Epílogo

El taxi se detuvo en la Rue Duret, a media cuadra de la Avenue Foch. Era otra de esas desapacibles noches parisinas. Llovía y hacía frío. Miró por la ventanilla tintes de descender del automóvil. Había luz en la planta alta de la mansión. La cortina se descorrió y ahí estaba ella, mirando el taxi desde arriba, con enojo. La muchacha sonrió antes de abandonar el vehículo.

—Quédese con el vuelto —dijo, sin mirar al conductor.

Merci beaucoup, mademoiselle.

La lluvia, cada vez más fuerte, la obligó a correr hasta la entrada de la mansión. Antes de que llamara, una sirvienta le abrió la puerta.

Bonsoir, Dorothy.

Bonsoir, mademoiselle Ariadna.

La joven traspasó el recibidor y esperó al pie de la escalera. Se quita el impermeable y se sacudió la cabellera.

—Ariadna, deja de sacudirte como un perro —ordenó alguien desde la planta alta.

Grand-mére! —exclamó la joven.

—Llegas tarde, niña —dijo la anciana mientras bajaba.

—Sólo unos minutos, grand-mére, no seas cascarrabias —replicó la joven, acercándose al pie de la escalera. Su abuela se mantuvo unos segundos en el último escalón, contemplándola.

Jeunessc! —exclamó por fin, con hastío—. Si no te quisiera tanto…

Ariadna sonrió. Su abuela se empeñaba en aparentar un recato y una rectitud que no tenía, al menos que no tenía para con ella. Desde pequeña la había dejado hacer libremente; la había mimado más que al resto de sus nietos. Entre ellas había algo muy especial que aumentaba con los años; como la vieja costumbre de esperar el cumpleaños de Ariadna desde la noche anterior, cenando solas, bebiendo champagne.

—Vamos, chérie, pasemos al comedor. La cena está lista —invitó su abuela—. ¿Tienes apetito?

—Mucho —respondió Ariadna.

—Entonces, no podrás resistirte al pato que preparó Gerard. Durante la velada conversaron de la familia, de política y de arte y, aunque no estaban de acuerdo en nada, se escucharon. Saborearon lentamente el Dom Pérignon. Las arias de Carmen sonaban en el tocadiscos cada vez más lejanas y una somnolencia se apoderaba de ambas mujeres.

El reloj del recibidor dio las doce. La abuela se sobresaltó y, poniéndose de pie, le dijo:

Bou anniversaire, ma chere Ariadna! La besó en ambas mejillas, y la joven la abrazó. Un poco intimidada por la muestra de afecto de su nieta, se encaminó al bargueño de donde tomó una caja. La abrió, sacando una más pequeña, y se la entregó a Ariadna.

—Ábrelo, es tu regalo de cumpleaños. La joven abrió el estuche. Contenía una miniatura con el retrato de una mujer. Era de marfil, con marco de oro y brillantes engarzados.

Grand-mere, ¡es bellísima! Merci beaucoup —exclamó Ariadna, sin quitar los ojos del presente.

—¡Oh, sí! Es una alhaja muy bella…

—Sí, por supuesto, la alhaja también lo es, grand-mére, pero me refería a la mujer pintada.

—Ciertamente, chérie. Era mi abuela, la madre de mi madre. Se llamaba Fiona Malone. Es hermosa, ¿verdad? Ahora ya sabes de quién heredas ese rojo de tu cabello que tanto detestas —agregó su abuela, sonriendo.

La joven no respondió. Continuaba anonadada observando la miniatura.

—¡Ah, casi me olvidaba lo más importante! —exclamó la anciana, tomando de la caja tres cuadernos prolijamente forrados con cuero.

—Toma, éstos son los diarios de mi abuela Fiona. Están en inglés, pero no tendrás problema para entenderlos.

Ariadna tomó los cuadernos y los contempló con avidez.

—Te los doy porque, bueno, con esa idea que tienes de ser escritora, creo que pueden serte útiles. ¿Estás segura de que no deseas ser abogada o médica? Mira que se ganan muchos más francos, chérie.

—No, grand-mére, estoy segura —respondió la joven.

—Bueno, entonces, estos tres diarios son el mejor regalo que puedo hacerte, créeme.

Era la una y media de la madrugada cuando Ariadna llegó a su departamento. Estaba tan ansiosa por leer los diarios que se le había ido el sueño. Se dio un baño rápido, se puso el pijama y se preparó una taza de café bien fuerte. Después de colocar los tres diarios sobre la mesa ratona, se apoltronó en su diván. Sorbió un poco de café. Después, tomó uno al azar, y lo abrió en la primera hoja. Tenía un olor extraño y sus páginas de color sepia parecían a punto de quebrarse, como hojas secas. Se acomodó un poco más en el diván y leyó.

Londres, 7 de septiembre de 1849

A pesar de que hace diez días que estamos aquí, aún no logramos poner orden en la casa que compró el señor de Silva. María y Candelaria no dan abasto y yo poco puedo hacer con mi bebé tan pequeño.

La casa queda cerca de Bond Street, a unas pocas cuadras de lo de aunt Tricia. Ella es un gran consuelo para mí, ahora que estoy lejos de todos. Mi niño es hermoso y saludable; ajeno a todos los cambios, siempre sonríe, en especial cuando escucha la voz de su padre. Creo que él lo mima demasiado, pero yo nada puedo hacer."

Adelantó varias páginas y continuó leyendo.

Londres, 13 de septiembre de 1849

Finalmente, he conseguido que el señor de Silva me confiese el verdadero motivo de nuestra partida tan repentina de Buenos Aires y nuestro asentamiento en esta ciudad. El cuento de «asuntos de negocios» no me convencía. Por fin me ha dicho que fue ese malvado tirano de Rosas el que urdió el plan con Soler y la mujerzuela. Me ha confesado de Silva que Rosas odia a mi familia porque la cree unitaria. ¡Maldito sea, hombre del demonio!

De Silva creyó conveniente partir de Buenos Aires para evitar una nueva patraña del dictador, pero yo estoy sin consuelo pensando en Grandpa y en el resto de mi familia. El señor de Silva dice que no debo preocuparme, que mi abuelo sabe cuidarse solo.

Hizo bien confesándomelo lejos de Buenos Aires, porque yo misma habría matado a ese malvado.

Londres, 10 de marzo de 1852

Hoy ha estado de visita aunt Tricia, echando un poco de luz al comportamiento extraño del señor de Silva en los últimos días. ¡Es que Rosas ha caído! Lo ha derrotado el General Urquiza a principios del mes pasado. Dicen que acaba de llegar a Inglaterra, como refugiado. No podemos tener peor suerte. Pero ya no nos importa, por lo menos, a mí ya no me importa.

Se había quedado dormida en el diván, con el cuaderno sobre el pecho. Miró el reloj en la pared: eran las dos de la tarde. Se levantó sobresaltada; después se tranquilizó: era sábado. Se bañó y se vistió con ropas holgadas. Tenía pensado quedarse todo el día en casa, leyendo y escribiendo. Estaba muy entusiasmada con la historia de su tatarabuela y ya no podía esperar más. Luego, conectó la contestadora automática; no tenía deseos de que la interrumpieran. Estaba segura de que más de uno llamaría para saludarla en el día de su cumpleaños; devolvería las llamadas más tarde, después de leer las efemérides.

Almorzó algo ligero y retornó al trabajo. Tomó el diario que había leído la noche anterior y a pesar de que no lo había terminado, su consabida ansiedad la llevó directo a la última página.

París, 28 de julio de 1890

Creo que me quedaré a vivir en París, junto a mi hija Camila. Es una ciudad hermosa, a pesar de que llueve más que en Londres. Además, mis dos nietas son mi consuelo por estos días. Mi hijo Juan Cruz está bien asentado en Londres, continuando los negocios de su padre. No tengo que preocuparme por él. Ya conseguirá una buena mujer y se casará.

He decidido que éste sea el último día que escribo mis efemérides. Ahora que Juan Cruz no está junto a mí, ya nada tiene sentido. Todo se limita a la lenta espera del destino; final e irremisible que me una a él. Lo amé hasta la desesperación; tanto que por momentos creí perder la razón. Pero no me arrepiento, fui libre junto a él y no me reservé nada que ahora pudiera hacerme sentir mezquina o apesadumbrada.

A veces pienso, llena de angustia, en lo paradójica que fue mi vida. El hombre al que creí detestar, mi padre, se convirtió en el responsable de que yo fuera la mujer más feliz del mundo junto a mi adorado Juan Cruz. Hace muchos años que perdí a mi padre y ya nada puedo hacer; lo dejé ir sin decirle lo mucho que lo quería.

Camila me preguntó días atrás cómo había sido mi amor por su padre. Me tomó por sorpresa y no pude decirle nada. Lo pensé mucho desde entonces, y me estremecí con tantos recuerdos, en especial con el de nuestra boda. ¡Dios bendito! Si mis hijos supieran lo que sentí ese día…

Por ahora le diré a Camila que amé a su padre con pasión, por sobre todas las cosas, más allá del Cielo infinito, del bien y del mal; y que lo amaré siempre, sin importar el tiempo, por toda la eternidad.

Tal vez, algún día me atreva y le confiese que, en realidad, para mí todo comenzó con odio, la mañana de mi boda, cuando el señor de Silva me tomó como su esposa a cambio de las abultadas deudas de mi padre.

Ariadna se enjugó las lágrimas con el puño de la camisa. No era sentimental, pero la sinceridad de esa mujer la había sobrecogido.

Se sentó frente a su máquina de escribir, arrancó la media hoja escrita, y colocó una nueva, en blanco. Se estiró los dedos, y escuchó con fruición el crujido de sus nudillos. Después, centró la hoja para tipear el título de su nueva novela. «Bodas de odio», escribió.