Capítulo 14

Había pasado más de un mes desde la muerte de Camila, y Fiona no lograba sobreponerse al dolor y a la tristeza de lo que para ella no había sido otra cosa que un crimen. Callada y taciturna, resultaba difícil arrancarle una sonrisa.

De Silva no podía quitarse de la cabeza esa mañana del 18 de agosto de 1848. Eliseo había sido enviado a Santos Lugares para traer noticias y cuando llegó con el anuncio de que Camila y su curita habían sido fusilados, Fiona empezó a temblar. No lloraba, tan sólo temblaba. De Silva la abrazaba muy fuerte, pero el cuerpo de Fiona continuaba estremeciéndose.

Con dificultad, le hicieron beber un poco de láudano. Una hora más tarde descansaba en cama, con un sueño intranquilo, desasosegado, murmurando incongruencias.

«¡Dios mío, no permitas que a ella le suceda lo mismo!», suplicaba su esposo. Juan Cruz no podía dejar de pensar en Catusha.

Fiona jamás lloró. Después de aquel día, se abismó en un largo y profundo silencio. Juan Cruz habría preferido que gritara y pataleara, que lo culpara a él de esa desgracia si era necesario. Su deseo no se cumplió.

Estaba abatido; no soportaba ver a Fiona en aquel estado. Llegó a odiar a Camila; estaba celoso de ella. No podía dejar de preguntarse si Fiona sería capaz de sufrir por él tanto como por la O’Gorman. Y la idea de que él no era motivo suficiente para que Fiona recuperase la alegría de vivir lo lastimaba como nada.

Catusha visitaba la casa grande casi todos los días. Era una excelente compañía para Fiona; solía hablarle de tonteras y, por momentos, la hacía olvidar su pena. Además, leían juntas y, a veces, hasta tocaban el piano.

Una de las tantas mañanas en que Fiona, sin ánimos para salir de la cama, había pedido que le llevaran el desayuno a su dormitorio, Catusha se apareció por allí con la bandeja del té. Al principio, Fiona se sintió incómoda; no era ése el lugar ni eran ésas las circunstancias en que solían encontrarse. Sin embargo, la naturalidad con que Catusha arrimó una silla al borde de la cama y se sentó frente a ella, con las manos cruzadas sobre el regazo, hizo que pronto su malestar se disipara.

—Nadie mejor que yo puede comprenderte en este momento —dijo Catusha con sencillez.

Era la primera vez, desde la muerte de Camila, que le hablaba en ese tono. Hasta ese día había actuado como si no estuviera enterada de la tragedia. Fiona la miró expectante.

—Yo conozco tanto tu dolor, querida, tanto… —continuó la mujer—. Es como si te hubiesen clavado un puñal aquí, en el corazón, y lo revolviesen dentro, una y otra vez. Duele tanto… Tanto que sientes que enloquecerás del sufrimiento. Tal vez por eso no estoy del todo cuerda… —Sonrió, con amargura—. Cuando fusilaron a mi Manuel, yo… —Por un momento, la voz de Catusha se quebró, pero no tardó en sobreponerse—. Yo sé, Fiona, por qué mi hijo me odia. Él piensa que yo enloquecí cuando quedé embarazada de él. No… Yo estaba feliz llevándolo en mi vientre. Era tan feliz… ¡Pobre angelito mío! ¡Cuánto lo he hecho sufrir! Hijita, no cometas el mismo error que yo. No pierdas lo mejor de tu vida por alguien que ya nunca más estará a tu lado. No lo hagas, Fiona. Debes reponerte y volver a ser la misma joven llena de vitalidad que siempre has sido. Hazlo por él, no le hagas más daño del que yo le hice. Te lo suplico.

—¡Mamá!

Las mujeres se sobresaltaron. La figura imponente de de Silva en la puerta las sobrecogió.

—Vamos, mamá; Fiona debe descansar —dijo Juan Cruz, con auténtica preocupación.

Catusha y Fiona cruzaron una mirada cómplice.

Desde aquel día en que Catusha se mostrara tan sensata, Fiona comenzó a sentirse mejor y, poco a poco, recuperó sus ganas de vivir. Volvió a sus paseos por la estancia, a visitar las casas de los peones, a remojar los pies en la fuente de las macetas. En fin, se sentía otra vez ella misma.

Uno de esos días, justamente, sintió de pronto que algo nuevo, desconocido, estaba ocurriendo en su cuerpo. Nunca supo cómo se había dado cuenta. Lo sintió, así, de repente: estaba embarazada. Y, aunque estaba segura de que no se equivocaba, decidió esperar unos días antes de decírselo a Juan Cruz. No serían muchos de todos modos: el retraso de su regla le daría la confirmación antes de una semana.

La mañana que tuvo la certidumbre definitiva de su embarazo se arregló con un delicado vestido de seda rosa pálido que antes no había querida usar, segura de que no combinaba con su cabello rojo. Ese día se sentía distinta y le pareció que era el mejor vestido. La bata de cotilla, ajustada a su cuerpo, era de muselina transparente del color del vestido, y le acentuaba las curvas de los senos y las caderas. Se dejó la cabellera suelta, lacia, sin importarle que no se usara así. Desarmó una hortensia y colocó sus florecillas desordenadamente entre los cabellos. Coloreó un poco más sus pómulos y se remarcó los labios.

—Eliseo, ¿has visto a de Silva esta mañana?

Temía que se hubiese marchado a la ciudad. Últimamente, viajaba muy a menudo y de improviso.

—Sí, niña. Está en el granero chico, con unos peones —respondió Eliseo.

El granero chico estaba bastante alejado de la mansión, por el camino de la alameda. Fiona se detuvo unos instantes al comienzo del recorrido. La espesa bruma matinal parecía disiparse entre las copas de los álamos. Inspiró profundamente la brisa fresca, llena de olor a campo, y se sintió muy bien.

Dejó atrás la arboleda y comenzó a aproximarse a la zona de más movimiento de la estancia. A de Silva no le gustaba que frecuentara ese lugar, de modo que ella prácticamente no iba nunca. Allí estaban los potreros donde juntaban el rodeo de vacas, los graneros donde almacenaban la alfalfa, los abrevaderos, los corrales con las ovejas. No entendía por qué Juan Cruz le prohibía acercarse a ese sitio.

Los peones, asombrados, la veían como una aparición. Algunos, más atrevidos, no le quitaban la vista del escote. Se acercó a un gaipo de hombres empeñados en una tarea.

—¡Sanc Nietél! —llamó la joven.

Los hombres interrumpieron el trabajo y la miraron, intrigados. El indio Sanc se apartó del resto, y se encaminó hacia Fiona. Al llegar cerca de la patrona, se quitó el sombrero de paja y comenzó a retorcerlo entre las manos.

—¡Señora de Silva! ¡Qué gusto, patrona!

—¿Cómo anda esa pierna? —preguntó Fiona, señalándole el lugar de la herida.

—¿Y cómo quiere que ande si tuve la mejor de las doctoras?

Ambos rieron al unisono. Después, la joven le preguntó por su familia. El indio se mostró preocupado: días atrás, su hija Ayelén se había escapado con un muchacho y aún no conocían su paradero. Fiona preguntó si podía hacer algo por él; Sanc respondió que no.

—¿Busca al patrón, señora?

Fiona asintió.

—Está en el cobertizo. Ahí, mire… —Le señaló un granero a unos metros.

Fiona se despidió del indio y se encaminó a donde le había indicado. Se asomó al portón del cobertizo, casi con miedo. Quedó atónita. Juan Cruz estaba con el torso desnudo, llevaba puestos unos pantalones blancos que le llegaban a las rodillas, y tenía el cabello tomado en una coleta a la altura de la nuca. Luchaba con un ternero que parecía tener la fuerza de diez hombres. Los músculos de sus brazos y sus pantorrillas se tensaban sensualmente a medida que la faena se ponía más dura. La transpiración empapaba su cuerpo, haciéndole brillar la piel. Finalmente, lo doblegó. El animal había quedado atrapado entre las manos de de Silva, que le presionaba su cogote con una de sus rodillas y, de ese modo, le impedía mover la cabeza.

—¡Quédate quieto! —gritó de Silva—. ¡Zoilo, pásame el linimento! —ordenó a uno de los peones.

Fiona pudo ver una serie de heridas repugnantes en el lomo del ternero. De Silva hundió la mano dentro del balde que contenía el mejunje y untó las lesiones con cuidado.

—Un minuto más, quédate quieto sólo un momento más —murmuraba Juan Cruz.

Ni de Silva ni los tres peones que lo rodeaban habían reparado en ella, medio oculta tras el portón. Estaba hipnotizada por la escena: no podía dejar de mirar. Nunca lo había visto trabajar. Parecía otra persona, con ese atuendo rústico, las manos embadurnadas con el linimento y el rostro encarnado. A Fiona le resultó irresistible.

—Juan Cruz… —llamó con suavidad.

Los tres peones y de Silva se dieron vuelta al mismo tiempo, azorados. En otras circunstancias, de Silva se habría sorprendido de verla aparecer por allí. Ahora, casi no había tenido tiempo de pensar en eso. Sólo podía pensar en que aquella era la primera vez que la voz erótica y envolvente de Fiona lo había llamado por su nombre.

Los ayudantes se dieron cuenta de que estaban de más y abandonaron sigilosamente el granero. Ya solos, Fiona avanzó unos pasos hacia su esposo, que todavía enmudecido por lo que acababa de escuchar, se limpiaba las manos con estopa.

—Vamos a tener un bebé —anunció Fiona.

De Silva enarcó las cejas. La estopa se le resbaló de las manos. No podía moverse, estaba como clavado al suelo. Lo había deseado tanto… Ya comenzaba a temer que no pudieran tener niños, y él anhelaba ver la casa llena de chiquillos.

—Fiona… —Fue todo lo que pudo decir.

Se acercó a ella y la contempló largamente. «En su estado, debería dejarla tranquila», pensó. Pero no pudo. La tomó por asalto, como solía hacer. Ella sintió que una de las manos de él se aferraba a la parte más fina de su cintura, en tanto la otra recorría amorosamente su escote.

Después, mientras la sostenía con un brazo, estiró el otro todo lo que pudo para cerrar la puerta del granero. Una vez que hubo echado el cerrojo, la apoyó contra la pared de madera y la besó febrilmente. Sentía que las manos de Fiona recorrían su espalda desnuda, y escuchaba los suspiros entrecortados y los pequeños gemidos que escapaban de su boca entreabierta.

La encaramó en sus brazos, la llevó hasta un montón de heno sobre el cual se desplegaba una manta, y la depositó delicadamente en ella.

Desde allí, Fiona pudo ver cómo Juan Cruz se quitaba los pantalones, cómo se dejaba caer lentamente sobre ella hasta quedar con las rodillas clavadas en la manta, a los costados de su cuerpo, pudo sentir cómo la despojaba con destreza del vestido y la bata de cotilla, y, por fin, cómo sus senos, con los pezones endurecidos por la excitación, se revelaban ante él.

—Fiona… Fiona… —susurró mientras lamía su piel y sus pechos con avidez.

Fiona deseaba sentirlo dentro de sí, deseaba verlo mecerse sobre ella enloquecido de deseo. En esos momentos de Silva era completamente suyo.

—¿Qué haces de mí? —preguntó él, con voz ronca—. Me tienes a tus pies como vencido en una batalla… Podrías hacer de mí lo que quisieras. En cambio, me haces el hombre más feliz del mundo —siguió murmurando, sin despegar los labios de su cuello.

—Te amo… te amo… —musitó Fiona.

Por un momento, el delirio de Juan Cruz se interrumpió al escucharla. Entonces, sonrió de dicha.

—Yo también te amo, amor mío. Te amo desde siempre, desde el primer momento que te vi… Tan hermosa, tan sensual…

Llevó los labios al rostro de Fiona y la besó en todas partes.

Por primera vez, Fiona había sido completamente libre con él, había dejado escapar los sentimientos que hacía tiempo la confundían. Se sentía plena haciendo el amor allí, en medio de un granero. De Silva, sucio y transpirado; ella, desnuda sobre una manta áspera.

Juan Cruz descargó su virilidad dentro de Fiona; después, la escuchó gemir y jadear cuando el orgasmo llenó su cuerpo de placer.