Capítulo 18

Don Tadeo había decidido marchar hacia el sur. Tanto había insistido Tina en que sería bueno conocer Tandil y Bahía Blanca que por fin lo había convencido. Además, en el trayecto encontrarían muchos pueblos donde presentar el espectáculo.

El brillo y colorido que engalanaban la función cada atardecer se perdía después, cuando los pobladores se apartaban del escenario y todo volvía a la normalidad. Una sensación de angustia embargaba a Fiona en esos momentos y, en ocasiones, necesitaba llorar a solas. Buscaba un lugar apartado, se sentaba en el suelo y, hundiendo el rostro entre las rodillas, sollozaba. Pero, de a poco, la tristeza y el llanto después del espectáculo iban quedando atrás. Con el tiempo, cada vez se sentía mejor. A pesar del mal humor de don Tadeo, los sarcasmos de Sacramento y el merodeo de Sixto, Fiona estaba bien.

Hacía poco más de dos meses que estaba con ellos y había aprendido muchas cosas. Era la asistente del acto de magia, y de la mona Sisi cuando ésta bailaba y hacía piruetas sobre el organillo. Sixto había intentado convencer a Tadeo de que le permitiera entrenarla en el número con los caballos, pero el dueño del circo se había negado. Fiona suspiró cuando por fin el viejo le dijo «no» a Sixto; en su estado no habría podido siquiera trotar levemente.

Tina y Sacramento eran las malabaristas. Esas mujeres, tan rudas, habían resultado muy hábiles arrojando cosas al aire y tomándolas nuevamente sin que ninguna cayese al suelo. Fiona se quedaba pasmada durante la presentación, tanto que contenía la respiración asaltada por el temor que algo les fallase; pero eso nunca sucedía: siempre salían victoriosas.

—¡Vamos, Fiona, mueve tu culo a otro sitio! —ladró Sacramento.

La joven comenzó a levantarse.

—De ninguna manera —dijo Sixto—. Éste es tu lugar, Fiona. Tú te quedas aquí, a mi lado.

Pero Fiona no quería problemas con su compañera de carreta. Sabía que era una mujer sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa por conseguir el amor de Sixto. De modo que abandonó el lugar: Sacramento lo ocupó con su abultado trasero, y se quedó mirando al hombre con impertinencia.

—Hola, querido —musitó Sacramento al oído de Sixto.

—¡Bah! —fue la respuesta del hombre, que se encaminó donde Fiona.

—Por favor, señor Sixto, se lo ruego… Sacramento va a odiarme —dijo ella, sin quitar la vista del rostro encarnado de la joven desairada.

—No le hagas caso a esa gata en celo. Yo deseo estar contigo, y ella no va a impedírmelo.

Esas palabras chocaban en los oídos de Fiona, pero no replicaba. Nada de rencillas en su nueva vida. Con nadie. Sólo deseaba estar en paz, hacer un poco de dinero y marcharse sin que nadie se diera cuenta. Unos días atrás, don Tadeo le había prometido que comenzaría a pagarle unos reales después de cada función. Ella necesitaba ese dinero para el momento en que su hijo naciera.

La verdad, Sixto no era malo con ella; al contrario, la trataba con mucha deferencia, y sus modales no eran tan rudos. Se notaba que estaba enamorado. «La quiero bien», le confesaba el hombre en cada oportunidad. Fiona ensayaba mil y una formas para poder ahuyentarlo sin humillarlo. Sabía que un hombre herido en su orgullo podía ser peligroso. Pero no parecía el caso de Sixto, siempre caballero y galante.

Durante el resto de la cena no dijo palabra. Sólo escuchaba como un eco lejano los relatos de Sixto, los relinchos de Sinfonía y Merina, los chillidos de Sisi, el sonido del viento enredado en las copas de los árboles. Su mente se concentraba en una sola cosa: su bebé.

Había momentos en los que enloquecía de pánico y sólo pensaba en regresar. Podría vivir en casa de Grandpa; allí nada les faltaría, su bebé tendría lo necesario, y más también. Pero la imagen de de Silva llegaba como un azote a su mente y desbarataba la idea de volver. Tendría que enfrentarlo y sabía que no podría contra él. Querría quitarle a su hijo y, de seguro, lo conseguiría. Con Rosas de su lado, no habría forma de impedírselo. Además, ella sabía que el gobernador la odiaba y que haría lo imposible para hundirla.

En esos momentos, no podía dejar de evocar a su suegra. Ella había logrado sobrevivir, sola, con un hijo. Pero a poco de pensar en eso, caía en la cuenta de que Catusha había tenido a Candelaria a su lado. Entonces, recordaba a María y cuánto la necesitaba.

—¡Fiona! —Sixto trataba de sacarla de sus reflexiones—. Parece como si estuvieras a mil leguas de acá.

—Perdóneme, señor Sixto. Es que estaba pensando en otras cosas.

—¿Qué cosas son, que te llenan los ojos de lágrimas? Ni siquiera has tocado la comida.

Fiona comenzó a engullir el locro para así no tener que hablar más. Sólo asentía o negaba con la cabeza y trataba de ser lo más fría y distante posible; al menos mientras Sacramento no les sacara los ojos de encima.

«¿Y el señor Sixto?», pensó. Por un segundo lo miró por el rabillo del ojo. No estaba nada mal y era dulce con ella, le faltaba un poco de educación, sí, pero nada que no pudiera pulirse. Estaba convencida de que haría cualquier cosa si se lo pedía, hasta dar su apellido al hijo de de Silva. No necesitó mucho tiempo para desistir de la idea. Ella no podría quererlo y la vida junto a él se tornaría un calvario. Sólo había amado una vez y sabía que jamás podría volver a hacerlo.

Esa noche, en el camastro de la carreta, se sintió muy intranquila. Daba vueltas y vueltas y no conseguía dormirse. Estaba sola con Sacramento y eso la ponía más nerviosa aún. Tina, como siempre, había partido hacia la carreta de Tadeo a pasar la noche con él. Antes del amanecer regresaría con el mismo sigilo con el que se había ido; se escurriría entre las sábanas, y a la mañana siguiente, simularía haber dormido toda la noche allí.

Fiona no comprendía qué encontraba Tina de atractivo en ese hombre gordo y desagradable, pero no era asunto suyo. A pesar de que la malabarista era buena con ella, jamás le había dado la confianza suficiente para preguntárselo.

Ya casi amanecía; lo supo porque escuchó a Tina regresar de su escapada nocturna. Cerró los ojos, y, sin quererlo, se durmió.

En comparación con los puebluchos en los que habían actuado, Tandil era casi Buenos Aires. Lo mismo de siempre, aunque más grande y con más movimiento. La plaza, y en torno a ella, la catedral, el negocio de ramos generales, el edificio de la comuna.

Las personas se detenían a observar esa extraña caravana multicolor, con dos formidables caballos cubiertos con gualdrapas de satén y un pequeño animalito que chillaba como loco en una jaula. Los tandilenses eran individuos desconfiados y poco amables; vivían al límite de la frontera final, y la embestida continua de los malones los había convertido en pobladores de mirada torva y movimientos rápidos.

Don Tadeo decidió acampar cerca de la salida sur de Tandil, listo para continuar en unas semanas hacia Bahía Blanca. El lugar era tranquilo y las sienas le daban un marco imponente. Fiona pasaba largos ratos contemplándolas, absorta en sus pensamientos.

—¡Vamos, Fiona, ven aquí! ¿Qué tanto miras? Hay mucho trabajo que hacer —la reconvino Tina.

Los ayudantes más jóvenes, Cipriano y Julio, trazaban el diámetro de la pista según las indicaciones de Sixto, que necesitaba mucho espacio para sus piruetas ecuestres. Sacramento barría las alfombras que se colocaban en el escenario, y se cubría con un trapo la nariz y la boca para protegerse de la espesa polvareda que se levantaba.

—¡Sería mejor tirar estas porquerías a los chanchos! ¡Ya ni color tienen! —se quejaba sin dejar de barrer.

—¡Cállate! —ordenó Tadeo, cómodamente sentado en su silla.

—Podría ayudar en vez de sentarse a miniar a esa mona estúpida —replicó Sacramento desafiante.

Tadeo la miró de reojo. Se puso de pie y, después de devolver a Sisi a su jaula, se aproximó a la joven malabarista con las manos en la espalda y la vista fija en el suelo. Sacramento lo miraba acercarse; dejó de barrer, se apartó el pañuelo del rostro y lo miró envalentonada, lista para enfrentarlo.

La bofetada de revés que le propinó Sarquis la tiró sobre la alfombra. El dueño del circo se quedó, inmóvil, a unos pasos de la joven desparramada. Tina arrojó lo que tenía en la mano y corrió, con Fiona por detrás, a socorrer a su hija. Sixto contempló un momento la escena y continuó dando órdenes a los jóvenes.

—Que me acueste con tu madre no significa que te conviertas en mi hija —dijo Tadeo, con ojos de odio.

—¡Tadeo, por Dios! —gritó Tina, mientras ayudaba a su hija a ponerse en pie.

—¡Suéltame, estúpida! —vociferó Sacramento cuando Fiona intentó tomarla por el otro brazo, y le dio un empellón que casi la tira al suelo.

—Sí que eres una perra retorcida, Sacramento. —Tadeo volvió al ataque—. Déjala, Fiona, no vale la pena. Y escúchame bien, en tu vida vuelvas a darme órdenes o insinuarlas siquiera. ¿Está claro? O te encontrarán degollada en la zanja de algún camino perdido.

Fiona se estremeció al escuchar esas palabras. Tadeo era malhumorado, sí, pero aquello era algo más. Había algo de promesa que se cumpliría en eso de «degollada en una zanja».

—¡Basta, Tadeo! ¡Qué estupideces dices! —Tina estaba a punto de llorar—. Ven, vamos, hija.

Tadeo y Fiona las siguieron con la mirada hasta que entraron en la carreta. Sacramento iba sobándose la mejilla mientras su madre, tomándola por la cintura, le murmuraba algo al oído.

—¿Estás bien, Fiona?

La pregunta de Tadeo le resultó tan extraña que lo miró sin contestarle.

—Pregunto si estás bien, Fiona. Digo, porque esa idiota te empujó.

—¡Ah, sí, don Tadeo! ¡Estoy bien, no fue nada!

No le habría costado creer que de viejo zafio y energúmeno pasase a degollador de jóvenes malabaristas, pero, ¿a dulce hombre preocupado por su bienestar? Eso ya no podría concebirlo siquiera como idea. Lo vio alejarse, con ese andar de obeso torpe, en medio de una sarta de maldiciones y resuellos.

En unos días más harían la primera presentación. El circo se había convertido en tema de conversación para el pueblo entero; no sólo los niños, sino también las mujeres, e incluso los hombres, estaban deseosos de asistir a la primera función.

Y a pesar de que no había un alma en todo Tandil que no estuviese enterado, don Tadeo se encaprichó como nunca en hacer propaganda. Durante dos días, Fiona pintó unos carteles con acuarelas de colores vistosos y la leyenda Circo Sarquis en tinta negra. En realidad, prefería hacer eso en lugar de alimentar a Sisi y a los caballos, o limpiar o cocinar. Pero como todo, las acuarelas le traían recuerdos que la atormentaban.

Tadeo y Fiona, acompañados por los jóvenes ayudantes, fueron a la ciudad a pegar los anuncios. Sacramento se moría de ganas de ir, pero su orgullo le impedía rogar. Desde el día de la cachetada, no había vuelto a cruzar palabra con el amante de su madre. Sintió deseos de ahorcar a Fiona con sus propias manos cuando la vio trepar a la carreta. Esa jovencita citadina, tan refinada y bonita, le crispaba los nervios de celos y envidia. Sixto estaba loco por ella y ahora hasta Tadeo la trataba con amabilidad.

Colgaron los carteles por todas partes. Debajo del mostrador del negocio de abarrotes, en la puerta de la pulpería, en el hotel, incluso en el edificio de la comuna. Nadie podría evitar verlos.

—Ustedes dos, vuelvan a la carreta y esperen ahí —ordenó don Tadeo.

Sin decir palabra, Cipriano y Julio los dejaron solos.

—Ven, Fiona, te invito a tomar un trago —dijo el viejo.

—Tal vez sea mejor regresar, don Tadeo, hay mucho trabajo que hacer.

—¡Ah, niña! No digas eso que me recuerdas a Tina. —Antes de insistir, sonrió amablemente—. Vamos, vamos, te mereces un trago.

La tomó por el codo y la obligó a entrar en la pulpería. Ella mantenía su cuerpo alejado del de Tadeo, que no dejaba de atraerla.

—¿Qué deseas tomar? —preguntó cuando se sentaron.

—Un vaso de leche, por favor.

—¿Un vaso de leche?

—Sí —murmuró Fiona, avergonzada.

—Está bien. ¡Pulpero, un vaso de leche y otro de chicha! ¡Rápido!

Se dio vuelta y, al mirar a Fiona, ya no era el mismo hombre que había estado vociferando al dueño de la pulpería; su mirada se había suavizado.

Colocó una pequeña bolsa sobre la mesa. Después, la arrastró hacia el extremo de la mesa donde estaba Fiona.

—Esto es para ti —dijo.

La joven tomó la bolsa y las manos le temblaron. Descorrió el cordón que la envolvía y miró dentro. Muchas monedas.

—¡Por Dios, don Tadeo, esto es demasiado!

—No, Fiona. Te lo debo. Has trabajado duro y eres la mejor asistente que he tenido. Además, ahí también va la paga por los carteles.

Llegó el pulpero y les dejó la bebida. Fiona, con la bolsa todavía en la mano, no sabía qué decir. En ese momento, un sentimiento de ambición mezclado con algo de necesidad imperiosa se apoderó de ella. ¿Alguna vez le había importado el dinero? Jamás. Siempre lo había tenido, y en abundancia. Pero ahora, no. Lo necesitaba mucho, muchísimo. Su hijo lo necesitaba.

—Está bien, don Tadeo, lo acepto. Gracias.

—¡Bien! —vociferó el hombre al tiempo que asestaba un golpe en la mesa.

Fiona le sonrió hipócritamente.

—A veces creo… —retomó Tadeo—. ¡Pulpero, otra chicha! A veces creo que vienen a verte a ti y no a mí, ¡el gran mago Sarquis!

Fiona tragó dificultosamente su leche.

—Eres muy hermosa, ¿lo sabías?

Sarquis estiró su mano regordeta para encontrar la de ella. Fiona la sacó de inmediato fuera de su alcance.

—¡Ey! ¿Qué sucede? Sólo quería tocarte la mano.

El olor de la leche comenzó a invadirla y un asco incontrolable le revolvió las entrañas. De pronto, la figura de Tadeo se hizo borrosa, y sintió que el piso se movía. Sin querer, volcó su bebida al suelo. Luego, salió a los tumbos a tomar el fresco de la calle.

—¿Qué te sucede?

Al cabo de unos instantes, y mientras inspiraba profundamente tratando de recomponerse, Fiona escuchó la voz de Tadeo. Más que entenderlas, adivinó sus palabras.

—Nada, nada, don Tadeo. De repente me sentí mareada. Mejor será regresar al campamento —contestó con voz desmayada.

Sin mirarlo, se encaminó a la carreta. Con Cipriano y Julio estaría a salvo.

Siempre la llevaría consigo, colgada en su cotilla, enganchada a una de las ballenas. Jamás la dejaría en la carreta; no confiaba en nadie. «Por dinero baila el mono, ¿verdad? Si no, miren a Sisi», pensaba, mientras terminaba de coser la bolsita con monedas a su enagua. Se colocó el vestido de asistente de mago y coloreó sus mejillas con carmín. Después, salió.

Era la primera función y la gente comenzaba a llegar. Se había preparado un lugar especial, bajo un toldo, donde se ubicarían las autoridades. Hasta el cura vendría.

Don Tadeo estaba muy nervioso, porque, desde la de Buenos Aires, no habían tenido otra presentación tan importante como ésa. De todos modos, nada podía salir mal: habían ensayado hasta el hartazgo.

El representante del Restaurador Rosas, el Brigadier Zola, llegó junto a su mujer y a sus hijas; más tarde, las autoridades de la milicia, el comandante del ejército de frontera y el cura; hasta el médico logró un lugar de privilegio.

—Buenas tardes, Brigadier Zola, es un honor tenerlo entre mi público. Usted honra mi espectáculo con su presencia —saludó Tadeo, casi sin respirar, inclinándose una y otra vez hacia adelante.

—Por favor, señora Zola. Pase, pase usted y póngase cómoda. ¡Cipriano! Sírveles a las hijas del Brigadier la limonada. ¡Padre Octavio! Por fin se decidió a venir. —Al besarle el anillo, le empapó el dedo.

—Sí, hijo, sí. La sana diversión también es buena para el espíritu —sermoneaba el cura, mientras se limpiaba sin disimulo el dedo en la sotana—. No como esas obras de teatro francesas que, me enteré, están estrenando en el Teatro de la Victoria, en Buenos Aires —agregó, indignado—. Son un insulto a la Iglesia, a la moral y a las buenas costumbres.

—Mi esposo y yo hemos ido al Victoria semanas atrás y vimos una ópera de… —La mujer de Zola se llevó la mano al mentón.

Donizetti, señora —la ayudó su esposo.

—¡Ah, sí! Y, ¿cuál era? La

La favorita, señora —dijo Zola, mientras la miraba avergonzado.

—Pero no hemos visto ninguna obra francesa, Padre —se atajó la señora Zola.

—Estoy seguro de que si no están de acuerdo con la causa federal, el gobernador no dejara pasar mucho tiempo antes de prohibirlas… No se inquiete Padre Octavio —sentenció el brigadier.

—Eso espero, hijo, eso espero.

La figura de Sarquis, embutido en un traje rojo y azul, se presentó en medio del escenario y vociferó el inicio del espectáculo. Siempre empezaban igual, con Cipriano y Julio disfrazados de payasos haciendo tonterías. Los niños disfrutaban mucho ese número y esperaban ansiosos la garrapiñada que repartían los comediantes antes de abandonar el escenario. Después, continuaba el número de las malabaristas, uno de los que más agradaba al público. Y cuando llegaba el turno del mago Sarquis, Fiona ya sabía que los hombres le silbarían, le gritarían obscenidades y le harían señas extrañas que ella nunca comprendería. Al principio, todo aquello la había descolocado; se quedaba como estaqueada en medio de la pista, sin poder moverse; pero ahora, se había acostumbrado y actuaba como si nadie reparase en su presencia. El populacho de Tandil no fue la excepción y, nuevamente, tuvo que armarse de valor para soportar los silbidos y las muecas cargadas de lascivia.

Cuando aparecía en el escenario con Sinfonía y Merina detrás, Sixto lucía formidable en su traje de cuero. Los espectadores contenían el aliento mientras el caballo galopaba y Sixto hacía la vertical sobre su montura. Lo vitoreaban al verlo erguirse sobre los animales, con un pie en cada montura, una mano extendida asiendo las riendas y la otra saludando al público. Luego, se subía a la yegua por las ancas y descendía por el costado cuando el animal galopaba a gran velocidad; apenas tocaba el piso con la punta de la bota y se acomodaba rápido en el lomo de Merina. Y de nuevo descendía por el otro costado, asido a las crines de la yegua. Repetía estas suertes varias veces, muy de prisa, y el público aplaudía eufórico.

Cuando Merina y Sinfonía terminaron su presentación, Tadeo anunció al público que el espectáculo había finalizado. Todos aplaudieron una vez más antes de abandonar sus ubicaciones.

Sin perder un minuto, Sarquis se aproximó al grupo de espectadores de lujo, y los invitó a una copa, que se serviría en su carreta, para festejar el éxito de la primera presentación. El brigadier Zola despachó a su mujer y a sus hijas y se encaminó con el cirquero a su cubil, junto al cura y a las demás autoridades militares.

Bebieron mucho, y ya todos un poco ebrios, comenzaron a abandonar el carromato. El primero en irse fue el Padre Octavio, con la excusa de la misa de las seis; más tarde, el comandante del ejército de frontera, que tenía que partir muy temprano por la mañana; y así todos, hasta que Zola y Sarquis, apoltronados sobre unos cojines, sin soltar el vaso siempre lleno, se quedaron solos.

—Así que piensa seguir hasta Bahía Blanca, don Tadeo.

—Sí, brigadier. Dicen que es una ciudad importante. Es ahí donde se hace buen dinero con estos espectáculos.

—Claro, comprendo.

—¿Otra copa, brigadier?

—Sí, gracias.

Tadeo vertió la bebida en el vaso.

—Y dígame, don Tadeo, ¿quién es esa preciosura que lo acompaña a usted en su número de magia?

—¿Quién? ¡Ah, sí, Fiona! Es bonita, ¿verdad?

—¿Fiona? Fiona, ¿qué?

Tadeo frunció el entrecejo y pensó unos segundos. No tenía la menor idea; jamás le había preguntado el apellido.

—La verdad, brigadier, no sé. Lo único que me importa es su cara de ángel y su cuerpo espléndido; el resto no me interesa… —dijo, en medio de una fuerte risotada—. Eso es lo que realmente atrae al público.

—Me informó el comandante de la frontera que en las últimas semanas ha habido muchos ataques de indios. Estoy pensando que si usted mantiene la idea de viajar hacia el sur, puede resultar muy peligroso. Algún malón podría atacar su caravana y matarlos a todos.

—¿A mi caravana? ¡No, brigadier! Hace más de diez años que surco la Confederación de norte a sur, y de este a oeste, y jamás he tenido problemas con los indios. Es gente tonta y siempre he sabido mantenerlos a raya.

—No, no, don Tadeo, ahora es distinto. Andan como locos por no sé qué asunto. Destrozan cuanta caravana encuentran, buscando venganza por algo.

Sarquis carraspeó nerviosamente y se irguió en los almohadones.

—Ahá… Y, ¿se sabe qué asunto es ése que los ha vuelto como locos?

—No. Pero parecen fieras. Por eso le digo, don Tadeo, es muy peligroso que siga más allá de Tandil. A menos que… bueno, a menos que acepte una escolta de varios soldados bien armados que yo puedo ofrecerle.

—¿Sí? ¿Haría eso por mí, brigadier?

—Bueno, don Tadeo, como hombre de negocios comprenderá que todo tiene su precio.

—Sí, claro. Y, ¿cuál es el precio?

—Verá, en realidad, no le costara demasiado. Sólo le pido que me deje a su asistente el tiempo que usted esté de viaje.

—¿A mi asistente?

—Sí.

—¿A Fiona?

—Sí.

La verdad era que Zola se consumía de deseo por Fiona. La había visto varias veces en el centro de Tandil y, desde el primer momento, no había dejado de pensar en ella. Fantaseaba día y noche con su rostro soberbio, con su cuerpo desnudo y transpirado junto al suyo, con su boca, que imaginaba capaz de dejarle surcos candentes en la espalda. Y esa tarde, en medio del escenario, con ese traje dorado que le ceñía la cintura y revelaba impúdicamente sus senos… ¡Ah, no soportaba más!

Tadeo se quedó pensativo unos instantes antes de responder.

—Está bien, brigadier —dijo finalmente—. Vuelva mañana por la tarde; tendré todo preparado para usted.

—¡Cipriano! ¡Julio!

Tadeo comenzó a llamarlos cuando, por fin, el brigadier Zola y su caballo se perdieron en la oscuridad.

—¡Cipriano! ¡Julio! —insistió, a los gritos.

—Sí, patrón, mande usted.

—¿Qué pasa? ¿Están sordos o qué?

—Es que estábamos en la carreta. ¿Faltó algo por hacer, don Tadeo?

—Preparen todo que salimos ahora mismo para Bahía Blanca.

—¿Ahora?

—¡Sí, ahora! ¿O me olvidé de que debía pedirles permiso a ustedes? ¡Par de inútiles! ¡Vamos, muevan ese trasero que en menos de una hora quiero estar en marcha!

—Sí, patrón, sí.

—¡Tina! —gritó—. ¡Tina, ven aquí!

—¿Qué pasa, Tadeo? ¿Te has vuelto loco? —preguntó la mujer con cara de dormida, asomada a la ventana del carromato.

—Prepara todo. Partimos ahora mismo hacia Bahía Blanca.

—¿Que qué?

—¿Qué sucede, mamá?

—¡Tú cállate y empieza a preparar todo! —ordenó Tadeo a Sacramento, desde afuera.

—¡Cállese usted! ¡Estamos durmiendo!

—¡Sacramento, por favor! —exclamó Tina—. ¿Qué es eso de que nos vamos ahora, Tadeo? ¿Ahora mismo?

—Sí, mujer. ¿En que otro idioma tengo que decírtelo?

—¡Ah, no, Tadeo! Yo no me muevo de Tandil —se encaprichó Tina.

Salió de la carreta y, con los brazos cruzados, miró de hito en hito a su amante.

—Ah, sí. Y, ¿podría informarme, su majestad, el motivo? —preguntó Sarquis cuando la tuvo enfrente.

—Tú me prometiste que si la primera función era un éxito, podría ir al pueblo a hacerme esos vestidos nuevos que necesito. Ya elegí los géneros; hasta hablé con la modista y diseñamos los modelos. ¡Tadeo, por favor, sólo serán dos o tres días más! ¿No puedes esperar?

Sarquis enarcó las cejas, como si estuviera pesando los pros y los contras.

—Está bien, te quedarás algunos días en Tandil, con Cipriano —dijo, con magnanimidad—. Luego, nos alcanzarán por el camino.

—¡Gracias, querido, gracias!

Tina se le abalanzó al cuello y le estampó un sonoro beso en la boca.

—¡Vamos, quítate! Y comienza a preparar todo.

Sin Tina, todo sería más fácil.

La cortina estaba descorrida y la luz de la luna se filtraba en la carreta. Por eso Fiona pudo ver que esa masa informe que se había encaramado sobre ella, que le manoseaba los senos y trataba de quitarle el camisón, era don Tadeo. El aliento a alcohol la descomponía y el peso de su cuerpo la dejaba sin respiración.

—¡Basta! —gritó, tratando de sacárselo de encima—. ¡Salga, asqueroso!

—Vamos, Fiona, preciosura —decía el cirquero, muy borracho—. Dame un besito… Vamos, sé buena conmigo…

—¡Auxilio! —volvió a gritar Fiona.

—¿Qué pasa? —preguntó Sacramento, más dormida que despierta.

—¡Sacramento, ayúdame! —suplicó Fiona.

Por un instante, Tadeo alejó el rostro de ella y miró a la hija de Tina.

—¡Vamos, Sacramento! ¡Sal de aquí!

La joven, sentada en su catre, miraba la escena sin comprender.

—¡Sacramento, ayúdame! —gritó Fiona una vez más.

—¡Cállate! —ordenó Sarquis tapándole la boca—. ¡Sacramento, estúpida, sal de aquí!

—Como usted ordene, patroncito. Que lo disfrutes, Fiona —dijo con sorna, antes de dejar la carreta.

Tadeo comenzó a reír, y Fiona a sacudirse bajo su cuerpo obeso. Con las manos le asestaba golpes en la espalda que no le hacían nada. Sacudía las piernas en forma frenética pero no conseguía moverlo ni un centímetro. Al fin, le mordió la mano y pudo volver a gritar.

—¡Socorro! ¡Sixto, ayúdeme!

—¡Aaayyy, perra maldita! —aulló Tadeo.

El hombre se incorporó apenas y la abofeteó con fuerza.

—¡Cállate o te degüello!

Y como Fiona se movía, le propinó otro golpe. La nariz comenzó a sangrarle y le costaba respirar.

Tadeo ni se mosqueó; siguió con sus caricias y sus frases lujuriosas. Era una mole para Fiona, que había quedado inerme debajo de él. Mientras le tapaba la boca con una mano, empezó a arrancarle el camisón con la otra. Sus pechos quedaron al descubierto y fueron presa fácil de Sarquis en un instante. Fiona, aterrada, no sabía qué hacer. Volvió a morderle la mano: no le hizo nada; le arañó la cara, pero el hombre, enardecido de lujuria, apenas si se inmutó. Estaba como poseído. De pronto, comenzó a quitarse los pantalones, pero con una mano le resultaba difícil.

—¡Auxilio! —exclamó Fiona cuando Tadeo le liberó la boca por un momento para deshacerse de los pantalones.

—¡Cállate! —Le tapó la boca con un trapo—. Vamos, Fiona, sé buena conmigo. Yo lo he sido contigo, aceptaste muy gustosa las monedas que te di. ¿Crees que te las di porque eres una buena asistente? —Comenzó a reír—. ¡No, Fiona! Ahora deberás pagar por cada una de esas monedas que te regalé.

Fiona sintió que le desgarraba la ropa interior. En su desesperación, trató de mover la cabeza, las piernas, los brazos, pero cada parte del cuerpo parecía pesarle toneladas. No conseguía nada; sólo lograba cansarse más. Entre la sangre que le manaba de la nariz, y el trapo en la boca, casi no podía respirar.

De pronto, el peso de Tadeo cedió y dejó de manosearla. Se había incorporado encima de ella, y dirigía su mirada a la puerta de la carreta.

—¿Qué pasa, Sacramento? —vociferó Sarquis—. ¡Tú quédate quieta! —ordenó a Fiona cerca de la cara.

En ese breve instante de alivio, Fiona escuchó un grito de la hija de Tina, y a Merina y Sinfonía que relinchaban enloquecidos. Algo grave debía de estar sucediendo afuera.

—¿Qué pasa? —volvió a gritar Tadeo, sin salir de encima de Fiona—. ¿Es que ni siquiera puedo estar tranquilo un instante? —vociferó, iracundo.

La puerta de la carreta se abrió con una violencia inusitada. Tadeo se apartó torpemente de Fiona, que por fin pudo verse librada de aquel peso abrumador. En medio de la confusión que siguió al alivio, lo último que la joven pudo ver fue una silueta colosal que irrumpía velozmente en la carreta. Después, ya sin fuerzas, Fiona se desvaneció.