Después de cinco días de búsqueda, Eliseo encontró a de Silva cerca de Carcarañá, al sur de Santa Fe. Juan Cruz seguía la pista que un pulpero le había vendido.
El grupo acampaba a la orilla del río. Habían decidido pasar la noche allí y seguir al día siguiente rumbo a Córdoba.
Tres meses atrás, de Silva había abandonado La Candelaria en busca de su mujer, jurándose que, hasta que no la hallará, no regresaría a su hogar. Volvería con ella o no volvería. Cada día que pasaba, la desesperanza lo agobiaba. Ni una pista certera, nada que le indicara que realmente se trataba de ella. Siempre iba acompañado de un grupo de cinco hombres que rotaban cada quince días, lapso después del cual regresaban a La Candelaria, para dejar su lugar a otros peones que se le unían en la búsqueda. Sus hombres estaban desconcertados con el comportamiento del patrón. Había renunciado a la administración de las estancias de Rosas, y había dejado La Candelaria y los otros campos en manos de Celedonio. El saladero estaba a cargo del segundo de de Silva en ese sitio, un hombre de su confianza. «Pero el ojo del amo engorda el ganado», repetían los peones en los fogones nocturnos, preocupados por el destino de las haciendas.
Eliseo llegó al campamento ese atardecer, pero no encontró a Juan Cruz. Uno de los peones le indicó que galopaba por algún lugar no muy lejano.
—Siempre hace lo mismo antes de cenar. Se monta al padrillo y desaparece horas. Después llega, tan callado como se fue, cena, y se pierde por ahí, caminando —explicó el hombre a Eliseo—. Quedó medio tocado con todo este asunto de la mujer.
Eliseo decidió esperarlo en el campamento. El peón le ofreció un mate amargo y un pan con grasa que engulló gustoso. Estaba famélico; hacía más de un día que no comía. Había abandonado tan de prisa la casa de los Malone que no tuvo tiempo de preparar las reservas suficientes para un viaje tan largo. Además, pensó que hallaría a de Silva antes; jamás lo imaginó tan alejado. Según el último chasque, se encontraba al norte de la provincia de Buenos Aires, cerca de San Nicolás.
Cuando oscureció, los hombres se acercaron al fogón para devorar el guiso. Comían callados, sólo se escuchaba el chasquido de las cucharas sobre los platos de hojalata. De vez en cuando, uno de ellos lanzaba un comentario corto al que nadie prestaba atención.
Se dieron vuelta cuando escucharon los cascos del padrillo de de Silva. La oscuridad les impedía verlo, pero al poco rato la imponente figura de Juan Cruz sobre el caballo se presentó ante el grupo. Frenó el animal cerca de la rueda de hombres y, sin apearse, preguntó:
—¿Llegó el chasque?
Nadie le respondió. Entonces, Eliseo se incorporó y, quitándose la boina, lo saludó.
—Viva la Santa Federación. Buenas noches, patrón.
Juan Cruz aguzó la mirada y reconoció al hombre. Se apeó del caballo y se encaminó hacia él, entre sorprendido y preocupado.
—¿Eliseo? ¿Qué haces aquí, hombre? ¿Sucedió algo?
Juan Cruz se puso pálido, aunque nadie lo notó en la penumbra nocturna. El pulso se le aceleró; presentía algo malo.
—¿Puedo hablar con usted, patrón? —le preguntó Eliseo, alejándose un poco del grupo de hombres.
Se encaminaron a la única carpa del campamento, que era la de de Silva. Entraron. Un jergón, una mesita pequeña con algunos papeles y una banqueta de lona eran todo el mobiliario. Juan Cruz encendió la lámpara de aceite y desplegó una sillita.
—Siéntate, Eliseo. Vamos… Dime qué sucede.
—La niña Fiona ha regresado, patrón.
De Silva se puso de pie de un salto y se llevó las manos a la cara.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó—. ¿Está bien, Eliseo? ¿Ella está bien? El bebé… ¡Dime lo que sea, Eliseo, lo que sea!
Juan Cruz lo tomó por los hombros con tal ímpetu que lo obligó a ponerse de pie. Comenzó a sacudirlo. El peón lo miraba atónito; nunca lo había visto tan descontrolado.
—Tranquilícese, patrón. La niña Fiona está muy bien. El doctor Rivera la revisó el mismo día que apareció y la encontró bien. A ella y al niño.
De Silva lo sentó en la banqueta de nuevo. Eliseo percibió que se tranquilizaba. Después, Juan Cruz se asomó por la entrada de la carpa.
—¡Rodrigo, tráeme dos tazas de café bien cargado! —Se volvió, y escrutó al peón con la mirada—. ¿Cuándo apareció?
—Hace seis días, patrón, pero hace cinco que lo busco.
Se calló, esperando una nueva pregunta de Juan Cruz. Pero nada; éste continuaba mirándolo fijamente.
—¿Usted quiere regresar mañana, patrón? —preguntó Eliseo, intimidado por la mirada de de Silva.
—No, Eliseo. Volveremos ahora mismo. Ya.
De Silva iba todos los días a casa de los Malone. Aunque Fiona no deseaba verlo, él visitaba la mansión de la calle Larga sólo para saber cómo estaba su esposa. Conversaba largo rato con Brigid y Ana y, en algunas ocasiones, con Sean. El anciano, aunque se mostraba más parco que el resto, comenzaba a ceder.
Cada vez, Juan Cruz llevaba una carta para Fiona. Se la entregaba a María, y al cabo de unos minutos la criada regresaba con la esquela intacta, meneando la cabeza de un lado al otro.
—Está bien, María, no se preocupe —murmuraba de Silva. Recibía la carta rechazada, y se la guardaba nuevamente en el bolsillo.
La sirvienta estaba deshecha por la pena que le inspiraba su patrón, pero no había forma de convencer a Fiona de que lo recibiera o leyera sus cartas.
Desde que regresara un mes atrás, Fiona permanecía todo el día en su habitación. Hablaba muy poco y casi no comía, lo que exasperaba a María.
—¡Niña, no seas caprichosa! Come, aunque no tengas deseos. Hazlo por el niño —la regañaba día a día, acercándole la cuchara a la boca.
La joven la rechazaba, haciendo un gesto de asco.
—¡Uuyy! Eres terca como una mula —exclamaba la mestiza, y la dejaba sola por un rato.
Apenas María cerraba la puerta de su dormitorio, Fiona se echaba a llorar. Estaba muy confundida, y no sabía qué hacer.
—Parece que fue todo mentira —dijo María un día como al pasar.
Fiona no comentó nada porque sabía a qué se refería su criada. Estaba deseosa por saber de su esposo, pero prefería morderse la lengua y no preguntar nada. Por eso, cuando María comenzó a hablar, no la detuvo.
—A los pocos días de tu desaparición, el patrón regresó del sur, de las estancias de Rosas. Estaba desesperado, niña, deberías haberlo visto. Parecía a punto de llorar…
—¡Llorar! ¿De Silva llorar?
El repentino enojo de Fiona sobresaltó a María. Había estado tan taciturna todo el tiempo que no imaginó una reacción como ésa.
—Sí, Fiona, llorar. El te ama, niña, aunque tú no quieras entenderlo.
La sirvienta se calló, dispuesta a no hablar más. Por unos minutos, el silencio fue insondable. Fiona estaba inquieta; deseaba que continuase, pero no quería demostrárselo.
—¿Y?
—¿Y, qué? —dijo María.
—¿Qué pasó después?
María le lanzó una mirada llena de enojo.
—Luego supimos todo. El señor de Silva fue a casa de Soler…
—¿De Soler? ¿de Palmiro Soler?
—El mismo, niña. Ese maldito y la Cloé ésa andaban juntos en eso.
—¿Qué?
Fiona se puso de pie.
—¿Que Soler estaba complotado con la… —no podía ni siquiera nombrarla.
—Sí. Querían vengarse de ti y del señor de Silva. Parece que el Soler andaba loquito por ti y… Bueno… La desvariada ésa… Pues… Ya sabes… —balbuceó la criada.
—¡No, María, no sé! Habla claro.
—Bueno, la loca ésa y el señor, pues, parece que… Bueno… Habían sido amantes.
Fiona zapateó el suelo repetidas veces con el taco del botín, golpeándose la mano con el puño.
—¡Yo sabía! ¡Yo sabía que era verdad! —repetía la joven enfurecida.
—El señor jura y perjura que no la volvió a ver desde que se casó contigo. Se lo dijo a tu abuelo, niña. Por favor, cálmate.
—¡Mentira, eso es mentira! De Silva siempre viajaba solo a Buenos Aires y por más que yo insistía en acompañarlo, él se negaba. Era para verse con esa… esa… —Apretó los dientes y cerró los puños a los costados del cuerpo—. ¡Uuyy! ¡Lo odio, lo odio!
—¡Escúchame, Fiona! ¡Escúchame! —María la había tomado por los hombros—. Es obvio que la había dejado por ti. Si no, ¿para qué urdió junto a Soler toda esa patraña? Entiende que ninguna mujer habría actuado así si el hombre al que desea está a su lado.
—Sí, pero tú no sabes si la dejó antes o después de casarse conmigo —lloriqueaba Fiona.
—El mismo día que llegó a Buenos Aires —continuó la criada—, no sé por qué, fue a la casa de Soler. Tal vez, intuyó algo de todo esto, no sé. La cuestión es que fue a verlo. Allí se encontró con la loca ésa… —Hizo una pausa—. La loca trató de matar a tu esposo de un balazo.
—¡Dios mío! —exclamó Fiona. Se dejó caer al borde de la cama, llevándose las manos al rostro.
—Bueno, el patrón esquivó la bala pero le dio en la cabeza a Soler. El canalla murió ahí mismo. La mujer, al ver muerto a Soler, se pegó un tiro. Tengo entendido que el patrón trató de detenerla, pero estaba muy lejos y no…
—¡Trató de detenerla!
—¡Fiona, por Dios! ¡Nadie puede permitir que otro muera sin salvación! Aunque sea la mujer que más odies no puedes pensar que el patrón no tendría que haberla ayudado.
María abandonó la habitación, furiosa con su ama. Fiona, por su parte, no cesaba de pensar: «Trató de detenerla, él trató de detenerla».
Sólo tres personas conocían la verdad y dos de ellas estaban muertas. De Silva nunca revelaría el secreto; no mientras Fiona estuviera cerca de Rosas y su vida corriera peligro. Frente a todos, el mazorquero y la prostituta serían los únicos culpables de la desgracia. Frente a Rosas, Juan Cruz actuaría como siempre, sólo que ahora lo conocía mejor. Después decidiría los pasos a seguir. Aunque, en ese tiempo, mantendría los ojos bien abiertos, dispuesto a esperar lo inesperado.
Sanc Nieté se hospedó algunas semanas en casa de los Malone antes de regresar a su pueblo. Él relató a la familia los hechos, ya que Fiona poco les había contado. Todos estaban muy agradecidos con el indio que había salvado la vida de la joven. Sean le ofreció trabajo permanente en una de sus estancias, pero Sanc replicó agradecido que sólo trabajaba para el patrón de Silva. Al escuchar eso, Fiona se retiró a su habitación. En esos días, hasta el nombre de su esposo la llenaba de desasosiego.
Sanc se había convertido en un gran amigo de Fiona. Con él se sentía a gusto y no le costaba expresarle los pensamientos que la atormentaban. El indio la miraba tranquilo, la escuchaba durante horas, y al final, siempre le decía algo que la obligaba a pensar casi toda la noche. A pesar de que Sanc defendía a Juan Cruz, a Fiona le fascinaba escucharlo hablar de él. Por momentos, se olvidaba de sus dudas y temores, y se dejaba llevar por la imagen de héroe que el indio tenía de su esposo.
Una tarde, Fiona leía en el patio y parecía estar de mejor ánimo que otros días. Entonces, Sanc aprovechó para anunciarle que debía volver a su hogar.
—No, Sanc, no te vayas, te lo suplico. Te necesito. ¿Qué haré sin ti? —Los ojos de la joven habían comenzado a brillar.
—Pero, señora, señora mía, ¿qué me dice? Si usted es la mujer más querida de toda la Confederación. ¿Qué hay con su abuelo, con su abuela, María, todos? No hay quien no la quiera en esta casa. Todos se desviven para que usted esté mejor cada día. Además, señora, su esposo la ama por sobre todas las cosas.
Fiona se arrojó a los brazos del indio, llorando como una niña.
—¡No, Sanc, no te vayas!
Sollozó un rato, desconsolada. Sanc Nieté la dejó hacer. Al cabo de unos minutos, prosiguió.
—Señora, debo regresar, debo hacerlo. Tengo pocos días para arreglar unos asuntos en mi casa antes de volver al trabajo en La Candelaria. Ya falta poco para que comience la época en que me necesita el patrón de Silva.
Fiona bajó la vista. Todos parecían amar a su esposo por esos días; todos menos ella.
—Además —continuó Sanc—, necesito los reales que me va a pagar el patrón de Silva. ¿Se acuerda que le conté que quería comprar una manada de ovejas?
La joven asintió, sin poder pronunciar palabra, llorosa otra vez. Dejó pasar unos segundos en silencio, pensando que debía dejarlo ir. No podía aferrarse a él; Sanc tenía que continuar con su vida y ella con la suya. Ya era hora de tomar el toro por las astas y dejarse de niñerías. Sanc Nieté tenía razón, todos la querían y se desvivían por su bienestar; ella, en cambio, no hacía sino llenar sus corazones de desasosiego, más del que ya les había causado con la desaparición, que nadie le había reprochado, nunca.
—Está bien, Sanc, tienes razón. Te dejaré ir, pero con una condición.
Lo miró con picardía. Después, sacó de su escote la bolsita con las monedas de Sarquis.
—Esto es para ti, para que puedas comprar algunas ovejas más. No es mucho, pero es lo que había ahorrado para mí y para mi hijo. Te lo doy. Este dinero te corresponde más a ti que a mí, créeme.
Le entregó la bolsa, que el indio recibió desconcertado. La abrió y descubrió las monedas en su interior.
—¡No, señora, es demasiado! Además, usted no me debe nada. Yo lo hice por usted y por el patrón de Silva. —Se la devolvió.
—Sanc, por favor, te lo suplico. Si deseas verme feliz, toma la bolsa con monedas.
Fiona volvió a poner el talego de cuero en sus manos.
—Está bien, señora. Yo acepto las monedas y le agradezco, pero sé que sólo hay una forma de verla feliz a usted.
Fiona lo miró con desconfianza, frunciendo el entrecejo.
—Vuelva con el señor de Silva, señora. Sólo junto a él será feliz de nuevo.
El indio dio media vuelta y se marchó. Esa noche, Fiona no pudo dormir.
Llamaría a la puerta como todas las tardes. Le abriría Coquita, lo haría pasar y le pediría que esperase sentado a misia Brigid y a don Malone. Como siempre, tomarían juntos el té, hablando especialmente de Fiona y de alguna otra banalidad. Después, llegaría María lo saludaría muy cordial y le recibiría la carta. Durante unos minutos, aguardaría ansioso, pero al ver regresar a la criada con cara de angustia y la esquela en la mano, sabría que, también hoy, Fiona la había rechazado. A pesar de todo, jamás se daría por vencido. Regresaría, una y otra vez, hasta que ella lo recibiera. La ansiedad por tenerla entre sus brazos lo volvía loco por las noches, y la necesidad de escucharla lanzar con furia sus frases impertinentes lo atormentaba durante el día.
A pesar de que su mujer no lo había recibido siquiera una vez, él se las había ingeniado para verla. Fiona no salía a la calle más que para la misa en el Socorro los domingos por la mañana. En esas ocasiones, Juan Cruz se presentaba primero en la iglesia, esperando que ella apareciera. A la salida, la observaba trepar raudamente a la diligencia de su abuelo, y se perdía una vez más la belleza de su rostro. En ese momento y mientras la volanta doblaba en la primera esquina, Juan Cruz sentía deseos de llorar.
Se apeó del padrillo. Uno de los mozos de la caballeriza de Malone tomó las riendas, y se alejó con el animal. Llamó a la puerta y Coquita lo recibió. Al cabo de unos minutos, Brigid y Sean se presentaron en la sala. Se saludaron como de costumbre y se sentaron a tomar el té.
—Quería comentarles que tal vez me ausente por algún tiempo —dijo de Silva.
Los abuelos de Fiona lo observaron con gesto desconsolado.
—Hace meses que he dejado mis negocios en manos de mis hombres y, aunque se han manejado bastante bien, ahora requieren mi presencia. Usted entenderá lo que trato de explicarles, don Malone —agregó.
—Sí, por supuesto, entiendo; pero, ¿por cuánto tiempo se ausentará, de Silva? —preguntó Sean.
—Tal vez un mes. Estamos por comenzar con el rodeo y la yerra.
—Sí, es cierto —afirmó el irlandés.
Ingresó María a la sala, recibió la carta de costumbre, y se volvió a ir.
—¿Cómo está Fiona? —preguntó Juan Cruz con no disimulada ansiedad.
—Está muy bien. Ayer se marchó Sanc y pensamos que eso le causaría gran tristeza; en cambio, ha estado de buen talante todo el día. Incluso acompañó a María al mercado, como solía hacer de pequeña —respondió Brigid entusiasmada.
—Eso sí que es bueno —afirmó de Silva—. Pero… Bueno, ¿no preguntó por mí?
—No, señor de Silva, lamentablemente no —acotó la anciana, bajando los ojos.
Retornó María y le devolvió la carta como siempre.
—Está bien, María, no se preoc…
—No, señor, no es lo que usted piensa. La niña Fiona ha dicho que la espere, que hoy lo recibirá.
Fiona llegó a la sala y sus abuelos no estaban allí. De Silva, de espaldas a ella, miraba por la ventana. Entró silenciosamente, tanto que Juan Cruz no la escuchó, absorto como estaba en el paisaje exterior.
—Buenas tardes —susurró, revelando su presencia.
De Silva volteó. Con la mirada fija en ella, no atinó a abrir la boca. Después de tanto tiempo, otra vez la tenía frente a él. Y nuevamente su hermosura lo dejó sin aliento. La miró de arriba a abajo, sin recato, deteniéndose en el vientre abultado. Tenía tantos deseos reprimidos que avanzó decidido hacia ella, dispuesto a besarla.
Fiona levantó la mano, indicándole que se detuviera. No podía hablar; tenía la voz quebrada. Había ensayado esa escena en su mente cientos de veces, pero ahora las palabras se habían desvanecido. No sabía cómo comenzar, qué decirle. Levantó la mirada, y se encontró con su rostro a unos pasos de ella. Lo contempló detenidamente. Esa levita que llevaba no se la conocía, era nueva. Se había cortado el cabello y ya no tenía la coleta que a ella tanto le gustaba. Estaba delgado y ojeroso. Siguió mirándolo, sin timidez.
—Fiona…
La forma en que de Silva pronunció su nombre y el brillo en sus ojos destrozaron las convicciones con que Fiona se había presentado. Se había propuesto que sería firme y dura con él, que lo haría sufrir, que le haría sentir en carne propia la humillación y el desamor. Pero todo eso quedó atrás, y las firmes decisiones desaparecieron apenas escuchó su voz.
—Fiona… Por favor…
De Silva comenzó a aproximarse; ella retrocedió.
—Amor mío, no me rechaces —suplicó Juan Cruz.
La joven levantó la vista al escuchar las últimas palabras. La voz de Juan Cruz le sonó extraña, temblorosa, y eso la angustió. Después, recordó.
—¿No me rechaces? ¿Dijo no me rechaces? —Lo miró fijamente unos instantes, sin hablar—. A pesar de todo, señor de Silva, yo lo acepté. Fue usted el que me rechazó, fue usted el que me hizo a un lado, engañándome con esa… con esa… señora.
Fiona cerró los ojos y apretó los dientes. Juan Cruz completó el trecho que los separaba y le tomó las manos. Fiona se sobresaltó; dio un paso atrás, y se soltó de su esposo.
—No me toque —ordenó en un susurro acerado.
De Silva sintió un puñetazo en el estómago al escucharla.
—Por favor, Fiona, perdóname. Jamás te engañé con ella. Eso es cosa del pasado. Desde el primer día en que te vi, en el Socorro, te amé. Aún lo recuerdo; te veías tan hermosa con tu vestido lila y tu mantilla blanca… Tu rostro era radiante. Me acuerdo que reías fuerte y a pesar de que tu abuela se escandalizaba, tú no dejabas de hacerlo. ¿Recuerdas por qué reías? Siempre quise saberlo.
La pregunta la desconcertó. Se quedó muda, mirándolo, mientras Juan Cruz esperaba la respuesta.
—Yo… Pues… —masculló Fiona—. No, no recuerdo —dijo por fin—. Tal vez, no sé, me reía de alguna de las viejas. Siempre me daban risa, con sus peinetones fuera de moda, medio tiesas dentro de sus corsés ajustados… Había que ayudarlas a que se pusieran de pie. —Las comisuras de sus labios se elevaron un poco. Respiró profundo y bajó la vista.
—Sí, seguramente te reías de alguno de esos carcamanes. Desde el principio supe que detestabas toda esa farfolla. Lucías tan natural como una flor. Nada en ti parecía medido. Te movías sensualmente, pero yo me daba cuenta de que eras ingenua. Eres tan sensual…
Fiona mantuvo la mirada baja porque sabía que tenía el rostro como la grana. Percibió que de Silva se acercaba unos pasos, pero no se movió de donde estaba.
—Después, esa noche, en lo de misia Mercedes… Bueno, ahí confirmé todas las teorías acerca de la que sería mi esposa. —Juan Cruz sonrió, sin quitarle la mirada de encima—. Desde el primer momento en que te vi supe que serias mía, aunque misia Mercedes pensara lo contrario. Ella me dijo que jamás te fijarías en mí, que eras inalcanzable para mí.
Fiona se sorprendió. Aunque trató de decir algo, no encontró las palabras.
—Pensé que me lo decía porque yo era un advenedizo, un bastardo, criado por una negra. Hice lo que hice con tu padre porque pensé que me despreciarías por ser así, y que jamás me aceptarías. Me tendrías asco y me rechazarías.
—¡No! —exclamó Fiona, con un nudo en la garganta, dando un paso hacia adelante—. No…— susurró después, sintiéndose vulnerable una vez más frente a él—. Jamás rechazaría a nadie por eso, señor de Silva.
—Me viste con Clelia esa noche, ¿verdad?
Fiona dio un respingo, avergonzada de sólo oírlo hablar de aquello. Contuvo la respiración y no pudo hablar.
—Fue eso, entonces… Me viste con ella —repitió Juan Cruz.
—Sí —susurró Fiona.
—Con razón piensas de mí lo peor. —Sonrió con tristeza—. Esa noche te deseé desde el primer momento en que te vi. Tú parecías ajena a todo, a leguas de lo de misia Mercedes. Tenías la mirada perdida y lucías aburrida. Más tarde, te busqué y no te encontré. Un rato después, me entraron ganas de matar al hermano de Clelia, que te había conseguido para una pieza. Estaba tan celoso y deseoso de ti… Bueno, tú sabes.
—Dígame, qué es lo que debo saber.
—Estaba rabioso, tenía que descargarme con alguien. Y Clelia se mostraba tan dispuesta que… —Hizo una pausa, desviando la mirada—. Después, cuando me rechazaste para el vals… —Otra vez, la mueca triste en su rostro—. Todavía lo recuerdo: «Antes prefiero estar muerta», me dijiste, tan decidida como siempre.
De Silva soltó una corta carcajada. Fiona también sonrió, aunque trató de disimularlo.
—Creo que con esa respuesta te deseé más aún. —Se acercó a ella y la tomó por los hombros—. ¡Oh, Fiona, jamás pensé que te amaría tanto! Te amo y no puedo evitarlo. No puedo quitarte de mi mente un solo instante. Tú y sólo tú. Me estoy volviendo loco sin ti. No duermo de noche porque no estás a mi lado, no pued…
—Señor, por favor —lo interrumpió Fiona, deshaciéndose de sus manos y alejándose unos pasos—. Yo no estoy preparada aún. He sufrido mucho con su engaño y…
—¡No, Fiona! ¡Yo no te engañé!
Juan Cruz trató de calmarse; estaba gritando, y Fiona lucía asustada.
—Fiona, entiende, todo fue una patraña urdida por Cloé y Soler. Ellos armaron esto, todo es mentira.
—¡Pero ella fue su amante, señor! ¡Usted me mintió!
—¡Sí, pero antes de conocerte! ¡Después no! —mintió de Silva. Jamás la perdería por una mujerzuela que no había valido un ardite para él.
Se hizo un silencio. De Silva estaba agitado. Fiona había bajado los ojos e intentaba contener el llanto. No deseaba quebrarse frente a él. Si la sabía vulnerable, lograría despedazarla. Respiró profundo y recomenzó.
—Señor de Silva, han pasado tantas cosas que estoy muy confundida. No estoy segura de creerle, no sé, no puedo. Sólo quise verlo hoy para comunicarle mi decisión. Bueno… Lo mejor será que yo permanezca en casa de mi abuelo y no volvamos a vernos. Cuando nazca…
—¡Noo! —gritó de Silva, cayendo de rodillas frente a ella, y aferrándose a su cintura—. ¡No, Dios mío, no me digas eso!
El hombre lloraba como un niño. Fiona quedó sin aliento frente a la reacción de Juan Cruz. Jamás pensó que viviría para verlo llorar. La cabeza de de Silva apoyada en su vientre, se mecía al ritmo de un llanto que no acababa.
—¡Fiona, por favor, ten compasión de mí! —le decía Juan Cruz entre suspiros—. No puedo vivir sin ti. Éste es mi castigo por haberte hecho sufrir desde un primer momento. En cambio tú, tú sólo me hiciste feliz, amor mío. ¡Perdóname! —Por momentos parecía ahogarse con el sollozo; después, continuaba—. ¡Perdóname! ¡Dime que me perdonas, por favor! —Seguía de rodillas, asido a su cintura—. ¡Necesito tu perdón para seguir viviendo!
La joven permanecía tiesa. Aquella reacción la había dejado inerme y sin palabras, pero de pronto todo se volvía claro. Ella también lo rodeó con sus brazos y ya no pudo contener más las lágrimas.
Un momento después, Fiona apoyó sus manos sobre la cabeza de Juan Cruz, y entrelazó los dedos con aquellos mechones negros que tanto le gustaban.
—¿Por qué lo amo tanto, señor de Silva? —se preguntó, sonriendo.
Sintió que su esposo la apretujaba más aún y eso la llenó de sensaciones raras.
—Ahora sé que lo amé desde un principio, desde aquella noche en que me sentí tan atraída por usted. Jamás había conocido a alguien tan viril. Caminaba como un rey y miraba a todo el mundo con aire desafiante. Me gustó tanto que me asusté.
Juan Cruz se incorporó. Fiona se sobrecogió al ver su rostro empapado y sus ojos enrojecidos. No pudo evitarlo y lo acarició. De Silva la tomó entre sus brazos y la apretó contra su pecho. Desesperado, buscó la boca de su esposa y la besó, al borde de la locura. Después, sin separar sus labios de los de ella, le habló como acostumbraba a hacerlo. Con una orden.
—Nunca más vuelvas a abandonarme, Fiona.
—Nunca más, señor.