FUEGO

Hace una semana, y después de muchísimos años, alguien abrió la puerta.

Si dijese que la luz del exterior me encandiló, o que quedé momentáneamente deslumbrado por la claridad estaría mintiendo. No ocurrió tal cosa, tal vez porque estoy demasiado al margen de los fenómenos físicos y biológicos.

Primero uno, después el otro, dos hombres atravesaron el umbral. Ninguno lucía corbata ni llevaba sombrero. El de atrás usaba una camisa de color, con el cuello abierto. El primero estaba peor vestido todavía: una especie de camiseta de mangas cortas, y un pantalón de algo parecido a la loneta, de aspecto muy rústico, semejante a la parte inferior del overol de un obrero, aunque del color azul sucio característico de los guardapolvos que usan los dependientes de las tiendas.

El que abría la marcha cruzó la estancia y abrió la ventana y los grandes postigos de la persiana. Como para eso tuvo que mover las cortinas, las pesadas cortinas verdes, levantó sin querer una nube de polvo que lo puso a estornudar y a toser con muy poca elegancia.

Entonces, en la absoluta claridad de la luz solar, pude detenerme a observar sus rostros. Los llevaban afeitados. Ni siquiera lucían esos bigotes finos que los últimos jóvenes con los que tuve trato usaban a la moda de entonces. Me detuve a mirar sobre todo la cara del primero. Por sus gestos y sus palabras era, a las claras, el anfitrión. Me llamó la atención la pobreza raquítica de su vocabulario. Era evidente que estaba exhibiendo la casa, y cada diez palabras la calificaba como bárbara. A poco de escucharlo comprendí que pretendía ser elogioso, y el otro lo aceptaba de ese modo. Y la cara del intruso me resultaba, tangencialmente, familiar. Repasando una y otra vez mis recuerdos hallé un parecido —algo borroso, pero al mismo tiempo indiscutible— con Federico, el menor de mis nietos. No era una similitud tan próxima. Era un aire, una sutil correspondencia. Claro que éste llevaba la peor parte en el paralelo al que lo sometía. Los hombros vencidos, la mirada tímida, el mentón irresuelto, los párpados pesados. Era una versión degradada, tristemente erosionada de Federico, como si la herencia de mi sangre hubiese equivocado el camino en algún punto, para terminar alumbrando ese eslabón deslucido. Cuando se fueron —comentaron que debían seguir recorriendo la casa— dejaron la puerta y las ventanas abiertas.

Desde entonces, la luz me devolvió el tiempo y el espacio. No es un pensamiento original ni distinguido, pero no pude menos que meditar largamente acerca de que solo los cambios, los movimientos, las mutaciones de los seres y de las cosas, nos permiten corroborar que existimos.

Lo primero que hice al quedar de nuevo solo fue mirar mi biblioteca. Desde el cómodo sillón que yo ocupaba no alcanzaba a distinguir los títulos impresos en los lomos, pero el conjunto resultaba majestuoso. Todas las paredes, del piso al techo, salvo el área ocupada por la puerta y las ventanas, estaban atiborradas de volúmenes de variadas alturas y espesores, como hileras de preciosos ladrillos, o como las celdas del panal de alguna rara, docta e industriosa variedad de abejas.

Aún a la distancia la topografía de esos anaqueles me era tan familiar que ubiqué sin esfuerzo las obras completas de Balzac y de Víctor Hugo y volví a defenderlas, para mis adentros, del sarcasmo metódico de mis antiguos amigos positivistas. Casi en una esquina, muy arriba, di con la Historia de Manuel Belgrano y de la Revolución de Mayo, que yo sabía dedicado por la célebre rúbrica de Mitre a mi padre, a quien supo estimar sinceramente. Supe, porque lo había sabido siempre, que en el estante inferior, sobre la pared opuesta a la ventana, y custodiados por dos vigorosos tratados de derecho constitucional de autores olvidables, descansaba un Voltaire en rústica que había sido mi más dilecto compañero durante mi viaje de estudios por Europa.

Movido por la curiosidad del deseo (¿existe acaso otro móvil para nuestras acciones?) tomé la decisión de incorporarme, de abandonar ese sillón que había sido casi mi universo y mi osamenta. Maravillado, lo conseguí sin esfuerzo. Pude, entonces, con el rostro casi tocando los anaqueles, dedicar dos días completos al plácido juego de reconocer cada uno de los volúmenes y recordar, por lo menos, una frase, un trazo de su contenido. Concluí recién al atardecer de la segunda jornada.

Para el tercer día escogí la tarea de contarlos. Lo hice tres veces. Una separando la suma pared por pared, otra dando la vuelta estante por estante, y la última acumulando en la misma cifra la totalidad de los libros. Experimenté el escozor del sobresalto: las tres veces obtuve un total de cinco mil trescientos ochenta y siete; y eso representaba una merma de tres ejemplares, a contar de mi último inventario hecho décadas atrás. Por fortuna la memoria terminó por venir en mi auxilio, cuando súbitamente recordé haberle prestado a Gervasio Laguna un volumen de Plutarco y una compilación de tragedias clásicas. Lo que no alcancé a recordar, ahora, fue la complicidad que sugerí, aquella vez, entre ambas obras. Ya era bien entrada la noche cuando recordé que el cuarto tomo de la Enciclopedia Británica no me había sido devuelto por el encuadernador de la calle Las Heras. Sí los tomos octavo y decimonoveno, pero no el cuarto. Aquella constatación apaciguó mis viejos remilgos de escribano y me dejó conciliar un sueño plácido.

Al día siguiente concluyó, y del peor modo, esa etapa de reencuentro sereno con mis libros. Muy temprano irrumpió en mi estudio el émulo de mi nieto Federico. Lo secundaban un par de damas. Tómese tal calificativo como un acto de discreta generosidad de mi parte. Ambas lucían blusas exageradamente entalladas y pantalones. Ni qué decir de la torpeza de sus movimientos, o de la exageración casi circense de su maquillaje. Cuando hablaron, sus groserías y su procacidad me sonaron propios de lo más ínfimo de la plebe y sin embargo, durante toda la entrevista, el anfitrión las trató con la consideración debida a sus iguales.

Lo más desagradable, empero, ocurrió cuando estaban a punto de irse. Hablaban de la calidad de la casa, de la solidez de su estructura, de la elegancia de sus formas, de las ventajas de su ubicación céntrica. Me costaba entender la jerga que utilizaban. ¿Era mi falta de práctica, o estas personas hablaban a una velocidad difícil de seguir? El hecho es que de buenas a primeras el falso Federico estaba diciéndoles que se quedaran tranquilas, porque todo eso se lo vaciaba en dos días. Había dicho «todo eso» moviendo la mano en un vago ademán que abarcó sin énfasis la entera biblioteca.

Enseguida se marcharon, y yo quedé sumido en la sensación punzante y conocida de la inminencia de la muerte. No sé por qué, pero sentí la urgencia de aproximarme a la ventana. Hasta entonces, desde que la puerta se había abierto por primera vez, yo no había experimentado ninguna curiosidad por lo ocurrido más allá de los límites de mi estudio. O más bien, había aceptado con naturalidad que las fronteras del mundo que me incumbía eran esas cuatro paredes y su contenido. Pero ahora que los cimientos de ese mundo temblaban, sentí el aguijón de una curiosidad nueva y malsana, como si supiese que nunca podría recuperar el sosiego.

Lo que vi me dejó sin aliento. El enorme parque que yo había planificado con esmero, en los tiempos de la construcción de la casa, ya no existía. No quedaban rastros del diseño estipulado por los expertos franceses que me habían asesorado, ni tampoco del trabajo obsesivo de los agrónomos que habían supervisado, exasperados, la meticulosa ubicación de cada especie y de cada montículo de tierra. Unos edificios gigantescos y toscos lo habían devorado. Toda esa delicada espesura se había reducido a un rectángulo de cinco metros de fondo, obturado de malezas y cachivaches desvencijados e insólitos.

Con las últimas hilachas de coraje me volví hacia la puerta, decidido a salir al pasillo. También allí el estropicio era pavoroso. No era, la mía, una casa abandonada. Peor que eso. Era una casa habitada en la más brutal de las desidias. El cielorraso desconchado, las bombillas eléctricas desnudas, lamparones de mugre inmemorial cubriendo las paredes, el mobiliario destartalado. Me pregunté dónde estaba el personal de servicio, y terminé por concluir que el infeliz que exhibía la casa a los extraños vivía sin ninguna compañía. La peor de las visiones debí tolerarla al llegar a la sala principal. El retrato de mi padre, en uniforme de parada, presidía el espanto y la dejadez de ese sitio con su mirada impávida de héroe sin tiempo.

Con el alma estragada de derrota y de vergüenza volví sobre mis pasos, a mi biblioteca y mi sillón, con el firme propósito de no volver a levantarme. Recuerdo que pensé, en medio de mi desolación, que no son las cosas sino las personas las que nos causan daños verdaderamente irreparables.

Al día siguiente comenzó el saqueo. Primero llegaron dos mujeres. El pusilánime de mi descendiente —terminé por aceptar que el parecido físico con Federico sólo podía deberse a una extraviada herencia de la sangre— las invitó a retirar de los estantes cuantos libros quisieran. Ellas vestían del mismo modo vulgar que las anteriores, pero al menos sus modales eran, en algo, más refinados que los de aquéllas. Una de ellas, la mayor, fue capaz de advertir la existencia de un Diderot editado en París en plena época de la Restauración, y celebró el hallazgo en un francés de dicción impecable. Ojalá todos los intrusos hubiesen exhibido un talante comparable.

Pero claro, difícilmente un energúmeno de la índole de esa escoria (resultó llamarse Manuel; por suerte nunca escuché si tiene el descaro de llevar mi apellido) fuese a rodearse de personas apreciables. Al contrario. Todos los que vinieron después parecían más y más ajustados a su calaña. La Enciclopedia se fue completa, embalada sin mayores miramientos en varias cajas de cartón, a manos de un hombre corto de estatura y de modales afeminados, que por añadidura tuvo la desfachatez de comentar que el color de los lomos combinaba maravillosamente con el de la alfombra de su estudio. Por supuesto el sujeto no advirtió que faltaba el tomo cuatro, y el hecho de que la hurtara incompleta se me antojó una minúscula venganza.

Dos colegialas de faldas escandalosamente breves destriparon los estantes altos de la pared de las ventanas, donde descansaban todos mis clásicos en lengua inglesa. Era casi de noche cuando, en el colmo de la desesperación, vi partir los tres tomos de la Historia de Belgrano. Ojalá el joven que se los llevó tenga las luces suficientes como para apreciar la dedicatoria que los engalana.

El engendro de mi sangre siguió trayendo gente durante los tres días siguientes. Su apuro por exterminar mi biblioteca era casi obsceno. Aludía con frecuencia al plazo perentorio que tenía para entregar la casa, y festejaba cada rapiña como una especie de logro personal que me sacaba de quicio.

Al séptimo día la mayoría de los anaqueles exhibía una desnudez que se me antojó melancólica. El último saqueador penetró en mi recinto secundado por dos jóvenes ayudantes, que cargaron buena parte de lo que quedaba en unos cajones hechos con listones de madera virgen y vulgar. Lo que estos salvajes descartaron, el monstruo lo apiló sobre el piso. Dijo además —ya nada podía sorprenderme— que al día siguiente iba a incinerarlo detrás de la casa.

Desde mi sillón vi cómo iban a parar a ese montículo de desechos varios de mis libros más queridos. Se habían librado de la rapiña porque estaban escritos en alemán, o porque eran ediciones en rústica carentes de elegancia, o porque tenían rastros de moho en las cubiertas o los lomos roídos por las ratas. Sólo eso los había resguardado de los salteadores.

Esa noche, el desdichado terminó de vaciar los estantes iluminándose con un par de velas. Colegí que vivía en tal estado de miseria y abandono que ya no contaba con electricidad en el edificio. Volví a insultar, para mis adentros, a esa equivocación de mi linaje.

Cuando se fue pude dedicar un largo rato a escuchar la densidad del silencio. La luz trémula que despedían los pabilos —el idiota había dejado las velas encendidas— disimulaba en algo el tamaño descomunal del desastre. Su resplandor modesto me complacía como una reparación, o un responso.

Fue entonces que decidí romper con la decisión que había tomado días atrás, cuando había recorrido el estropicio feroz del que había sido mi hogar, y volví a ponerme de pie. Más allá del repentino e indignado entusiasmo que fogoneaba mi voluntad, desconocía los alcances de mi resistencia, los límites de mi capacitad para intervenir en el universo regido por la física.

Casi sin esfuerzo pude soplar las motas de polvo que cubrían el escritorio de caoba. También moví las hojas de una de las ventanas que dan a lo que alguna vez fue mi parque. Arrebatado de energía y determinación recorrí las diferentes habitaciones de mi casa. En todas abrí puertas y ventanas. Sentí las corrientes de aire que en todas direcciones se multiplicaban. Se me antojó la imagen fantástica de que me era permitido recorrer las entrañas de un cuerpo recién nacido, en el que el aire ventilaba unos pulmones vírgenes.

Volví a mi estudio. Posé de nuevo la mirada en la pila de libros y renové mi desprecio por el abyecto eslabón final de mi progenie. Con renovado acaloramiento tiré de las cortinas y las arranqué de cuajo de una, de dos, de todas las ventanas. Las arrojé una tras otra sobre la montaña de libros despreciados. Me agaché hacia una de las velas que estaban adheridas, con cera, a los listones de madera del piso que en otro siglo había hecho traer desde Italia. La así con firmeza y se despegó sin dificultad.

La deposité con gesto delicado sobre la pira de tela y papel que había preparado. El papel viejo encendió como una tea. Creo que sonreí, sintiendo que en esta resolución hay algo de sublime. Sólo me apena no alcanzar a ver, mañana en la mañana, el rostro desencajado de este eslabón envilecido de mi estirpe, cuando se tope con las ruinas inservibles.

No voy a esperar aquí a que me alcancen las llamas, sino en la sala principal, probablemente frente al retrato de mi padre. Creo que coincidiremos en la modesta hidalguía de esta despedida. Al fin y al cabo, y desde los antiguos, el fuego purifica.