía casi más que la pierna, y eso era decir mucho, porque cada vez le dolía más y por eso gritaba, gritaba sin palabras y lloraba sin poder parar, lloraba de dolor y de miedo y de sorpresa, y por eso lo veía a Cachito desde el piso, borroso por el velo de sus propias lágrimas. Pero lo peor era la cara de Cachito. La cara de nada, de estar muy lejos, y eso era imposible, porque Cachito no podía no darse cuenta de que acababa de romperlo todo, pero entonces quería decir que lo había hecho a propósito, y aunque fuera imposible si tenía esa cara significaba que sí, que sabía que lo había roto y que le parecía bien, y por eso don Lecci le había dicho que era un hijo de puta.
—Gracias —don Lecci le pasó el mate dándole entender que estaba hecho.
El conscripto dejó las cosas a un costado de su banco, cruzó las manos y se quedó mirando la punta de sus zapatos de salida.
—Es así… —soltó el bicicletero después de unos minutos, y volvió a quedarse callado.
El soldado sacudió varias veces las piernas, como hacía siempre que estaba inquieto por algo. Por fin habló, con la voz un poco estrangulada, como si le costase:
—¿Y de Cachito no supo más nada?
El hombre debía estar esperando esa pregunta, porque no se la hizo repetir, ni se volvió a mirarlo con cara de sorpresa, que era lo que el muchacho había temido desde que le habían entrado ganas de preguntar lo que había preguntado.
—No. Parece que se lo tragó la tierra.
El bicicletero estiró la mano hasta el mate y lo levantó, pero enseguida volvió a dejarlo, como si el aspecto de la yerba lo hubiera disuadido de volver a cebar.
—Deme que lo arreglo —el conscripto se incorporó de un brinco, como si lo pusiera contento encontrar algo para hacer.
Volvió asentando la bombilla en la yerba nueva. Apoyó la mano en la pava y pensó que el agua estaba suficientemente caliente. Cebó y le tendió la calabaza al hombre que sorbió en silencio, antes de hablar.
—La madre tampoco sabe nada. En la pensión del club duró un mes. Después nadie sabe dónde se metió.
Volvió a arrancar el compresor. El muchacho pensó que don Lecci habría podido agregar un «te dije que iba a pasar eso». A muchos adultos les gustaba hacer eso de decir «te lo dije». Pero don Lecci no era de esos. Aunque fuera cierto que supiera que iba a pasar lo que terminó pasando.
Ya en la clínica algo le había dicho, cuando fue a verlo después de la operación. Era raro, pensó el conscripto, pero ese otro recuerdo sí le venía con sonido, de entrada. Con la voz de don Lecci, le venía, diciéndole que los de Buenos Aires se lo habían llevado a Cachito a prueba por seis meses. En ese momento al soldado (que aún no era soldado) le habían entrado muchas ganas de llorar, porque entonces eran todos una mierda, empezando por esos turros de Buenos Aires y siguiendo por Cachito, sobre todo Cachito, era una mierda, entonces.
Al soldado le daba un poco de vergüenza, también, todo eso. Vergüenza por no haberse dado cuenta de nada. Ni el día del partido. Nada. Si cuando se había acercado Cachito sonriendo a proponerle que mejor jugaran uno en cada equipo para mostrarse mejor a él le había parecido una idea buenísima. Era un tonto del año cero, como decía su mamá de la gente tonta. Pero, ¿cómo iba a imaginarse que a los cinco minutos Cachito le iba a venir así, con los tapones de aluminio derecho a la pantorrilla, encima sabiendo que él jugaba siempre sin canilleras porque se sentía incómodo con esas cosas?
Don Lecci había querido parar el partido. Pero los de Buenos Aires habían dicho que no, que ellos tenían que volverse y que por lo menos querían verlo al otro. Al otro que era Cachito. Don Lecci los había dejado hacer, porque se fue de raje al dispensario y después siguiendo la ambulancia hasta el hospital de Ayacucho.
Cuando salió de la anestesia lo estaba acompañando don Lecci, justo. Porque sus viejos habían bajado a tomar un café con leche. Y don Lecci le había contado todo: lo de la fractura y lo de la operación y lo de Cachito y lo de los de Buenos Aires.
Entonces le habían dado las ganas de llorar, aunque se había frenado para impedirlo. Y aunque se quedó callado, don Lecci lo había entendido. Sabía que lo que más ganas le daba de llorar no era la fractura, ni la rehabilitación, ni que no lo llevaran a él a prueba a Buenos Aires, ni que en cualquier momento lo citaran de la colimba. Sabía que si estaba así era por Cachito.
—¿Sabés qué pasa, Sosita? A veces me parece que somos lo que hacemos.
Eso había dicho Lecci, al final. El muchacho no lo había entendido del todo. Le pareció que su entrenador estaba diciéndole algo importante, pero no consiguió digerirlo del todo. Igual se concentró para tratar de interpretarlo, y por eso lo que siguió diciéndole Lecci, después, le había llegado fragmentaria, parcialmente, como cuando uno lee un recorte del diario mal hecho con las manos, y rasga una parte de las letras.
Oyó sí algunos retazos, algo sobre lo importante de volver a entrenar rápido, de que él iba a hablar con los milicos, algo sobre intentar mejor con la gente de Independiente, que seguro iban a portarse mejor y aparte él tenía adentro un conocido. Pero el chico lo había escuchado a medias. Todas esas cosas le habían llegado raras, rotas, tal vez inútiles. Como consuelos para tontos.
—¿Así que la baja te la dan en febrero?
La voz del bicicletero lo sacó de sus reflexiones.
—Calculo que sí —respondió cebando otro mate.
El compresor volvió a detenerse y el colimba a sentir el mismo placer en los oídos. Le faltaba una pregunta, pero le daba pudor formularla con una afirmación.
—Así que no quedó en el club…
Don Lecci chistó. ¿Se habría fastidiado con la pregunta? El conscripto deseó que no, pero de todos modos no se arrepintió de haber preguntado.
—Qué cosa, con ese pibe… —el bicicletero hablaba con la vista fija en el cordón de la vereda, pero con ojos de mirar hacia adentro—. Mirá que uno se piensa que conoce a la gente… mirá si habrá venido acá, como vos… mirá si lo habré conversado yo, a este pibe…
El conscripto se sintió raro, como si una parte de él se arrepintiese de haber vuelto a sacar el tema, como si una parte de él (la más estúpida, la más tonta) se entristeciera y no por lo que Cachito le había hecho a él, sino por don Lecci, o hasta por el mismo Cachito. Pero Lecci, que todavía tenía algo para decir, negó con la cabeza varias veces y concluyó:
—Pero qué me voy a imaginar.
Eso último lo dijo extendiendo la mano hacia el colimba, con la palma hacia arriba. Casi enseguida la dejó caer.
—Cuanto más viejo me pongo más pienso que somos lo que hacemos, pibe. No lo que decimos. Lo que hacemos.
El conscripto pensó que hacía un ratito, nomás, se había acordado de una frase casi igual que don Lecci había dicho en la clínica y que él no la había entendido del todo. Ahora le pareció que la entendía mejor.
De repente el bicicletero sonrió, como si acabase de acordarse de algo. Al conscripto le pareció que esa sonrisa franca y divertida no tenía demasiado que ver con lo que venían hablando. Pero don Lecci soltó además una risita y le palmeó la pierna.
—Voy a tener que hablar de nuevo con el milico —dijo por toda explicación—. Ese mayor López, digo…
—No le entiendo, don Lecci.
El hombre lo miró un poco de costado, pero en lugar de explicarle, agregó:
—Hacete una corrida hasta el mostrador, Sosita, que tengo algo para vos. Ahí nomás, lo vas a ver enseguida.
El muchacho lo observó sin moverse, y el hombre le devolvió la mirada.
—Dale, pibe, que me quiero ir a comer. Si no, la patrona se me va a enojar. Metele. Es un sobre.
El soldado obedeció, y don Lecci lo siguió con la mirada hasta el umbral. Cuando el muchacho quedó a sus espaldas, ya adentro, volvió los ojos a la calle desierta. Sus ojos seguían risueños.
—Vamos a pedirle a este López que te largue a fines de enero, como mucho, Sosita.
Aunque le hablaba al conscripto lo hacía en un murmullo, entre dientes, como si no importara demasiado que el otro lo escuchase.
—¿Este sobre, don Lecci?
La voz del muchacho sonó una nota más aguda que lo normal, un poco ansiosa.
—¡El único que hay, Sosita! ¡Fijate que está a tu nombre!
Ahora había hablado más fuerte, para que el chico lo oyera.
—¡Tiene un escudo de Independiente! ¡La carta, don Lecci! ¡Tiene un escudo!
La voz del colimba ya era un grito.
El bicicletero asintió un par de veces. Plácido, sereno, como si a él también le hubiesen soldado correctamente las fracturas, volvió a sonreír.