PERICÓN

I

Más de una vez he escuchado decir que ninguna historia tiene final feliz. Que todas, tarde o temprano, terminan mal. Y que el único modo de contar historias felices es tomar la precaución de detener el relato a tiempo. Siguiendo esa línea de pensamiento, podríamos considerar que un buen momento para dar por terminada una narración es el instante en que los héroes de nuestro cuento superan una gran dificultad, la dificultad que ha sido precisamente materia del núcleo del relato.

Caperucita desenmascara al lobo y lo liquida, con o sin ayuda de algún leñador, no sin antes rescatar a su abuelita ya sea del vientre del cuadrúpedo (versión poco creíble, salvo que el animal engulla sin masticar y tenga un aparato digestivo probadamente elástico, pero ni siquiera) o del ropero (una alternativa argumental a todas luces menos forzada que la otra). Ese es el final. ¿Qué ocurre luego, en el cuento de Caperucita? Nada. ¿Cómo seguir? Supongamos que la abuelita muere mansamente en su cama dos semanas más tarde. En ese caso el desenlace se afea un poco, por no decir un mucho.

Otro tanto ocurre con la Bella Durmiente, si vamos al caso. Apenas la despierta su príncipe —beso mediante— y la alza en brazos para bailar el vals y casarse con ella, fin de la historia. Eso es todo. ¿O alguien puede decirme cuántos hijos tuvo la Bella Durmiente? Nadie lo sabe, sencillamente porque nadie nos lo ha dicho.

Saliendo de los cuentos infantiles ocurre lo mismo. Pensemos en películas de cine, por ejemplo. Buenas películas. No me refiero a las que directamente «terminan mal» (jamás vería por segunda vez Los puentes de Madison, o La edad de la inocencia, más allá de la belleza de esas películas): las que tienen «final feliz» terminan en un punto arbitrario.

Ilustremos el punto con «una de suspenso» para que los sentimientos no tengan un protagonismo tan acentuado. Glenn Close está hundida en la bañera de la casa de Michael Douglas y han dejado de salirle burbujitas de la boca. El héroe —que cree haber resuelto esa «atracción fatal» mediante el sumario estrangulamiento de la susodicha— intenta recuperar el aliento sentado en el piso. ¿Final feliz? Aún no, porque la insistente de Glenn, que no es una chica que tome bien las negativas, se yergue cuchillo en mano como una furia, lista para partir al medio al muchachito: final horrendo, alcanzamos a intuir mientras saltamos en nuestra butaca. Pero no, tampoco ese es el final. La legítima esposa de Michael, haciendo gala de unos reflejos notables y de una firmeza de pulso francamente envidiable le acierta un tiro en plena frente a la pobre Glenn que no tiene más remedio, ahora sí, que morirse de una vez por todas. Mientras su cadáver resbala de nuevo hacia la bañera, respiramos con este otro tipo de final feliz. De nuevo es desaconsejable prolongar la historia. ¿Hasta dónde? y sobre todo, ¿para qué? No vaya a sucedemos, simplemente por sucumbir a la manía de curiosear y contar lo curioseado, de toparnos con que la esposa de Michael, tiempo después (tal vez porque recapacita sobre que ha perdonado a su marido con demasiada facilidad, o con el hígado revuelto al recordar al conejo hirviendo en la cocina) resuelve sus desavenencias maritales con otro certero disparo en la frente, que si algo no le falta a esa dama es buena puntería.

No se engañe el lector con el registro un poco jocoso, de liviana y módica ironía, que elegí para comenzar esta historia. Ese tono puede enmascarar, también, la tristeza y la melancolía.

Ésta que tengo hoy entre manos, y que más que una historia es un recuerdo, puede ser contada como una historia feliz. Pero si la cuento completa, deja de serlo. Si la narro hasta el final nos daremos de bruces con el fracaso, la desintegración, el desengaño.

¿Puedo detenerme antes de ese ocaso, entonces, para preservar el final feliz? No lo creo. Porque acabo de poner sobre aviso, al lector, acerca del triste desenlace del asunto, y si me niego a llegar al final se verá en mi gesto un artificio, una trampa, una impostura. De ningún modo. Nos gustan las historias felices, pero si ya nos han advertido que no lo son las preferimos tristes pero completas. Nada de engañosas amputaciones.

Si Los puentes de Madison tiene un final doloroso, pues mala suerte, pero no podemos consolarnos diciendo «miremos la película hasta que Clint Eastwood y Meryl Streep bailan lentamente en el centro de la cocina de la granja». Ni podemos aceptar que un buen momento para dejar de ver La edad de la inocencia, sea el instante en el que Daniel Day-Lewis se sienta frente a Winona Ryder dispuesto a confesarle que más allá de la culpa y la vergüenza ama con todo su corazón a Michelle Pfeiffer.

Tal vez exista una alternativa: contar la historia al revés. Arrancar por ese final triste que vengo anticipando, rastrear los conflictos suscitados entre los personajes y terminar exactamente en el principio. Se me dirá: es una maniobra inútil. Los lectores están anoticiados de ese falseamiento temporal, de ese enroque de causas por efectos y de motivos por resultados. Es verdad. Pero todos conocemos cuán profunda puede resultar la cadencia de las palabras, el arrullo mágico que despiertan las historias a medida que son desgranadas. En una de esas, el relato engatusa nuestros tan racionales instintos y la historia queda completa; dada vuelta pero entera. A fin de cuentas, a todos nos gustan las historias felices.

II

Ubiquémonos entonces en el último acto de esta historia, aunque tal como convinimos de aquí en adelante resultará ser el primero.[1]

Traigamos entonces una imagen: en medio del corro que forman mis compañeros de 7° B, yo armo la guardia para enfrentarme a golpes con José, que ya no es mi amigo aunque alguna vez lo fue.

Mientras levanto los puños no me preocupa demasiado que pueda lastimarme. José es más alto que yo, es cierto. Es flaco y esbelto. Tengo que levantar la vista para compadrearlo porque me lleva una cabeza de estatura. Yo no he pegado el estirón y, aunque me duela, algunos de mis compañeros hablan de mí como del «gordo». Y pese a que los que me llaman así no me tienen cariño, razón no les falta. En las fotos que conservo de mis doce años me veo retacón y flequilludo. Para peor mis hormonas han iniciado su sobresalto pintándome un bozo de largos pelos flacos sobre el labio y yo no me lo afeito, tal vez por desprolijo o porque estoy genuinamente convencido de que me vuelve algo más hombre, aunque treinta años después concluya sin vacilaciones que me quedaba horripilante.

Pero bueno, allí estoy yo, con los puños en guardia mirando a José que se me antoja todo un hombre. Hasta tiene la voz gruesa, y eso también se lo envidio. En sexto grado la profesora de música pretendió convocarme para el coro de la escuela porque consideró que entonaba bien y tenía buen oído. Cuando en el primer ensayo me colocó entre las chicas con voz de soprano, decidí dar por terminada mi carrera de cantante. José no habría sufrido semejante percance.

Lo tengo frente a mí pero no le temo. Y no porque yo sea un valiente. No lo soy. Pero sí soy bastante bueno para observar a la gente, y advierto que José tiene más miedo que yo. Probablemente se está preguntando qué extraño encadenamiento de azares lo ha puesto en esa vereda, a la salida de la escuela. Y sobre ese punto yo tengo las cosas más claras que él, me parece.

Sellamos el duelo hace un rato, apenas. En la última hora de clase. Cruzamos un par de comentarios provocadores, ya no recuerdo a raíz de qué. Nos desafiamos. Creo que de él partió, en verdad, el desafío. No fue del todo suya la ocurrencia. Mariana fue, en realidad, la que lo azuzó para retarme. Dijo algo así como «cagalo a trompadas, a ese infeliz». Y José se ha visto obligado a recoger la sugerencia. Y yo he aceptado.

Estoy satisfecho con mi respuesta. No me di vuelta para ver a Mariana. Escuché su voz que venía de uno de los últimos bancos, a la izquierda. José la miró por sobre mi cabeza. Después se encaró conmigo y se sintió obligado al «Te espero a la salida». Yo lo miré y asentí.

No creo haber sonado amenazante. Si soné como me sentía, habré sonado resignado y triste. Tal vez el registro de mi voz incluyó hasta una cierta dosis de culpa. No por José. Pero sí por ella. Por Mariana.

Con José hemos sido livianamente amigos. Que me desafíe a pelear certifica que ya no lo somos. Supongo que sobre todo significa que ambos hemos cambiado, y a los doce años yo odio profundamente que las cosas cambien. Con Mariana la cosa es distinta. Su desprecio y su rabia me duelen. Sospecho que porque me sé responsable de ambos. Pero no nos adelantemos, o más bien, no vayamos hacia atrás.

Volvamos a José y a mí con los puños en guardia, y a los demás que nos rodean. Mi atención está también en ellos. Los necesito. Deseo su lealtad. Me duele ver en los ojos de algunos el anhelo malicioso de que José me muela a golpes. Agradezco para mis adentros las sonrisas verdaderas de los que me quieren bien. Igual, todos tenemos doce años, y el placer morboso de presenciar una pelea se sobrepone a cualquier lealtad que nos deban.

Entonces escuchamos de nuevo la voz de ella. Grita desde la otra vereda. Camina seguida por sus hermanos, y vocifera sin dejar de andar. «Cagalo a trompadas, a ese hijo de mil putas». La recomendación es para José. El hijo de mil putas soy yo. Él suelta una risita con la arenga. Yo sigo serio y sigo triste. Ahora sí la he mirado. Todavía hoy se aleja por Martín Irigoyen hacia la calle Almafuerte. Iracunda. Altiva. Tal vez se sabe el nervio vital de lo que está por ocurrir. Le echo un último vistazo antes de encararme de nuevo con José. Su pelo lacio y negrísimo se balancea con los pasos marciales que lleva. Sus hermanos la siguen con la lengua afuera. Veo su perfil distante. Entonces no puedo ponerle nombre a la sensación que me turba. ¿Y si cruzara la calle y, llorando, le pidiese perdón por todo lo que la he hecho sufrir? Imposible. No sé hacer ninguna de esas cosas: ni llorar, ni disculparme.

Mariana sigue su camino y nos deja frente a frente. Ha cumplido su parte. Ha sellado el duelo entre el caballero andante y el torpe monigote que la ha ofendido. No se quedará a presenciar mis exequias. Para mí su discreción es bienvenida. Pero para José es una muy mala noticia. Entiendo entonces que contaba con tenerla como parte del público. Ahora no podrá lucirse delante de ella. No podrá exhibir ni la fuerza de sus puños ni la gracilidad del mechón de pelo castaño que se agita al ritmo de sus maniobras de púgil.

José me putea un poco, como para ponerse en clima. No le respondo, porque comprendo que sin Mariana la pelea pierde para él toda su razón de ser; y que si antes estaba indeciso, ahora tiene fervientes deseos de rajar para su casa.

Mi valentía parece estar en relación directa con esos deseos. Lo miro desde la modestia de mi estatura y mantengo los puños en alto. Entiendo que nuestros compañeros no van a permitir que la lucha aborte sin siquiera unos escarceos. Y José también lo entiende. Por eso su voz, su gran voz de hombre, suena levemente agitada cuando vuelve a insultarme.

Mientras le pego un empujón como para dar por iniciado el combate me imagino que Mariana estará ya lejos, y que recién mañana se enterará del resultado de la pelea, porque no tiene teléfono. José me lanza un golpe. Me cubro y me da en el brazo. Le devuelvo un enérgico trompazo que le da en la nariz. Linda piña, si vamos al caso. Lástima que el pantalón de sarga me quede tan justo, porque el movimiento de piernas que acompaña el trompazo hace que se me raje completa la costura de la entrepierna. Estoy gordo, nomás. La pucha. Un hálito fresco a la altura del calzoncillo me indica que las siete cuadras que me separan de mi casa tendrán algo de bochorno. Pero no tengo demasiado tiempo para lamentarme porque José se me lanza encima, enardecido, no sé si por el dolor de la nariz o por las exclamaciones entusiastas de nuestros compañeros que han festejado el impacto de mi golpe.

Mientras rodamos abrazados al piso tengo una extraña combinación de sensaciones. El temblor de mis piernas, que era pronunciado desde que salí de la escuela hasta que nos detuvimos a la vuelta, me ha abandonado. Peleo con una extraña serenidad. Entiendo que voy a ganarle, pero no porque sea más fuerte o más hábil que José, sino porque él me tiene mucho más miedo que yo a él. Por eso peleo sin rabia, y entre forcejeo y forcejeo le pego en la cara. Pero lo hago con la mano abierta. No es que pretenda sobrarlo. Ocurre que, en el fondo, me horroriza la violencia.

Es estúpido lo que me sucede, pero José me despierta algo de compasión, mientras vuelve a abalanzárseme. Está quedando como un idiota delante de todos los chicos del grado. Pero cuidado, que me despierte compasión no significa que no haga todo lo necesario para derrotarlo. El orgullo es una de mis pocas certezas, en esos años oscuros. Ya que puedo ganar, voy a vencerlo. Pero en mi cabeza hay mucho más lugar para Mariana que para José. La rabia de Mariana. Su desprecio. Esa rabia y ese desprecio que, en el fondo, sé que sobradamente merezco.

Que José empiece a recular, mientras se limpia la sangre de la nariz con la manga del guardapolvo, no impide que yo me llene de tristeza. Suenan algunas burlas dirigidas a mi contrincante. Ejerzo la pequeña dignidad de no sumármeles. También me da un poco de pena Mariana, que va a enojarse cuando se entere del fracaso de su caballero andante.

Uno de los chicos, que campanea en la esquina, viene corriendo con la novedad de que viene una maestra a detener a los malandras de séptimo. El desbande rescata, para José, la mínima honra de que su carrera se confunda con la de todos los demás.

Yo también corro. Y el viento que me entra por el tajo del pantalón en la entrepierna me recuerda que ando prácticamente en calzoncillos. Doy vuelta la siguiente esquina y, cuando me siento a salvo, me saco el guardapolvo y me lo ato a la cintura para mitigar mis vergüenzas. Después sigo caminando. En casa no voy a contar nada de lo ocurrido. Ya sé de sobra que mamá tiene demasiados problemas con el trabajo, y todo eso, como para que yo le sume mis pendencias.

Mientras camino, revisando cada diez pasos que el agujero del pantalón permanezca oculto, vuelvo a ver a Mariana odiándome desde la vereda de enfrente. Su pelo denso y negrísimo. Su piel oscura. Su voz ronca. Sus ojos intensos. Su belleza.

Camino todas las cuadras pensando en eso porque no me distraigo hablando con nadie. Voy solo, porque todos mis amigos viven en otras direcciones. Y me resulta curioso recordarlo en ese momento; pero el único que vive para este lado, como yendo para Morón, es José.

III

No concuerdo con las personas que piensan que la infancia es el período más claro y sencillo de la vida. Una especie de paraíso del que somos expulsados por el incómodo e involuntario fenómeno del crecimiento. Será porque cuando evoco mi niñez no me sumerjo sin más en una nostalgia del Edén extraviado. No. Conservo de ella recuerdos diversos. Encuentro pasajes bellísimos pero también otros angustiantes, torvos, confusos. No recuerdo mi alma de niño, ni la de los otros niños que conocí, como bucólicas planicies mansas, ni espejos quietos de aguas cristalinas.

Sospecho, en cambio, que durante la infancia nos atraviesan emociones tan profundas y complejas, tan contradictorias y difíciles como en cualquier otro momento de la vida. No digo con esto que, de niños, pensemos como adultos. Pero tal vez las formas de sentir sí se parezcan. Tal vez nuestras emociones las sentimos con la misma hondura, y lo que ocurre en todo caso es que en la niñez nos faltan palabras para acomodarnos dentro esas emociones, con lo cual el asunto termina siendo más difícil en lugar de más sencillo.

Cerré la primera parte de esta historia (que es la última, pero eso ya lo aclaré), con una pelea a la salida del colegio, en cuya antesala Mariana lo azuzaba a José desde la vereda de enfrente para que me rompiera el alma.

Pero su enojo, su enorme furia, son razonables. Yo la he atacado con saña durante largos, muy largos meses. La he convertido metódicamente en mi víctima. He volcado sobre ella buena parte de mi frustración y de mi propia furia. Es que también los míos son sentimientos desbordados. ¿Por qué Mariana? ¿Por qué contra ella?

La respuesta más directa es porque la siento una rival. Una peligrosa y tenaz competidora, en mi obstinada carrera por ser abanderado. Soy muy buen alumno en la escuela. Ella también. Mis calificaciones son brillantes. Las de Mariana también lo son. Y durante buena parte de sexto grado he soñado con ser abanderado. Constantemente he acariciado ese sueño. Muchas noches, antes de dormir, me he dedicado a evocar esa escena primorosa: es el acto de fin de curso, los abanderados salientes están de pie sobre el escenario, y por los parlantes se escucha la voz de la directora que anuncia el nombre del nuevo abanderado. La multitud de chicos y de padres prorrumpe en una ovación sólida, de esas que se sostienen y alimentan en el aire. Me pongo de pie, abandono la fila y me apresuro hacia el escenario, aunque mantengo los ojos bajos, turbado por semejante homenaje. Ese es el instante solemne. Todos me ven. Todos se fijan en mi presencia. El egresado de séptimo me coloca la banda y me entrega la bandera. La multitud renueva el aplauso. Busco a mi familia en la distancia. Los identifico en la multitud por el desborde de sus gritos de júbilo. Soy feliz.

Las cosas han salido de manera bastante parecida a ese sueño. No me he alzado con la bandera argentina ni con la papal, que han quedado para dos chicos del otro séptimo, pero sí he conseguido la bandera del colegio. Una hermosa bandera roja, azul y blanca con el escudo de la escuela. El ligero disgusto de quedar tercero se mitiga al sentirme el mejor de mi grado, una especie de embajador, de emisario de 7º B. He tenido mi nombre en los altavoces, mi aplauso y mi traspase de bandera. Claro que duró mucho menos que en mis sueños. Todavía me faltan unos cuantos años para aprender que siempre sucede así.

Sin embargo, a la mitad de séptimo mi imperio se ha venido abajo. Mis calificaciones han bajado un poco, las de Mariana han crecido otro tanto, y en la escuela la han designado a ella para la bandera, degradándome a mí a nivel de escolta. Me he sentido morir. Los cambios. Los odiosos cambios. Me he visto abochornado, humillado para el resto de los tiempos y las generaciones por venir. Algún comedido del curso habrá aprovechado para hundirme el estilete mordaz de hacerme notar que he sido derrotado por una chica. Y eso ha sido el acabose. Mi indignación se ha desbordado como esos ríos de montaña que estallan indómitos con las lluvias. Derrotado, y derrotado por una mujer.

Debe haberme llevado cinco minutos tomar la decisión inapelable de vengarme. Me he propuesto, con la claridad de miras que nos otorga la maldad, convertir la vida de Mariana en un infierno.

Naturalmente, siendo una chica, no podía emprenderla a los trompazos. Mi arma sería la palabra. Una palabra capaz de hundirse en su carne y lastimarla. Tenía cierta experiencia en el tormento que pueden producir la burla y el sarcasmo. Como víctima, que es el mejor sitio para aprender el tamaño del dolor. Cambiar de sitio me resultó placentero. Me llenó de energía.

Para hacerle daño me aferré a lo primero que me vino a la mano, a lo más evidente: lo que Mariana tuviese de distinto, de especial, de diferente. Mariana era alta y bella (ya hablaré de eso antes de terminar esta historia, y es probable que esa fuese la verdadera razón de mi saña, pero no es el momento de ventilar el punto porque ese es el final, o sea el principio). No podía entonces burlarme de que fuera petisa ni gorda. Tenía la piel morena y suave. ¡Ahí estaba la solución! En el color de su piel. La mía era sonrosada, más bien pálida, igual a la de los chicos y chicas de las propagandas televisivas de yogur o dulce de leche. La de ella era muy morena, y eso la avergonzaba.

«Negra», empecé a decirle. Y Mariana me miraba con rabia. «Noche», aprendí a lastimarla. Las maestras no eran un obstáculo invencible, porque en su presencia me movía con mi tradicional compostura de chico modelo, y porque mi apellido venía asociado a la tragedia familiar y me cubría de la impunidad necesaria para evitarme castigos. Por lo menos esos castigos. «Alquitrán». Y se le llenaban los ojos de lágrimas.

Claro que mis actos me volvían odioso a los ojos de cualquier testigo bien nacido. Sólo mis mejores amigos se atrevieron a permanecer a mi lado. Sospecho que buen trabajo les habrá costado atar su lealtad a mis bajezas. Lo malo fue que esa fidelidad me libró del temor a perderlos, lo que hubiese sido un estímulo para detenerme.

En la tele habían dado una miniserie que se llamaba Raíces y contaba las desventuras de la estirpe de un esclavo africano en las plantaciones algodoneras del sur de los Estados Unidos. Una de sus descendientes se llamaba Kisi. En 1980 las series de televisión no venían subtituladas, de modo que no estoy seguro de si está bien escrito. «Kisi», la llamaba a Mariana, casi a los gritos, y disfrutaba las risas crueles que en el aula despertaba mi ocurrencia.

«Fea. Negra». Casi treinta años después lo escribo y me horrorizo. De todos modos lo escribo. «Tonta. Llorona. Cuando llorás se te pone roja la nariz, ¿sabías?». No era capaz de detenerme. En el fondo de mi corazón yo sabía que la pobre chica no tenía la culpa ni de la décima parte de lo que me pasaba. Pero era demasiado en el fondo. En la superficie no me importaba. Mientras alguno de los chicos de la escuela soltase al menos una risita, podía envalentonarme para seguir. «Decime una cosa… a la noche… ¿cómo hacen en tu casa para encontrarte en la oscuridad?». Más hondo. Más profundo. La prudencia y la bondad tienen un techo. La violencia no. «Bueno, negra no sos. Pero blanca… blanca tampoco». Que se riesen. Que alguno se riese y me diera el salvoconducto para seguir. Ser miserable me resultaba cómodo, tal vez placentero. «Parda. Ahí está. Sos parda».

Si quisiera mitigar mi sentimiento de vergüenza podría decir que estaba muy solo, muy necesitado, muy frustrado. Que esos eran tiempos de un dolor atroz y silencioso. Pero hoy siento que no es excusa. Que no hay excusa para infligir dolor a los otros. «Negra. Parda. Kisi».

Pese a todo Mariana iba a terminar por derrotarme. Y no por el asunto de las banderas. Sino porque en algún momento aprendió a contener las lágrimas. Tal vez yo empecé a repetirme en mis crueldades. No por bondad sino por impericia. Simplemente, no se me ocurrían otras nuevas. Es probable que al mismo tiempo mis burlas dejaran de levantar ecos risueños en mis compañeros. Y Mariana encontró, a su vez, palabras para hacerme daño. «Salchicha», un deslizamiento risueño del sonido de mi apellido. «Traga. Gordo. Orejudo». Era mi turno de pagar.

Mi reacción iracunda le aseguró un éxito prolongado. «Gordo. Cabeza entre paréntesis. Salchicha». Me tocaba la cosecha concienzuda de las tempestades sembradas por mis vientos. Eso sí. Por lo menos yo sabía controlar el llanto.

De todos modos sufrí, y demasiado tarde lamenté haber despertado su ira. No era arrepentimiento genuino por el daño que le había causado. Lo lamentaba por mí. De nuevo me tocaba ser el derrotado, la víctima, el extraño, el humillado.

Hoy puedo aceptar que me lo tenía más que merecido. Pero entonces me indigné torvamente. Dejé de insultarla, tal vez en un intento cobarde de congraciarme con la fiera que había, cándidamente, liberado. O tal vez me detuve porque le temía. Siempre le había temido. Había temido su feminidad en ciernes, la agudeza de su ingenio, el filo de sus palabras, el fuego negrísimo de sus ojos, de sus bellísimos ojos. Tal vez Mariana fue la primera en demostrarme que las mujeres adivinan nuestros secretos porque están condenadas a entender mejor el mundo. Y eso me hacía sentir desnudo e indefenso.

Antes de terminar 7º grado pude recuperar mi sitio de abanderado. Para entonces nuestro enfrentamiento verbal había terminado. Es probable que mi pelea a trompazos con José, en la esquina de la escuela, haya sido el acto final de esa guerra vergonzosa. Mariana ya no me miraba con miedo. Tampoco con dolor, ni con rabia. Había aprendido a mirarme con desprecio. Tuve al menos la lucidez suficiente como para entender el cambio. Experimenté una grande, una profunda tristeza. Fue una pena tan enorme como enorme había sido mi rabia y mi brutalidad. Por eso dije más arriba que mis emociones de niño no venían en tamaño pequeño, aunque sí fueran estrechos mis márgenes para entender y explicar esas sensaciones desangradas.

Para la ceremonia de egreso de 7º grado me tocó entrar portando la bandera de la escuela. Mariana caminaba unos pasos adelante, como escolta de la bandera argentina. De pie en el escenario, escuché por los altavoces mi nombre entre el de los abanderados salientes, y vi venir desde la formación a la chica de sexto a la que debía entregarle la bandera. ¿Habría ella pasado por los mismos sueños? ¿La aguardarían idénticas pesadillas?

Escuché los aplausos de rigor mientras le traspasaba la banda. Cuando bajé del escenario Mariana ya estaba en su sitio. Naturalmente, no quise mirarla.

IV

Pero lleguemos de una buena vez al final, es decir al principio. Situémonos para ello otra vez en la escuela, pero en un tiempo anterior al de mis fechorías vergonzantes. Soy un poco más petiso y más delgado que en el rol del gordito agresivo con un dejo racista que adoptaré en séptimo.

También es un acto de fin de curso. Pero es el de dos años antes. Estamos terminando quinto grado. Sobre el escenario, y en el racimo que formamos con varios chicos y chicas ataviados de gauchos y paisanas, me dispongo a bailar el pericón.

Si no tuviese grabado el recuerdo con tanta fijeza, yo mismo debería dudar de la veracidad de semejante introducción. ¿Yo, con toda mi timidez, todo mi empaque, toda mi torpeza, disponiéndome a bailar el pericón en un acto escolar? Y sin embargo es verdad. Cuando la maestra pidió voluntarios fui de los primeros en ofrecerme. De los pocos, en realidad.

Era tal el hastío que me producían las clases que estaba dispuesto a casi cualquier cosa para librarme de ellas. Si el pericón era el precio que debía pagar para escapar a la monotonía del análisis sintáctico y de la regla de tres compuesta, bien valía la pena ese costo. Aunque debiera tragarme por un tiempo mi timidez indómita.

Existe otro motivo: puede que también, y de algún extraño modo que aún no alcanzo a comprender, en algún sitio de mi alma palpitaba el simple y puro deseo de bailar con una chica.

Porque el pericón nacional debía ser bailado en pareja. Y eso significaba ni más ni menos que me vería obligado (o autorizado, según se vea) a aproximarme al lejano y temido y deseado mundo de las chicas. No era yo, a los diez o los once, particularmente avispado para conducirme con ellas. Pero me atraían. Aún mi ojo inexperto podía advertir que mis compañeras estaban creciendo y cambiando. Y aunque fuese incapaz de ponderar la hondura o la dirección de esos cambios, era indudable que algunas chicas del curso se estaban poniendo hermosas.

Y los varones, por entonces, parecíamos detenidos para siempre en la inercia de nuestra inmadurez. Seguíamos atados a formas de expresión un tanto toscas: los empujones y las patadas eran los vehículos privilegiados para ventilar nuestras emociones. Nuestro sentido estético adolecía del mismo primitivismo: la idea de una tarde perfecta debía combinar un partido de fútbol en cancha de tierra con una guerra de cascotazos. Por eso el mundo femenino se nos presentaba indefectiblemente confuso y distante.

Pues bien, el pericón podía tender un puente, efímero, riesgoso y atrayente, hacia ese universo de las chicas. Bailaríamos porque la maestra nos lo había pedido, bailaríamos obedeciendo el clamoroso llamado de la Patria y de la escuela, para engalanar la ceremonia de fin de curso. Y si había que estar con las chicas… era un precio altísimo que como hombres sabríamos pagar.

En el primer ensayo, y merced a una milagrosa coincidencia en nuestras estaturas (los actos escolares aman la simetría) de repente la tuve enfrente de mí. Alta como yo porque todavía le faltaba un tiempo para superarme, con su delgadez que empezaba a poblarse de inquietantes sinuosidades, con la piel morena y suave, con los labios llenos que yo, además, fantaseaba tibios, con esos ojos negrísimos y brillantes. Creo que ese día empecé a enamorarme de Mariana. Cuando la maestra encendió la música y empezamos a practicar los pasos básicos, uno junto al otro, intuí lo que debían sentir las almas al ingresar al cielo de los justos.

Al segundo o tercer ensayo la señorita ordenó tomar la mano de nuestras parejas. Amparado en la superior autoridad institucional, posé mis dedos sobre los suyos. Su piel era como me la había imaginado. Suave y tibia. La de Mariana fue la primera mano de mujer que aferré. Claro que antes había tomado otras manos femeninas. Pero esta fue la primera mano de mujer que tomé sabiendo lo que hacía. Y ahí radica toda la diferencia.

Unos ensayos más y la maestra nos indicó que tomásemos a las chicas de la cintura. Obedecí con horrorizada maravilla. Por supuesto que la vista la dejé clavada en el piso. No estaba listo para mirar esos ojos a treinta centímetros de distancia. Pero aún con la cabeza baja sabía que estaba respirando el aire que ella soltaba. El jardín del Edén con manzana y todo. Con mínimo esfuerzo recupero, en la yema de los dedos, la sensación seca de su delantal almidonado.

Por suerte los varones bailábamos horriblemente mal, y tuvimos que ensayar una vez y otra vez durante semanas. Los últimos días antes del acto casi no pisamos el aula, y fueron los días más hermosos de ese año. Cada mediodía, al volver a mi casa, me arrancaban el corazón. La sensación de tener un hueco frío en el pecho me duraba hasta la mañana siguiente, cuando Mariana me saludaba sonriendo y me lo colocaba de nuevo en su sitio. Amar a una mujer siempre es lo mismo.

Era noviembre y por única vez en mi vida deseé que las clases no terminasen nunca. Nuestras manos juntas. Su cintura. Su rostro frente al mío.

La mañana del acto de fin de curso me desperté sabiendo que la perdía. Aunque estuviese enamorado, y aunque ciertas expresiones de Mariana, ciertas palabras, ciertas sonrisas, me indicasen que a ella le ocurría lo mismo. Ya dije que los varones éramos demasiado brutos y demasiado chicos para saber qué hacer con el amor. Sin la feliz impunidad que me daba el pericón no me quedaba nadar por hacer, excepto perderla.

De todos modos, al llegar a la escuela vestido de paisano, quince puntuales minutos antes de la hora establecida, la vi venir por la vereda de Martín Irigoyen. Nos encontramos frente al portón del colegio y tuve que posponer todo, hasta la tristeza del adiós. Con rímel en las pestañas, un dejo de rubor en sus mejillas morenas, los labios rojos, el traje de paisana ajustado a su cintura, las alpargatas blancas, tuve que limitarme a admirarla y a quererla, a despecho de cualquier futuro.

Mejor termino aquí, mientras sobre el escenario alzo mi mano y tomo la de Mariana. Ya sabe el lector cómo sigue la historia. Y como la historia sigue no puede menos que terminar mal.

Ya llegará el tiempo de mi frustración y mi malevolencia. Ya llegará la hora de que ella azuce a José para que me muela a patadas.

Pero todo eso está larvado en el futuro. Ya será. Pero ahora no existe. Ahora es tiempo de que se escuchen las últimas toses del público. El rumor de las polleras largas.

Un par de metros adelante un compañero se suena los dedos porque está nervioso. Yo no. Estoy demasiado enamorado como para que me quepa cualquier otro sentimiento. Un benteveo chifla al otro lado del ventanal que está al costado del escenario. Mariana me sonríe y, aunque no lo sepa, me condena para siempre a enamorarme sólo de mujeres con ojos brillantes. La maestra alza la mano, en la tácita señal que hemos convenido, antes de encender el grabador. Giro apenas la cabeza. Mis ojos se cruzan con los de Mariana. Otra vez nos sonreímos.

Y desde los parlantes, ahora sí, se escucha el punteo de la guitarra, sobre los primeros acordes del pericón nacional.