Capítulo 16

¿Estaba soñando o, acaso, como temía, aquello era realidad?

Una vez más, y por culpa de de Silva, abandonaba la casa de su abuelo, en fuga hacia ninguna parte.

Corrió. Corrió hasta que tuvo que detenerse porque su corazón se sacudía enloquecido. Trató de calmarse; pensó que no debía dejarse llevar por otro de sus arrebatos. Intentó normalizar la respiración, pero lo que no conseguía ordenar eran los hechos.

¿Qué había hecho de Silva con ella? ¿Por qué la había engañado así? ¿Por qué le había dicho que la amaba? ¿Por qué tenía a esa mujer por amante? ¿Ella no era suficiente? Ahora estaba siempre dispuesta a complacerlo; es más, estaba deseosa de que le hiciera el amor. Y Juan Cruz parecía disfrutarlo tanto como ella. ¿Por qué, entonces? Ella no necesitaba a ningún otro hombre; la idea de un amante jamás había aparecido en su mente, ni en los peores momentos de su relación. ¿Por qué Juan Cruz lo había hecho, entonces?

«Tal vez sea mentira», trató de convencerse; pero sintió que se estaba engañando. ¿Para qué haría eso la tal Despontin si todo era una farsa? Además, los continuos viajes de de Silva a Buenos Aires… Viajaba casi todas las semanas, y ella nunca podía acompañarlo.

Ya era de noche. El cielo, encapotado, presagiaba una tormenta. La calle estaba sumida en la oscuridad. Las farolas de las esquinas estaban apagadas y no había un solo sereno encendiéndolas.

No obstante, avizoró un grupo de personas que marchaban rumbo al río. Había comenzado la época estival y era costumbre arraigada en los porteños tomar baños a la caída del sol, cuando la oscuridad les servía de aliada para no revelar su semidesnudez.

Instintivamente, Fiona los siguió de lejos. No sabía qué hacer, dónde ir. Lo único que sabía era que no deseaba regresar a su casa. Más, no quería volver a ver a de Silva en su vida. Había caído bajo su hechizo como una mosca cae en un frasco con miel. La había seducido como a una quinceañera enamoradiza. La había usado como a un trapo, sólo para conseguir posición social y respetabilidad, mientras se reía de ella, y de lo que sentía por él. Seguramente, la tal Despontin y él se reirían juntos después de haber hecho el amor. Sacudió la cabeza tratando de borrar esa imagen de su mente.

Sintió una terrible vergüenza. Tan dispuesta con él en la cama, y todo no había sido más que un engaño… Hasta le había confesado que lo amaba. Él también le había dicho que la amaba, que nunca había sentido lo mismo. ¿Para qué le había mentido así? Todo habría sido más fácil si ninguno de los dos hubiese dicho nada en esos momentos de excitación. Pero lo habían hecho.

Cuando el grupo hizo un alto varias metros más allá, ella se detuvo. Comenzaron a desplegar unas sábanas sobre la superficie barrosa de la orilla. Nunca había comprendido qué tenía de atractivo el Plata, de color oscuro y fondo fangoso. Pero ahí estaba, observando a unos bañistas que se alistaban para arrojarse al río. Arrojarse al río. No era mala idea. Tal vez así, terminaría con todo.

—¡No! —exclamó en voz alta, pero nadie la escuchó.

Jamás haría algo así, no era lo que realmente deseaba. Se llevó la mano al vientre y lo acarició. Ahora estaba él, su hijito. Nunca lo dañaría.

—¿Qué haces aquí, sola?

Fiona dio un respingo. Se dio vuelta y se encontró con una mujer, de edad indefinida, de ojos hermosos y mirada triste. Vestía un atuendo burdo, de confección barata, atiborrado de colores vistosos. Estaba descalza, los pies embarrados. El cabello le caía en los ojos. En una mano llevaba un balde con agua turbia y, bajo el brazo, un atado de heno.

—¿Qué hace una jovencita tan hermosa como tú, aquí, sola? —insistió la mujer.

—Paseaba —mintió Fiona.

—Bueno, mejor será que des por finalizado tu paseo y vuelvas a casa. La tormenta pinta feroz esta noche. La mujer comenzó a alejarse.

—¡Ey, espere, señora! —Fiona se acercó hasta ella a la carrera—. Permítame ayudarla —dijo, e intentó quitarle el atado de heno.

—No, jovencita. Ya te dije, mejor será que vuelvas a casa.

—No tengo a dónde ir. —Fiona bajó la vista; sintió que el llanto regresaba.

La mujer se quedó mirándola. Aquella muchacha no parecía ser el tipo de persona que anda por ahí, vagabundeando. Era bellísima y elegante; estaba limpia y olía a azahares. Todo era muy extraño.

—Está bien, acompáñame, siempre hay lugar para uno más en el «Sarquis» —concedió la mujer, y le pasó el atado de heno.

Fiona se quedó observándola. ¿Qué sería el Sarquis? Correteó unos pasos hasta alcanzarla.

—¿Qué es el «Sarquis»?

—¿El «Sarquis»? ¡Ja! Es el mejor circo de toda la Confederación —afirmó la mujer, orgullosa—. ¿Cómo te llamas?

—Fiona.

—Lindo nombre. ¿Y tu apellido?

Fiona no sabía qué contestar. Cualquiera de sus dos apellidos eran más que conocidos en Buenos Aires. Malone era una de las familias potentadas y prestigiosas. Y de Silva… Bueno, de Silva era de Silva.

—Sólo Fiona —replicó por fin.

—Está bien. Si así lo deseas, sólo Fiona.

—Y usted, señora, ¿cómo se llama?

—Clementina, pero nadie me llama así. Todos me dicen Tina.

El resto del trayecto lo hicieron en silencio. Era evidente que Clementina no estaba en buen estado físico. Caminar y hablar, acarreando además el peso del balde, se le hacía muy difícil. Agitada, respiraba nudosamente por la boca. Por su parte, Fiona no deseaba seguir hablando.

Cerca del río había un grupo de cuatro carretas. Estaban dispuestas en semicírculo, pegadas unas con otras, formando una especie de herradura. Los toldos que las cubrían eran a rayas gruesas, bicolores, rojo y blanco o amarillo y negro. Eran tiradas por bueyes, que ahora pastaban mansamente. Les habían quitado los yugos, dejándolos a un costado de las carretas. Fiona sólo vio dos caballos.

A medida que se acercaban a la caravana, crecía un murmullo. Alguien gritaba dando órdenes; los bueyes mugían; uno de los caballos relinchaba y un hombre, bastante robusto, martillaba algo sobre una piedra.

—¡Sixto, deja de hacer ese ruido! —vociferó Clementina. El hombre, un joven de piel oscura, seguramente mulato, se detuvo, dio media vuelta, y se quedó un momento mirando a Fiona con atención. Después, y sin importarle el pedido de Tina, continuó martillando.

—Coloca el heno ahí, delante de Merina —indicó Tina a Fiona—. ¡Vamos, sigúeme, no te quedes ahí papando moscas! —la reconvino, con una sonrisa amistosa. Fiona obedeció de buena gana.

—¡Julio! —gritó Tina a un jovencito que colocaba leña en un pequeño hoyo—. ¿Has visto a don Tadeo?

—Está en su carreta —contestó el muchacho. Las dos mujeres se encaminaron hacia allí. A medida que se aproximaban, podía escucharse una melodía divertida.

—¿Adonde vamos, Tina?

—Tengo que presentarte al dueño del circo. —La mujer se detuvo y dio media vuelta. Retrocedió los pasos que la separaban de Fiona y agregó—: No creo que haya problemas para que te quedes. Eres justito lo que está buscando… —Y retomó la marcha.

—¿Lo que está buscando? Y, ¿qué está buscando, Tina?

—Una belleza así, como tú.

—¿Para qué? —preguntó, no sin inquietarse.

—Necesita una ayudante para su número de magia.

Llegaron a la carreta y no pudo seguir preguntando, aunque estaba cada vez más intrigada. Magia. La idea pareció agradarle.

Tina abrió la puerta y, desde adentro de la carreta, saltó una cosa oscura que lanzaba un chillido extraño. Fiona se echó para atrás, profiriendo un grito.

—¡Sisi! ¡Sisi! ¡Maldita Sisi, ven aquí! —vociferaba una voz de hombre—. ¡Tina, sabes que debes tocar antes de entrar!

Fiona siguió con la mirada a Sisi, sin saber de qué se trataba. Evidentemente, era un animal, no muy grande, tal vez del tamaño de un gato gordo.

—Entra, Fiona. —Tina la instó a subir el escalón de entrada a la carreta—. No le hagas caso, es un viejo gruñón. La mona ya volverá sola, cuando tenga hambre.

—¿La mona? ¿Qué es eso?

—Un animalito de Dios, como cualquier otro.

—¿Qué pasa? Sabes que a estas horas ensayo con Sisi y… —El hombre se calló cuando vio a Fiona en la puerta—. ¿Quién es ésta? —preguntó, no muy amablemente.

—No le hagas caso, Fiona. No siempre tiene este humor de perros. —Se volvió, y le dijo al hombre—: Anda buscando trabajo. Me pareció indicada para que te ayude en el número de magia.

Don Tadeo Sarquis, un hombre más bien bajo, regordete, con bigotes poblados, nariz grande y enrojecida y ojos saltones y desagradables, escrutaba a Fiona, que no se había movido de al lado de la puerta.

—Se llama Fiona —se apresuró a decir Tina.

—Ahá… ¿Qué te trae por acá, Fiona? —preguntó el hombre.

—Estoy buscando trabajo y un lugar para vivir.

—Por lo que veo, tú no pareces ser una jovencita muy necesitada de trabajo —comentó con sorna, al tiempo que pasaba la mano por el encaje del puño de Fiona.

La joven apartó el brazo.

—¡Epa…! ¡Si no voy a hacerte nada! —continuó, sin quitarle los ojos de encima.

—Bueno, ya, dinos, ¿se queda o no? —preguntó Tina, un poco molesta.

—Está bien. Al principio, sólo comida y un lugar donde dormir. Más adelante, y si eres buena, hablaremos de paga. Si lo quieres así, tómalo; si no, vete.

Sarquis se dio vuelta, dando la espalda a las mujeres. Fiona sintió que Tina le oprimía el antebrazo.

—Está bien, acepto —dijo Fiona. «No tengo nada qué perder», pensó.

Después, las dos abandonaron la carreta de don Tadeo.

El lugar donde dormir del que había hablado el dueño del circo resultó ser el carro en el que vivían Tina y su hija Sacramento. Esa noche, recostada sobre su camastro, por fin a solas con sus pensamientos, se entregó a reflexionar acerca de la extraña situación en la que se encontraba.

Estaba allí, en medio de un circo, dispuesta a abandonar todo lo que hasta ese momento había amado. Se incorporó súbitamente. «¿Qué estoy haciendo? ¿Estaré volviéndome loca?» Recordó a su abuelo, a su abuela, a aunt Ana, a Imelda… Pensó en Catusha, en Candelaria… Y luego en María y en Eliseo. Los rostros de las personas queridas asomaban a su mente cada vez más confusa y, por momentos, parecían exhortarla a desistir de la huida. Después, la imagen de de Silva, y, otra vez, la furia.

De pronto, en medio de la noche, se desató una fuerte tormenta. Las sudestadas eran famosas. No era raro que arrasaran con todo. Un relámpago sobrecogedor la obligó a recostarse nuevamente y a cubrirse con la manta. El sonido persistente de una gotera comenzó a adormecerla. Estaba confundida, angustiada, cansada… Muy, muy, cansada.

—Juan Cruz… —murmuró antes de quedarse dormida.