Eliseo había encontrado a Juan Cruz después de cuatro días, en una de las estancias de Rosas, cerca de Tandil, montado en su padrillo.
—¡Patrón! ¡Lo buscan! —lo llamó un peón que había interceptado a Eliseo un trecho antes.
Al ver al sirviente, Juan Cruz intuyó que algo malo sucedía.
—Patrón —dijo Eliseo, quitándose la boina roja.
—Buenas tardes, Eliseo. ¿Qué sucede que andas por estos lares? —De Silva trataba de aparentar calma.
—Traigo malas noticias, patrón. Es la niña Fiona…
—¡Qué pasa!
—Hace cuatro días que lo busco, patrón. Para avisarle, ¿sabe?
—¡Para avisarme, qué, Eliseo! ¡Por Dios, habla!
—La niña Fiona ha desaparecido, patrón.
—¡Cómo que Fiona ha desaparecido!
Los peones escuchaban atentos los gritos del protegido de Rosas.
—Hace cuatro días, patrón. Estaba en casa de don Malone y después, no la vimos más.
—Pero, ¡cómo que no la vieron más, Eliseo! ¡Alguien tiene que haber visto u oído algo! —Se estaba volviendo loco.
—Sí, Coquita lo vio todo.
—¿Coquita?
—Una de las mulatas que trabaja en lo de don Malone. Ella dice que la niña Fiona recibió a una mujer esa tarde; la mujer le dijo algo que a la niña le molestó mucho, y más luego salió como loca a la calle. La mujer salió también, después de unos minutos.
—¿Una mujer? —«¡No, Dios mío, que no sea ella!», pensó de Silva.
—Sí. Coquita no se acordaba bien el nombre. Algo así como Tole, Solé… Bueno, algo por el estilo.
Ya no le quedaron dudas. Era ella. Maldita Cloé, ¿qué le había dicho a Fiona? ¿Qué mentira había inventado para hacerle daño? De Silva golpeó con el puño el borde de la estacada del corral.
—Y, ¿sabes qué le dijo esa mujer? —preguntó, casi con miedo.
—Sí, patrón. —Eliseo bajó la vista, avergonzado.
Entonces, de Silva entendió.
—Le dijo… Pues… Le dijo que… usted y ella eran… amantes, patrón.
De Silva no pudo mantener la calma. Con una maldición, golpeó de nuevo la estacada, sacándose sangre. Eliseo miró hacia abajo, estrujando la boina entre las manos.
Juan Cruz se maldijo por estúpido. Todo ese tiempo había estado papando moscas. Tendría que haberse asegurado de que Cloé no volvería a molestar. Después que abandonó la habitación del hotel ese día, lívida de furia, él pensó que, por fin, se la había sacado de encima. ¡Estúpido! Había dejado suelta a una gata loca y rabiosa y no había hecho nada para detenerla. Ahora, su felicidad y la de Fiona pendían de un hilo a causa de su propia ineptitud.
—Patrón, yo salí de Buenos Aires hace cuatro días. Tal vez, la niña Fiona ya esté de regreso, sana y salva.
—Saldremos ahora mismo para la ciudad. No voy a esperar un segundo más. ¡Joaquín!
Un muchachito se aproximó al trote.
—Mande usted, patroncito.
—Acompaña a Eliseo a la cocina. Dile a Martina que le dé todo lo que le pida. Mientras tanto, tú prepara un caballo nuevo y provisiones para un viaje de cuatro días.
Estaban cerca de La Candelaria; de Silva había decidido pasar por allí con la esperanza de que Fiona estuviese en la casa grande. No le importaba encontrarla enfurecida: no le importaba si le gritaba y lo insultaba. Sólo deseaba volver a verla.
Ya amanecía. Estaban agotados; habían cabalgado toda la noche y tenían las asentaderas escaldadas y las piernas entumecidas.
Con el sol, de Silva pudo divisar de lejos los tedios de la mansión. Estaba ansioso por llegar y encontrarse con su esposa. Cada día había anhelado encontrarla en el comedor, lista para cenar, perfumada con su loción de lavanda, atractiva en sus trajes insinuantes. El corazón se le encogió al pensar que algo malo hubiera podido sucederle.
La casa ya estaba en pleno movimiento. Algunas sirvientas pulían la platería del salón principal, otras sacudían las cortinas. Todo parecía tan normal que de Silva se sintió bien. Hasta que se encontró con Candelaria.
—¡Juan Cruz! —exclamó la negra. El tono de su voz era de mal augurio.
Se abrazaron.
—No estuvo por acá, ¿verdad? —dijo Juan Cruz, sin apartar a la mujer de su pecho.
—No, querido. Don Malone mandó a un grupo de hombres para ver si ella estaba aquí. Eso fue hace más de una semana, Juan Cruz. No sé nada más. ¿Qué sucedió, pues? Nadie lo sabe, realmente.
—Todo es por mi culpa, Candelaria.
—¡Tu culpa! Pero, si tú estabas lejos, en las estancias de don Juan Manuel. —Se deshizo del abrazo de de Silva.
—Después te contaré. Lo importante ahora es hallarla. Debo partir para Buenos Aires cuanto antes, no puedo perder más tiempo. —Se encaminó hacia la escalera principal—. ¿Alguien ha ido a lo de mi madre? Tal vez esté allí —dijo de pronto, esperanzado.
—Yo misma he ido, casi todos los días. He revisado cada rincón de la casa de tu madre y cada recoveco del jardín. Lo siento, hijo, no está allí.
A la mañana siguiente de su huida, Fiona despertó sobresaltada. Alguien la sacudía.
—¡Vamos, Fiona, arriba! Hay mucho trabajo que hacer… —Era la voz de Tina.
Fiona se incorporó en el catre tan de golpe que tuvo deseos de vomitar. Inspiró profundamente, y, poco a poco, comenzó a sentirse mejor.
Miró a su alrededor. La carreta se veía distinta a la luz del sol. Los colores de las cortinas se reflejaban como un arco iris en las paredes de madera y le daban un aspecto menos triste que el de la noche anterior. A un costado, Sacramento se lavaba en una palangana de loza; le causó gracia la forma en que la muchacha se arrojaba agua con una jofaina. Fiona cayó en la cuenta de que esa mañana no tendría su acostumbrada tina llena de humeante agua aromatizada, ni estaría María para masajear su espalda con aceite de coco, ni para peinarla, o conversar acerca de trivialidades.
Comenzó a vestirse rápidamente, decidida a regresar a la casa de su abuelo; al fin y al cabo, la caravana aún permanecía a la orilla del rio, a unas cuantas cuadras de lo de Malone.
—Esa sortija que llevas, Fiona, ¿es de algún enamorado? —preguntó Tina.
Fiona se miró la mano. Los destellos de las piedras preciosas la encandilaron, y no pudo dejar de recordar aquella tarde, en casa de su abuelo, cuando de Silva le entregara el anillo. También recordó que nunca había odiado tanto a una persona como en aquel instante a Juan Cruz. Y ahora, ¿qué sentía?
Tina se dio por vencida. Era obvio, jamás le daría una respuesta.
—Te espero afuera, Fiona —dijo—. Debes ayudarme a preparar el desayuno. —Y salió sin esperar una contestación.
—Sí que eres rara, Fiona —comentó Sacramento. Fiona se limitó a mirarla, confundida. Había estado largo rato perdida en sus pensamientos. Comprendió que, si continuaba así, la creerían loca.
Sacramento terminó de cambiarse y abandonó la carreta.
—Apresúrate, queridita, aquí no eres la princesa que pareces ser. Debes ayudar —dijo antes de cerrar la puerta.
A Fiona se le llenaron los ojos de lágrimas; el recuerdo de la tarde en que de Silva le entregara el anillo había vuelto a confundirla, sumiéndola en una sensación espantosa. Ahora también lo detestaba, pero no como en aquel momento. Lo detestaba más aún, porque ahora Juan Cruz sabía que ella estaba loca de amor por él. Le había confesado que lo amaba. En su vientre crecía, día a día, el resultado de su amor. No podía creer lo que de Silva les había hecho, a ella y a su hijo. No, no volvería nunca.
Se arregló un poco y salió al campamento. El movimiento entre los miembros del circo ya era frenético a pesar de que recién amanecía. Se encaminó decidida hacia Tina, que atizaba los leños que ardían bajo el trébede.
—¡Por fin te decides a venir! Vamos, niña, hay mucho trabajo que hacer. —Esa frase era su muletilla.
—Sí, Tina. Dime en qué puedo ser útil.
La mujer le tomó las manos con torpeza.
—Humm… Tienes las manos más suaves que he visto en mi vida. —Levantó la vista—. ¿Alguna vez en tu vida has hecho algún quehacer doméstico, Fiona? —Su tono no era despectivo.
—Nunca.
—¡Dios mío!
—Pero aprendo rápido todo cuanto se me enseñe, Tina. Te lo aseguro.
—Está bien, te enseñaré —replicó Tina, y le soltó las manos.
Esa mañana sirvió el mate cocido en cada uno de los tazones de lata y cortó en fetas el pan con chicharrón. Más tarde, apareció don Tadeo. Nadie lo saludó, y él tampoco saludó a nadie. Se limitó a echar un vistazo de soslayo a todo el campamento antes de acomodarse en su banqueta y pedir a gritos el desayuno.
—¿Quién es el dueño aquí, Tina? ¿Te lo has olvidado? Todos están desayunando, menos yo. ¡Deberías haberme llevado el desayuno a la carreta!
—¡Ah, sí, como no! ¡Puedes esperar sentado! ¡Te cansarás menos! Además, gruñón de porquería, estarías desayunando con todos si te levantases más temprano en lugar de remolonear como un duque —lo increpó antes de entregarle el tazón.
—¡Bah…! ¡Cállate, mujerzuela!
Fiona observaba la escena y no podía creer que Tina se atreviese a tratarlo así. Miró a su alrededor; nadie parecía preocuparse por la discusión entre la mujer y el dueño del circo. Ni siquiera Sacramento, que continuaba bebiendo su mate cocido.
—¿No hay nada para comer, maldita sea? —Tadeo echó una mirada furibunda a Fiona.
—Vamos, Fiona, alcánzale uno antes de que se lo meta yo misma por la nariz —susurró Tina.
El comentario le hizo gracia, pero contuvo la risa. Lentamente, se acercó a don Tadeo, extendió la mano y le alcanzó la feta de pan desde lejos, como si temiera aproximarse demasiado. El hombre tomó el bocado y se lo llevó de una vez a la boca. Masticaba con dificultad, dejando caer migajas por las comisuras. Fiona se quedó mirándolo, atónita.
—¡Qué miras! —vociferó Tadeo.
El grito la volvió en sí y, rápidamente, retornó a su sitio.
Más tarde, Fiona y Tina se encargaron de alimentar a los animales.
—Te presento a Merina y a Sinfonía, los mimados del circo.
Tina se acercó, primero a la yegua y luego al caballo, y los palmeó cariñosamente.
—Son hermosos —comentó Fiona.
El caballo más bello que había conocido era el de de Silva. Un padrillo imponente, muy alto y estilizado. Era malo; sólo Juan Cruz podía dominarlo. Pero aquellos dos ejemplares también eran magníficos.
—Después de Sisi, son lo que Tadeo más ama en la vida. —Repentinamente, la mujer dejó de acariciarlos—. Sixto es el que los monta en el espectáculo. Ya lo verás, no hay quién se le compare haciendo piruetas arriba de Sinfonía y Merina.
—Y yo, Tina… ¿Qué tendré que hacer?
—Tú serás la ayudante de Tadeo en el espectáculo de magia. Él te lo explicará más tarde, seguramente. Vamos, Fiona, debemos continuar.
De Silva decidió que antes que nada, iría a casa de los Malone. Tal vez, Fiona había regresado a lo de su abuelo. Deseaba tanto que estuviera allí, la idea de perderla lo aterraba. Se había vuelto dependiente de ella; estar lejos de Fiona todo ese tiempo lo había torturado. Su mujer se había convertido en una obsesión: significaba todo para él, y sabía que no podría vivir sin ella a su lado.
Una culpa incontrolable lo atormentó: no había hecho bien en regresar a casa de Cloé después de casado. De todas formas, trató de aplacar su conciencia pensando que sólo habían sido unas pocas veces, en la época en que Fiona lo rechazaba. Pero la culpa volvía, una y otra vez.
—¡Puta maldita! —gritó, al tiempo que golpeaba su bota con la fusta.
Eliseo, que cabalgaba a su lado, lo miró por el rabillo del ojo.
—Ya estamos por llegar, patrón.
—Sí, ya sé —respondió de Silva, sin quitar la vista del frente.
Eliseo había llegado a querer a Juan Cruz tanto como a Sean. Era un hombre trabajador, lleno de fuerza e ímpetu, conocía el trabajo como nadie y gozaba de gran autoridad entre sus peones. Además, era muy inteligente y sagaz; tenía que serlo para haber logrado manejar a la niña Fiona. Sabía que la amaba y que todo ese asunto de la querida no era cierto. Pero también conocía el espíritu precipitado de Fiona y entendía que no sería fácil hacerla entrar en razón.
Ingresaron por el sur, hasta desembocar en la Plaza de la Victoria. El ruido de los cascos de los caballos chapoteando en el barro de las calles, el pregón de las negras mazamorreras, la campana de la carreta del aguatero, el bullicio de unos niños tratando de atrapar a un perro, pero ni un indicio de Fiona. Juan Cruz buscaba con la mirada a su mujer entre la multitud. Tenía todo el aspecto de un desquiciado mientras estiraba el cuello tratando infructuosamente de hallarla.
Escaparon de la algazara del centro rumbo a la mansedumbre de los barrios aledaños. Sólo veían a unas pocas señoronas caminando por las veredas angostas y a algunos caballeros hablando de política. Al reconocerlo, le dispensaban un movimiento de cabeza, frío y distante. El chisme de la huida de Fiona había llegado a todos los hogares y era la comidilla del momento. Por más que los Malone habían intentado mantenerlo en secreto, resultó imposible en una casa llena de sirvientas deseosas de recibir unos reales por un poco de información valiosa.
Así llegaron a lo de Malone; de Silva, de un salto, se precipitó al zaguán de la mansión. Coquita le abrió la puerta.
—¡Señor de Silva!
—¿Está mi esposa aquí? —preguntó, sin entrar a la casa.
—No, señor. Nadie sabe dónde está.
Coquita reprimió un grito cuando de Silva pateó la columna de la entrada y profirió un insulto subido de tono.
—¿Qué pasa, Coquita?
Era la voz de Brigid; entonces, de Silva entró en la mansión.
—¡Señor de Silva! —exclamó Brigid.
—Señora Malone… —No sabía qué decir.
—Pase, mi esposo está ansioso por hablar con usted. —El tono de la anciana era duro y lleno de resentimiento.
Entró en la sala y esperó, sin sentarse, con el sombrero entre las manos. Cuando advirtió que aún llevaba el pañuelo rojo a la corsario, se lo quitó rápidamente, y se enjugó la frente con él.
—De Silva.
La voz grave de Sean lo sobresaltó. Al voltear, se encontró también con William, el padre de Fiona, que lo miraba con desprecio.
—Señores… —Inclinó la cabeza—. ¿Han tenido alguna novedad?
—No —respondió el padre de Fiona lacónicamente. Juan Cruz le lanzó una mirada de advertencia. «Seras mi aliado en esto o tengo la forma de destruirte frente al viejo.» William, que no era tonto, ablandó de inmediato su expresión.
—Señor Malone… —Juan Cruz se dirigió a Sean—. Antes que nada quisiera explicarle que todo este asunto…
—Sinceramente, señor de Silva, me importa un rábano su asunto. Sus explicaciones no tiene que dármelas a mí. Lo único que deseo ahora es encontrar a mi nieta, sana y salva. El resto no me interesa… al menos por ahora.
—Sí, comprendo.
—Conocemos sus estrechas relaciones con el gobernador y deseamos que las utilice para encontrar a Fiona. Ya hemos hablado con Cuitiño, pero él dice que la policía a su cargo no puede mover un dedo sin la orden del gobernador. Y por más que he ido todos los días a ver a Rosas, no ha podido… o no ha querido recibirme. —Sean hizo un gesto de disgusto.
—De todas formas —continuó William—, hemos armado grupos con nuestros peones que han salido a recorrer la provincia. Pero hasta el momento, nada, absolutamente nada.
Juan Cruz había permanecido callado, con la mirada perdida. Sentía que estaban buscando una aguja en un pajar. Pero él no se daría por vencido; revisaría cada rincón de la Confederación; en algún lugar la encontraría.
—Enviaré a Eliseo de vuelta a La Candelaria para que organice grupos de búsqueda. Yo iré ahora mismo a ver a Rosas y le pediré ayuda.
Movió la cabeza a modo de despedida y salió.
Llegó a la calle e inspiró profundamente; tenía el cuerpo tenso y las manos aún le sudaban. ¿Cómo supuso que lo iban a recibir los Malone? ¿Con bombos y platillos? De todos modos, pensó, eso no le importaba tanto como la falta de noticias.
—¡Señor! —Eliseo no podía ocultar su inquietud—. ¿Alguna novedad, señor?
—Nada, Eliseo, nadie sabe nada. Pero, vamos, apresúrate. Quiero que vuelvas a La Candelaria y, junto a Celedonio, armen grupos de cinco hombres cada uno y que salgan de inmediato a recorrer la provincia, de norte a sur, de este a oeste. No deberá quedar sitio sin investigar. Yo permaneceré unos días aquí. Quiero que cada grupo me mantenga informado con un chasqui, ¿entendido?
—Perfectamente, señor.
—Avisa a todos que habrá una buena recompensa para el grupo que la encuentre. Vamos, hombre, sal ahora mismo para la estancia, no hay tiempo que perder.
El bullicio en la Plaza de la Victoria interrumpió las cavilaciones de de Silva. Una multitud se agolpaba en el medio, alrededor del mástil. Se trataría de algún espectáculo, tal vez, de alguna riña, o quizás una cabeza unitaria estaqueada por la Mazorca. Pronto volvió a su ensimismamiento. Mientras se encaminaba a la quinta de Palermo analizaba cada palabra que le diría al gobernador, y calculaba sus posibles respuestas.
—¡Señor de Silva!
El grito atrajo su atención por encima del bullicio de la plaza.
—¡Señor de Silva!
—¡Paolina! —exclamó Juan Cruz al reconocer a la negra que corría hacia él.
De Silva hizo girar a su padrillo para acercarse a la joven, que intentaba abrirse paso entre la gente aglomerada en la Recova Nueva.
—Señor de Silva… —repitió la sirvienta, sin resuello—. Al fin regresó, patrón. He ido todos los días al saladero a buscarlo; necesito hablar con usted.
—¿Qué sucede? —le preguntó de Silva de mal modo, sin apearse del caballo.
Todavía no había decidido qué sería de Cloé y no estaba de humor para hacerlo. Encontrarse con Paolina implicaba pensar en algo, y rápido, porque de seguro la negra le pediría instrucciones.
—Patrón, necesito hablar con usted ahora mismo.
Los ojos desorbitados de Paolina lo sorprendieron.
—Ahora no puedo. Tal vez, más tar…
—Patrón, no puede esperar, se lo aseguro —insistió la negra.
—Está bien, pero no en la casa —advirtió de Silva.
—Si es por la señora Cloé, patrón, vaya tranquilo. Ella no está ahí.
Juan Cruz ya estaba aguardando en la sala de la casa de Cloé cuando llegó Paolina. Mateo, el cochero, la había traído desde el centro de la ciudad en la volanta. La negra pasó como un rayo hacia la cocina con una canasta llena de verdura.
—¡Paolina, ven! ¡No tengo todo el día! —gritó Juan Cruz al verla.
Antes de entrar a la sala, la sirvienta se santiguó varias veces. De Silva siempre le había dado pánico, con más razón en ese momento.
—Señor de Silva, usted no puede imaginarse cómo lo he buscado todo este tiempo para contarle, señor —exclamó la negra con voz llorosa.
—¿Dónde está la señora Cloé?
—Bueno… Pues…
—¡Vamos, habla!
La negra se estremeció con el grito.
—La verdad, no lo sé… No lo sé exactamente, patrón. Creo que está en casa de don Soler.
—¿De Soler? ¿De Palmiro Soler?
Juan Cruz se puso de pie y frunció el entrecejo.
—Sí, patrón, el mazorquero. El señor Soler y la señora son amantes ahora.
—¿Amantes?
—¡Sí, señor! ¡Pero desde que usted la dejó a ella! Antes, no, señor, antes, no, se lo juro, se lo juro —repetía una y otra vez, haciéndose la cruz sobre la boca.
—Pero, ¿por qué no me lo dijiste, Paolina? ¿Acaso yo no te pagaba para que me mantuvieras informado de todo lo que pasaba en esta casa?
Los ojos duros de de Silva la llenaron de pánico y comenzó a llorar.
—Basta, no llores ahora y continúa contándome.
—Hace un tiempo el señor Soler vino a visitar a la señora y se quedó largo rato conversando con ella. Yo no pude escuchar bien porque se encerraron en el estudio, pero cada tanto mencionaban su nombre y el de su esposa.
—¡Hijo de puta! —Golpeó la mesa con el puño—. ¡Vamos, continúa!
—El señor Soler venía todas las tardes a verla y se quedaba hasta el amanecer. Yo no le avisé nada porque pensé que, como usted y la señora… Bueno, pensé que ya no estaba interesado en los asuntos de esta casa.
—Sí, pero el sobre con el dinero para los gastos llegaba tódos los meses, ¿verdad? —la increpó de Silva.
—La señora Cloé nos decía a Mateo y a mí que usted no pagaba más los gastos de la casa, que ahora los pagaba el señor Soler —musitó Paolina.
—¡Pero, estúpida! ¿No recibías el sobre con tu dinero todos los meses?
—¡No, señor, se lo juro! —gritó entre lágrimas—. ¡Desde hace meses no recibo un centavo suyo!
—¡Pero si te lo envié con… maldito traidor! —Otro golpe en la mesa—. ¿Dónde está Mateo? ¡Rata miserable! ¡Mateo! —gritó enfurecido.
Pasaron unos segundos; el cochero no apareció. De Silva decidió que arreglaría el asunto con Mateo más tarde; ahora se concentraría en Soler y Cloé.
Paolina terminó de relatarle lo que conocía del asunto, que no era mucho más. Le contó que diez días atrás la señora Cloé se había ido de la casa. Ella suponía que se alojaba en lo de Soler, pero no estaba segura. De todas formas, la semana anterior había recibido una esquela de su patrona indicándole que no regresaría en varios días, que mantuviera todo ordenado y que ella le enviaría dinero para los gastos.
De Silva abandonó la casa de su antigua amante muy perturbado. Permaneció unos minutos en el zaguán, quieto, con la mirada perdida. La confusión lo abrumaba y no lo dejaba pensar. Había olvidado su objetivo de hablar con Rosas, y ni siquiera sabía qué rumbo tomar en ese momento.
De pronto, su mente pareció aclararse. Montó su padrillo y salió a todo galope. Ya había decidido lo que debía hacer, y nada lo haría echarse atrás.
La casa de Soler estaba muy silenciosa. Los postigos de las ventanas permanecían cerrados y aún ardía la bujía en el fanal del zaguán. De Silva caminó hacia la entrada; se quedó unos minutos inmóvil frente a ella, atento a cualquier posible indicio de actividad en su interior. Después, llamó a la puerta, agitando varias veces la aldaba. Le abrió un hombrecillo al que reconoció como el ayudante de Soler.
—Buenos días, señor de Silva —dijo el sirviente, sin abrir del todo la puerta.
—¿Está Soler? —preguntó de mala manera Juan Cruz.
—No, no se encuentra, señor de Silva.
El puntapié que de Silva le propinó a la puerta envió al sirviente unos metros más allá.
—¿Dónde estás, rata miserable? ¡Muéstrame la cara, cobarde de mierda! —vociferaba Juan Cruz, a medida que avanzaba.
El sirviente caminaba hacia atrás, temblando y balbuceando.
—No está, señor, no está… Se lo aseguro.
—¡Sal de donde estés, Soler hijo de puta!
Juan Cruz se detuvo en medio de la sala principal, escrutando cada rincón.
—¡Vamos, Soler! ¡No seas cobarde! ¿O sólo te animas con las mujeres, maldito hijo de puta?
—¿Qué quieres, de Silva?
Juan Cruz giró sobre sí. Soler, que acababa de aparecer por una de las entradas, sostenía un trabuco con el que apuntaba a Silva directo al rostro. El cañón del arma temblaba.
—¡Ah! ¡Ahí estabas…! —Juan Cruz avanzó hacia él con sonrisa desdeñosa.
—¡No des un paso más o te vuelo la cabeza! —Palmiro Soler tenía el rostro encarnado y brillante por el sudor.
—Sólo dime qué hiciste con mi mujer y luego me marcho. —Avanzó un trecho—. ¿Dónde está Fiona, asquerosa rata?
Soler retrocedió unos pasos, temblaba como una hoja.
—¡Basta! ¡No sigas avanzando, de Silva, porque te aseguro que te saco la cabeza de su sitio!
—¿Tú? ¿Tú sacarme la cabeza de sitio? —Juan Cruz soltó una carcajada estruendosa—. Tú no puedes matar una mosca, Soler. Eres un maldito cobarde. Sólo tienes agallas para meterte con mujeres.
La expresión de ferocidad de de Silva aumentaba el pánico de su rival.
—¡Cállate, cállate, bastardo!
El sirviente, que momentos atrás se había escurrido por una de las entradas, reapareció en la sala, con otro trabuco en las manos. Se acercó a su patrón, y juntos apuntaron a Juan Cruz.
—Dime qué has hecho con Fiona —repitió de Silva.
—Nada, yo no hice nada. Y ahora vete de mi casa o no respondo.
Soler tomó coraje, se acercó a Juan Cruz, y le apoyó el cañón en la frente.
—Dime dónde está mi mujer —repitió de Silva, sin inmutarse.
—¡Ya te he dicho que no sé nada acerca de tu mujercita! ¿Qué pasó? ¿Se te escapó la maldita? Es difícil de domar esa Malone, ¿verdad? Yo la quería para mí, pero ella me despreciaba. ¡Asquerosa engreída! —Soler empezaba a envalentonarse—. Debo admitir que es la más bella de todas. Tiene un par de…
No pudo terminar. De Silva, con un movimiento rápido y certero, lo despojó del arma con una mano, y con la otra le aplicó un golpe demoledor, que lo hizo rodar por el suelo. Fue tras él sin perder un segundo, le puso un pie en la garganta, y le apoyó el trabuco sobre la frente.
—¡No me mates, de Silva! ¡No me mates! —suplicó Soler, a punto de llorar.
—¡Tráigame su arma o no le va a reconocer la jeta a su patrón! —ordenó de Silva, Sin siquiera mirar al sirviente.
El hombre se acercó, temeroso, con el arma baja. A unos pasos de Juan Cruz, la depositó en el piso. Se aproximó aún más, por orden de de Silva. Cuando lo tuvo al alcance, Juan Cruz le asestó un culatazo en la frente con tanta fuerza, que el sirviente cayó inconsciente, al lado de su patrón. Soler gritó al ver a su sirviente, con la frente partida, tirado a su lado. Juan Cruz arrojó lejos el trabuco que tenía en las manos y le dio un puntapié al otro, que fue a parar bajo el sofá. Rápidamente, tomó de su bota una daga y la apoyó en la garganta de Soler.
—Ahora… —le dijo con los dientes apretados—, ahora me dirás qué hiciste con mi mujer.
—Yo no sé nada de t… ¡Ahhh!
De Silva le abrió un surco en la mejilla. La herida sangraba profusamente y el hombre comenzó a lloriquear de pánico.
—Ahora, me dirás dónde está o te abriré de a partes, hasta que mueras desangrado… ¿Comprendes, Soler?
—No, por favor, basta, basta. Te diré todo, pero no me hagas daño. Todo salió mal, nada resultó como lo habíamos planeado. —Hablaba entrecortadamente, casi sin aliento—. Ella… Cloé, no pudo hacerlo…
—¿Qué no pudo hacer?
—Ella… Ella debía matarla…
El pecho de Juan Cruz se contrajo dolorosamente y sintió que las fuerzas lo abandonaban. «¿Matarla? ¿Qué es todo esto?», pensó, aturdido.
—¿Matarla? ¡Soler, hijo de puta! —gritó, enfurecido, y le clavó la punta de la daga en la garganta, haciéndole un corte superficial. No debía matarlo, pensó. No todavía.
—¡No, basta! No la mató, no la mató. —Soler tenía el terror pintado en los ojos—. No pudo hacerlo… Tu mujer salió corriendo de lo de Malone y nunca más volvimos a verla. Nadie sabe dónde está, te aseguro que nosotros no tenemos idea de dónde está. ¡Por favor!
Juan Cruz tomó a Soler del cuello de la camisa y se incorporó; luego, sin quitarle la daga de la garganta, apoyó el cuerpo sin fuerzas de su rival contra la pared.
—¿Por qué? Dime, ¿por qué? —preguntó Juan Cruz, abatido—. Dimelo o no volverás a ver en tu vida. Yo mismo te los arrancaré —dijo, acercándole el arma a los ojos.
—¡No! —gritó Soler, espantado—. ¡No fue mi idea, no fue mi idea! Todo fue un plan de Rosas para vengarse de tu mujer y de su familia. Yo no ideé nada de esto, te lo aseguro… Por favor, no me hagas daño.
Soler sintió que la presión en su garganta cedía y que el filo de la daga se alejaba de sus ojos. Juan Cruz se quedó mirándolo fijamente, desconcertado, como si no pudiera entender lo que acababa de escuchar.
—¿Qué has dicho? —balbuceó de Silva—. ¿Qué has dicho? —Lleno de ira, lo aprisionó otra vez contra la pared, dispuesto a desollarlo vivo.
—¡Juan Cruz! —La voz de Cloé resonó en toda la habitación.
De Silva giró rápidamente sin soltar a su presa, y pudo ver que la mujer le apuntaba con una pistola. Juan Cruz se arrojó al suelo en el preciso momento en que Cloé apretaba el gatillo. La bala dio de lleno en el rostro de Soler, que cayó instantáneamente.
Un segundo después, de Silva se acercó al cuerpo del mazorquero. Soler estaba irreconocible; el tiro le había destrozado la cara, y su sangre se esparcía rápidamente por el suelo.
—Está muerto —dijo Juan Cruz para sí.
Al escucharlo, Cloé lanzó un gemido angustioso. De Silva volteó y trató de llegar a ella. Pero ya era demasiado tarde: en ese momento, la mujer se llevaba la pistola a la boca y se descerrajaba un tiro mortal. Cayó sin vida, sacudiéndose en el piso antes de quedar completamente inerte.
Juan Cruz corrió hacia Cloé y se acuclilló a su lado. La tomó entre sus brazos, la apoyó en su regazo y la miró con compasión. Un instante después, cuando cerró los ojos de Cloé, las manos le temblaron.
En aquel momento, de Silva lo comprendió todo. Cloé era una idiota, y Soler, un cobarde. Rosas había sabido usar la humillación y el odio del mazorquero y los celos de la prostituta para vengarse de su esposa y de su familia.
La garganta se le cerró y un frío le recorrió el cuerpo. A pesar de que los hechos parecían volverse más claros y las piezas comenzaban a encajar, sintió que todo a su alrededor se tornaba oscuro. Entendió que, tal vez, nunca más volvería a ver a Fiona; y que, si algún día la encontraba y eran uno otra vez, no podrían serlo nunca más allí. El Restaurador no lo iba a permitir.