Capítulo 15

Como de Silva debía recorrer las estancias del sur de la provincia, Fiona dispuso pasar unos días en casa de sus abuelos. A Juan Cruz, la idea de dejarla por unas semanas no lo convencía. Pero debía cumplir con lo que Rosas le había pedido; los últimos malones habían destruido varias construcciones y robado cientos de vacas; su presencia era imperiosa: él era el único que podía evaluar los daños y disponer medidas de vigilancia.

Fiona estaba bien; además, las descomposturas matinales que la habían aquejado los primeros días ya habían desaparecido.

Juan Cruz la veía más hermosa que nunca. Y no perdía ocasión de decírselo. Como cuando Fiona tocaba el piano, y él, sentado a horcajadas detrás de ella, comenzaba a acariciarla y a besarla en el cuello. Llegaba un momento en que se sentía tan excitada que tenía que dejar de tocar, y lo único que deseaba era que le hiciera el amor allí mismo.

Fiona reía sin ningún recato cuando María, bajando el rostro y farfullando las palabras, le preguntaba si de Silva…

—… Bueno… Tú sabes… No es bueno en estos primeros meses de preñez…

—¿Qué no es bueno? —Fiona la instaba a seguir, sabiendo lo que le costaba a la mestiza.

—¡Fiona, niña, tú sabes!

En ese momento, la joven soltaba la carcajada.

—¿Y quién lo detiene a de Silva, María? No pude hacerlo cuando me horrorizaba la idea de que me tocara, menos ahora que me enloquece que lo haga.

—¡Fiona! ¡Dios y Ave María Purísima! —María se santiguaba mil veces.

Finalmente, al día siguiente que Juan Cruz partió hacia el sur, Fiona viajó a Buenos Aires acompañada por Eliseo y María. Ya había empezado a extrañarlo. La noche antes de que él se fuera la despedida había sido larga y fogosa. No podía creer lo que estaba viviendo junto a ese hombre, el hombre al que ella creyó odiar. Ahora se entregaba a él, en cuerpo y alma, y eso la hacía sentirse la mujer más dichosa del mundo; y no sólo eran sus besos, sus palabras, sus manos que le habían conquistado cada rincón del cuerpo. De Silva era tal y como ella había imaginado al hombre de sus sueños. Inteligente, sagaz, a veces frío y calculador, a veces malo, a veces bueno. Todo la colmaba de deseo. Sus arrebatos de furia y de pasión, cuando la tomaba de la cintura por sorpresa, en el momento menos esperado. Sus arrebatos de bondad, cuando le acariciaba la mejilla y le contaba una anécdota de su infancia. Fiona lo amaba. Siempre.

Llegó a la ciudad y lo primero que hizo fue visitar la Iglesia del Socorro; deseaba rezar por Camila y el curita tucumano. No lloró, sólo recordó las palabras que Juan Cruz le había dicho días atrás.

—Camila y el cura sabían a lo que se exponían cuando se escaparon, Fiona. Pero ése era su deseo, eso era lo que más anhelaban en la vida: estar juntos. Lo arriesgaron todo y murieron luchando por algo en lo que creían, y que los hacía felices.

Era cierto, Camila había muerto luchando por lo que más amaba. Suspiró. Pensó que, seguramente, en el cielo, Dios había reservado un lugar para ellos. Se persignó y salió a la calle. Se sentía más aliviada. Era hora de ir a casa de su abuelo.

En lo de Malone la esperaban ansiosos. Días antes, Eliseo había llevado la buena nueva y, desde ese momento, el abuelo Sean y los demás no habían podido con su ansiedad.

—Se va a llamar Sean —sentenciaba, muy seriamente, el futuro bisabuelo.

—¡Cállate, irlandés vanidoso! —lo reconvenía su esposa—. Ni siquiera sabes si será varón.

—¡Por supuesto que lo será! —afirmaba él, desafiante.

Fue una bienvenida muy emotiva. Aunt Ana y Brigid lloriqueaban; Imelda, que ya se había casado con Senillosa, la abrazó sinceramente; y Sean… Sean no pudo hablar, sólo se limitó a estrecharla entre sus brazos. Seguía siendo tan menuda como cuando niña y parecía que se le perdía en el pecho.

Todo aquello era extraño. En general, las familias ocultaban la llegada de los niños. Las mujeres encintas disimulaban el vientre con ropas apropiadas y, en los últimos meses, ni se asomaban a la puerta. Pero en lo de Malone, no. Ellos estaban felices con el embarazo de Fiona y les importaban un comino las costumbres de la sociedad.

Aunque pasó unos días magníficos en casa de Grandpa, no había momento en que no rememorara a Juan Cruz. A veces, se angustiaba pensando en los peligros que lo acecharían cerca de la última frontera. Lo único que la consolaba era la certeza de que su esposo era un hombre hábil y conocía la zona como el mejor de los baquianos.

Durante su estancia en Buenos Aires, ella y María se aprovisionaron de todo lo necesario para preparar el ajuar con que el pequeño de Silva se encontraría al llegar a este mundo: lana, telas, agujas, hilos de colores, puntillas y encajes. Pasaban tardes enteras confeccionando las ropitas del bebé, cosiendo las sábanas para la cuna, haciendo los pañales, cortando el tul del moisés.

Coquita llamó a la puerta del dormitorio de Fiona.

—Adelante —dijo Fiona desde adentro.

—¿Niña Fiona?

—Sí, Coquita, aquí estoy.

—Hay una señorita que la busca.

—¿A mi? —preguntó sorprendida—. ¿A esta hora? —Era la siesta y, como hacía un calor intenso, la familia entera dormía.

—No me acuerdo el nombre, niña. Es más difícil que hacer gárgaras boca abajo. Es algo así como… —Pensó un rato—. No sé, no me acuerdo —dijo, por fin.

—Está bien, Coquita, ya voy.

Al entrar en la sala principal, se encontró con una señora de mediana edad, hermosamente ataviada, de figura atractiva. Su rostro, algo envejecido, conservaba no obstante su belleza.

—Buenas tardes —saludó Fiona.

La mujer se apresuró a levantarse del canapé. Se aproximó lentamente, con un andar sensual y estudiado. Se miraron directo a los ojos.

—Buenas tardes, señora de Silva —respondió la mujer—. Mi nombre es Cloé Despontin.

Cloé Despontin estaba desnuda, tendida en la cama. Miraba sin demasiado entusiasmo al hombre que, a unos pocos pasos, había comenzado a vestirse. Un joven lleno de bríos, pensó. Tenía que reconocerlo, no la había pasado tan mal con él, pero, haber saboreado lo mejor en otra época la había convertido en una mujer muy exigente.

El joven se abrochó los pantalones y comenzó a ponerse la camisa. Por un momento, la contempló en silencio. Hacía un tiempo que eran amantes y nunca podía ser tierno con ella después de hacerle el amor. ¡Bah!, el amor. El amor, se dijo, sólo lo habría hecho con Fiona, no con ella, una vieja prostituta venida a menos.

—Mañana, la Malone estará en casa de su abuelo —comentó el hombre, mientras se calzaba uno de los zapatos.

La mujer no pareció inmutarse.

—El imbécil de de Silva está en el sur, trabajando en las estancias de Rosas. Es el momento indicado para que lo hagas. ¿Me escuchas?

—Sí —respondió la mujer, cortante.

—¿Tienes claro todo o debo repetírtelo?

—No.

—¿No qué?

—No hace falta que lo repitas —aclaró ella, sin importarle el repentino enojo de su amante.

El hombre se acercó al espejo del tocador y se pasó un peine por el pelo. Después, se miró de cerca los ojos: los tenía llenos de derrames; mejor sería dormir un poco. Últimamente, no lograba conciliar el sueño ni media hora seguida. Este tema lo mantenía en vilo, algunas piezas no lograban encajar. De todos modos, ya era demasiado tarde para echarse atrás, había demasiado en juego. Recogió el saco, aún tirado en el suelo, y se dispuso a salir.

—¡Soler! —lo llamó la mujer. Había abandonado el lecho y se acercaba a él—. ¿No vas a despedirte?

—No hace falta que finjas conmigo, Cloé. —La miró con cierta compasión—. Te dejé el sobre con el dinero en el mueble de la sala. Hazlo mañana, a la hora de la siesta, cuando todos duermen. —Cerró la puerta y se marchó.

Ya en la calle, Mateo, el cochero de Cloé, le alcanzó el caballo. Soler galopó de prisa hasta su casa, cerca de la Plaza de la Victoria. Entró como loco, llamando a gritos a su sirviente.

El hombre se apersonó temblando. Conocía los momentos de desquicio de su amo y le temía.

Soler le ordenó preparar un baúl con ropa para diez días. Irían al campo. Había decidido desaparecer de Buenos Aires hasta que el plan se hubiese llevado a cabo.

Cuando entró en su dormitorio, el sirviente ya preparaba las mudas. Soler se encaminó al ropero dispuesto a encargarse del resto. Entre las cosas del cajón, tomó un pañuelo de encaje blanco. Era de Fiona. Se lo había escamoteado en una tertulia tiempo atrás, mientras bailaban el vals. Recordó con una sonrisa el desconcierto de la joven mientras lo buscaba por todas partes. Él mismo había ayudado en la búsqueda.

Se lo llevó a la nariz y lo olió. A pesar del tiempo, aún conservaba ese perfume tan característico de ella. Cerró los ojos, recordándola. La más hermosa de las hembras, pensó; ninguna se le comparaba. Sintió una erección y el deseo encendió aún más su resentimiento. También recordó cómo la Malone lo había rechazado, siempre. Él sabía que ella no lo soportaba. Pero, ¿por qué?

Menos agradable fue pensar en el maldito de Silva. «¡Bastardo, hijo de puta!», dijo entre dientes, estrujando el pañuelito en el puño. Con su figura avasallante y sus miles de reales, la había comprado como a un objeto. Soler se sintió un imbécil; no había hecho nada mientras el bastardo se la arrebataba de las manos. De todas formas, debía admitirlo, él no habría podido con el tendal de deudas de los Malone, no era lo suficientemente rico.

Lleno de furia e impotencia, apartó del paso un escabel de un puntapié. El sirviente se sobresaltó y abandonó de prisa la habitación. Ahora su patrón necesitaba estar solo: volvería más tarde.

Soler dejó el pañuelo sobre su almohada y se sentó en la cama. Se tomó la cara entre las manos y sintió deseos de llorar. No lo hizo, estaba demasiado encolerizado para poder llorar.

Recordó el día no tan lejano en que Rosas lo había mandado llamar y él se había presentado de inmediato en Palermo. La propuesta le sonó desquiciada en un principio. Por supuesto, Soler sabía del resentimiento del gobernador hacia el viejo Malone. La Mazorca lo había seguido de cerca en los años de la anarquía, conocían su espíritu unitario y la ayuda que había prestado a los exiliados. Pero nunca pudieron atraparlo en nada raro, siempre se les escapaba. Era una presa escurridiza, un hombre muy hábil.

Sí, Soler sabía bien del odio que Rosas sentía por los Malone. A pesar de su reticencia inicial, tuvo que reconocer que, si las cosas se hacían como las había planeado el gobernador, se le asestaría al viejo irlandés un golpe del que difícilmente podría reponerse.

—Salomón es historia —le había dicho Rosas para que picara el anzuelo—. Si haces bien esta misión que te encomiendo, Soler, la presidencia de la Mazorca es tuya.

Se le hizo agua la boca. Él, Palmiro Soler, convertido de buenas a primeras en el socio popular más respetado, el presidente de la Mazorca. A Fiona ya la había perdido. Además, no podía perdonarle los continuos desprecios. No la quería ahora, toda manoseada por otro, un bastardo advenedizo. Entonces, ¿por qué no? Rosas le sugirió el nombre de Cloé. Soler y ella ya eran amantes. Sabía que la mujer lo ayudaría gustosa. Sentía tanto odio y rabia por de Silva como él. Sí, desde un principio supo que contaría con Cloé.

—¡Si no es mía, Fiona Malone no será de nadie! —exclamó el mazorquero, tirando al suelo el pañuelo de encaje.

Recién en aquel momento, Fiona cayó en la cuenta de que la mujer tenía en las manos un paquete, no muy grande, envuelto en papel de seda.

—Tome asiento, por favor, señorita Despontin.

En un momento, entró Coquita, con una bandeja. Traía limonada y algo para comer.

—¡Qué agradable! —comentó Cloé al sorber la bebida—. Está haciendo tanto calor que no hay con qué combatirlo.

Había cierta cadencia singular en su voz. Por cierto, no era porteña, pensó Fiona.

—Siento molestarla, señora de Silva, pero me han hablado tanto de usted amigos en común que no pude evitar la curiosidad y quise conocerla.

—Es usted muy amable, pero, ¿qué amigos tenemos en común? —Fiona la miraba intrigada. Era la primera vez que esa mujer y ella se encontraban. ¿Qué amistades podían compartir? Jamás la había visto en ninguna de las tertulias, ni en la Alameda, ni en lo de Manuelita Rosas.

—Soler, por ejemplo. Palmiro Soler. Ése es un amigo en común que tenemos.

Cloé advirtió que Fiona se acomodaba nerviosamente en el sillón.

Desde aquella vez en que Soler le rozó la mano con la lengua, no había vuelto a cruzárselo. Lo vio en una que otra reunión, pero el hombre parecía no conocerla; no la saludaba, no la invitaba para el minué, ni siquiera la miraba. «Mejor así», había pensado Fiona. No deseaba que su esposo y Soler tuviesen un altercado por su culpa. Después de todo, Soler era un conocido mazorquero, con bastante poder dentro de la Sociedad Popular.

—¡Ah, sí, el señor Soler! Lo conozco.

—Él la tiene en gran estima, señora de Silva.

—Bueno… —musitó la joven. Comenzaba a inquietarse por el giro inesperado que tomaba la conversación. Decidió pasar a la ofensiva—. Dígame, señorita Despontin, ¿usted vive aquí, en Buenos Aires? Jamás la había visto antes.

—Sí, vivo aquí hace años. Lo que sucede es que mi casa está algo retirada, cerca de las barracas, en la boca del Riachuelo, y vengo poco a la ciudad. Soy, casi, una ermitaña —dijo, con una sonrisa burlona.

—Ah… Y, ¿vive sola? Perdóneme, no quiero parecerle entrometida —se disculpó Fiona rápidamente.

—No, señora de Silva, no se preocupe. Sí, vivo sola con mis criados, Paolina y Mateo.

«¿Paolina?» ¿Dónde había escuchado ese nombre? La pregunta quedó sin respuesta.

—Disculpe, señorita Despontin, no quiero parecer mal educada. Pero, sinceramente, no comprendo el motivo de su visita.

—Sí, tiene usted razón. Discúlpeme. No quiero quitarle un minuto más de su tiempo. En realidad, he venido hoy hasta aquí para devolverle esto.

Y, extendiendo los brazos, le entregó el paquete.

—¿Devolverme? ¿A mí? —le preguntó Fiona, mientras recibía el envoltorio.

Se deshizo del papel de seda y, al principio, no lo reconoció. Había pasado tanto tiempo que lo había olvidado. Era el vestido de la fiesta en casa de misia Mercedes, el que había usado la noche en que conoció a de Silva, la misma noche en que su padre le dijo que se casaría con él, la noche que…

—¿Cómo llegó esto a sus manos? —Fijó su mirada en la de Cloé. Tenía una fea sensación en la boca del estómago.

—Juan Cruz lo dejó en mi casa, luego de llevarla a usted allí, hace más de un año. A Paolina le costó mucho volver a ponerlo en condiciones. Estaba prácticamente arruinado por el barro y, sinceramente, es una pie…

—¿Juan Cruz? ¿Juan Cruz de Silva? —Fiona se puso de pie, con el vestido entre las manos.

—Sí, Juan Cruz, su esposo.

¿Quién era esta mujer que llamaba con tanta confianza «Juan Cruz» a su marido?

—¿Lo conoce? —preguntó Fiona, decididamente perturbada.

—¿Que si lo conozco? ¡Válgame Dios, hace muchos años que lo conozco! —Hizo una pausa—. Él y yo somos amantes, señora de Silva.

Fiona sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Palideció mortalmente y empezó a temblar. El vestido se le resbaló de las manos. Después de unos segundos, se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Soltó un gemido, y se derrumbó en la silla.

Cloé la observaba. Se había puesto de pie y la miraba desde arriba, triunfal. «Ahí tienes, siente lo mismo que yo, maldita estirada.» Se agachó para recoger el vestido.

—¡Déjelo! ¡No se atreva a tocarlo! ¡Y fuera de mi casa, maldita mentirosa! ¡Fuera de aquí!

Fiona volvió a erguirse. Con un enorme esfuerzo, se sobrepuso al mareo que amenazaba con hacerla perder el equilibrio. Deseaba arrancarle los cabellos, morderla, hacerle daño, el mismo daño que ella acababa de hacerle. «¡No, Dios mío, no puede ser verdad!», se dijo, desesperada. Pero las circunstancias se confabulaban de tal manera que sólo podía pensar que era cierto. Cada vez que de Silva viajaba a la ciudad, y eran muchas, ella insistía en acompañarlo y él se negaba. Siempre se negaba. «¡No, no, Dios Santo!»

—Yo no soy una mentirosa, señora de Silva. Juan Cruz y yo hemos sido amantes por mucho tiempo y es justo que usted lo sepa.

Cloé hizo una pausa y observó detenidamente a su rival, los ojos de Fiona lanzaban llamas de odio, tenía los puños cerrados a los costados del cuerpo y los labios, apretados, le temblaban de furia contenida.

—Es excelente en la cama, ¿verdad? ¡Ah, querida! Le aseguro que es el mejor —Cloé comenzó a reír en forma afectada—. ¿A usted también le convierte en jirones el vestido antes de penetrarla? O, quizá, la sienta desnuda en sus rodillas y le hace el amor ahí mismo, sobre la silla, como a mí… ¡Dios! ¡Nuestro hombre es un semental!

Fiona comenzó a llorar. Aquello era humillante, no podía soportarlo más. Sin esperar que la mujer se marchara, salió corriendo a la calle.

Cloé permaneció de pie frente a la puerta, mirando hacia afuera, desconcertada. Parecía congelada, no se le movía un pelo, no pestañeaba. No era así como debían desarrollarse las cosas; no lo habían planeado de esa forma. Soler le había dicho que la Malone era muy impulsiva y que reaccionaría lanzándosele encima como una gata rabiosa. Ése sería el momento preciso para que ella…

La mujer bajó la mirada y la fijó por unos segundos en el puñal que había mantenido oculto entre los pliegues de su vestido. Después, abandonó el lugar.

—¿Alguien ha visto a Fiona? —preguntó Sean Malone asomándose por la puerta de la cocina. María levantó la vista, repentinamente alarmada.

—La última vez que la vi estaba en su habitación, patrón —respondió la mestiza.

—No, de allí vengo y no está. ¿No sabes si tenía pensado salir esta tarde?

—No, patrón. Justamente, hoy habíamos decidido no salir a ninguna parte. Por el calor…

El grupo de sirvientas vio marcharse a Sean Malone con el rostro lleno de preocupación.

Un momento después, Coquita, que parecía muy concentrada en su tarea de pelar arvejas, interrumpió lo que estaba haciendo, se puso de pie, caminó decididamente hacia donde estaba María y se plantó frente a ella. La criada se había quedado meditabunda, pensando dónde podría estar Fiona, y casi no prestó atención al despliegue de Coquita.

—Yo sé qué le pasó a la niña. Yo escuché todo.

Fiona había salido corriendo, ya era de noche y aún no regresaba. Se sintió comprometida a contarle toda la verdad a María.

—¿Qué dices, Coquita? —preguntó María, alarmada.

Todas la miraron, azoradas.

—Que yo sé qué le sucedió a la niña Fiona.

—¿Cómo que tú sabes qué le sucedió a Fiona? ¡Vamos! ¡Habla de una vez! —María se puso de pie, y apoyó las manos sobre la mesa, casi amenazante.

—Hoy, a la siesta, vino una mujer muy rara a ver a la niña. Se llamaba Solé, Tole o algo así. No puedo acordarme.

—¿Cómo era?

—Era más o menos de cincuenta años, bastante linda y bien vestida. Tenía un traje así, lleno de puntilla y encaje, como los de la niña Imelda. Nunca antes la había visto. Además, hablaba raro.

—¿Raro, cómo?

—No sé, María, como si fuera gangosa o estuviera resfriada.

—Vamos, Coquita, no te detengas. Dime qué más sabes.

—Fue terrible, María. —Le costaba contar lo que había escuchado.

—¿Qué fue terrible? ¡No me tengas sobre ascuas, Coquita!

—Esa señora le dijo a la niña Fiona que era la amante de don de Silva.

—¿Que era qué? ¡Dios mío! —María se dejó caer nuevamente en la silla.

—La niña Fiona comenzó a llorar como una Magdalena y salió corriendo a la calle. Hará más o menos tres horas de eso.

—Pero, ¿cómo no me lo contaste en ese momento, zopenca? Ahora, vaya a saber qué ha sido de Fiona. —A María se le hizo un nudo en la garganta.

—Yo pensé que ella regresaría sola, una vez que la rabia se le hubiese pasado. No quería que doña Brigid volviera a regañarme por estar espiando en los…

María ya no la escuchaba. Se incorporó de un salto y corrió a la sala para contárselo al patrón.

Después de escuchar a María, Sean Malone trató de ordenar los hechos en su mente. Eran más de las diez de la noche y Fiona no había regresado aún. Finalmente, decidió que Eliseo y él saldrían a buscarla por los alrededores.

Al regresar, el viejo irlandés y el sirviente tenían el rostro desencajado por la angustia. Ni un atisbo de Fiona. Recorrieron varias cuadras alrededor y más allá también. Fueron a casa de misia Mercedes, pensando que ella podría haberse refugiado allí. Preguntaron en lo de O’Gorman, pero no la habían visto. Entraron en la iglesia del Socorro, tal vez estuviera allí, rezando. Pero nada. Y ya eran más de las dos de la mañana.

Al entrar en la sala, Sean se encontró con su mujer, su hija y las sirvientas, que rezaban el rosario de rodillas. Varias velas se consumían alrededor de una imagen de San Patricio.

—Apaguen esas velas —ordenó Sean de mal modo. El olor era insoportable.

Sin hacer demasiado caso al mal humor de su esposo, Brigid se aproximó a él con gesto suplicante.

—Ya la encontraste, ¿verdad, Sean? Ya trajiste a mi niña de vuelta a casa, ¿verdad? —preguntó la anciana, aunque sabía íntimamente que no era cierto.

—No, Brigid, no la encontramos.

La mujer se cubrió los ojos; comenzó a llorar, y a balbucear algunas palabras en inglés.

Sin reparar en su esposa, Sean tomó por el codo a Eliseo, que permanecía mudo detrás de él.

—Alguien debe avisarle a de Silva —dijo al sirviente.

—Yo iré, patrón, sé dónde encontrarlo. Pero me tomará varios días llegar, tal vez tres o cuatro. Está cerca de Tandil.

—Está bien. Mientras tanto, yo organizaré grupos de búsqueda y daré parte a la policía. El comisario Cuitiño no podrá negarme ayuda.

—Sí, patrón.

—Vamos, Eliseo. Será mejor que salgas esta misma noche.