Capítulo 11

Fiona ya no aguantaba más así, tan quieta. Hacía más de una hora que posaba para un retrato y para una miniatura. Su esposo había convencido a uno de los artistas más afamados de la época, Enrique Pellegrini, para que la pintara e hiciera para él su miniatura en marfil con marco de oro y brillantes engarzados. En realidad, Pellegrini había abandonado la pintura para radicarse en un campo de Cañuelas. Pero nadie podía negarse a un pedido de de Silva, que, por otra parte, cuando él le pidió una fortuna por los retratos aceptó el precio sin chistar.

—Es usted más bella de lo que se comenta, señora de Silva.

Fiona se limitó a sonreír.

—El señor de Silva me pidió que le diera clases de dibujo y pintura —comentó Pellegrini—. Lamentablemente, será imposible. Yo ya me he retirado. Sin embargo, si usted me lo permite, puedo recomendarle un discípulo mío que vendría a darle clases encantado.

—Está bien —respondió Fiona sin demasiado entusiasmo. En realidad, ella no deseaba clases de dibujo; eso era algo que Juan Cruz había decidido para llenar su tiempo.

—Unos minutos más, señora, y la dejaré en libertad. Mi plan es llevarme estos trazos a mi atelier terminar las pinturas allí.

—Muy bien —dijo Fiona.

—Calculo que más o menos en un mes estarán terminadas. Yo mismo las traeré hasta aquí.

—Es usted muy amable, señor Pellegrini.

Fiona se sentía vacía sin sus clases, sin sus alumnos. Y aunque en ocasiones había ido a la casa de algunos de ellos a enseñarles algo, finalmente tuvo que resignarse; no por ella, sino por las súplicas de las madres que, aterrorizadas, temían ser descubiertas. La orden del patrón había sido: «no hay escuela». Y ella, poco a poco, se estaba acostumbrando a la idea.

Pasaba las tardes leyendo en la biblioteca, que era completísima; había libros más que prohibidos en la Confederación y, así y todo, de Silva los conservaba. Leyó las obras completas de Shakespeare, Graziella de Lamartine y tantos otros. La complacía como nada tomar el té con Catusha y pasar la tarde en su cabaña. En ocasiones, su amiga parecía olvidarse de ella y se internaba en el jardín para dedicarse a sus plantas y flores. Fiona la contemplaba largo rato y hasta eso le resultaba placentero. Algunas veces, Catusha cantaba viejas canciones en inglés, con una voz muy dulce y afinada. Le gustaba escucharlas; eran las mismas que entonaba su abuela en las fiestas familiares o en Navidad.

El salón azul se había convertido en uno de sus favoritos. Era un sitio especial, lleno de luz por la tarde. Desde allí, el paisaje del parque se apreciaba en toda su extensión y ella, mientras tocaba el piano, no apartaba la vista del verdor; se pasaba horas practicando los scherzos que conocía y las melodías que más le gustaban. A veces visitaba la cremería, que iba viento en popa. A pesar de que había sido su iniciativa, el establecimiento ya no le pertenecía; Candelaria era ama y señora allí. Pero eso no le molestaba; no pretendía pasar el día entero entre leche y quesos.

De pronto, su vida social adquirió un ritmo y una intensidad vertiginosos. Casi todas las semanas concurría a Buenos Aires junto a de Silva a alguna tertulia. No pudo evitar asistir algunos miércoles al tradicional té de Manuelita, y aunque odiaba esas reuniones, la hija del gobernador le resultaba más que encantadora; tenía cierta candidez que contrastaba con lo tosco y ladino de su padre. Manuelita le brindaba atención especial cuando la recibía y nunca dejaba de decirle que la sentía como una hermana muy querida. En las pocas ocasiones en que se cruzó con Rosas en la quinta de Palermo se limitó a intercambiar con él un saludo formal y frío. Apenas lo veía, sentía el fuerte impulso de cantarle unas cuantas verdades, y si se contenía era porque no deseaba incomodar a Manuelita, y menos aún a de Silva.

Esa noche había una fiesta muy importante en lo de Domingo Riglos, una de las personalidades más destacadas de Buenos Aires, y Juan Cruz parecía notablemente interesado en concurrir. Le había ordenado a Fiona que se hiciera confeccionar el mejor de los vestidos, y para él había encargado un lujoso frac.

Fiona suspiró con hastío: era hora de ir a arreglarse. Pronto llegaría de Silva, y como era escrupulosamente puntual, querría salir con tiempo por si se les presentaba algún inconveniente en el camino.

Comenzó a subir las escaleras y, antes de llegar al descanso, escuchó la voz de su esposo que daba algunas indicaciones, seguramente a Celedonio. Se detuvo y permaneció unos instantes escuchándolo, como hechizada; estaba profundamente cautivada por él, y ya no tenía sentido tratar de ocultarlo. De Silva había conseguido metérsele en la mente y en el corazón, hasta convenirse para ella en el centro de todo. Había comenzado odiándolo y había terminado… Eso que sentía, ¿era amor? ¿Aquello de lo que siempre le había hablado aunt Tricia? ¿Aquello que ella nunca había experimentado con ningún otro? Todos le habían parecido demasiado poco hombres. En cambio, Juan Cruz, con su cuerpo hermoso, su rostro masculino, sus maneras algo torpes, su sonrisa, su furia devastadora, su cabello lacio y negro, era la virilidad hecha carne. Reprimió un gemido al recordarlo sobre ella, haciéndole el amor.

Cuando escuchó sus pasos firmes sobre el mármol de los primeros peldaños, subió corriendo los últimos escalones. Parecía una chiquilina escapando así de él, pero prefería ocultarse de su mirada en ese momento. Su mirada. Pensó que ni en cien años podría acostumbrarse a ella. A veces, iracunda, parecía quemarla; otras veces, excitada, parecía querer devorarla; y cuando era indiferente la llenaba de desasosiego, y ella sentía que algo muy importante le faltaba. ¿Qué había hecho de ella ese hombre? Ya casi no dormía si no era en sus brazos. Sentía vergüenza por eso, pero muchas veces el deseo turbaba de tal forma su pensamiento que ella misma se escabullía por la puerta común, y se metía furtivamente entre las sábanas de él. Y ésas eran las veces en las que más loco de pasión se volvía, hasta hacerla gritar de placer. Sólo así Fiona lograba dormir en paz.

Cuando entró en su dormitorio, María ya tenía todo dispuesto. El vestido sobre la cama, las joyas sobre el tocador, y los escarpines de satén prolijamente acomodados en el suelo.

—Vamos, apresúrate, todavía debes tomar tu baño —la apremió la sirvienta.

El agua estaba demasiado caliente para una tarde de verano, pero al cabo de unos minutos su cuerpo se habituó hasta tal punto a la temperatura que, mientras María la enjabonaba, comenzó a adormecerse.

El ruido de la puerta al abrirse la despabiló. Era Juan Cruz.

—María, déjeme unos instantes con mi esposa.

La sirvienta se escabulló mansamente.

Juan Cruz cerró la puerta tras de sí, se aproximó a la tina, y se acuclilló frente a ella. Fiona se irguió y se quedó mirándolo expectante.

—¿Qué desea, señor? —preguntó—. Siguió con sus ojos los de de Silva y el rostro se le arrebató cuando descubrió que la túnica de liencillo que usaba para bañarse se ajustaba a sus pechos y los ponía claramente en evidencia.

—Te he visto con menos ropa que ésta, Fiona —dijo Juan Cruz cuando descubrió su rubor.

—Señor… por favor… —suplicó ella.

—No me pidas que no te mire cuando lo único que deseo en este momento es llevarte a la cama, querida.

Fiona tuvo que esconder sus manos bajo el agua para que Juan Cruz no descubriera que le temblaban.

—Muchas veces no se puede hacer lo que se desea, ¿no crees?

—No para usted, señor. Usted siempre hace lo que quiere.

De Silva rió. Le acarició la mejilla húmeda y la contempló con ternura.

—Sólo vine a avisarte que esta noche nos quedaremos en Buenos Aires.

—¿En casa de mi abuelo? —preguntó entusiasmada.

—No; he comprado una casa en la ciudad. Allí nos quedaremos.

Pudo adivinar el desencanto en su mirada. Esta vez, sin embargo, Fiona no hizo un escándalo. Desde hacía un tiempo estaba más tranquila, más mesurada, parecía otra; a pesar de que la picardía y la sagacidad no la habían abandonado. Él la prefería así, como la niña rebelde e inteligente que había conocido, la de las respuestas filosas y las miradas desafiantes.

—Está bien —aceptó por fin con tono desilusionado.

De Silva se incorporó y abandonó la sala de baño.

—Puede pasar, María —lo escuchó decir.

Al entrar en la casa de los Riglos del brazo de su esposo, Fiona no supo que fueron muchos los que suspiraron, y no pocas las que la contemplaron con envidia.

—Está usted hermosísima, mi querida —dijo el anfitrión al recibirla. Don Riglos era un buen hombre, muy amigo de su abuelo. La había visto crecer y siempre había sido cariñoso con ella y con su hermana. Fiona pensó que no era más que una zalamería. Sin embargo, don Domingo Riglos nunca había sido más sincero en su vida. Realmente estaba deslumbrante. El vestido de seda blanca, como dibujado sobre sus curvas, parecía parte de su propia carne. Los senos, que asomaban sugestivamente tras el escote del traje, daban un toque de voluptuosidad a su figura menuda. Las mujeres observaban atentas su peinado. Recogido en la coronilla, su pelo caía como una cascada sobre su espalda en cientos de tirabuzones. Y entre medio del tocado, miríadas de perlas pequeñas descendían desde la parte más alta hasta perderse entre los confines de los bucles, dándole un toque de magia a la cabeza más bella de la fiesta. Sus ojos azules resaltaban al contrastar con su piel traslúcida semejante a la seda del vestido.

Juan Cruz se sentía orgulloso. La actitud de Fiona, que bastante insegura y algo trémula se aferraba a su brazo, lo colmaba de felicidad. Ella era su mayor tesoro, su joya más preciada.

Mientras se internaban en el salón atestado de gente, Fiona miró a su esposo con disimulo. El frac le sentaba a las mil maravillas. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, tal como a ella le gustaba. Fiona atisbo hacia un costado y se encontró con los ojos de Clelia posados insolentemente sobre el rostro de Juan Cruz. «Te mataré si te atreves siquiera a bailar el minué con él», pensó, con los dientes apretados.

Pronto supo el interés especial que llevaba a de Silva a esa tertulia. Al llegar Rosas acompañado por su hija, Juan Cruz salió a su encuentro y se perdieron en medio de un grupo de comerciantes ingleses que acababan de arribar de Londres. Fiona se preguntó cómo harían para entenderse con los londinenses si ninguno de los dos hablaba inglés. Pensó que podría ofrecerse como traductora, pero en seguida se arrepintió: era una idea demasiado osada. Al poco rato apareció George Thomas, el director del British Packet: él oficiaría de intérprete.

Entre la concurrencia no descubrió a nadie que no hubiese visto en las otras tertulias. Los Arana, los Coloma, los Anchorena, los Martínez de Hoz, los Mansilla… Siempre la misma gente. También estaban Imelda y su prometido. Fiona se alegró mucho de ver a su hermana. Era extraño, pero ahora sentía que algo muy distinto las unía. Pensó que, paradójicamente, la distancia había logrado acercarlas. Habían pasado más de siete meses desde su partida del hogar de su abuelo, y la lejanía y las cosas vividas en La Candelaria habían obrado un cambio muy profundo en ella. Ya no era la misma Fiona de antes.

Suspiró largamente. Era cierto, todos estaban allí, pero faltaba la única persona que tenía deseos de ver. Camila O’Gorman. Hacía más de tres meses se había escapado junto a su curita tucumano y nadie sabía de ella. Su familia, avergonzada por el comportamiento de su hija, se había recluido en la estancia de la Matanza. Sus hermanas ya no asistían a las tertulias y el prometido de Clara, una de las más chicas, la había dejado plantada al pie del altar. Fiona no podía creer el comportamiento absurdo de los O’Gorman, pero conocía de sobra la realidad anquilosada de la sociedad en la que vivían; nunca nadie les perdonaría la indecente hazaña de Camila. Ella misma se sentía un tanto desplazada esa noche; cada vez que se acercaba a algún grupo de mujeres, éstas dejaban de conversar y la miraban fríamente y de reojo. Todo Buenos Aires sabía que Camila y ella eran amigas inseparables; por lo tanto, sospechaban que Fiona conocía su paradero. Fiona no sabía nada. Lo único que sabía, en realidad, era que estaba muy contenta por su amiga; Camila amaba a Ladislao y sería feliz junto a él. Eso le parecía lo único importante.

—¡Fiona!

La voz de misia Mercedes la volvió a la realidad.

—¡Tanto tiempo, querida!

La mujer le tomó las manos y la alejó del bullicio para poder conversar. Siempre era un placer platicar con ella.

La tertulia se desarrollaba normalmente. De Silva, Rosas, y otros estancieros porteños, no se apartaban del grupo de comerciantes londinenses. De todas maneras, eso no le impidió a Juan Cruz vigilar a su mujer; sabía que podía ser una presa apetitosa para más de uno esa noche, en especial para Palmiro Soler, que no le había sacado los ojos de encima desde que la vio trasponer la puerta principal. El mazorquero no era hombre de darse por vencido fácilmente.

Juan Cruz interrumpió su conversación con los ingleses cuando sorprendió a Fiona bailando el minué con Soler. Sintió que la yugular comenzaba a latirle. Maldito Soler. En un momento advirtió que la rozaba innecesariamente y, peor aún, que sus ojos escudriñaban ávidamente el escote de su esposa. En el primer cambio de pieza, se la arrebató de las manos.

—Si me permite, estimado Soler… No he podido disfrutar de mi esposa en toda la noche.

La tomó por la cintura, la hizo girar en el aire y se la llevó lejos de allí.

—Gracias por salvarme, señor —dijo Fiona, divertida.

—¿Por qué aceptaste bailar con él, entonces? Conmigo no tuviste demasiados reparos en lo de Mercedes Sáenz aquella vez.

El tono de su voz la desconcertó. ¿Estaba celoso?

—Usted no tiene mucho que reprocharme, señor de Silva. No hay tertulia en la que no baile con esa estúpida de Clelia.

—¿Estás celosa, Fiona Malone?

—Ni lo sueñe, de Silva. Sólo digo que usted no tiene autoridad moral para recriminarme con quién bailo porque usted no elige demasiado bien a su compañía.

Estaba furibunda y eso lo fascinaba.

—¡No puedo creerlo! Tú me dices «gracias» por salvarte de Soler y ahora resulto ser yo el que elige mal sus compañeras de vals.

—Mire, señor, que yo no haya podido negarme a Soler porque desde que llegué ha estado asediándome, no es mi culpa. En todo caso es culpa suya. Sí, suya —repitió con vehemencia cuando Juan Cruz alzó las cejas, sorprendido—, por haberme dejado tanto tiempo sola. De todas formas, eso no significa que Clelia Coloma no sea la mujer más melindrosa, afectada, vacua, estúpida… ¡Uyy!

Dio media vuelta y se dispuso a dejar el salón.

—¡Ey, detente! —Juan Cruz alzó la voz involuntariamente y, aferrándola por el brazo, la hizo volver sobre sus pasos—. No volveré a dejarte sola esta noche. Eres demasiado hermosa para andar por ahí sin mí —musitó cerca de su rostro, y la besó en la mejilla.

Tal como había prometido, no volvió a separarse de ella en lo que duró la fiesta. Soler tuvo que conformarse con contemplarla como si se tratase de una obra de arte en un museo.

Al día siguiente, cuando Juan Cruz entró en su casa nueva de la ciudad se encontró con que Soler, sentado en el sillón de la sala, conversaba animadamente con Fiona. Hablaba en un tono bajo y meloso, y sonreía todo el tiempo.

Fiona advirtió en seguida la expresión de enfado que ensombrecía el rostro de Juan Cruz.

—Buenas tardes, señor —lo saludó mientras se incorporaba—. Soler lo está esper… —se interrumpió, incómoda, al darse cuenta de que su marido no le prestaba la menor atención.

Juan Cruz estiró la mano hacia el visitante.

—¿Qué lo trae por aquí, Soler? —preguntó, en un tono deliberadamente neutro.

—¿Cómo está usted, de Silva? Antes que nada, lo felicito por su nueva casa; es muy confortable.

Juan Cruz se limitó a hacer un movimiento casi imperceptible con la cabeza.

—Lo que me trae por aquí es algo que desde hace tiempo le vengo comentando —explicó Soler.

En ese momento, de Silva clavó los ojos umbríos en los de su mujer y el mensaje fue claro.

—Si me permiten, caballeros, les haré preparar algo fresco.

Fiona, angustiada, abandonó el lugar con la certeza de que su esposo estaba furioso con ella. No comprendía por qué.

De Silva y Soler esperaron hasta que Fiona desapareció de la vista. Juan Cruz advirtió con disgusto que la mirada del mazorquero se demoraba indiscretamente en el meneo natural de las caderas de Fiona.

—Tome asiento, Soler. —Las palabras de de Silva sonaron más a orden que a invitación.

—Gracias. Como le estaba diciendo, don Juan Cruz, he venido por algo que usted ya conoce de sobra.

El hombre hizo una pausa para encender un cigarro. De Silva se apresuró y sacó su yesquero.

—Gracias —dijo Soler después de la primera pitada—. He tenido una conversación con el coronel Salomón. Hoy he venido, justamente, a pedirle una vez más, en su nombre, que se incorpore usted a la Sociedad Popular.

El coronel Salomón, un gordo bastante desagradable, de rostro redondo como una rueda, con carnes que le colgaban de la papada, ojos pequeños y demasiado juntos, nariz violácea y deformada por el exceso de bebida, y labios color hígado, era dueño de una pulpería y, también, presidente de la Mazorca, o Sociedad Popular, como se la conocía oficialmente. Cientos de cabezas estaqueadas en la Plaza de la Victoria habían sido colocadas allí por su propia mano; varios cuerpos embadurnados con brea habían ardido lentamente gracias a su yesquero; era un personaje siniestro, de esos que las autoridades saben aprovechar muy bien para sus fines. Juan Cruz no quería que la lengua repugnante de ese cristiano tuviera la oportunidad de mencionar su nombre siquiera. Él no era un santo, pero tampoco era una bestia.

—Usted sabe, don Juan Cruz, el honor que sería para nosotros que usted integrara nuestro comité directivo. Eso sí, usted entraría a la Sociedad como secretario general, con toda la autoridad que emana de ese cargo, y gozando de todas las prerrogativas de los socios populares más antiguos.

Para la Mazorca, tener a Juan Cruz entre sus huestes era beneficioso desde dos puntos de vista. Primero, era uno de los mejores con el facón y con el trabuco. Por sus venas corría agua helada y no hesitaba un segundo si había que derramar sangre por el bien de la causa. Era una leyenda entre la gente del campo y de la ciudad. Se le conocían grandes hazañas y se murmuraba que la vida de Lavalle había terminado siete años atrás en Jujuy a manos de él. Segundo, era el hombre de confianza de Rosas. Nadie estaba más cerca del gobernador que él y eso era más valioso aún que lo anterior. Salomón lo quería en la Mazorca como fuera y Soler lo deseaba cerca en alguna revuelta con los unitarios. Porque en una circunstancia así, ¿quién podría afirmar que la bala que lo matara no provenía de un salvaje unitario? En esos disturbios, uno nunca sabía de qué lado vendría la muerte.

—Señor Soler, creo que hemos hablado muchas veces de este tema.

—Lo sé. De todos modos, nosotros no perdemos las esperanzas de contar con usted, señor. Como le dije, Salomón en persona me pidió que viniera a verlo. Su ayuda sería muy valiosa para la Confederación —se apresuró a explicar Soler.

—El Brigadier Rosas conoce mejor que nadie mi devoción a la causa. Mi apoyo a las decisiones del gobernador es total y no hay cosa más importante para mí que defender a la Confederación de esos asquerosos unitarios. Pero…

Se detuvo cuando vio que la sirvienta cruzaba la puerta con una bandeja.

—¿Gusta usted un poco de limonada, Soler?

—Sí, gracias. Este calor que no afloja… —comentó el mazorquero, enjugándose la frente con un pañuelo. Luego, tomó el vaso que le ofrecía la mulata.

De Silva observaba a Soler a través del cristal de su copa, con ojos serios y taimados.

—Como le decía, Soler, mi devoción a la causa se expresa en otras acciones, que el gobernador conoce y aprecia tanto como las de ustedes. Mis negocios hacen cada vez más próspera la economía de la provincia y enriquecen los lazos con grandes naciones del mundo. Además, la administración de las estancias del gobernador me lleva mucho tiempo. No, Soler, le agradezco enormemente a usted por la molestia, y al coronel Salomón por considerarme tanto, pero no creo poder hacerme cargo de una función tan importante sin descuidar otras que no lo son menos.

—Parece muy convencido, don Juan Cruz.

Juan Cruz asintió sobriamente.

—Anoche, en lo de Riglos, lo vi muy animado conversando con esos gringos… —comentó Soler, como si quisiera congraciarse con él.

«Mientras tratabas de conquistar a mi mujer, maldito imbécil», pensó Juan Cruz, sin dejar de sonreírle.

—Bueno, ahí tiene usted. Ésos son negocios muy importantes, y el gobernador quiere que se concreten rápidamente. De esa manera les daríamos a las autoridades inglesas una pauta de que este bloqueo sin sentido debe terminar. La Argentina y la Inglaterra deben ser amigas, no enemigas.

Íntimamente, Juan Cruz sabía que con todo ese palabrerío vacío no había saciado su curiosidad.

En ese momento apareció Fiona. Soler pareció olvidarse de todo.

—Señora… —dijo el mazorquero, poniéndose de pie.

—Deseaba saber si apetecen algo más, señor —dijo Fiona sin apartar la vista de su esposo.

—No, está bien. El señor Soler ya se iba.

Soler, extasiado en la contemplación del rostro de Fiona, parecía no haber escuchado. De pronto, el mazorquero tomó conciencia de su comportamiento imprudente y afirmó:

—Sí, ya me iba, señora. Gracias por la limonada, estaba exquisita.

Los ojos de Soler, cargados de deseo, se posaban con insolencia en los labios de Fiona.

—Buenas tardes —lo despidió Fiona, mientras el visitante le besaba la mano. La joven se sobresaltó cuando sintió la humedad de la lengua de Soler sobre su piel, pero trató de componerse: no deseaba ningún escándalo. Retiró rápidamente la mano y bajó la vista. Aunque era demasiado tarde; de Silva se había dado cuenta.

—Lo acompaño, Soler —dijo Juan Cruz.

Lo tomó por el hombro, guiándolo hasta la puerta.

—Fiona, dile a Eliseo que aliste el caballo del señor Soler.

Cuando llegaron al zaguán, de Silva cerró la puerta tras de sí. La mirada que dispensó al mazorquero fue inequívocamente amenazante.

—¿Le parece que mi esposa es una mujer hermosa, señor Soler?

Soler, sorprendido, frunció el entrecejo; comenzó a levantar nerviosamente las comisuras de los labios.

—Señor de Silva… Bueno… Me sorprende, pues, la pregunta…

—¿Le parece o no, Soler?

Se había aproximado a él y le hablaba sin quitarle los ojos de encima. Soler, mucho más bajo, levantaba la cabeza para mirarlo.

—Bueno, señor de Silva, nadie puede negar que la señora de usted es muy hermosa…

No pudo continuar; de Silva lo había tomado por el cuello y lo arrastraba como a un niño. Por fin, tras apoyarlo contra una de las columnas de la entrada, le colocó una rodilla sobre la entrepierna del mazorquero.

—Por favor… por fa…

Soler no podía hablar; las enormes manos de de Silva se ceñían como tenazas a su garganta.

—Si vuelvo a descubrir que toca a mí esposa, o que simplemente, detiene su mirada sobre ella aunque sea por un segundo, le aseguro que no podrá volver a hacerlo. Yo mismo me encargaré de arrancarle los ojos y de cortarle las manos. ¿Me comprendió bien, Soler?

Sólo después de que Soler asintió como pudo, de Silva lo soltó. El mazorquero comenzó a toser sonoramente y a frotarse el cuello, en el que tenía marcados los dedos de Juan Cruz.

—Aquí está su caballo —le indicó Juan Cruz en el más suave de los tonos.

Soler le lanzó una mirada de soslayo cargada de odio; sin embargo, no pareció intimidar a de Silva, que ahora lo contemplaba con una sonrisa en los labios.