Capítulo 8

—Fiona… Fiona…

La mujer se estremeció bajo el cuerpo desnudo de Juan Cruz cuando lo escuchó musitar ese nombre. Pero no dijo nada, no hizo nada, se limitó a seguir sus movimientos, como de costumbre.

Cloé Despontin era la amante de de Silva desde hacía más de cinco años. Bastante mayor que él, todavía conservaba algo de la despampanante belleza de sus años mozos, y toda su maestría en la cama. En eso nadie la superaba.

Cloé había llegado a Buenos Aires muchos años atrás, escapando de un amante parisino que había amenazado con matarla si volvía a verla. Y París no era tan grande. De modo que decidió embarcarse rumbo a lo desconocido; así fue como llegó al Río de la Plata.

Pronto se convirtió en la madama de uno de los burdeles más famosos de la ciudad, a punto tal que su renombre llegó hasta las más altas esferas del gobierno de Buenos Aires.

En 1832, cuando el ministro Tomás de Anchorena decretó el destierro de las mujeres públicas, ella se valió de sus contactos y pudo permanecer en la ciudad escondida en una casa que le alquiló su nuevo amante, un joven y apuesto militar.

Juan Cruz tenía dieciséis años en aquel entonces y solía frecuentar la casa de señoritas cada vez que Rosas lo enviaba a la ciudad con algún encargo. Las meretrices se peleaban por atenderlo: la potencia y el tamaño de su miembro eran cosas que ya todas conocían. Y, a pesar de que Juan Cruz sólo quería acostarse con ella, la madama del local le sonreía sardónicamente, le palmeaba la cabeza y le decía:

—Ya hablaremos cuando dejes de ser niño.

Un día en que Cloé estaba en la casa que le alquilaba uno de sus nuevos amigos, Juan Cruz llamó a la puerta.

—Ya dejé de ser un niño. Hablemos.

La mujer quedó estupefacta y boquiabierta. De Silva tenía para entonces casi veinticinco años, y ciertamente había dejado de ser un chiquillo. Se había convertido en un hombre que destilaba virilidad por los poros. Su rostro, aunque nada perfecto, era tan atractivo que deseó besarlo en ese mismo momento. Y así lo hizo.

Abandonó a su amante de turno y la casa donde vivía, y se instaló en la que le alquiló Juan Cruz, lejos de la ciudad, cerca de las barracas del puerto, donde acababa de abrir su saladero.

La relación fue explosiva desde un primer momento, desde el preciso día en que él llamó a su puerta. La arrojó al suelo del hall de entrada, pateó la cancela para cerrarla y le hizo el amor ahí mismo. Lo hizo casi con rabia, sin interesarle siquiera si había alguien dando vueltas por la casa. A Cloé nada pareció importarle; sintió que por primera vez en su vida tocaba el cielo con las manos.

—Me casaré con ella por su apellido —dijo un día Juan Cruz mientras encendía su acostumbrado cigarro, después de haberle hecho el amor.

—A pesar de mi dinero y la amistad con don Juan Manuel, para ellos sigo siendo un bastardo. Necesito que mi descendencia se libere de esta carga.

Cloé sintió que la traspasaba con la mirada. Los ojos de Juan Cruz siempre la habían estremecido; algo de temor, algo de pasión… algo de amor. De Silva no era hombre con el que se pudiera jugar. Ella conocía muy bien su historia y sabía que no era ningún santo. Más aún, sabía que era capaz de cualquier cosa con tal de cumplir sus objetivos y defender lo suyo. Era imprevisible. Sí que lo era.

El alquiler de la casa no le importaba, ni tampoco los vestidos que le compraba, ni los alimentos que comía, ni los sirvientes que la atendían. Lo único que contaba era que se había enamorado profundamente de él.

—Fiona… —volvió a susurrar de Silva. Cloé sintió que el corazón se le contraía. Antes de que Juan Cruz llegara al orgasmo, una lágrima rodó por su mejilla.

De Silva entreabrió los ojos; la luz que se filtraba por los postigos de la ventana le hirió la vista. Había dormido pocas horas. Después de hacer el amor con Cloé, se quedó en la cama, fumando su cigarro y pensando. El sueño no había llegado sino casi al amanecer y ahora debían ser cerca de las diez.

Se incorporó en la cama y se frotó los ojos. Giró la cabeza a un lado y el otro. Tenía un agudo dolor en la nuca y mal sabor en la boca, mezcla del tabaco y el alcohol de la noche anterior. Sentía el pelo grasoso y la piel transpirada.

Miró al costado; Cloé, desnuda, dormía plácidamente a su lado. Le pasó los dedos por la espalda, pero no consiguió despertarla. Sólo se movió un poco entre las sábanas, murmuró unas palabras ininteligibles y siguió durmiendo, respirando ruidosamente. Juan Cruz sonrió.

En ese momento se decidió. Era hora de regresar.

¿Jamás terminaría de descubrir pequeños Eliseos en La Candelaria?, se preguntaba Fiona. Todos los días aparecían ante su vista paisajes increíbles. Aquel lugar, lleno de hermosura y magnificencia, era como una caja de Pandora.

La fuente de las macetas. Así la había bautizado Fiona. Era una alberca rectangular, de dos metros de ancho y varios de largo, llena de nenúfares; largos chorros de agua rompían el espejo de la superficie acuática y movían las hojas que flotaban a su alrededor. En su orilla, revestida de mármol blanco, se encontraban las macetas; simples, de terracota, eran tantas y albergaban flores tan hermosas que no pudo ponerle otro nombre más que ése, «la fuente de las macetas». Al costado, crecían cipreses altos, agapantos, y plantas de las más variadas que Fiona jamás había oído siquiera mencionar.

Instaló su atril en uno de los extremos de la alberca y, desde allí, se dispuso a dibujarla en perspectiva. No era tan buena con la pintura como con el piano, pero a ella le encantaba y eso era lo único que contaba.

Era muy temprano, apenas las ocho. Candelaria había partido presurosa a la cremería después de desayunar. Cada día parecía más entusiasmada con la empresa, y hasta se le había ocurrido que podrían vender algunos de los productos en almacenes de Buenos Aires. A Fiona le había parecido una idea fantástica. Pero, a pesar de todo, esa mañana no tenía ganas de trabajar. Tomó el atril, una gran hoja de papel duro, unos lápices de carbonilla, y se dirigió en el coche hasta la fuente.

El sol iba a pegar duro ese día. Así lo pregonaban las chicharras en los espinillos, con un sonido monótono, algo cansador, que al cabo de un buen rato se mimetizaba con la paz del lugar. Los pájaros cantaban y las mariposas revoloteaban sobre las flores en las macetas. Deseó que permanecieran un buen rato posadas en una flor, así podría dibujarlas.

Empezó a mover la mano sobre el papel y el lápiz se deslizó con suavidad, dejando un rastro negro en su camino. No sería fácil pero lo conseguiría; había decidido que después lo colorearía con acuarelas y se lo regalaría a Catusha. Luciría hermoso en la sala de su cabaña.

Hacía más de dos horas que se empeñaba sobre el atril y el esfuerzo parecía estar dando sus frutos. Las primeras líneas, imprecisas y sin demasiada lógica, habían comenzado a transformarse en una alberca llena de macetas en su orilla y con altos cipreses a su alrededor. Estaba más que concentrada; ni el sol, que daba de lleno en sus ojos y la obligaba a fruncir el entrecejo, parecía perturbarla. Tampoco escuchó los cascos de un caballo que se acercaba. Sólo cuando la sombra imponente del animal se proyectó sobre el papel, Fiona se volvió, intrigada.

—¡Señor de Silva! —exclamó.

La había tomado tan de sorpresa que no supo qué más decir. Se quedó mirándolo como una tonta, entre embobada y confusa.

Con las riendas aún en alto, Juan Cruz trataba de controlar a su padrillo, que se movía impaciente de un lado al otro, soltando fuertes resoplidos.

De Silva lucía irresistible esa mañana. Vestía pantalones de género azul oscuro, y un cavour claro que se ajustaba a su cuerpo y dejaba ver la blancura de las mangas de su camisa de batista. Pero nada de eso la atrajo tanto como el pañuelo rojo que Juan Cruz llevaba en la cabeza atado «a la corsario» que le sujetaba el pelo, despejándole el rostro. Su mirada la anonadó.

El hombre no dijo una palabra. Sólo la fulminó con sus ojos oscuros antes de espolear a su caballo y reanudar la marcha.

Fiona no pudo retomar la tarea. Después de que de Silva se perdió en la llanura, trató de volver al dibujo sin demasiado éxito. La concentración de minutos atrás se había esfumado. Su mente aturdida daba vueltas y vueltas en torno a una sola certeza: él había regresado.

Por fin, sacó el papel del atril, lo plegó rápidamente y subió todas sus cosas al coche. Decidió regresar a la mansión para arreglarse un poco; tal vez de Silva almorzara con ellas.

Al llegar, pasó corriendo al lado de don Pietro Fidelio, el jardinero italiano que de Silva había contratado para que parquizara La Candelaria. El hombre la miró extrañado; estaba plantando unas hortensias al pie de la escalera y pensó que la dueña de casa se detendría a conversar con él sobre ello; siempre lo hacía. Pero no esta vez; simplemente le gritó «¡Buenos días, Pietro!», y comenzó el ascenso de los peldaños tan rápido como el vestido se lo permitía. El jardinero, luego de observarla unos instantes, se encogió de hombros y continuó con su tarea.

—¡María, ya llegó! —exclamó Fiona cuando entró precipitadamente en su habitación. La sirvienta dio media vuelta y se quedó mirándola.

—¿Quién, pues?

—Pues de Silva. ¿Quién va a ser si no?

—Ah… de Silva. Sí, ya sé, llegó esta mañana, justo después de que tú te fuiste.

—Y… ¿hablaste con él?

Fiona se le acercaba con pasos tímidos.

—¿Para qué querría él hablar conmigo, Fiona?

—Bueno, María, no lo sé. Podría ser que… bueno… que quisiera saber dónde estaba yo.

—A mí no me preguntó nada. —Volteó, y la escrutó fijamente—. Y, ¿por qué tanta ansiedad?

—¿Ansiedad? ¿Ansiedad, yo? Estás loca —replicó, y fue a dejarse caer en uno de los confidentes.

—A mí me parece que sí.

«Bendito sea San Antonio», dijo para sus adentros la mestiza.

—No, sólo deseo hablar con él por lo de la escuela y lo de la cremería.

—Ah, claro… La escuela y la cremería. Y, ¿qué deseas hablar con él sobre eso? Si es que puedo saberlo, por supuesto —se apresuró a agregar ante la dura mirada de la joven.

—Hay muchos peones que no dejan a sus hijos ir a la escuela por miedo a de Silva; lo mismo pasa con las mujeres. Deseo legitimar la situación. Eso es, legitimar la escuela y la cremería.

—Creo que deberías haberlo pensado antes. Presiento una catástrofe. Ya conseguiste que arrancara una puerta de la pared y que hiciera añicos una silla más que pesada. ¿Qué más quieres? ¿Que te mate?

Al escuchar esas palabras, Fiona sintió frío en todo el cuerpo.

—No, cómo voy a desear eso, María. ¿Qué estupideces dices?

—Entonces, Fiona, prométeme que te portarás bien de ahora en más. Que harás todo lo que se supone que una esposa debe hacer.

La criada se agachó y quedó casi en cuclillas frente a ella.

—Prométemelo. No quiero que te suceda nada malo.

—Pero, María…

La criada tomó entre las suyas las manos sudorosas y frías de Fiona y se las apretó con fuerza.

—¡Prométemelo!

María estaba asustada. En aquellos días en La Candelaria había escuchado las historias más increíbles acerca de de Silva y había maldecido una y mil veces a William Malone por haber entregado a Fiona a ese demonio. Pero el daño ya estaba hecho; ahora había que enfrentarlo.

—¡Está bien, María, está bien! Me comportaré como una niña buena —replicó Fiona con una sonrisa picara en los labios.

María no supo si Fiona había logrado interpretar el terror en sus ojos.

De Silva no almorzó con ellas. Fiona y Candelaria comieron solas, como desde hacía varias semanas. Fiona se moría por preguntar acerca de la llegada de Juan Cruz, pero se mordió la lengua y no dijo nada.

Después de almorzar, se aprestó para ir a la escuelita. No quiso que Eliseo la llevara porque ya había advertido que prefería quedarse entre los peones, haciendo las tareas del campo. En cierta forma, eso la reconfortó.

Llegó a la capilla y se encontró con los niños que la esperaban afuera. Los más grandes se acercaron al coche y la ayudaron a descender. Los más pequeños se peleaban por llevar sus cosas y las niñas se atropellaban por entregarle sus regalitos. Todo aquello la hacía sentirse bien.

Cada uno conocía su lugar en los bancos y ya no hacía falta reconvenirlos para que ingresaran como seres humanos y no como tropel de vacas. Después de todo, ésa también era la casa del Señor.

Unos de los mayores desplegó el atril y le colocó la pizarra encima, todavía con restos de tiza del día anterior. Rápidamente, Fiona pasó un trapo húmedo y lo borró todo. Sin tiempo que perder, comenzó con la clase. Escribió once frases cortas y simples en el pizarrón, una para cada alumno, e hizo que las leyeran, de a uno por vez. Las niñas eran las que más de prisa aprendían. Siempre dispuestas, y muy minuciosas, eran las mejores de la clase. Fiona lamentaba que los hombres las consideraran inferiores.

La puerta de la capilla se abrió de golpe, y los alumnos voltearon para ver quién era el intruso. Las niñas dieron un grito y corrieron despavoridas a cobijarse detrás de Fiona que, parada en el altar, se había quedado rígida como una estaca por lo inesperado de la irrupción. Los más pequeñitos imitaron a las niñas; los más grandes se apresuraron a ponerse de pie. Era el patrón.

De Silva comenzó a reír a carcajadas cuando divisó la cabecita negra de uno de los más chiquitos asomarse bajo la falda de Fiona, como si el pequeño se hubiera refugiado en una carpa. Todos lo miraron incrédulos. Cuando Fiona vio al niño, sus carcajadas no fueron menos sonoras que las de su esposo.

—Vamos, Chicha… Sal de ahí, vamos —ordenó Fiona—. ¿Por qué te escondes?

El niñito salió de su escondite, no muy convencido. De Silva, de pie junto a la puerta, los miraba con esos ojos que ellos tanto temían. Chicha se acercó al oído de su maestra.

—Es que está el patrón, señora —susurró.

Fiona le sonrió, y luego de acariciarle la mejilla sucia, indicó al resto que volvieran a sus lugares. Después, recorrió el trecho que la separaba de su esposo dispuesta a enfrentarlo.

—Señor de Silva…

—Está bien. Sólo quería confirmar con mis propios ojos algo que no podía creerle a Celedonio. —El tono de Juan Cruz era calmo. Luego, consciente de la ansiedad que embargaba a Fiona, agregó—: He dicho que está bien. Hablaremos esta noche, en la cena.

Y dándose la vuelta, abandonó la capilla. Por segunda vez en el día, Fiona lo vio desaparecer sobre el lomo de su caballo y se sintió mal.

Después de tomar un baño con sales, Fiona se acicaló especialmente. Le hizo ensayar a María varios peinados hasta que encontró el mejor: los mechones enmarcaban su rostro tomados en la coronilla, mientras el resto caía pesadamente, lleno de bucles que Fiona había desarmado pasándole los dedos entremedio.

—Así está mejor —dijo.

Estaba realmente bella. Al llegar al salón se sintió segura; su hermosura le daba seguridad. Juan Cruz quedó atónito al verla, pero lo disimuló.

Le separó la silla y permaneció unos instantes detrás de ella, inspirando los aromas que emanaban de su cuerpo. El vestido, encantador, era de blonda color lavanda y el chal, de cachemira marfil, estaba festoneado por guardas del mismo color. Un cinto de gro del mismo tono del traje, ancho, muy ancho, delineaba con gracia los contornos afinados y perfectos de su cintura. Sobre su falda dejaba caer un relicario de oro que colgaba de la hebilla del cinturón. Y ese extravagante peinado, no como el de todas las porteñas, con su raya al medio y esos dos rodetes sobre el rostro en forma de banana… Juan Cruz odiaba los peinetones. Por suerte, se dijo, Fiona nunca los usaba.

—¿Cómo te ha ido en tu viaje, Juan Cruz? —preguntó familiarmente Candelaria.

—Excelentemente bien. Cumplí viejos compromisos… —miró a Fiona de soslayo—, y cerré negocios muy convenientes.

Candelaria se asombró de que se mostrase tan locuaz con el tema de sus negocios; de todos modos, pensó, mejor sería no preguntar más.

—Dime, Fiona, ¿qué has hecho todos estos días?

El tono de su esposo era afable, pero a los oídos de la joven sonó hipócrita.

—¡Oh, Juan Cruz, tú no sabes todo lo… —Candelaria se interrumpió. La mirada furtiva y fría que de Silva le dedicó fue más que elocuente.

—Le he preguntado a ella, Candelaria.

—Bueno… No he hecho demasiado, señor… —se apresuró a replicar Fiona, sin demasiado énfasis. Toda su seguridad se había desmoronado con sólo escucharlo.

—Yo no lo creo así. Eso de la escuela y la cremería… —Giró la cabeza y fijó la mirada en la negra.

—¡Oh, no señor! No le diga nada a ella. Ha sido todo idea mía; ella sólo aceptó colaborar. Verá: hice una recorrida por las casas de los peones. Cuando me di cuenta de que los niños eran analfabetos y las mujeres poco sabían hacer, me tomé el atrevimiento…

—Ya lo creo que ha sido un atrevimiento —la cortó en seco Juan Cruz.

En aquel momento ingresó al salón una de las mestizas con la comida. Mientras ella servía el pavo, nadie abrió la boca. Fiona, que se llevó la copa nerviosamente a los labios, no podía evitar que sus piernas temblaran bajo la mesa. Candelaria, en cambio, no parecía demasiado preocupada.

—Has causado gran revuelo entre la peonada con esas ideas, Fiona —dijo por fin Juan Cruz, cuando la fámula se hubo retirado.

Lo que más estremecía a Fiona era el tono. Le parecía demasiado cordial. Se preguntaba si aquella no era la calma que predecía a las tormentas.

—Yo…

—Los has puesto muy nerviosos con todas esas ideas… —parecía buscar la palabra adecuada—… escandalosas, diría yo.

—¿Escandalosas?

Fiona lo miró a los ojos con impertinencia; en ese momento, la promesa que le había hecho a María horas atrás quedó en el olvido.

—Ellos no están acostumbrados a esas cosas y…

—Señor de Silva, con todo respeto —interrumpió Fiona—. ¿Qué tiene de escandaloso enseñar a leer y a escribir a un puñado de niños? ¿Qué tiene de escandaloso enseñar a fabricar quesos a un puñado de mujeres?

Fiona había alzado la voz. Había apoyado sus manos con fuerza sobre la mesa, y su rostro había enrojecido de furia contenida. «Muy bien, pensó en ese momento, ya he dicho lo que tenía que decir; si quiere estallar, que estalle.» Pero volvió a equivocarse. En lugar de la tormenta sobrevino un profundo silencio durante el cual Juan Cruz le sostuvo intensamente la mirada.

Su esposa era, sin duda, pensó él, una mujer valiente. Estaba seguro de que nadie se habría atrevido a desafiarlo de ese modo.

—Ay, Fiona Malone —dijo por fin Juan Cruz, con un suspiro—. Eres una niña para comprender algunas cosas. Pero…

La joven intentó replicarle, pero él le apoyó un dedo sobre los labios.

—Déjame hablar, querida. Creo que eres muy inteligente, y no pasará mucho antes de que comprendas cómo se maneja el mundo realmente.

—Ya sé cómo funciona. Lo que sucede es que no me gusta —musitó apenas. De Silva, por supuesto, la escuchó. Pero se limitó a sonreírle y a cambiar abruptamente el tema de conversación.

Fiona pensaba que después de cenar él le pediría que tocara el piano. Pero no fue así. Le ordenó a Candelaria que le llevase el mate a su estudio y, después, desapareció tras el vano de la puerta.

Fiona no podía creerlo. Se sentía humillada, llena de furia. Imaginó mil excusas para ir a su escritorio y pelearlo, pero todas le parecieron infantiles. Pensó en llevarle ella misma el mate para tener oportunidad de conversar con él; de la escuela y de la cremería, por supuesto. Después de todo, a la hora de la cena no habían quedado en nada; nada claro, por lo menos. Finalmente esa idea no la convenció. Abatida, decidió marcharse a su dormitorio; tal vez al día siguiente podrían hablar mejor; y a solas.

Ya en su dormitorio, empezó a dar vueltas en la cama, sin poder conciliar el sueño. No quería apagar el quinqué; temía la sensación de absoluta oscuridad. Tampoco deseaba leer; lo había intentado y su vista se demoraba largos minutos en el mismo renglón. Tampoco quería levantarse. Simplemente, no hallaba paz.

Ya muy entrada la noche, de Silva no había vuelto aún a su dormitorio. Fiona había estado muy atenta a cualquier sonido que proviniese de la habitación de al lado, y sabía que no se equivocaba. Durante mucho tiempo ese dormitorio había permanecido en silencio; ahora, estaba ansiosa por escuchar nuevamente sus sonidos. El taconeo de de Silva cuando regresaba, el suspiro que siempre exhalaba, el ruido de la hebilla de su cinto al golpear el respaldo de la silla, el sonido del agua en la jofaina cuando se enjuagaba el sudor y el polvo del rostro, los tacos de las botas cuando daban de lleno contra los tablones del piso, y los pasos deseosos hasta la habitación de ella. Fiona esperó, pero no escuchó nada. Todo estaba en la más absoluta quietud.

Se levantó de la cama y, antes de dejar la recámara, se envolvió en una bata de muselina, que tenía la liviandad justa para aquellas noches calurosas. Decidida, se encaminó por el pasillo hacia el estudio de su esposo; hablaría con él esa noche, o no volvería a conciliar el sueño en su vida. Bajó las escaleras casi adivinando dónde estaban los peldaños. La oscuridad era absoluta; ni una sola bujía parecía estar encendida y no se escuchaba ninguna voz. Sus escarpines apenas si rozaban la alfombra de la escalera.

El estudio también permanecía a oscuras; de Silva no estaba allí. Tampoco lo halló en el salón azul. Ni en la biblioteca, ni en el salón de baile, ni en la cocina. Se cansó de buscar a ciegas; ya se había golpeado varias veces y casi había tirado al suelo un poliche de porcelana que sus reflejos le permitieron atrapar en el aire. Ya no lo buscaría más. Lo esperaría en su dormitorio; tarde o temprano tendría que regresar a dormir. ¿O se habría marchado nuevamente? Se sintió mal, y trató de sobreponerse. Sin pensarlo, se encaminó a la recámara de Juan Cruz.

—No deberías mortificarla tanto con el tema de la escuela. ¡Está tan entusiasmada, la pobrecita! —comentó Candelaria.

Juan Cruz tomó el mate que le entregó la negra y se sentó frente a su escritorio. Tenía el entrecejo fruncido y la mirada pensativa.

—Tendrías que haber visto cómo se empeñó con todo. Con la cremería, con la escuela… ¡Tiene un carácter! Manejaba a los peones mejor que tú —prosiguió Candelaria, sonriendo.

Taciturno, de Silva le devolvió el mate sin levantar la vista. La mujer lo miró de refilón antes de volver a cebar. Sabía que lo molestaba con tanta alharaca, pero quería contarle todo.

—Los niños están muy contentos porque…

—¡Ya no digas más, Candelaria! —bramó Juan Cruz.

La negra no se inmutó. Más aún, ya le resultaba extraño que no hubiera reaccionado antes. Mientras se tomaba su mate, lo contempló con cariño. Lo conocía tanto que sabía exactamente lo que Juan Cruz pensaba en ese momento. No era el asunto de la escuelita el que lo tenía serio, claro que no. Pero ni loca de remate le iba a tirar de la lengua para que le contara. Se pondría hecho una furia si sospechaba que ella presentía el motivo de su malhumor.

Después de un silencio, Candelaria se levantó dispuesta a abandonar el estudio. Se acercó al escritorio para despedirse de Juan Cruz.

—¿Y desde cuándo la defiendes tanto? —preguntó de Silva de repente—. Me pareció que no te caía nada bien la mocosa.

—No te creas que la adoro; pero no es tan mala. El tonto fuiste tú por elegírtela tan arisca y cocorita. Aunque tengo que admitir que es tan, pero tan bonita, que sus defectos se disimulan bien.

Juan Cruz la miró con una sonrisa que equivalía a un asentimiento. Se puso de pie y caminó sin rumbo por la habitación. Candelaria comprendió que era la única que podía ayudarlo. Para eso, tenía que hablar. Y sabía perfectamente qué era lo que debía decir.

—El otro día me cocinó a preguntas acerca de ti. Que desde cuándo te conocía, que qué día habías nacido, que esto, que lo otro —comentó la negra, como al paso.

Al escucharla, de Silva se acercó a su criada con el rostro alterado, como el de un chico ansioso. Se dio cuenta en seguida de su arrebato e intentó recuperar su habitual falsedad; pero fue inútil: la impaciencia por saber más lo delataba.

—¿Y?

—¿Y qué?

Candelaria puso cara de inocente; sabía que lo estaba exasperando, y que ésa era la única manera de lograr que sus sentimientos afloraran.

—¿Qué más te preguntó, mujer?

—¡Ah! Nada más. Le dije que si quería saber te preguntara a ti. Se enojó conmigo, pero no me importa. Además, ya se le pasó. No le duran mucho los berrinches —dijo a propósito.

Con la excusa de que estaba muy cansada, la negra se despidió y lo dejó solo. De Silva la siguió con la mirada hasta que la mujer cerró la puerta; después, se repantigó en el sofá. De pronto, sintió en su cuerpo el agotamiento de un día muy duro. Había salido de Buenos Aires antes del amanecer, con la intención de llegar a La Candelaria para el desayuno, a las siete. Una demora involuntaria echó por tierra sus planes. Uno de los caballos perdió una herradura y debieron desviar el camino en busca de un herrero. De Silva se enfureció con el peón que jineteaba el caballo en cuestión; se suponía que debían alistarlos en la ciudad para no perder un minuto al día siguiente.

El viaje a caballo, el paisaje hermoso de la aurora y el clima benigno le devolvieron el buen talante y la ansiedad con los que había partido de la ciudad. Llegó pasadas las nueve. Se decepcionó cuando preguntó por Fiona y Candelaria le informó que había salido muy temprano en el coche, pero que no tenía idea de hacia dónde se había dirigido.

—Te dije que la vigilaras… —la reconvino de Silva.

—Sí, me lo pediste; pero es imposible. Esa niña es pólvora y no se deja manejar tan fácilmente. ¿Crees que puedo estar preguntándole día y noche qué cosa hace? Varias veces lo intenté y me frenó en seco. «Candelaria, soy una mujer, no una chiquilla, no lo olvide», me decía; se daba la media vuelta y me dejaba parada como estaca. ¿Que querías que hiciera, que la atara a la pata de su cama? No creas…

—¡Bueno, bueno! Ya deja de quejarte —interrumpió Juan Cruz. Después, la abrazó con cariño y la besó en ambas mejillas.

—¡Ay, mi negra linda! ¿Qué voy a hacer con esa chinita?

Mientras Candelaria le contaba las últimas novedades, Juan Cruz desayunó algo en la cocina. No tenía hambre. Habían comido algo en el camino, así que al cabo de unos minutos salió con su padrillo a recorrer la hacienda.

La encontró en la fuente, pintando. No le dijo nada; fascinado, se limitó a contemplarla. Después, en la capilla, rodeada de niños medrosos, le resultó encantadora. Y ahora sabía que su esposa estaba en la alcoba, aprestándose para ir a la cama. De seguro María estaría peinándola. Siempre olía tan bien… Su piel naturalmente tenía ese aroma. Se irguió de súbito y abandonó el sofá.

Estaba de mal humor, pero no se debía al alboroto que Fiona había armado esas semanas en su ausencia, ni a la cremería, ni a la escuelita; nada de eso. Por fin, de Silva se sinceró consigo mismo. Sentía pavura de que su esposa volviera a rechazarlo. Sabía que no lo soportaría; la mataría, lleno de rabia y despecho.

Pavura, ¡ja! Él, el gran de Silva, le tenía miedo a una chiquilla de dieciocho años. Le dio un violento puntapié a una silla. Mejor sería salir un rato a despabilarse. Los peones lo habían invitado al fogón esa noche, una buena oportunidad para quitarse el mal humor de encima.

Lo recibieron con afecto. Uno de ellos escondió una botella de aguardiente; tenían prohibido beber. De Silva se dio cuenta, pero se hizo el zonzo. No tenía ganas de reprenderlos. Había llegado hasta allí en busca de un poco de distracción. Quizás, hasta le sentarían bien unos tragos de algo fuerte; sin embargo, se contuvo: no era cuestión de desautorizarse frente a sus hombres. Siempre había que estar atento y no meter la pata.

Las horas que pasó con su gente le vinieron bien. Se divirtió y logró alejar los malos pensamientos. Pero al otro día había que trabajar, y muy duro; comenzaba la época de la esquila, una tarea que, aunque ardua, resultaba estimulante para los peones. Organizaban concursos para ver quién esquilaba más ovejas en un tiempo determinado. Los premios no tenían demasiado valor; sí la sensación de ser el más rápido en la tarea. A ninguno se le ocurría competir con de Silva; a él, nadie lo igualaba.

Alguien apagó el fogón echándole tierra, otro se hizo cargo del mate y sus enseres, y así terminó la juerga de los gauchos. Se despidieron, encaminándose cada uno a su choza.

El chasquido de un yesquero la despertó. Miró a su alrededor, algo sobresaltada, y trató de recordar dónde estaba; le dolía el cuello y se le había dormido un brazo, en el que comenzaba a sentir el molesto cosquilleo. Restregó sus ojos y trató de ver a través de la luz de una lámpara encendida, unos pasos más allá.

De Silva estaba sentado en una silla, con el respaldo hacia adelante. En ese instante guardaba en el bolsillo del pantalón su yesquero de cola de mulita y se llevaba el cigarro a los labios. Después, apoyó tranquilamente el mentón sobre el espaldar de madera y continuó observándola con seriedad. Tenía el torso desnudo y sólo vestía los pantalones azules que llevara para la cena.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Fiona con voz soñolienta.

—¡Dios mío, Fiona! —Sus labios sonrieron divertidos—. Llego a mi dormitorio y te encuentro dormida en mi sillón… ¿No crees que debería ser yo el que pregunte eso?

Fiona recordó. Había decidido esperarlo en su alcoba; lo había aguardado un largo rato, hasta que el sueño la venció y se quedó dormida en el canapé. Sentía vergüenza; quería escapar de allí a toda prisa: ya no le importaba hablar con él, sólo quería huir. Se levantó, corrió los mechones ensortijados de sus ojos y trató de acomodarse la bata, que se abría, insinuante, ante la mirada lasciva de de Silva.

—Disculpe, señor. Sólo quería hablar con usted. Será mejor dejarlo para mañana. Ahora debe estar muy cansado. —Mientras lo decía, se encaminaba hacia la puerta común.

—¡Un momento!

Juan Cruz se había puesto de pie.

—No creerás que te observé dormir por más de media hora para dejarme ahora con la intriga de qué cosa tan importante tenías para decirme que no podía esperar hasta mañana. No, señora. Usted no se va de aquí hasta decírmelo.

Se había aproximado lentamente, interponiéndose entre ella y la salida.

—Pero… —balbuceó Fiona, con el rostro encarnado—. Tal vez sea mejor que…

No pudo seguir. Juan Cruz la tomó de los hombros y comenzó a besarla tan febrilmente que le hizo doler los labios. Fiona sintió que se estaba ahogando; pero lo cierto era que no quería detenerlo: comenzaba a sentir el roce erótico de las manos de él sobre su cintura, sus caderas, sus nalgas; luego, de nuevo su cintura y sus pechos.

—No… No lo haga… Déjeme… —Trató de vencer la tentación, trató de separarlo de su cuerpo: le resultó imposible; trató de sentirse ultrajada y humillada, pero no lo consiguió.

—¿Por qué no, Fiona? ¿Qué pasa? ¿No te gusta? —Mientras sus manos seguían recorriéndola, le hablaba con los labios apoyados en los suyos—. ¿No me deseas, Fiona? ¿No entiendes que me consumo por esta pasión que siento por ti? Tócame, por favor, tócame.

De nuevo esa voz torturada en sus oídos, en su boca, en sus pechos, en todo su cuerpo.

—Por favor… señor… Déjeme… —Su voz era un susurro entrecortado.

Juan Cruz la separó de sí bruscamente; Fiona pensó que todo acabaría en ese momento. Pero no. De Silva le quitó la bata, que cayó al costado del cuerpo de Fiona; luego, la tomó entre sus brazos y la llevó a la cama. Esta vez, Fiona no pataleó, no gritó, no lo mordió. Se tomó del cuello de su esposo y lo dejó hacer; y lo dejó hacer porque así lo quería. Ya no podía negarlo: ese hombre la llenaba de un deseo físico que ella no podía controlar. La arrastraba como un huracán, llevándola hasta arriba y dejándola caer como una pluma después de haberla hecho gozar del placer más arrasador.

Esa noche, Juan Cruz le hizo el amor una y otra vez. Lo hizo como nunca antes en su vida; él mismo estaba desconcertado. Se dio cuenta de que la había deseado terriblemente y que la había extrañado más aún.

Por momentos, Fiona sentía que debía detenerlo, detenerse. Pero no podía; aquello la dominaba como una potente fuerza externa, la doblegaba como una amapola frente al viento. Era imposible luchar contra él. Y los gemidos escapaban de su garganta cada vez que Juan Cruz le acariciaba el vientre, cada vez que le rozaba los pezones endurecidos con su lengua húmeda y anhelante, cada vez que susurraba «Fiona… Dios mío… Fiona…».

Cuando por fin terminaron, se tendió al lado de ella y, sosteniéndose la cabeza con la mano, permaneció largos minutos observándola dormir. Parecía tranquila; su respiración era acompasada y apenas si se escuchaba. Su nariz era tan pequeñita. Deseó rozarla con el dedo, pero temió despertarla. Su cabello flamígero se esparcía alrededor, sobre la almohada. Ese marco perfecto, pensó, resaltaba aún más la blancura de su piel.

Recostó la cabeza; el cansancio comenzaba a vencerlo.

—Fiona… hermosa Fiona —susurró antes de quedarse profundamente dormido.