—Vos no te das una idea de lo que jugaba ese pibe —insistió Soria, y su tono de voz era vehemente—. Escuchame bien: no hubo uno, pero ni uno, eh —al afirmarlo, elevó enérgico el dedo índice de la diestra— que pudiera hacer las cosas que yo le vi hacer a ese pibe.
Molina y Estévez cruzaron una mirada de inteligencia por encima de sus escritorios, y sonrieron fugazmente, como dándose recíprocamente la señal de partida para burlarse de la candidez del otro.
—Che, Soria, en serio —Molina habló en un tono que pretendía ser serio pero que no ocultaba su cimiento de parodia—: ¿tan bueno era ese pibe?
Soria volvió hacia él un rostro de enormes ojos asombrados, en el que no era fácil precisar cuánto había de iracundia por el matiz de incredulidad que guardaba la pregunta, y cuánto de alegría por la oportunidad que le daba para volver a explayarse sobre el asunto. Desde el vértice de la oficina el jefe Álvarez miró a los dos jóvenes con fastidio, y a Soria con algo de piedad.
—No. Te lo pido, Soria, otra vez no —alcanzó a murmurar, aunque se lo notaba vencido de antemano.
—¡Bueno! ¡Ja! ¡Bueno! ¡Pobre de vos! ¡Buenas son las vitaminas, Molina! Este pibe era un fuera de serie, un prodigio, un… —Soria miraba el escritorio, como si sobre su superficie estuviera esperándolo el calificativo adecuado— …¡un genio! —terminó, aunque se le notaba que hubiese deseado encontrar un adjetivo más grandilocuente.
Teresa alzó los ojos de la planilla en la que venía trabajando. Vio a los cuatro hombres, entendió lo que pasaba y sintió pena por Soria. ¿Cómo era posible que los varones fuesen así de chiquilines y crueles? Por el rabillo del ojo vio que había una persona esperando de pie junto al mostrador. Sacó cuentas de los turnos. Le tocaba atenderla a Estévez. Pensó que difícilmente fuese a despacharla antes de terminar su festín con el pobre Soria, que a todo esto se había puesto de pie para ayudarse con gestos y ademanes.
—Zurdo. Petisito, pero bien morrudo, fuerte… —Soria acompañaba sus palabras alzando los hombros, poniendo los brazos en jarra y cerrando los puños, para dar a entender esa fortaleza—. Tranco cortito.
Lo dijo e hizo unos pasitos apurados sin moverse del lugar y Estévez, que había estado anticipando esa parte de la descripción, resopló en un último intento por contenerse y después lanzó una carcajada franca. Molina, que hasta allí había mantenido la compostura, se desbarrancó también en un festín de risotadas.
Teresa volvió a levantar la vista. Los dos muchachotes se sacudían de la risa. Ella no sabía nada de fútbol, pero alcanzaba a comprender que Álvarez y Soria hablaban en serio de esas cosas, y podían enfrascarse durante horas discutiendo esos asuntos. Hasta podían ponerse pesados, pero a ella no se le hubiese ocurrido criticarlos. Eran señores mayores y Teresa creía deberles respeto. Estévez y Molina no pensaban lo mismo, y cada vez que podían se la agarraban con Soria, que era el más ingenuo y, por eso, el más fácil de dañar.
—Oíme, Soria —el tono de Álvarez pretendía ser conciliador, como si él también quisiera evitarle el papelón delante de los más jóvenes— …no podés comparar. Un pibe al que viste jugar tres o cuatro partidos y desapareció…
—¡No, señor mío! —Soria lo interrumpió sin miramientos. Molina y el otro abrieron mucho los ojos y moviendo los labios se burlaron en silencio de esa expresión anticuada—. ¡Diez partidos, o doce, capaz! Me iba a ver la reserva, cuando me pasaron el dato.
—No, Soria, no jodamos. Los partidos de reserva no los podés contar —ahora había sido el turno de Álvarez para interrumpir—. Con ese sentido…
—¡Cómo que no! ¡Cómo que no! Si lo hubieras visto no dirías eso. Cuando me pasaron el dato yo dije lo mismo: «eh, qué exagerados, muchachos». Lo mismo que vos. Pero no sabés las cosas que era capaz de hacer ese zurdito.
—Te creo, Soria, te creo —Álvarez seguía tratando de apaciguarlo—. Pero de ver un pibe prometedor a decir que ese pibe estaba destinado a ser el mejor jugador del fútbol argentino…
—¡Y mundial, Álvarez! ¡Del fútbol argentino y del fútbol mundial!
Teresa alzó de nuevo los ojos de su escritorio. Los dos más jóvenes seguían divirtiéndose con el show que habían contribuido a montar. Ya eran tres las personas que esperaban ser atendidas. Lamentó no haber nacido hombre, para que le importara un cuerno seguir dejando a esa gente de florero. Bufando se puso de pie, acercó con dos dedos el pinche con los números de atención al público y en voz alta pronunció el que seguía.
—Sesenta y tres.
La señora que encabezaba la fila le tendió un papel con varios sellos.
—Pero no sabés lo que hubiera pasado con él. ¿Cuántos tipos hay que parece que van a ser estrellas y después se quedan a mitad de camino, Soria?
—Montones, Álvarez, montones. Pero…
—¿Y entonces?
—¡Entonces nada, hombre! Te digo que este petiso no tenía nada que ver con nada que hayas visto jamás en una cancha…
Los otros dos, que parecían tener estudiado el mejor momento para involucrarse en la conversación, se dispusieron a intervenir.
—Pero… ¿en serio era mejor que el Beto Alonso?
Soria estaba tan enfrascado en su charla con Álvarez que casi se sobresaltó con la pregunta de Molina, pero de todos modos la respondió.
—Pero sí, muchacho, tenía una velocidad, una gambeta vertical… —y acompañó sus palabras haciendo ondular su mano derecha hacia adelante, como una serpiente.
—¿Mejor que Bochini?
—¡Mejor que cualquiera! Si ustedes lo…
—¡Pará un poco, Soria, no podés decir una barbaridad así! —el tono seco de Álvarez pareció indicar que se le había agotado la paciencia—. Estás hablando del mejor número diez de la Argentina de todos los tiempos…
—Usted porque es de Independiente, Álvarez —Estévez consideró oportuno embarrar un poco más la cancha.
—¿Y qué tiene que ver? —Álvarez se había vuelto hacia él.
—Nada —se defendió el otro—, que el fútbol argentino tiene cien años, hablar así del «mejor», el «mejor»…
—¿Acaso vos viste uno mejor?
—No, yo no le digo, pero mi abuelo que era fanático de Boca me contaba que Lazatti…
—No seas burro, Estévez, Lazatti era número cinco, no jugaba de diez.
—¿Seguro?
El joven de vez en cuando bajaba los ojos desde Álvarez, que estaba de pie en el fondo, hasta Molina, que estaba sentado mucho más cerca y le quedaba casi en la misma línea, y que se retorcía de placer y hacía muecas, aprovechando que el jefe no lo veía. Ninguno de los dos se cuidaba de disimular con Soria, que sí podía verlos desde su sitio, pero estaba tan compenetrado con la historia y su tragedia que nada por fuera de ella le interesaba en lo más mínimo.
—Con estos dos palurdos de fútbol no se puede hablar —concluyó Álvarez, volviendo a dirigirse a Soria, y tratando tal vez de reinstalar entre ambos la complicidad de los entendidos—, pero con vos…
—¡Eh!, pare un poquito, Álvarez, que yo no abrí la boca —se defendió Molina, pero sin énfasis. El otro lo ignoró.
—Pero te juro que era así, Álvarez. Ese pibe era mejor que cualquiera que hayas podido ver antes o después.
—Pero…
—Oíme. Una vez… escuchame lo que te voy a contar.
—Sí, ya sé.
—Pará un poquito, te digo. Una vez, lo fui a ver a un entrenamiento…
Con un murmullo, Molina le sopló al otro «ya llegamos a la parte del entrenamiento». Estévez asintió, festejando el rigor con que la charla se atenía al libreto de tantas otras veces.
—Ya me lo contaste, Soria…
—¡Esperá un poquito, te pido por Dios!
Soria había levantado la voz, y Teresa pudo ver que la mujer a la que estaba atendiendo alzaba hacia él una mirada de temor o de extrañeza.
—¿Trajo el talón de pago de abril?
La mujer volvió su atención a ella y le alargó un comprobante.
—No, señora. Este es el de marzo. Para hacerle el trámite necesito el de abril.
La mujer abrió la cartera y empezó a hurgar.
—Termina el entrenamiento y el zurdito este se queda haciendo jueguitos. Con la pelota. Tac, tac. Con la pelota.
Soria se había alejado un poco del escritorio, para poder él también dramatizar unos jueguitos imaginarios.
—Taco, empeine, empeine, rodilla, cabeza, rodilla, empeine, taco, derecha…
Soria hablaba y apegaba estrictamente sus movimientos a su propio relato. Molina, súbitamente, arrancó un par de hojas de cuaderno y las hizo un bollo para arrojárselo a Soria y que le sirviese de pelota, pero no llegó a tiempo porque Álvarez habló y el otro se detuvo.
—Ya me lo contaste…
—¡Aguantá! Cuando se pudrió de hacer jueguitos, ¿sabés qué hizo?
—Sí, ya me lo dijiste cincuenta…
—¡Agarró una mandarina! —Soria hablaba a borbotones, como si las interrupciones lo sacaran de trance.
—¿No era una naranja, Soria? —Estévez lo interrumpió, irreverente, pero Soria lo ignoró, a él y a la risotada de Molina.
—Y entró a hacer jueguitos con la mandarina, Álvarez. Lo mismo que con la bola, pero con la mandarina. Y después, uno que estaba ahí mirando, como yo, le tiró una chapita, ¿vos me entendés lo que te digo? Una chapita de gaseosa, Álvarez…
—Eso no se lo creo, Soria —Molina sonó cauto pero respetuoso.
—¡Te lo juro, pibe! ¡Con una chapita!
Teresa plantó un sello en la planilla que había estado completando y se le acercó a Soria para pedirle la firma. Le acercó el papel y la lapicera, y esperó que el otro lo rubricara sin sentarse y a los apurones, para poder seguir hablando. Cuando volvía hacia el mostrador, le apoyó la mano en el hombro a Molina para que le prestase atención.
—Después seguís divirtiéndote con el número vivo, querido. Ahora vení a atender que se está juntando gente.
El otro obedeció a regañadientes. Entendía, pese a todo, los costos de ser el último orejón del tarro. Llegó al mostrador y atrajo el pinche de lata hacia sí.
—Sesenta y cuatro —dijo sin énfasis, recibió el número verde y lo pinchó con los otros, sin dejar de prestar atención a lo que se hablaba a sus espaldas.
—Pero…
—¡Y en los partidos era igual! ¡Mejor! No era un numerito de circo, Álvarez, te lo juro. Mirá, ojalá hubieras venido conmigo. Así me creerías seguro.
—Pero si en esa época no nos conocíamos, Soria.
—Pero por poco, eh.
Teresa, sin dejar de completar el formulario con el que estaba enfrascada, pensó que era una aclaración un poco estúpida. Un mes, o una década, para el caso eran lo mismo.
—Yo te estoy hablando del año…
—Setenta y seis —apuntó Estévez—. Yo tenía tres años.
—Exacto. Setenta y seis —corroboró Soria.
—Yo entré en el setenta y nueve, y ya entonces me lo decías… —Álvarez sonó cansado, tal vez por las veces que había tenido que tolerar esa historia, o tal vez porque caer en la cuenta de que llevaba trabajando en esa oficina veintidós años no le causaba ninguna gracia.
—Bueno. Ahí tenés. El pibe ese jugó en el ‘76 y el ‘77. Después no jugó más. Me acuerdo un partido, cancha de…
—¿Cómo que no jugó más? Si era tan bueno, ¿qué pasó? —Estévez se hizo el que ignoraba la respuesta.
—¡Ahí está! ¡Ahí está! —la enjundia con la que hablaba demostraba a las claras que para Soria también era esa la parte esencial de su relato—. Resulta que este pibe… pero estamos hablando de un genio como no hubo otro, ¿me seguís?
Ahora le hablaba a Estévez, tal vez porque el otro le devolvía una mirada embelesada, en la que Soria era incapaz de descubrir el sarcasmo.
—¿Y cómo se llamaba, Soria?
La voz de Molina llegó desde el mostrador de atención al público, y Estévez pensó que el show que montaban a costa de Soria tenía una sincronización verdaderamente artística.
—Eh… ¿qué?
La nota trémula, dispersa, un poco confundida de la voz de Soria terminó de convencer a Estévez de que se aproximaban al clímax.
—El pibe —insistió Molina, en un tono rebosante de paciencia pedagógica—. ¿Cómo se llamaba?
Estévez, contentísimo, vio cómo a Soria se le subían los colores. Únicamente lamentó que su compinche no pudiera contemplarlo.
—Este… ahí está la cosa… —se rascó la pera, como siempre que se ponía nervioso—. No me acuerdo bien del nombre.
—No me va a decir que no se acuerda de semejante fenómeno, Soria —Estévez sonó voluntariamente escéptico.
—Bueno, pero si no trascendió… —Álvarez, ahora, recogía sus estandartes y apaciguaba las cosas, para que su amigo no sufriese demasiado.
—Pero es que sí trascendió. Bueno, no, claro, iba a trascender… —Soria estaba cada vez más perdido—. Era un apellido italiano, así con eme…
—Sesenta y cinco —la voz de Teresa sonó por encima de las vacilaciones de Soria.
—Italianos hay un montón —Estévez disfrutaba como loco.
—Algo como Madonna, algo así, parecido…
—¿Zandoná, como el de Vélez?
—No, no, nada que ver —Soria se impacientó—. Pero la pucha, cómo era… Si no le hubiera pasado eso…
—¿Qué cosa? —interrogó Molina, que por segunda vez se confundía al llenar el formulario, de tan atento que estaba a lo que ocurría detrás, y tenía que romperlo y empezar de nuevo.
—El accidente que tuvo —Soria se sentó por primera vez en todo el rato, y clavó los ojos en un lapicero vacío—. Volvía de entrenar… o iba, no sé. Se cayó del colectivo, o se largó antes de tiempo. La cosa es que la rueda de atrás le pisó el pie, el tobillo, todo.
Teresa, que también estaba pendiente del relato, frunció el rostro, en un gesto de aprensión. Aunque lo había escuchado un montón de veces, siempre le impresionaba esa parte.
—Se lo destrozó. El izquierdo, para colmo. Bah, supongo que con el modo en que se lo aplastó, daba igual. Imposible que volviese no te digo a jugar, a correr, nomás. Imposible. Quedó rengo… así para siempre…
—Tiene que traer fotocopia del DNI con el cambio de domicilio, jefe —Molina sospechó que el hombre, al que había tenido esperando mientras llenaba tres veces el mismo formulario, iba a fastidiarse, y agregó—: Yo le guardo el lugar…
—Marangona… —algo así.
—Marangoni, será. El que jugó en Independiente, en Boca…
—No, Estévez. Marangoni es otro. El apellido de este pibe terminaba con a. No sabés, no sabes lo que jugaba ese muchacho. No lo podían parar…
—Pero si era tan bueno —Álvarez retomó unos de sus eternos argumentos, pero sin malicia, interesado de veras en el asunto— hubiera quedado enganchado de algún modo con el club, ¿no te parece?
Soria dejó de mirar el lapicero y sonrió hacia su amigo.
—Pero no… Álvarez, si era un nene. Quince años, qué iba a hacer. Era de familia muy humilde. No tenía estudios, nada… El club le había puesto una casa, creo que por Paternal, pero después de lo que pasó…
—Sesenta y seis. Ah, perdón, sí, sesenta y cinco —llamó Molina. Por algún motivo que desconocía se le habían pasado las ganas de reír.
—Les juro que era un superdotado, el pibe… —Soria, fastidiado consigo mismo, se golpeó la frente con la palma de la mano, en un intento inútil de forzarse a recordar—. ¡Pero por Dios, cómo se llamaba! Marmona… Marmola… no sé, estoy seguro que terminaba con a.
—Qué le vas a hacer —Álvarez sentía una oscura necesidad de consolarlo—. Capaz que era como vos decís. Pero para llegar hay que tener suerte. Capaz que no le pasa lo del colectivo y el tipo se convierte nomás en una estrella…
—Uf, no sabés. No sabés la pena que me da cada vez que lo pienso…
—Sesenta y seis. Sí, señora, dígame —la voz de Teresa les llegó a los hombres como si viniese de muy lejos.
—Morocho. De rulitos. Zurdo. Me contó uno de los técnicos de inferiores que alguien le consiguió un puesto de maestranza en la Municipalidad, no sé si de Avellaneda o de Lanús. Menos mal, pobrecito. No sabés qué pena. Estaba destinado a ser una leyenda, el pibe, te lo garantizo.
Álvarez, como siempre y sin quererlo, se dejó llevar por el relato del otro, y no pudo evitar pensar qué hubiese sido del fútbol argentino con un pibe así. Aún sabiendo que Soria desconocía la respuesta, no pudo reprimir él también la pregunta:
—¿Cómo dijiste que se llamaba?
Siguió un largo silencio, en el que Soria intentó, de nuevo sin resultado, sacar del olvido ese apellido trágico.
—El apellido terminaba con a. Magnola, Malanola. No sé. Algo así. Terminaba con a…
Después se dejó caer en su silla. Con ademanes inciertos puso orden en los papeles de su escritorio y volvió al trabajo.
Los otros hicieron lo mismo.