Fiona entró en la cocina y encontró a María sentada cerca del trébede. Lloraba sin consuelo, con su ajada estampa de San Patricio en una mano y, en la otra, un pañuelo empapado. Algunas de las sirvientas trataban de tranquilizarla. Fiona estaba desconcertada: no tenía la menor idea de qué podía sucederle. Pensó que tal vez se había peleado con Eliseo. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que eran amantes.
—María, ¿qué te pasa? Vamos, deja de llorar. Blanca, por favor, tráeme un poco de agua fresca —ordenó la joven.
—Fiona, Dios mío… ¿Cómo haré para decírtelo?
Blanca dejó el vaso de agua sobre la mesa, cerca de María, y se retiró de allí. Fiona sintió una aguda opresión en el pecho.
—¿Qué pasa, María? —preguntó con miedo.
—Fiona… No se cómo decírtelo sin que…
—¿Le pasó algo a de Silva?
—No, mi niña, él está bien. Se trata… Se trata de… Camila. Los soldados de Rosas la atraparon, a ella y al curita. Los traen para Santos Lugares.
—¡No, por Dios!
Fiona, abrumada, se dejó caer en una banqueta, con la cabeza entre las manos. La cárcel de Santos Lugares… Nadie salía con vida de allí.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó por fin.
—Eliseo llevó hoy al patrón a Buenos Aires y trajo la noticia. Dice que Rosas está furioso. La familia de ella también. Nadie se anima a hablar en su favor. Ni su madre, ni su padre.
—¡Malditos sean! ¡Malditos cobardes! —Fiona dio un puñetazo sobre la mesa y se puso súbitamente de pie.
—Vamos, Fiona, no te pongas así. Ya verás que todo va a solucionarse y…
—¿Con Rosas de por medio? ¡Ni lo sueñes, María! Ése… ése… Jamás los perdonará. —Hizo una pausa y volvió a sentarse—. ¿Quién es él para perdonar o no a alguien que no ha causado ningún daño? ¡Dios mío! ¡Se cree el dueño de nuestras vidas!
—Fiona, por favor, cállate —rogó María, mientras se aseguraba de que no hubiese ninguna sirvienta cerca. Era más que sabido: ellas y los lacayos y criados eran los espías más eficaces del gobernador. Por eso, siempre estaba enterado de todo.
—¿Sabes algo mas?
—No, mi niña.
—¿Dices que de Silva está en Buenos Aires?
—Sí. ¿Él no te dijo que hoy se marcharía a la ciudad? —le preguntó incrédula.
—No. Jamás me dice lo que va a hacer.
Fiona se levantó con presteza. Estaba decidida a hacer algo. Era obvio, se le notaba en los ojos.
—Vamos, María, iremos a Buenos Aires. Necesito hablar con el gobernador. Si nadie intercede por Camila, yo lo haré.
—¡No, Fiona! ¡Por lo que más quieras, no lo hagas! Lo pondrás furioso, y quién sabe con qué cosas te saldrá. —La criada la sujetaba del brazo, con pánico en la mirada.
Fiona la observó unos instantes, tiempo suficiente para comprender que debía reflexionar acerca de sus arrebatos. Muchas veces había tenido que arrepentirse de ellos; esta vez, el asunto era demasiado delicado. Si actuaba por impulso Rosas sabría rebatirla hábilmente. No, esperaría y pensaría.
—Está bien; vamos a ver qué sucede.
Transcurrieron varios días que estuvo como loca. Hacía casi una semana que Juan Cruz había partido a la ciudad y no regresaría aún. Necesitaba hablar con él. ¿Qué esperaba para regresar? Deseaba consultarlo, preguntarle cuál era exactamente la situación de Camila y Ladislao, qué podían hacer. Estaba inquieta, afligida, y nada la calmaba. Trataba de pasar las horas leyendo, pero no podía concentrarse. Los paseos tampoco surtían efecto. Fue a visitar a Catusha, como siempre, pero no quiso contarle nada. Temió perturbarla más de lo que estaba. Después de todo, la historia de su amiga con el cura era tan clandestina como lo había sido la de ella, treinta años atrás. De todas formas, Catusha consiguió hacerla reír con sus ocurrencias y comentarios, entre inteligentes e infantiles.
Cuando dijo que quería ir a Santos Lugares, donde aún los mantenían presos, Eliseo le advirtió que no lo hiciera: no dejaban entrar a nadie. Armó varios paquetes con ropas limpias y comida fresca. Su imaginación la torturaba; pensaba en el estado lamentable en el que se encontraría su amiga, en medio de una celda fría e inmunda, alimentada con comida de presidiarios, y se desesperaba. Eliseo llevó los paquetes, pero volvieron intactos. La O’Gorman y Gutiérrez tenían prohibido recibir nada.
Finalmente se decidió: iría a Buenos Aires para hablar con de Silva. Ya no podía seguir perdiendo un minuto más; además, la espera terminaría con su cordura.
Un poco a regañadientes, María aceptó acompañarla. Eliseo ofició de cochero, también a la fuerza. Sabía que don Juan Cruz no lo aprobaría. Pero no pudo negarse al pedido de Fiona. Además, sería mejor que la llevara él; de lo contrario, Fiona llegaría a la ciudad aunque fuera caminando.
Entraron a Buenos Aires de noche. La neblina que brotaba por las calles le daba a la ciudad un aspecto fantasmagórico que era un reflejo perfecto del estado de ánimo de Fiona. Era difícil distinguir la luz mortecina de las bujías entre la espesura de la bruma.
Asomó la cabeza por la ventanilla de la volanta. El aire húmedo y frío, que dio de lleno sobre su rostro, la obligó a cerrar los ojos. Volvió a arrellanarse en el asiento. En aquel momento, Eliseo detuvo los caballos; el relincho que soltaron fue tan estruendoso que la asustó. Estaba tan sensible que cualquier cosa la sobresaltaba o la hacía llorar. ¿Estaría volviéndose loca?
Volvió a asomarse por la ventanilla y divisó la casona que de Silva había comprado tiempo atrás, oscura y silenciosa. Parecía abandonada.
—Señora de Silva… —murmuró la sirvienta que les abrió la puerta, con expresión de sorpresa.
—¿Qué pasa, Lucía? —preguntó, enojada.
No esperaba que la recibiera haciéndole fiestas, pero tampoco que se quedara mirándola como si se tratase de una desconocida.
—No, nada, señora.
La mujer reaccionó rápidamente, apartándose de la entrada. Lo que sucedía era que la noticia de la O’Gorman había corrido por la ciudad como reguero de pólvora y todos conocían la amistad entre ella y Fiona. Por eso, cuando la vio ahí…
—¿Por qué está todo tan oscuro afuera? Haga encender los faroles ahora mismo.
Antes de que la sirvienta se dispusiera a cumplir la orden, la detuvo.
—Un minuto, Lucía. ¿Está mi esposo?
—El señor ha dicho que esta noche no regresará a la casa, señora.
La respuesta fue un golpe muy duro. ¿Cómo que no pasaría la noche en casa? ¿Dónde la pasaría, entonces?
—¿No ha dicho dónde estará esta noche? —Se sentía humillada. No soportaba tener que preguntarle a una sirvienta dónde se suponía que dormiría su esposo.
—Pasará la noche en la casa del saladero, en las barracas. Surgió un problema allí y debía estar a primera hora de la mañana.
—Está bien, Lucía. Vaya no más.
Se sintió más tranquila; después de todo, eran cuestiones de negocios las que obligaban a Juan Cruz a pernoctar en otro sitio.
Al rato, después de que hubo guardado el carruaje en la caballeriza, se presentó Eliseo por la puerta que daba al patio de la servidumbre.
—Come algo y más tarde nos llevas al saladero, Eliseo. Necesito hablar con mi esposo esta misma noche.
El olor a carne podrida comenzaba a escocerle la nariz. Sacó un pañuelo y lo colocó sobre su rostro. María ya había hecho lo mismo un momento antes. Fiona se lamentó por el pobre Eliseo; de seguro, se estaría descomponiendo con el aroma hediondo que inundaba el lugar.
Los tablones del puente de Márquez crujieron cuando la volanta los cruzó. Por debajo, el Riachuelo, y, más allá, el saladero más grande de toda la Confederación, el «Esmeralda». Después de que «Las Higueritas», que había pertenecido a Rosas, el «Esmeralda» había pasado a ser el más importante. Cada día se sacrificaban allí alrededor de cuatrocientas cabezas de ganado; muchos kilos de charqui se secaban en otros tantos kilos de sal; cientos de cueros se curtían al sol; más de doscientos empleados trabajaban en sus instalaciones. Era una industria sumamente próspera, y de Silva era su dueño. Todo gracias a Rosas, que en su momento le había prestado el dinero para adquirirlo. Por aquel entonces estaba prácticamente abandonado; parecía desolado, y no había más de quince o veinte cabezas de ganado dando vueltas por el rodeo. Al cabo de dos años era lo que ahora. Lo primero que hizo de Silva fue devolverle el dinero a Rosas; más aún, le ofreció una participación en el negocio. Aunque no aceptó, el Restaurador se sintió halagado por la invitación de su protegido. Pero ya estaba demasiado comprometido con la causa federal y no quería meterse en un problema más. «El que mucho abarca, poco aprieta, Crucito», le había dicho en esa oportunidad, palmeándole la espalda.
Fiona jamás había estado en el «Esmeralda», pero había escuchado mucho sobre él. Era un lugar imponente. Más allá, casi al final de todo, las barracas. Eran varias construcciones de ladrillos blanqueados con techos de paja que parecían un caserío en medio de la pampa.
El sitio estaba bien iluminado. Las farolas enormes permitían vigilar cada centímetro del lugar. Una precaución necesaria para evitar el saqueo nocturno y el robo de animales, muy común en la época. Varios gauchos armados hasta los dientes hacían guardia nocturna apostados en distintos puntos de la propiedad.
Fiona recorrió el lugar con la mirada. A lo lejos, cerca de la barraca principal, había un grupo de peones rodeando el fogón. Vio a tres hombres sentados sobre el espinazo de una vaca, como si se tratase de una banqueta. A sus oídos llegaron los acordes de una guitarra y una voz melodiosa. Los sonidos y las voces de aquellos gauchos se fueron haciendo cada vez más audibles a medida que la volanta se acercaba al cobertizo, hasta que, al llegar allí y hacerse visible, el ruido cesó como por encanto.
Fiona se quedó en el carruaje mientras Eliseo conversaba con uno de los empleados del saladero que se había apartado del fogón para recibirlos. Por el modo caluroso en que se saludaron parecían conocerse. Al rato, Eliseo se asomó al interior de la volanta.
—Niña Fiona, el patrón está dentro de la barraca, reunido con unos hombres.
—Está bien, entremos, entonces.
María prefirió quedarse en la volanta, con el pañuelo en la cara.
A poco de caminar, Fiona se acostumbró al olor. Los empleados la miraban, algunos extrañados, otros con el deseo pintado en el rostro, pero ninguno se animó a dirigirse a ella; era la mujer del diablo. Fiona pasó junto a ellos como si no existieran; sólo quería llegar donde su esposo, estaba ansiosa por verlo.
Por fin, llegaron al lugar donde estaba de Silva.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él, mientras la traspasaba con la mirada. Era evidente que estaba muy enojado—. ¿Por qué la trajiste? —le preguntó a Eliseo, que bajó la cabeza sin saber qué contestar. El criado sabía tan bien como él que era muy riesgoso llegar al saladero; más aún de noche.
—No le diga nada a él, señor de Silva. Yo le pedí que me trajera.
Fiona miró a su alrededor. El lugar era bastante confortable por dentro. Había varios catres y dos mesas enormes en el centro. En una de ellas, de Silva y dos hombres trabajaban sobre unos papeles grandes; parecían planos. El calor que daba la salamandra la reanimó.
De Silva, confundido, no le quitaba los ojos de encima, al igual que los dos hombres que lo acompañaban. Juan Cruz captó la mirada libidinosa de sus empleados.
—Espérenme afuera —ordenó en un tono acerado.
Los hombres abandonaron la barraca con la cabeza baja, conscientes de su indiscreción.
—Tú también, Eliseo.
Se quedaron solos. Fiona sintió que un escozor de placer le recorría el cuerpo. La mirada devoradora de de Silva la hizo estremecerse; sabía que lo había enfurecido yendo basta allí, pero era imperioso que hablaran. Juan Cruz no pensaba lo mismo. Se aproximó, la tomó entre sus brazos y la besó con pasión. Como siempre, la reacción de su esposo la desconcertó; finalmente, se relajó, y una vez más se entregó a él sin ofrecer la menor resistencia.
—Dios mío… —musitaba de Silva—. No había reparado en cuánto te extrañaba, mi amor…
Mientras acariciaba todo su cuerpo, desbordado por el deseo, su boca arremetía contra la de ella. De pronto, comenzó a hundir el rostro en su cabellera, como si quisiera embriagarse con el perfume de su piel. El perfume de su piel… ¿Había algo más excitante para él que el aroma de la piel de Fiona? Esa delicia en su nariz hacía desaparecer como por arte de magia la podredumbre que lo rodeaba. Ella era su solaz, el recreo más deseado después de la faena, el mejor premio después de la lucha.
—Por favor… Señor… Yo…
Sabía que no debía olvidar el motivo que la había llevado hasta ese sitio, pero no lo lograba; no podía deshacerse de la atracción de Juan Cruz. Unos minutos más y de Silva le habría hecho el amor en uno de los catres del cobertizo; pero era imposible, se dijo; sus hombres estaban afuera, junto a Eliseo. Y María estaba aguardando en el carruaje. Debía controlarse.
—¿Qué haces aquí? —susurró sin apartar los labios de los de ella.
—Necesitaba hablar con usted… señor.
Tenía las manos alrededor del cuello de de Silva y sentía las de él ajustándole la cintura. Poco a poco, Juan Cruz la fue apartando.
—¿Qué sucedió? —preguntó preocupado.
—¿Cómo, señor? ¿No sabe usted lo que pasó? Camila… Camila O’Gorman, mi amiga.
—Sí, ya me enteré —afirmó Juan Cruz.
—Tenemos que hacer algo, señor. He venido hasta aquí para pedirle que hable con el gobernador.
De Silva se echó bruscamente hacia atrás y la miró con dureza.
—Debes saber una cosa, Fiona… —Miró al suelo antes de continuar—. Camila está embarazada.
Fiona ahogó un gemido, aterrada. De Silva se acercó otra vez a ella.
—Vamos. Fiona —dijo con pesadumbre—. Mejor será que te lleve a casa.
Juan Cruz entró en el dormitorio de Fiona y la encontró llorando. Estaba sentada en un taburete y su cabeza se movía al ritmo desigual de sus sollozos.
La llamó desde la puerta. La vio girar sobre sí y mirarlo. Entre suspiros, le indicó que pasara.
De Silva se acercó lentamente, como si temiera espantarla, y se acuclilló delante de ella.
—Vamos, Fiona, no llores. Algo haremos por ella.
Fiona lloró con más ganas aún. Juan Cruz le corría los mechones y le secaba las lágrimas con la punta del dedo.
—Es que… Es que… No deseo que… que nada malo… le suceda… Ella es mi mejor amiga, señor.
Por fin, pareció comenzar a calmarse. Juan Cruz la tomó por los hombros, atrayéndola hacia él.
—Vamos, pequeña. Ven; recuéstate e intenta descansar.
No podía verla así. Le rompía el corazón. La recostó sobre el lecho, y le quitó la bata y los escarpines. La tapó con la colcha y la arropó.
Fiona, más tranquila, lo contemplaba absorta. Le gustaba sentir el roce de las manos ásperas de Juan Cruz sobre su cuerpo. Le gustaba observarlo. Le gustaba su expresión cuando le sacaba la bata o la cubría con el rebozo. Le gustaba contemplar sus ojos, perdidos en alguna cavilación que, como siempre, ella no podía descubrir. Le gustaba… Le gustaba su esposo como jamás pensó que le gustaría.
—Mañana mismo hablaré con el gobernador por Camila —dijo él, mientras se sentaba en el borde de la cama—. Ahora, trata de domiir.
La besó en la frente. Fiona sintió que se le erizaba la piel.
—Señor… —lo llamó con la voz congestionada.
—¿Qué, Fiona? —preguntó él desde la puerta.
—Gracias.
—¡Estás loco! —exclamó Rosas. El puñetazo que descargó sobre la mesa hizo temblar a sus edecanes—. ¡Desaparezcan todos de mi vista, ahora! —ordenó después de un momento. Los edecanes y el Padre Viguá se esfumaron, aterrados. Rosas, furibundo, parecía lanzar llamaradas por los ojos.
Sólo Juan Cruz, el promotor de esa furia, permanecía sentado, con gesto indolente y despreocupado. Rosas podía actuar así con todos, menos con él. Lo conocía demasiado y sabía que el dictador solía utilizar la técnica del terror. A él no iba a intimidarlo.
—Empecemos de nuevo —dijo Rosas enojado—. Deseas que libere a la O’Gorman, ¿verdad?
Juan Cruz asintió.
—Y, ¿se puede saber por qué? —continuó Rosas, cada vez más alterado—. No, no. No me digas nada, yo te lo diré. Es por tu mujercita, ¿verdad? Te hizo una escenita de llanto y te conmovió —remató, mirándolo directo a los ojos.
El joven pareció no inmutarse, y eso molestó más aún al Restaurador. Debía aceptarlo, era el único que no se mosqueaba cuando él gritaba.
—Fue ella, ¿verdad? Ella te pidió que vinieras a verme, ¿no es cierto? —insistió Rosas.
Juan Cruz no hablaba. Lo miraba sin pestañear.
—Sí que se te ha metido esa china en la cabeza, ¿eh? Realmente, tengo que reconocerlo, es una de las mujeres más lindas que he visto en mi vida. Puede volver loco a cualquiera, de eso no tengo dudas. A cualquiera, pero no a ti, Crucito. Tú eres demasiado inteligente para dejarte engatusar por un par de ojos lindos.
—No fue Fiona la que me pidió que venga a verlo, don Juan Manuel —mintió de Silva, abandonando el sofá—. He venido por mi propia voluntad —continuó—. No voy a negarle que mi esposa está deshecha con todo esto de la O’Gorman. Como usted sabe, son amigas de la infancia. A pesar de todo, he venido aquí por usted.
—¡Por mí! ¿Por mí, dices? —repitió Rosas, enardecido—. ¡Mira lo que otros están haciendo por mí! —Le arrojó a la cara unos periódicos que tomó de la mesa—. Los que están remarcados con tinta. —Indicó Rosas, fríamente, agitando el dedo en el aire.
De Silva leyó en voz alta.
—«… Ayer un sobrino de Rosas que al principio se dijo ser…» —paso de largo los nombres y siguió—: «… intentó también robarse otra joven, hija de familia; pero se pudo impedir a tiempo el crimen. Cualquiera de los dos, es de la escuela de Palermo, donde en esa línea, se ven y se oyen ejemplos y conversaciones que no pueden dar otro fruto. No pueden, ¡mi Dios!, pues aquello, amigos míos… dejémosle sin más decir». —Terminó de leer y levantó la vista.
—Ése es el maldito de Alsina, en el Comercio del Piala. Ése no me importa tanto, pero, vamos, lee el otro, el del Mercurio —ordenó Rosas.
—«Ha llegado a tal extremo la horrible corrupción de las costumbres bajo la tiranía espantosa del ’Calígula del Plata’, que los impíos y sacrilegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad sin que el infame sátrapa… —De Silva hizo una pausa en este punto y lo miró de soslayo; Rosas tenía la cara encarnada. Siguió leyendo—: … adopte medida alguna contra esas monstruosas inmoralidades.»
—¿Ahora entiendes por qué tengo que mandarla fusilar, Crucito? —Parecía que se había calmado un poco.
—No, aún no comprendo.
Rosas pensó que de Silva disfrutaba provocándolo. Nuevamente, la furia se apoderó de él.
—¡Pero m’hijo! ¡Sí que estás lento hoy!
—Cálmese, don Juan Manuel, cálmese y escúcheme.
De Silva comenzó a caminar con los pulgares enganchados en los bolsillos del chaleco y la mirada fija en el suelo.
—Aunque usted crea que estoy aquí por mi esposa, mi imparcialidad en el asunto está garantizada. No vengo aquí por pedido de ella, sino para aconsejarle que, por su propio bien, no la fusile.
—¿Por mi propio bien? —Rosas lo miró, incrédulo.
—En todo esto hay gato encerrado, don Juan Manuel. Algo que aprendí de usted es que las cosas no son lo que aparentan ser. Siempre he tomado esto como un dogma y no me ha ido tan mal creyéndolo así. Verá, en todo este asunto hay algo que no entiendo.
—No tienes que entender mucho, Crucito. La O’Gorman y el curita estaban más calientes que pava al fuego y se fugaron. Eso es todo…
—Eso lo entiendo. En realidad, lo que no comprendo es esto —replicó, blandiendo los periódicos.
—Ahora el que no entiende soy yo —Rosas lo miró ceñudo.
—Es evidente. A usted lo están azuzando para que la fusile, para luego volverse en su contra, argumentando que es un monstruo sin piedad que ni siquiera se compadece de una pobre niña.
—Pero, ¿no has leído esos artículos?
—Sí, pero ninguno de ellos se pronuncia sobre cuál debería ser el castigo a impartir. Se limitan a hablar de una reprimenda sin decir cuál ha de ser. Eso lo dejan, taimadamente, en sus manos.
Rosas se había llevado la mano al mentón y caminaba por la habitación con la mirada fija en el suelo. No había pensado en esa posibilidad.
—Además, don Juan Manuel, la O’Gorman está encinta; eso lo compilca todo aún más —concluyó de Silva.
—No sé, Crucito, no sé. Lo que hizo esa estúpida es demasiado. Me parece que la única salida que queda es fusilarla. Toda la Confederación está furibunda con el comportamiento de esos dos idiotas. ¿Qué puedo hacer yo?
—No la fusile, don Juan Manuel. No lo haga.
Fiona estaba decidida, iría ella misma a ver al gobernador. De Silva se había reunido con él días atrás y no había logrado nada. No podía quedarse de brazos caizados; algo debía hacer, alguien debía hablar.
Llegó a Palermo y se encontró con decenas de personas que hacían cola en las galerías, a la espera de que se les concediera una audiencia con el gobernador. Algunos hacía días que estaban allí; dormían sobre jergones de paja y comían las provisiones que habían llevado. Fiona sintió pena por ellos, pero su causa era más importante.
Una de las negras sirvienta de Rosas la llevó donde Manuelita, que atendía a unos invitados en el salón principal. Sin importarle mucho sus huéspedes, se levantó del canapé y se encaminó al encuentro de Fiona.
—¡Fiona, querida! ¡Qué alegría que hayas venido! —dijo, mientras le tomaba delicadamente las manos.
—Para mí también es una alegría volver a verte, Manuelita, pero el motivo que me trae a esta casa es más que triste.
—¿Qué sucede, Fiona? —preguntó Manuelita con fingida ingenuidad.
En un primer momento, Fiona sintió furia. ¿Acaso Manuelita no conocía la estrecha relación entre ella y Camila? ¿De qué otra cosa vendría a hablarle? Trató de calmarse.
—Como sabrás, Manuelita, Camila está presa. Por ese asunto de…
—¡Oh, sí, claro! —se apresuró a exclamar la hija de Rosas—. En realidad, pensé que venías a buscar a Crucito.
—¡Ah! Mí esposo ya está aquí… —Fiona, sorprendida, trató de disimular lo mejor que pudo.
Obviamente, Fiona había viajado hasta la quinta de Palermo sin hacérselo saber a de Silva, que jamás le habría permitido ir a hablar con Rosas. Pero ya estaba a pocos metros de quien podía decidir sobre la vida o la muerte de su mejor amiga, y no se echaría atrás por Juan Cruz. En todo caso, después soportaría su ira en La Candelaria.
—Llegó esta mañana, muy temprano. Está en el estudio, con tatita, discutiendo unos asuntos de las estancias, o algo así.
—Manuelita, ¿podré ver a tu padre… ahora? —se animó a preguntar, a pesar del miedo que la embargaba. Sabía que no era fácil llegar al gobernador.
—Por supuesto, Fiona.
Manuelita la guió a través de la inmensa casona. Había sido construida según el típico diseño de las casas españolas con reminiscencias árabes, en las que las habitaciones daban a varios patios centrales. Fiona, subyugada por el estilo francés de La Candelaria, pensó que nunca más volverían a gustarle aquellas antiguas construcciones coloniales.
Después de cruzar varios salones y dejar atrás a más de quince personas, las dos mujeres llegaron a la puerta del estudio del gobernador. Desde afuera, se podía escuchar claramente la voz de Rosas. Fiona sintió que las piernas le temblaban y, por un instante, dudó en entrar. Pero no podía permitirse miedos. Respiró profundo e ingresó detrás de Manuelita.
—¡Fiona! —exclamó Juan Cruz, sorprendido.
Era la primera vez que ella percibía cierto pánico en la voz de su marido.
—¡Fiona! ¡Qué grata sorpresa! —Rosas se aproximó a ella, la tomó por los hombros y la besó en la mejilla—. ¡Qué bella estás esta tarde! Ahora, yo me pregunto, como tú, una joven tan hermosa, has podido enamorarte de un fulero como Crucito.
El comentario del gobernador la hizo reír. Miró de reojo a de Silva y pensó que, sin ser bello, tampoco era feo. Por lo menos, no para ella.
De Silva la miraba con dureza, conteniendo la respiración. La visión de las manos enormes de Rosas sobre los hombros diminutos de su mujer le provocó un estremecimiento. «No, Fiona, por amor de Dios, no lo hagas», pensó.
—Gracias por recibirme, señor gobernador. Lo aprecio mucho; sé lo ocupado que usted está —dijo, sin mirarlo.
Rosas le quitó sus manazas de encima y eso la tranquilizó.
—Aquí me tienes, querida. Tu esposo siempre me trae problemas para resolver. En realidad, prefiero verte a ti y no a él; tú eres mucho más bella —se rió.
De Silva, mudo, expectante, sentía deseos de matar a Fiona.
—He venido señor…
—Todavía no te he preguntado a qué has venido, niña —Rosas la paró en seco.
—Tatita… —musitó Manuelita, avergonzada.
—Fiona, mejor me esperas en el carruaje… —intervino Juan Cruz—. Yo ya…
—De ninguna manera —lo interrumpió Rosas—. Evidentemente, ella ha venido a hablar conmigo, no a buscarle a ti, Crucito. No se irá sin explicarme el honor de su visita.
—He venido a pedirle que libere a Camila O’Gorman —dijo Fiona sin vacilar.
—¡Ah, con que el asunto de la O’Gorman! —comentó Rosas, como si no hubiese sabido desde el primer momento que ella había ido a Palermo para eso—. ¡Pero, hija, pensé que era algo más grave!
—¡Más grave! ¡Más grave, dice! —Fiona sabía que estaba gritando y que era inútil lamentarse: la indignación le había hecho perder el control.
De Silva no soportó más y decidió tomar el toro por las astas. Se acercó a su esposa y la asió por el codo dispuesto a sacarla de allí.
—Vamos, Fiona.
—No, Crucito. Voy a escuchar lo que tu mujercita tiene para decirme, hasta el final —lo desautorizó Rosas.
Fiona no entendía que Rosas se había propuesto sacarla de las casillas para humillarla; era demasiado malicioso para una mente tan candida como la de ella. De todos modos, al percibir que de Silva, resignado, le soltaba el codo, tomó coraje otra vez.
—Señor gobernador —intentó un tono menos displicente—. Como ya le dije, vine a pedirle, a rogarle si es necesario, que libere a Camila. Ella no ha hecho nada malo, no ha perjudicado a nadie, señor. Es una joven de gran corazón y buenas intenciones. Su hija Manuelita puede decírselo, son amigas… —Giró la cabeza, pero Manuelita ya no estaba allí. Tragó saliva—. Como le decía. Camila es una buena persona, muy federal, siempre ha defendido la causa. Su divisa punzó era una de las más grandes que yo haya visto, siempre la llevaba puesta. Además, ayudaba en la Iglesia del Socorro…
—Lo sé —la interrumpió Rosas—. Justamente allí fue donde comenzaron los amores con el sacrílego de Gutiérrez.
—Se lo suplico, señor… Por lo que más quiera en el mundo, déjela vivir.
El llanto ahogó sus últimas palabras. Demudada, se acercó a Rosas y lo tomó de las manos.
—Déjela vivir, por favor… A ella y a su hijo —repitió entre sollozos.
El dictador la miró fijamente. En ese momento comprendió el amor que su protegido sentía por la jovencita. A él mismo le habría gustado llevarla a la cama.
—No, Fiona. No lo haré.
Rosas dio media vuelta. Se sentía apenado por tener que decírselo así, tan frontalmente.
—¡Ella no ha hecho nada malo! ¡Por Dios! ¡Quién es usted para decir quién debe morir o quién debe vivir!
De Silva se estremeció; ahora sí, todo estaba perdido.
—¿Tienes idea de lo que tu amiguita ha estado haciendo con ese cura todo este tiempo? ¿Tienes la menor idea, Fiona? —Rosas se había vuelto y le gritaba en la cara.
—Eso a usted no le importa —dijo ella, en voz baja pero firme.
—Don Juan Manuel, mejor será… —intervino Juan Cruz.
—¡Cómo que eso no me importa! ¡Todo lo que suceda en la Confederación me importa! —bramó Rosas sobre el rostro de Fiona. La audacia de la joven lo sacaba de quicio.
—Ése es un tema privado entre ella y el señor Gutiérrez —insistió Fiona.
—Estás muy equivocada, niña. Ellos han atentado contra las buenas costumbres, contra el honor y contra Dios. Yo tengo que…
—¿Usted es capaz de hablarme de buenas costumbres, de honor, de Dios? ¿Usted? ¿Usted, que hace más de diez años mantiene a su barragana Eugenia dentro de esta casa como si fuese sólo una sirvienta?
Nadie se había atrevido a tanto. Rosas no dudó un instante.
—¡Sácala de mi vista, Juan Cruz! ¡Sácala ya, antes de que me olvide de que es tu mujer!
De Silva tomó a Fiona por el brazo y la sacó a rastras de la habitación.
El gobernador los siguió con la mirada. Cuando hubieron desaparecido de su vista se acercó a la puerta y la cerró de un puntapié. Luego, ya junto a su escritorio, tomó un tintero de bronce y lo arrojó contra el bargueño, estaba fuera de sí. Herido en su orgullo, humillado en su propia casa, y nada menos que por esa estúpida Malone. Ahora sí, el momento había llegado. Los malditos Malone se enterarían de quién mandaba en la Confederación.
Juan Cruz arrastró a Fiona a través de los patios de la casona de Rosas y en un momento estuvieron afuera. Bruscamente, la obligó a subir a su coche y la depositó en el asiento como si fuera un saco de papas.
Le hizo una seña al cochero que había traído a Fiona para que los siguiera. El hombre lo miró confundido, pero no se atrevió a preguntar. Por fin de Silva trepó a la volanta y cerró la portezuela de un golpe. Fiona dio un respingo y se acurrucó en el otro extremo, lo más lejos posible de su marido.
Se escuchó la orden del auriga y el sonido del látigo, y los caballos se pusieron en marcha hacia La Candelaria. Juan Cruz, sentado frente a su esposa, miraba por la ventana sin pestañear, con el gesto tenso. Estaba agitado y tenía la frente perlada por el sudor.
—¿En qué mierda estabas pensando cuando se te ocurrió venir a ver a Rosas? —bramó de Silva súbitamente.
Fiona tembló; se hizo para atrás y se hundió en el cojín del asiento. Tenía deseos de llorar y le costaba mucho contenerse. Aunque no era la furia de su esposo lo que más la atemorizaba; temía que su reacción arrebatada con el gobernador hubiese empeorado la situación de Camila.
—¡Contéstame! —vociferó nuevamente Juan Cruz.
—¡En salvarle la vida a mi amiga! ¡En eso estaba pensando! —gritó Fiona más fuerte que él. Su voz sonó firme y eso la llenó de valor. Se incorporó y lo enfrentó. Se sostuvieron la mirada; tenían los rostros desencajados, rojos de cólera.
Juan Cruz, lanzó un resuello de hartazgo y se tiró para atrás, apartando la vista de su mujer.
—Con la escenita que te montaste recién terminaste de enterrar a tu amiga —dijo de Silva al cabo, en un tono más calmo, aunque lleno de sarcasmo.
Al escuchar esas palabras, Fiona sintió como si le asestaran un golpe en el pecho. Por un instante, le faltó el aire; se formó un vacío a su alrededor y no escuchaba ni veía nada. Todo se había vuelto oscuro en torno a ella.
De Silva notó que su esposa empalidecía y que respiraba con dificultad. Tenía los labios morados y la mirada vidriosa. Prestamente, Juan Cruz se sentó a su lado y le tomó las manos heladas.
—¡Fiona! ¿Qué te pasa? —La tomó por los hombros y la sacudió.
La joven no reaccionaba; sus ojos, excesivamente abiertos, habían perdido su brillo natural. Él continuaba llamándola, pero Fiona no respondía.
Juan Cruz abrió una pequeña puerta bajo la ventanilla y sacó una botella. Le quitó el corcho con los dientes y la acercó a la nariz de su esposa. El olor fuerte de la bebida la inundó, y comenzó a respirar ruidosamente.
—Toma un trago de esto, vamos… —Juan Cruz le acercó la botella a los labios y vertió un poco del líquido en su boca. Fiona sintió que se quemaba por dentro. De todos modos, la bebida la ayudó; al rato había superado la crisis, aunque estaba muy mareada.
De Silva la atrajo hacia su pecho y la envolvió con sus brazos. Ella aún temblaba y sus manos seguían frías.
Al sentir la ternura de su esposo, Fiona se largó a llorar como una magdalena. De Silva la apretujó más aún y comenzó a susurrarle palabras de consuelo.
Juan Cruz se maldijo por haberle dicho eso y deseó poder volver el tiempo atrás. No soportaba verla así; quería que el sufrimiento de su pequeña Fiona terminara rápidamente, que se esfumara, y que ella volviera a sonreír. Pero no lo conseguía, no sabía cómo hacerlo; nunca había sentido la impotencia que lo abrumaba en ese momento. ¿Impotencia él? Nada le resultaba imposible para provocarle esa sensación; él podía con todo. Pero Fiona… Fiona siempre le hacía vivir cosas nuevas.
—Por… por mi culpa… la… la va a matar… —dijo la joven, entre palabras ahogadas.
—No, pequeña. Tú no tienes nada que ver en este asunto.
Fiona permaneció callada un momento. Quería calmarse para hablar con de Silva. Necesitaba conocer las consecuencias de su exabrupto con el gobernador.
—Usted me dijo recién que yo había terminado de ente…
—Lo dije en un momento de rabia —la interrumpió de Silva—. No es cierto; olvídalo ya —le pidió.
Juan Cruz pensó que, en realidad, tendría que reprenderla por lo que había hecho en casa de don Juan Manuel. Presentarse así en el estudio del gobernador, mediar por la O’Gorman, echarle en cara a Rosas que él no tenía autoridad moral para juzgar a Camila… ¡Dios Santo! Sintió frío al recordar lo que su esposa acababa de hacer. Sin embargo, debía aceptarlo, se sentía orgulloso de ella; era la mujer más valiente que había conocido. Finalmente, de Silva decidió dejar la reprimenda para otro momento.
Si bien Fiona ya se había calmado, continuaba apoyada sobre el pecho de su esposo, entre sus brazos. No quería que Juan Cruz dejara de abrazarla; así se sentía segura y tranquila, sensaciones que hacía días no experimentaba, desde que los soldados tomaran prisioneros a Camila y a Ladislao.
Fiona suspiró, y de Silva le besó la coronilla. En ese momento, mientras escuchaba los latidos del corazón de Juan Cruz, y sentía sus fuertes manos alrededor de su cintura le pareció que todo estaba bien.
De Silva dejó pasar unos días antes de volver a Palermo para hablar con Rosas y pedirle disculpas. Aunque sabía que Fiona tenía razón, también era consciente de que su genio impulsivo la había llevado a obrar de la peor manera. Sentía que debía recomponer las cosas. Conocía demasiado bien al Restaurador para dejarlas libradas al azar. Y a pesar de que Camila y Gutiérrez seguían con vida, por nada del mundo mencionaría el asunto.
—¡Crucito! —exclamó Rosas al verlo traspasar la puerta de su estudio.
—¡Viva la Santa Federación! —proclamó Juan Cruz mirando a los edecanes, que le contestaron lo mismo, al unísono.
—Don Juan Manuel —le extendió la mano—. Necesito hablar con usted, en privado.
—¡Reyes! Despacha a los escribientes; que continúen con el trabajo en la otra sala.
—Sí, señor —susurró el hombre, al tiempo que hacía una seña a los jovencitos sentados en torno al escritorio.
Rápidamente, todos dejaron la habitación. Rosas se acercó al canapé donde dormía el Padre Viguá y le propinó un puntapié en las asentaderas.
—¡Fuera de aquí, perro pulgoso! —gritó.
El idiota salió despedido del sillón.
—¡Vamos! ¡Fuera de aquí he dicho!
Cuando quedaron solos, el gobernador lo invitó a hablar.
—Ahora sí, Crucito, dime qué te trae por aquí.
—En nombre de mi esposa, don Juan Manuel, he venido a pedirle disculpas por la escena del otro día.
Rosas lo miró fijamente unos instantes. Juan Cruz le sostuvo la mirada. El dictador bajó el rostro y comenzó a caminar por la habitación.
—Y, ¿por qué no ha venido ella misma?
—Está indispuesta; pero me ha pedido que venga personalmente a entregarle esta carta y a rogarle su perdón. Sabe que se comportó como una caprichosa y una maleducada.
De Silva sacó de su levita un sobre lacrado y se lo entregó a Rosas.
Había resultado imposible arrastrar a Fiona a casa del gobernador. Se había puesto como loca cuando Juan Cruz le ordenó que lo hiciera, y por más que la amenazó de mil maneras, no consiguió nada. Tan sólo le arrancó unas palabras escritas, lacónicas y falsas, en las que le pedía perdón.
—Está bien —dijo Rosas, después de leer en silencio la esquela—. Pero déjame decirte, Juan Cruz, que tienes una mujer muy peligrosa a tu lado. Una mujer que puede llevarte a la perdición si no la controlas. Es más: si no le enseñas a comportarse, conseguirá arruinarte. Se parece a la O’Gorman con todas esas estupideces románticas. —Rosas, muy serio, no le quitaba los ojos de encima a de Silvia—. No sólo es una malcriada. Además, está llena de las ideas unitarias del abuelo.
—¿Ideas unitarias? ¿De qué habla, don Juan Manuel? No, Fiona es fiel a la causa federal. ¿Usted cree que me habría casado con ella si hubiera dudado por un instante de su lealtad a la causa? No, mi esposa es tan federal como yo. Reconozco que es una joven díscola e impulsiva y, en ocasiones, no siente lo que dice; pero de ahí a ser unitaria… No, don Juan Manuel, se lo juro. Lo que sucede es que Fiona adora a Camila. Son como hermanas, se criaron juntas, usted lo sabe; y todo esto la tiene muy mal. Pero nada más que eso. Nada más…
Rosas percibió que su protegido sentía miedo. ¿Tanto amaba a esa jovencita que era capaz de urdir esa mentira para hacerle creer que ella estaba arrepentida y bregaba por su perdón?
—Sé que su abuelo es lector asiduo de los diarios de Montevideo y Santiago. Tiene algún contacto en el exterior y así los consigue. Su familia jamás participa de las tertulias federales; en cambio, siempre anclan de amigos con todos los que tengo tildados de asquerosos unitarios. Mi cuñada dice que llevan las divisas federales más pequeñas de toda la Confederación, que hay que revisarlos con lupa para descubrírselas.
Aunque no lo mencionó, Rosas tenía muy fresca en su memoria la rebelión del cuarenta. No podía olvidar que Malone había ayudado a muchos unitarios a cruzar a Montevideo o a llegar a Chile; una espina clavada en el costado que desde hacía muchos años el gobernador deseaba arrancar.
—Entonces, Crucito, ¿qué puedo pensar de todo eso? Después, su nieta irrumpe en mi escritorio y me insulta y me agravia como nadie jamás se atrevió a hacerlo. Es demasiado, ¿no crees? —Tomó por los hombros a Juan Cruz y se los apretó hasta hacerle doler los huesos—. Entiende que por mucho menos la habría mandado fusilar. Pero estás tú en el medio y por eso no haré nada.
La afirmación de Rosas sonó a mentira en los oídos de de Silva.