VALPERGA

Para Marcelo Rottoni

Menéndez se quitó el saco de punto porque la noche era serena, y porque el rato que llevaba trajinando con el carbón lo había hecho entrar en calor. Alzó los ojos, vio a Leiva de pie sobre el gigantesco tanque de agua y lo asaltó el enojo de siempre, contra Leiva y contra él mismo. Contra Leiva porque jamás en la vida bajaba a darle una mano, y contra él mismo porque si hubiese sido un poco menos bruto le habrían dado un trabajo mejor que ese, siempre metido hasta el cuello en esa mugre y esa fatiga. Y peor con esos cargueros nocturnos, a los que había que llenarle la carbonera hasta el tope.

Después de unas cuantas paladas volvió a levantar los ojos. Ahí estaba Leiva, con los brazos a la cintura, vigilando nomás por arriba que el agua estuviese cargando bien en la locomotora. Vio moverse un punto anaranjado, hacia arriba, haciéndose más visible, y volviendo a bajar. El muy guacho podía darse el lujo de fumar un cigarrillo. Y él ahí abajo. Carajo.

¿Cómo fumar con las dos manos ocupadas? Ocupadas y negras de carbón. Aparte el jefe Laguzzi se lo tenía prohibido. Por seguridad, había dicho Laguzzi. Laguzzi y el inglés de la inspección, la vez pasada. ¿Cómo era que se llamaba el inglés? Menéndez trató de recordar, pero no pudo. Era malo para eso de los nombres. Y más con esos apellidos raros que usaban los gringos. Y eso que el inglés se había pasado un buen tiempo dando vueltas por la estación. La había puesto patas arriba revisando cosas y dando indicaciones. Y el jefe Laguzzi atrás de él, y atrás de Laguzzi todos los demás, él incluido. El inglés iba de acá para allá con unas planillas y anotaba; miraba y anotaba; miraba y anotaba. De vez en cuando ponía cara de enojado y chistaba y decía «dényerus». Dényerus esto. Dényerus lo otro. Y el jefe sudaba la gota gorda. Menéndez un poco se divertía, lástima que después Laguzzi se desquitaba con ellos. Al final se fue el inglés y no pasó nada. Se suponía que iban a mandar arreglar un montón de cosas pero al final había quedado todo como antes.

Para matar el tiempo se puso a contar las paladas, pero cuando llegó a sesenta se aburrió y perdió la cuenta. Leiva seguía parado sobre la cisterna. Menéndez soltó una risita porque se acordó de que tenía preparada una venganza. Un rato antes se había cruzado con el jefe de tren del carguero, Pereyra de apellido, y lo había invitado a tomar un vinito en el furgón de cola, al terminar la carga. Lo hacían seguido, y Leiva solía participar, pero si Menéndez se apuraba podía adelantársele y sacarle un par de vasos de ventaja.

Cuando calculó que era suficiente clavó la pala cerca de la cúspide de la pila de carbón y trepó la escalerilla de la carbonera. Listo. Suficiente para llegar a Buenos Aires y más todavía. Se dejó caer de un salto y trotó hasta el obraje para enjuagarse las manos y la cara en el piletón de cinc. Se acomodó la camisa debajo del pantalón y se calzó los tiradores. Al salir de nuevo a la intemperie se abrochó el saco de punto. Aunque no hiciera demasiado frío las noches de octubre son traicioneras. La Marisa se lo tenía más que dicho. Menéndez pensó, con desgano, que más que por el enfriamiento su mujer iba a cabrearse por la trasnochada y el olor a vino pero qué tanto, para qué vive uno si no es para darse un gustito de vez en cuándo.

Caminó junto al tren que brillaba largo, recto, interminable en la playa de maniobras, a la luz de la luna. Se alzó en puntas de pie y alcanzó a ver la nuca de Leiva, todavía sobre el tanque de agua. Apuró el paso para sacarle más ventaja.

Cuando llegó al furgón de cola subió a la plataforma exterior y golpeó la puerta. Pereyra le abrió sonriendo y le dio la bienvenida. Había dispuesto cuatro sillas a los lados de la mesa cuadrada que estaba atornillada al piso, en el centro. Dos hojas de papel de diario, desplegadas y a medio encimar, servían como mantel. Encima, cuatro vasos y una botella de vino casi llena. Antes de que Menéndez se sentara entró el maquinista y Pereyra los presentó.

—Éste es Menéndez. Un gauchazo. Y aquí Frasinatti: el mejor maquinista de la línea y, si me apura, el tipo que más sabe de locomotoras en todo el Ferrocarril del Sud.

Menéndez estrechó la mano que el otro le tendía, pensando que si Pereyra lo elogiaba de ese modo, siendo un tipo poco dado a hablar pavadas, debía merecérselo. ¿Cómo era que lo había llamado? Los italianos tenían unos apellidos rarísimos. El ferrocarril estaba lleno de ellos. Éste tenía toda la pinta: alto, rubio, flaco, ojos claros. Nada que ver con los paisanos. Pereyra era un chinazo petiso y oscuro como él. O como Leiva. Acordarse de su colega lo colmó de alegría y lo hizo apurar el resto de vino que le quedaba en el vaso. Así. Ya le había sacado un vaso de ventaja.

Pereyra volvió a llenar los vasos y alzó el suyo:

—¡Por un buen retorno para el amigo Frasinatti, que se nos vuelve a Italia! ¡Salud!

—¡Salud! —se acopló Menéndez, y después bebió un largo trago—. ¿Así que se pega la vuelta?

—Así es —la voz del italiano era profunda y suave—. Entregamos en Constitución mañana y el barco parte pasado mañana en la noche.

Menéndez pensó que el tipo hablaba bien el castellano, y no como todos esos que él conocía y que hacían un amasijo inentendible entre los dos idiomas. Pereyra volvió a llenarle el vaso y Menéndez, agradecido, se dijo que lo menos que podía hacer era sacarle un poco de charla a sus anfitriones.

—¿Hace mucho que se vino, mi amigo?

—Hace tiempo. Cinco años.

Menéndez le había preguntado al italiano, pero Pereyra se había anticipado a responder. Tenía los ojos achispados, y Menéndez pensó que era una suerte que el motorman fuera el otro, porque de lo contrario corrían el riesgo de pasarse una señal y llevarse por delante a otra formación.

—Yo le dije que se quede. Que acá lo queremos como si fuera uno de los nuestros. Qué digo. Es uno de los nuestros. ¿No, tano?

Por el tono se veía que Pereyra lo conocía bastante y lo apreciaba, más allá de la camaradería que siempre despierta el vino. Claro, pensó Menéndez, tantas horas metidos en la locomotora sin nada que hacer más que mirar la pampa y conversar un poco. Como Leiva y él, si iba al caso. ¿Qué le pasaba, que no venía? Ahora que se había asegurado de ganarle de mano, le habría gustado que se les sumase. Ya tenía bastante con haberle sacado de ventaja… ¿dos o tres? Por el mareo dulzón que lo iba ganando, supuso que iba por el tercer vaso de vino.

—¿Y acá no le gusta…? Digo… la Argentina…

—Sí que le gusta. No es eso —Pereyra había vuelto a responder y el italiano no se había inmutado, como si el otro fuese un buen intérprete—. Pasa que lo mandó llamar la madre desde su pueblo, Menéndez. Y tiene que ir sí o sí.

—Vine porque ella me lo pidió, ¿sabe? —el italiano pareció haber tomado bríos como para hacerse cargo del relato—. Me pidió que viniera, vine. Ahora me pide que vuelva…

Hizo un gesto que daba a entender que la suya era una conclusión evidente.

—Perá, perá —retomó el hilo Pereyra, como si no se resignara a una exposición tan lacónica del asunto—. Mire Menéndez que este muchacho no es uno de esos italianos que se vienen con una mano atrás y otra adelante, porque no tienen dónde caerse muertos. Nada que ver. Frasinatti era maquinista allá en Italia, ¿no?

El italiano asintió, mientras levantaba su vaso para terminar de beber. Menéndez fijó la vista en la aureola húmeda que había dejado sobre el papel de diario, hasta que el motorman lo apoyó exactamente en el mismo sitio.

—Y se vino porque la madre se lo pidió, Menéndez. Porque se lo pidió la madre. ¿Se figura? Resulta que el hermano mayor, el hijo más grande, se vino para acá y después perdieron contacto. Acá Giorgio es el segundo de ocho hermanos.

El italiano miraba hablar a Pereyra como si él también sintiese curiosidad frente a la historia que el otro estaba contando.

—¿Y lo encontró?

Menéndez dirigió la pregunta al extranjero, pero no pudo evitar que los ojos se le fuesen con Pereyra, que traía una nueva botella desde la alacena.

—No. Ahí está la cosa. Lo buscó en Buenos Aires pero resulta que cuando Giorgio llegó el hermano se había ido. ¿No?

Certo. En la pensión de Buenos Aires dejó dicho que se iba para el sur. Pero no sabían para dónde. Unos decían que a Bahía Blanca, otros para el lado de Madariaga…

—Uh… pero esos pueblos quedan uno para cada lado del mapa —Menéndez se alegró de haber viajado un poco por la provincia, para no quedar como un opa.

—Y por eso —de nuevo se metió Pereyra— el amigo se empleó en el ferrocarril: porque sabía del asunto y para poder recorrer la provincia, a ver si lo encontraba.

Menéndez miró al italiano con cierta perplejidad. El vino le ardía en la garganta y en la boca del estómago. Y la historia lo confundía un poco. No sabía si pensar que el tipo era un valiente, un cabezadura o un idiota. De repente le vino a la mente la imagen del tal Frasinatti subido al techo de la locomotora, haciéndose visera con la mano, oteando la pampa a cada lado del tren en marcha y buscando a su hermano. Le pareció muy gracioso, pero se contuvo porque supuso que era una falta de respeto reírse.

—Como buscar una aguja en un pajar —dijo en cambio, y sintió cierta satisfacción de haber hallado ese refrán, tan adecuado al caso.

—Certo, certo, pero no era una idea tan… tan… loca, ¿sabe? —el italiano parecía de repente animado con la intención de justificar su quimera—. Somos de una aldea muy pequeña, Valperga… cerca de Torino…

Menéndez trató de imaginarse un sitio con ese nombre. Lo primero que le vino a la mente fue asociar ese nombre con una mala palabra, pero de nuevo guardó silencio.

—Y el apellido, Frasinatti… tampoco ¿sabe? En todo este tiempo no me crucé con nadie que lo tuviera. Yo pensé que Luca Frasinatti, de Valperga…

Dejó la frase inconclusa, como si hubiese perdido el último resto de energía, lo mismo que la búsqueda. En ese momento se abrió de par en par la puerta del furgón:

—¡Buenas noches! —Leiva saludó jovial mientras se quitaba el saco y estrechaba las manos de sus anfitriones.

Pereyra le indicó la silla libre y, desde el rincón, llevó una botella de vino en cada mano.

—¡Amigo! Veo que andamos bien provistos… —la voz de Leiva era toda sorpresa y alegría.

—Estamos de festejo, Leiva. Bueno, de despedida, más bien…

Y mientras volvían a beber, Menéndez escuchó por segunda vez la historia. Escuchó mientras pudo, hasta que el vino le nubló del todo la cabeza, hasta que la modorra lo hizo apoyar la frente sobre la mesa. Se incorporó cuando una de las sillas chirrió sobre el piso de metal. Menéndez enfocó como pudo la escena y vio que el italiano acababa de ponerse de pie.

—Los voy dejando. Tengo que poner en marcha la locomotora —dijo y tendió la mano.

Menéndez se la estrechó y le sonrió. El tipo le había caído bien, y lamentó no haberle prestado más atención. La culpa era del vino.

—Que tenga un buen retorno —dijo, y se sintió complacido consigo mismo. Le pareció un comentario educado. Tenía que acordarse de contárselo a Marisa. Recordarla así, de súbito, lo alarmó. Miró el reloj de la pared y comprobó, angustiado, lo tarde que era. Aunque le dolía la cabeza y le pesaban las piernas, se puso de pie. Bajó la vista hacia los otros dos. Pereyra roncaba con la cabeza caída sobre el hombro, en el más plácido de los mundos. Leiva en cambio estaba despierto y lo miraba con el ceño fruncido, con la concentración y la dificultad de quien quiere identificar un objeto situado a muchos kilómetros.

—Dale. Vamos —le indicó.

El otro no pareció entenderlo, de modo que Menéndez se encaminó a la puerta. Bajó la escalerilla del furgón y comenzó a desandar el camino hacia la locomotora, la estación y su casa. Veinte pasos adelante oyó un chistido a sus espaldas. Se volvió a tiempo para ver cómo Leiva erraba el paso en el escalón más bajo y caía al suelo despatarrado como un muñeco, entre insultos mal hilvanados. Menéndez se rió un buen rato y ni se le cruzó la idea de volver a ayudarlo, pero lo esperó.

Caminaron en silencio. La noche olía a los yuyos altos que crecían al costado de la playa de maniobras. De repente Leiva se detuvo, se bajó la bragueta y orinó largamente apuntándole a la rueda de un vagón. Menéndez lo imitó unos metros más adelante.

—Podríamos pasar por el almacén para una última copita, ¿no te parece?

El tono insinuante y acaramelado de Leiva parecía destinado a evitar que su amigo se espantase, y Menéndez lo entendió por encima de su borrachera. Sabía que el otro lo tenía por pollerudo, y ese estilo zalamero lo fastidió mucho más que si se hubiera burlado sin más vueltas. Luego de sacudirse se acomodó la ropa interior, se abrochó el pantalón y se restregó la mano en el fondillo.

—Bueno —contestó, queriendo sonar desafiante.

Volvieron a ponerse en marcha. Oyeron un largo bocinazo de la locomotora. Tal vez el italiano intentaba llamar la atención de Pereyra. Iba a costarle, pensó Menéndez, tomando en cuenta la distancia que separaba la máquina del furgón y la curda que tenía el otro. Tal vez Leiva había razonado algo parecido porque comentó:

—El día del juicio, lo va a escuchar. Este tren es más largo que la mierda.

—Setenta y siete vagones —Menéndez contestó de inmediato, y con cierto orgullo. Era bueno con los números. Con los nombres y esas cosas no, pero con los números podía lucirse. Los había contado a la ida.

Cruzaron trepando a uno de los vagones para no pasar por la estación. Aunque a esa hora ya estaba desierta, porque el tren a Tres Arroyos había pasado, les pareció poco prudente exhibirse en ese estado.

Después caminaron en línea recta hasta el almacén. Estaban bastante borrachos, porque de otro modo se hubiesen dado cuenta a la distancia de que estaba cerrado. En cambio golpearon la puerta, pegaron las narices contra el vidrio, se toparon con la negrura de adentro y recién después se dieron por vencidos.

Con el vestigio de lucidez que le quedaba, Menéndez sospechó que debía ser tardísimo si el almacén estaba cerrado.

—Me voy a casa, Leiva.

—No seas, Menéndez. Vamos al bar del hotel, que seguro que está abierto.

Menéndez se preguntó si su amigo estaba loco. ¿Con esa facha, nada menos que al hotel? Quedaba en plena avenida, y ahí solía parar gente con plata. No era sitio para dos peones ferroviarios, y menos con semejante mamúa. Intentó argumentar algo al respecto, pero las palabras se le enredaron bastante.

—No te preocupes, Menéndez. A esta hora da lo mismo. ¿Vos te creés que el gringo del hotel le va a hacer asco a tu plata porque es plata de pobre?

Menéndez optó por estar de acuerdo, porque era más fácil y porque había vuelto a asaltarlo la sed.

En las dos cuadras que caminaron hasta el hotel no se cruzaron con nadie. Si no hubiese estado tan borracho, Menéndez se hubiese avergonzado de andar por ahí con la pilcha que tenía. Como en la puerta del hotel volvieron a asaltarlo las dudas, Leiva le dio un empellón para obligarlo a entrar. La única mesa ocupada estaba lejos: cuatro señores bien vestidos bebían un café después de cenar.

Se sentaron en un rincón. Un tipo alto y rubio, que usaba un delantal muy largo, se acercó a atenderlos. Leiva le pidió vino y el tipo los miró a los dos, largo rato, antes de hacerle caso. Recién aceptó el pedido cuando Leiva dejó sobre la mesa un billete arrugado.

—Estos gringos me tienen podrido —dijo Leiva, rencoroso—. Vienen, se llevan la plata de los argentinos…

—¿Y cómo sabés que es gringo, Leiva?

La conversación que hilvanaban era coherente, aunque extremadamente lenta, como si fuesen dos pésimos actores con enormes dificultades para memorizar sus parlamentos. Leiva llenó los vasos casi hasta el borde. Los alzaron y entrechocaron, pero no se les ocurrió ningún brindis para acompañar el gesto y bebieron en silencio.

—Miralo un poco, Menéndez —Leiva retomó la charla—. La piel. Los ojos. Ese de criollo no tiene nada.

Menéndez observó al dueño. Era cierto. El semblante del tipo no tenía nada que ver con el de ellos. En un momento que alzó los ojos hacia ellos, Leiva aprovechó para alzar la botella vacía e indicarle que querían otra. El otro asintió, no sin antes echar un vistazo hacia la mesa de los tipos elegantes. Menéndez se dio cuenta de que temía quedar mal con ellos, aceptando como clientes a gente como él y como Leiva.

—A ver —decidió chicanear un poco—, ¿y de dónde se supone que es, si es gringo?

—Mmmm —Leiva tomó aires de experto—. Alemán. No. Inglés, o algo de eso.

—Estás jodiendo, Leiva.

Llegó el patrón con la botella que le habían pedido.

—¿Se van a servir algo más o les traigo el vuelto?

—Otra, mi amigo. Otra. ¿Vuelto para qué?

El tipo asintió, con aires de que hubiese preferido otra respuesta. Ya se volvía hacia la barra cuando lo detuvo la pregunta de Leiva.

—Dígame, patrón. ¿Usted es argentino?

Antes de responder, el aludido se tomó un largo instante, como si quisiera entender del todo el sentido del interrogante.

—No —dijo por fin.

—Ah, gracias.

Menéndez toleró la expresión triunfante de Leiva mientras vaciaba su vaso. Sintió que el vino le raspaba el paladar y reprimió una arcada. Se le ocurrió un modo de jorobarlo al otro:

—Qué vivo. Pero no dijiste de qué país, Leiva.

La reacción de Leiva no se hizo esperar.

—¡Jefe! —gritó, y Menéndez tuvo la intuición fugaz de que iba a terminar echándolos a patadas y que Laguzzi iba a enterarse de la parranda. Y ni hablar de la furia de Marisa.

El patrón los miró desde la barra.

—¿Usted es de Alemania o es de… es inglés?

El otro se aproximó con la última botella que habían convenido. Llegó a grandes trancos, deseoso de concluir pronto con las necesidades de esos dos borrachos pobres y trasnochados. Por toda respuesta, indicó la pared que estaba detrás de Leiva, en la que había colgado un banderín y varios carteles.

—¿Qué dijo, Menéndez? —Leiva preguntó porque le costaba mucho darse vuelta, o tal vez porque no sabía leer y no quería confesar que no había entendido.

El banderín tenía una franja roja, otra verde y otra blanca. Los carteles ofrecían comidas y postres.

A lo lejos se oyó el silbatazo estridente del carguero que partía para Buenos Aires, pero como los dos estaban enfrascados en apurar la tercera botella no le prestaron atención. Cuando liquidaron las últimas gotas de vino el patrón se acercó raudo hasta su mesa, esperando tal vez que el gesto les indicase que era el momento de partir, pero ellos lo miraron con la expresión enlentecida.

—¿De dónde es, jefe? —la voz de Leiva era un cuerda arrastrada por el piso, y tenía una borrachera tremebunda, pero conseguía mantener el hilo de conciencia que lo acompañaba desde que habían entrado al bar del hotel.

—De Italia —transigió en informar, pensando tal vez que colaborar con esos indeseables lo ayudara a librarse más rápido de ellos—. Tenemos que cerrar, señores.

Menéndez se puso de pie, un poco avergonzado. Quería terminar con eso. De todos modos tuvo que aferrarse al respaldo de una silla para no irse al piso. Volvió a escucharse el silbato del tren. Leiva inició una serie de ademanes destinados a erguirse de la silla. Mientras lo esperaba, Menéndez volvió a mirar el banderín y los carteles. Claro. El banderín tenía los colores de Italia. Como el celeste y blanco de la Argentina. Los carteles lucían grandes firuletes en las letras, y muchos colores. «Pruebe nuestra lasaña a la Turín», decía uno. «El mejor salame de Tandil», otro. «Lomo a la Valperga», se leía en un tercero. Menéndez tuvo una sensación extraña, como si estuviese volviéndole a pasar algo que ya hubiera vivido, o soñado. Se distrajo porque Leiva había conseguido finalmente ponerse de pie, y el hotelero los conducía con empujones suaves por el pasillo de salida.

Ya en la vereda Leiva se dio vuelta y le extendió la diestra.

—Pedro Leiva, pa’ lo que guste, caballero —saludó, falsamente formal.

El otro lo saludó con una inclinación de cabeza.

—¿No me va a decir cómo se llama? —insistió.

El patrón, que estaba fijando al piso el pasador de una de las hojas de la puerta, lo consideró un instante. Tal vez supuso que sería menos cruento correr al borracho para el lado que disparaba.

—Luca. Me llamo Luca. Buenas noches.

—¿De nombre o de apellido? ¡Eh! ¡Patrón!

Leiva le hablaba a la puerta cerrada. Los peones oyeron cómo el otro echaba dos vueltas a la llave, aunque la mesa de los señores del fondo seguía ocupada. Leiva empezó a caminar, pero Menéndez se quedó con los ojos fijos en el pomo de la puerta. Sentía oscuramente que las palabras que había escuchado en el último rato eran importantes, pero ni de lejos llegaba a determinar por qué, ni para quién.

—Dale, Menéndez, ¿no eras vos el apurado?

—Los nombres… —balbució—. ¿Cómo dijo que se llamaba?

—¿Quién? —preguntó Leiva que ya caminaba diez o quince metros adelante.

Menéndez volvió a mirar la puerta, y después a Leiva, y de nuevo la puerta. Empezó a caminar detrás de su amigo. A lo lejos se oía el carguero, que tomaba velocidad. Los martillazos de las ruedas sobre los empalmes de los rieles se sucedían a un ritmo creciente.

—Los nombres… —volvió a murmurar, cuando se puso a tiro de Leiva.

—¿Qué nombres? —inquirió el otro, sin dejar de andar.

Eso, se preguntó Menéndez. ¿Qué nombres? Se sentía mal, tenía ganas de vomitar, de acostarse, de dormir hasta pasado mañana. «Al carajo», se dijo. Apuró el paso, y Leiva lo siguió como pudo.