LOS MIÉRCOLES DE URRUTIA

La primera vez que Urrutia entró al prostíbulo parecía movido más por el hastío que por la lujuria o la curiosidad. No adoptó la fingida jovialidad de los oficinistas que frecuentan esos sitios para convencerse, y convencer a los demás, de que son hombres más o menos hechos. Tenía cincuenta años, una calvicie pronunciada, los hombros enjutos y la expresión de quien sabe que casi todas las puertas de la vida se han cerrado para siempre, si es que alguna vez han estado verdaderamente abiertas.

Murmuró un «Buenas noches» que escucharon sólo un par de putas que leían revistas viejas, sentadas cerca de la puerta, y caminó sin apuro hasta el escritorio de la madama. Cuando la mujer le preguntó, con una sonrisa distante, qué se le ofrecía, Urrutia demoró un segundo en responder. «Una mujer». Pasó por alto el matiz de sorna que recorrió los ojos de la regenta y agregó: «Joven». Y después de un largo instante de silencio, como si fuera una ocurrencia tan secreta que a duras penas podía pronunciarla, o tan repentina que fuese naciendo a medida que la ponía en palabras, apuntó una última condición: «Y que sea buena para hablar».

La madama lo miró a los ojos. Si le llamaba la atención esa nómina de condiciones, o la solemnidad con que habían sido establecidas, o el aspecto grisáceo del hombre que acababa de enumerarlas, se cuidó muy bien de decirlo. En cambio ladeó la cabeza y frunció apenas la boca, como si la variedad de sus discípulas fuese infinita y seleccionar a la candidata presentase como único inconveniente dejar al margen algunas postulantes exquisitas. Por fin extendió la mano hacia el cajón de su escritorio y, con ademanes de pretendida elegancia, extrajo una ficha azul que al caer sobre la tabla de madera dejó escapar un minúsculo tintineo. «Ochenta pesos. Habitación cinco», dijo.

Urrutia pagó y avanzó por el pasillo con la ficha en la mano. En la quinta puerta dio dos golpes cortos y una voz de mujer le indicó que pasara. Urrutia obedeció y caminó hasta los pies de la cama. La ocupaba una joven de pelo largo y negro, que vestía un camisón verde y llevaba aros de perlas.

«Soy Violeta. Allá tenés lugar para lavarte». Urrutia caminó hasta el baño aflojándose el nudo de la corbata. Al volver apagó la lámpara que pendía del techo y la habitación quedó iluminada apenas con los tonos ocres de la pantalla de tela del velador. Antes de desvestirse dejó la ficha azul sobre la mesa de luz, al lado de un libro grueso cuyo título no alcanzó a leer porque estaba volteado con la tapa hacia abajo y el lomo del lado de la pared. Cuando la miró se encontró con los ojos de ella que lo escrutaban sin prisa. Urrutia, sin bajar los suyos, se preguntó cuál sería su nombre verdadero.

Acometió el encuentro sin urgencias. Ella le respondió y pareció complacida con algunas delicadezas que Urrutia no emprendió por agradarle, sino porque le parecían naturales a cualquier encuentro de esa índole, aunque estuviera menos motivado por el amor y el deseo que por la angustia, la soledad o el lucro.

Cuando concluyó, Urrutia cruzó las manos bajo la nuca y observó largamente una mancha de humedad del cielorraso. Quiso pensar que era el mapa de una isla, de costas escarpadas y peligrosas, que se asomaban al vértigo de un océano helado y profundo. Después se volvió hacia la mujer, y volvió a toparse con sus grandes ojos negros. «A vos cuánto te queda», inquirió, señalando con un gesto del mentón la ficha azul. «La mitad», respondió la chica, y después pestañeó.

Urrutia volvió a mirar la mancha. Después se incorporó y caminó hasta la silla sobre la que había dejado bien plegada su ropa. La joven se sentó en la cama. El hombre hurgó en el bolsillo interior de su saco y extrajo dos billetes de cincuenta pesos. Dejó uno de ellos sobre la ficha azul y volvió a meterse, desnudo, entre las sábanas.

«No hace falta. Todavía estás en tu turno», le aclaró la chica. «Ya sé. No es por eso», dijo Urrutia. «Esa plata es para que me mientas». Ella lo miró sin entender. «Mentime. Los cincuenta pesos son para eso», insistió Urrutia. Apoyado sobre el codo izquierdo, se la quedó mirando. «No te entiendo», dijo la joven, y Urrutia reparó en que lo tuteaba y eso lo puso ingenuamente nervioso y feliz. «Que me mientas. Decime mentiras y te dejo esa plata», agregó vagamente Urrutia, como si no quisiera ir demasiado lejos con las aclaraciones.

La chica frunció un poco el ceño, como esforzándose en interpretar el sentido de semejante planteo. «Las vacas vuelan», dijo de repente, y soltó una risita. Urrutia suspiró como si estuviese cansado, sin dejar de mirarla. «Esa pavada, no», adujo. Ella dejó de sonreír. «Quiero que me digas mentiras que tengan que ver conmigo». Urrutia dijo eso acompañándose con un gesto de la mano derecha, que en un aleteo veloz fue y vino varias veces por el espacio que separaba los cuerpos desnudos de los dos. La chica se mordió la punta de la lengua y asintió con un ligerísimo movimiento de cabeza. «Cómo te llamás», preguntó. «Santiago». Urrutia respondió mirándole la boca de labios llenos. «Santiago…» murmuró ella, tal vez como para acordarse. «¿Sabés una cosa, Santiago? Me parece que voy a quererte mucho. Me parece que sí. Te quiero mucho, Santiago». Después de decirlo la expresión de la joven adoptó un aire de suspenso, como si estuviese esperando el aval de Urrutia para continuar o detenerse. Él siguió mirando su boca en silencio. «Hace tiempo que no veía a un tipo tan interesante como vos, ¿sabías?», tentó. «Quiero que me abraces de nuevo. Por favor».

Urrutia dejó el otro billete de cincuenta pesos sobre el primero, hecho un bollo porque todo ese tiempo lo había conservado en el puño de la mano izquierda mientras éste le servía para sostenerse la cabeza. Al volverse hacia la mesa de luz pudo ver el título del libro: Aeropuerto, de un tal A. Haley. Después giró sobre el colchón y volvió a trepar sobre el cuerpo esbelto y pálido de la chica. Ella siguió soltando, de tanto en tanto, palabras de amor.

Urrutia volvió el miércoles siguiente y la saludó sin sonreír. Apoyó la ficha azul sobre la mesa de luz y notó la ausencia del libro de la semana anterior. Cuando le preguntó al respecto, la muchacha dijo que acababa de terminarlo. Antes de quitarse el saco extrajo un billete de cincuenta pesos y lo dejó junto a la ficha. La chica lo miró a los ojos. «Te extrañé un montón», dijo a continuación. Urrutia se la quedó mirando con una expresión en la que se mezclaban, tal vez, la resignación y la ternura. «Pensé que a lo mejor te pegabas una vuelta el sábado», siguió diciendo mientras él dejaba la ropa sobre la silla e iba a lavarse. «Sos malísimo. Yo me ilusioné con que venías y no apareciste», escuchó que ella decía a sus espaldas. Al volver sacó otra vez la billetera y dejó sobre el anterior otro billete de idéntico valor. Como era nuevo mantuvo su rígido doblez a la mitad y quedó apoyado sobre el otro formando un triángulo. A Urrutia le recordó el techo de una carpa. «Esto quiero que me lo digas de verdad: tu nombre de veras». «Leonor. Pero igual no me gusta. Violeta lo elegí yo». Urrutia se le acercó con el impulso de besarla en los labios pero se arrepintió. La chica, que entendió el gesto, estiró hacia él la boca de labios entreabiertos. «Besame. Sos el único al que lo dejo». Urrutia se preguntó si valía la pena tanto embrollo, pero en ese momento sintió la piel de la chica debajo de la suya y se olvidó de lo demás.

Durante cinco meses Urrutia volvió todos los miércoles, pero la segunda semana de mayo se ausentó sin avisar y hasta la última semana de agosto no dio señales de vida. Cuando por fin estuvo frente a ella la saludó con la cortedad de siempre mientras la chica se incorporaba contra el respaldo de la cama y le preguntaba, seria: «¿Dónde te metiste? ¿Por qué no venías?». Urrutia demoró un rato en responder. «No pude», soltó por fin. «Hoy tengo un rato más», agregó, mientras exhibía una ficha que no era azul sino roja. Había estado a punto de decir «tenemos» pero se contuvo a tiempo, aliviado de evitarse esa torpeza y esa candidez. «Quiero que me avises si vas a estar tanto tiempo sin aparecer». El tono de la muchacha era duro y Urrutia, como recordando súbitamente, se palpó el bolsillo del pantalón y dejó sobre la mesa un billete de cien pesos. La chica bajó los ojos hacia el dinero y lo escrutó durante un lapso que a Urrutia se le hizo infinito. Después habló, mirándolo a él. «Cuando no venís te extraño. No sos un hombre cualquiera, Santiago». Pensando que todo estaba de nuevo en orden Urrutia se acercó a besarla pero ella lo contuvo con un gesto. Se quitó el camisón por sobre los hombros y la cabeza y después lo recibió en silencio. Mientras la poseía Urrutia le murmuró en el oído, conteniendo el jadeo: «Dale. Mentime, te pido». La muchacha demoró un par de minutos en obedecer, pero por fin se lanzó a hablar.

No faltó ningún miércoles desde entonces hasta marzo. Al amparo del tiempo que conseguía con las fichas rojas, Urrutia encontró tiempo para conversar un poco con ella sobre libros. Se enteró de que era socia de la Biblioteca Municipal y que era fanática de la colección «Grandes novelistas» de Emecé. Una vez Urrutia llevó al quilombo una novela de Balzac con la intención de prestársela, pero se arrepintió a último momento, porque con eso de comprarle las mentiras tuvo miedo de que no le gustara y no fuese capaz de confesárselo.

Urrutia volvió a ausentarse hasta el final del otoño. Recién volvió un miércoles de principios de junio y la muchacha lo recibió con un prolongadísimo silencio. Urrutia se lo hizo notar, algo ofuscado, cuando se dejó caer a su lado, apaciguado lo más urgente de su necesidad física de ella. «Te pasa algo», le preguntó, afirmando. Acompañó sus palabras con un gesto hacia la mesa de luz y el billete de cien. Mientras pronunciaba esas palabras supo que con ellas se le escapaba también un oscuro matiz de rencor, de reclamo o de despecho, pero una extraña rebeldía le impidió corregirlo. De inmediato Violeta suavizó su voz y su gesto; se volvió hacia él, lo abrazó y comenzó a susurrarle palabras dulces y armoniosas. Urrutia, extrañamente, apagó la luz del velador, porque las palabras de la chica le sonaban a venganza, y a oscuras le pareció que podría tolerar mejor la frustración y la vergüenza.

Esa noche, antes de irse, ya vestido, de pie junto al umbral, Urrutia anunció: «Por un tiempo no voy a venir porque no tengo más plata». Violeta lo escuchaba mirando el montículo que hacían sus propios pies bajo la sábana. «Hasta cuándo», preguntó por fin. «Hasta que no junte plata no creo que pueda». Ella alzó los ojos y los sostuvo en los de él.

Volvió a mediados de septiembre. Entró en la pieza cargando varios libros de regalo, que traía en una bolsa de papel grueso y manijas de soga, con el logo de una librería famosa. Antes de irse, Urrutia agregó a la ficha y al billete de cien que había dejado al llegar otros dos billetes del mismo valor. «Por qué» interrogó ella sin énfasis. «Esta vez el banco que asalté estaba lleno de plata». Violeta pareció divertida. «¿Sos ladrón o robás para venir acá conmigo?». Urrutia se volvió a mirarla desde el centro de la pieza. «No. Ladrón no soy. Asalto bancos para venir a verte». Ella festejó a las risas la ocurrencia, porque sí o porque estaba contenta con los libros. Él no se contagió de esa risa, porque no pudo evitar preguntarse si era una risa de alegría o una de burla; de modo que la risa de la chica sonó un instante más en el silencio de la pieza, hasta que se extinguió.

Desde entonces, Urrutia no faltó un solo miércoles por espacio de diecisiete meses. En los remansos de sus encuentros, Urrutia halló el modo de aprender a conocerla, oyéndola más que preguntándole y evitando indagar casi todo sobre su presente y mucho más aún sobre su pasado, y se preguntó si eso era una pena o una bendición.

Cada tanto la muchacha, tal vez por distracción o negligencia, permanecía en silencio mientras Urrutia la abrazaba. Entonces él le recordaba en un susurro su premisa urgente, y ella de inmediato asumía su papel y volvía a soltarle cálidas palabras de amor. A Urrutia le molestaba tener que efectuarle esos recordatorios, no porque Violeta se fastidiase con su insistencia —al contrario, a veces hasta se disculpaba con una sonrisa—, sino porque esas peticiones colocaban a sus encuentros bajo la impiadosa claridad de sus fundamentos contractuales. Lo mismo le ocurría cuando la muchacha, de tanto en tanto, lo preparaba ceremoniosamente para hacerlo escuchar alguna frase particularmente florida o rimbombante, en la que —según decía— había estado trabajando en la semana. Sentada en la cama, o desnuda y de pie en medio de la pieza, o a la vuelta del baño, la chica le decía, por ejemplo: «Escuchá bien esta frase que se me ocurrió», o «No sabés; tengo unas palabras geniales para decirte al oído».

Urrutia, de todos modos, la dejaba hacer. Recriminarle esas ocurrencias, que además parecían hacerla ingenuamente feliz, habría sido como voltear de un manotazo todas las piezas de ese juego, como montar una impostura nueva sobre esa otra ya existente, la que él había propiciado y sostenido. Derribar un decorado teatral para descubrir que, de todos modos, detrás había otro sencillamente porque tenía que haberlo: un laberinto demasiado artificioso y triste.

Igualmente ella parecía tornarse más idónea con la práctica. Sus modos, sus entonaciones, armonizaban cada vez mejor con el contexto en el que pronunciaba sus sentencias de amor. Reservaba las palabras más tiernas para los pozos de silencio en los que se abandonaban después de poseerse. Soltaba las más fuertes, algunas hasta dulcemente brutales, mientras Urrutia subía hasta la cima volcánica de su éxtasis corporal.

Un miércoles de verano ocurrió lo que nunca: cuando se aproximó a la madama para pagar la ficha roja ella le dijo que se tomara una copa por cuenta de la casa porque Violeta estaba ocupada y tenía para un rato. Urrutia la miró con furia y salió del quilombo dando un portazo. Pero a las dos horas estuvo de vuelta, con el dinero en la mano. Cuando entró en la habitación y la chica lo miró con inocente naturalidad, se sintió herido y estafado. Una rabia súbita que lo condujo a exigirle, con palabras secas y cortantes, que se mantuviese en silencio hasta que él se hubiese ido, porque no quería escuchar una sola palabra de su boca. Violeta obedeció, y por sorpresa o por despecho se abandonó a sus brazos dejándose poseer con una frialdad que no había exhibido ni siquiera la primera vez. Urrutia, probablemente humillado, dejó de todos modos los doscientos pesos sobre la mesa de luz, cuando se iba.

En otra ocasión, en una noche plácida y durante una de esas pausas en las que retomaban el aliento, Urrutia la escuchó decir «Vos no sabés. No te das una idea de cuánto te quiero»; y lamentó que en ese momento la habitación estuviese a oscuras, porque le habría gustado ver su rostro mientras lo decía, aunque fuese una impostura. Muchas veces, después de esa noche, Urrutia se repitió esa frase para sus adentros, aunque tuvo el tino de precaverse de toda súbita ternura diciéndose, con exacto cinismo, que al fin y al cabo no era ni más ni menos que plata bien gastada.

El primer miércoles de diciembre, cuando faltaba poco para cumplir dos años de aquella rutina y después de despedirse de ella con un beso en la frente —lentamente sus encuentros habían ido poblándose de recíprocos gestos suaves y cálidos— Urrutia le dijo que no podría verla la semana próxima, pero que calculaba presentarse sin contratiempos el miércoles de la siguiente. Violeta asintió en silencio.

A las dos semanas Urrutia se presentó puntualmente y como había anunciado. Se sonrieron en silencio mientras él adelantaba la mano para dejar caer, sobre la mesita, la ficha roja. Era una noche calurosa y Urrutia vestía un traje ligero, color marrón claro. Cuando caminó hasta la silla en la que dejaba prolijamente plegada la ropa, Violeta vio que el saco de Urrutia, a mitad de la espalda, tenía una enorme mancha de sangre. Urrutia se lo quitó con movimientos difíciles. La camisa también estaba empapada. La chica lanzó y contuvo a medias un chillido horrorizado. Sin inmutarse él acomodó una solapa que había quedado mal plegada. Recién después se acercó vestido y se sentó en el borde de la cama. También por adelante la camisa estaba ensangrentada, aunque de ese lado la mancha era un círculo casi perfecto de unos pocos centímetros de diámetro.

Urrutia se dejó caer sobre las almohadas. Suspiró, o se quejó, haciendo caso omiso a las preguntas desgarradas que la muchacha amontonaba unas sobre otras. Así, con la luz encendida y los ojos muy abiertos fijos en el techo, se topó con la mancha de humedad del cielorraso. La isla de humedad había perdido, en todo ese tiempo, su accidentada orilla de fiordos. Ahora sus costas debían ser playas amplias de pendiente suave que se hundían sin esfuerzo en un mar amigable y tibio. «Parece que como asaltante de bancos no soy muy bueno que digamos», informó en voz baja, tal vez resignada. La muchacha dejó de interrogarlo, por el asombro o porque, por detrás del asombro, había comprendido.

En el silencio que siguió Urrutia la miró largamente y la chica hizo lo mismo, con sus ojos negros y desolados, de los que resbalaban unos lagrimones que a Urrutia le parecieron hechos de aceite. Resoplando por el esfuerzo se incorporó sobre un codo, se aproximó a Violeta y se dejó caer en su regazo. Ella, como si en el contacto de sus cuerpos se derrumbaran las murallas del pavor y la tristeza, se echó a llorar inconteniblemente. Su camisón empezaba a teñirse de sangre.

Urrutia tosió y lanzó un gemido de dolor, pero después, cuando habló, su voz había recuperado el aplomo de todas las otras veces. «No llores. No llores y mentime». La muchacha no respondió, o en todo caso respondió redoblando su llanto quejumbroso. «En serio, te lo pido», insistió Urrutia. «No llores y mentime». Ahora sí se escuchó, volcánica, la voz de ella: «No estoy llorando. No lloro nada, no ves. A mí me importa un cuerno lo que te pase a vos». Cuando se detuvo parecía tener la garganta estrangulada.

Urrutia volvió a toser y la chica sintió, sobre su propio vientre, la humedad tibia y espesa de la sangre. «Dale», insistió, y Violeta casi por instinto aferró las manos heladas en las suyas y lo oprimió aún más contra su cuerpo. «Nunca te quise, Santiago. Nunca. Sos igual a todos los otros hombres. A todos, me entendés». Las lágrimas le habían embadurnado de tal modo el maquillaje que su rostro era una máscara de rayones oscuros y tonos pastel.

Urrutia la miró, entristecido. «No, nena. Por favor. Necesito tus mentiras. Es la última vez». Ella se mordió los labios y ahogó una exclamación de angustia. «Qué más querés que te diga. Te dije que te odio, Santiago. ¿O qué te creés? ¿Qué llevo dos años soñando con verte pasar cada miércoles por esa puerta? ¿Qué estoy viva nada más que para que me abraces? Nada que ver, Santiago, ¿entendés? Si pensás que sí estás muy equivocado, y…». Se interrumpió porque volvió a ahogarla el llanto. Se abrazó a él, y la cabeza de Urrutia quedó abrigada entre sus muslos, sus brazos y sus senos.

Volvió a toser. La chica aflojó un poco los brazos porque temió estar sofocándolo pero no era el caso: Urrutia simplemente se estaba muriendo.

Alzó hacia ella unos ojos demasiado agotados como para mirar. La fatigada pregunta que dibujaron sus labios no consiguió acompañarse de sonidos. La muchacha le acarició el pelo escaso que le crecía a los lados de la cabeza. Estaba frío y pálido. Volvió a inclinarse sobre él y pegó los labios a su oído. «Te estoy mintiendo, estúpido. ¿No te das cuenta?». Un par de lágrimas enormes se estrellaron sobre la sien de Urrutia. «Es la primera vez que de veras te miento», agregó la muchacha, y volvió a abrazarlo y a empaparle el rostro con sus lágrimas.

Urrutia le oprimió la mano.