A la hora de la cena, cuando Juan Cruz se presentó en el comedor, sólo Candelaria lo esperaba sentada a la mesa.
—¿Dónde está? —quiso saber.
—Se disculpó con María. Dice que no cenará porque no tiene apetito. —La negra parecía medir cada palabra; había advertido que Juan Cruz tenía cara de pocos amigos—. No ha de ser nada. Debe sentirse un poco cansada, ya sabes, el aire de campo…
Candelaria intentaba suavizar las cosas. Días atrás había habido otro escándalo, cuando Juan Cruz descubrió que María le estaba llevando el desayuno a la cama.
—Nada de frivolidades en mi casa —le había dicho a Fiona con dureza—. Desde mañana, desayunas en el comedor, como todos, a las siete en punto. —Sin decir más, se había retirado, dejando a las dos mujeres boquiabiertas.
—Tal vez esté un poco… —comenzó a balbucear la negra; pero de Silva ya no la escuchaba.
Subió los escalones de a dos, y rápidamente estuvo en la planta superior. Caminó a paso rápido por el corredor, llegó a su alcoba, y se plantó frente a la puerta que comunicaba las habitaciones: procuró abrirla. El único cerrojo estaba de su lado, totalmente descorrido; no entendía por qué la puerta no cedía.
De prisa, salió al corredor e intentó entrar por la puerta principal del cuarto de su esposa, pero tampoco pudo. Probó varias veces el picaporte, pero nada.
Desde adentro, Fiona seguía con oídos atentos y los ojos muy abiertos cada uno de los movimientos de de Silva. No le sería tan fácil entrar a su dormitorio esta vez. Con una de las sillas había trancado la puerta común, colocándola reclinada en dos de sus patas bajo el pestillo; en la otra, la que daba al pasillo, había echado la llave que María había conseguido arrancarle a regañadientes a una de las sirvientas.
Desde su cama, escuchaba los inútiles esfuerzos de Juan Cruz y sus ojos parecían sonreír satisfechos. Se sentía divertida con la situación, y al mismo tiempo un poco extraña. En lo más recóndito de su alma deseaba que su esposo sorteara cada una de las celadas que le había tendido. Quería verle el rostro, seguramente encarnado de furia después que abriera la puerta, para así poder reírsele en la cara con sorna y desprecio.
Por unos segundos, los intentos cesaron y Fiona se sintió decepcionada.
Un momento después, el estruendo que produjo el golpe de Juan Cruz sobre la puerta la sacudió. La cancela de madera golpeó de lleno contra la pared: prácticamente se salió de sus goznes. El espejo que recibió el impacto cayó hecho añicos, lo que agregó un poco más de escándalo a la escena. Juan Cruz, con el rostro enrojecido y desquiciado, no cayó de bruces por milagro. Había descargado sobre la puerta todo el peso de su cuerpo.
Fiona, boquiabierta, observaba cómo su esposo recuperaba el aire. Rígida, sentada en el lecho, presenciaba la escena con la mitad del cuerpo cubierto por las sábanas.
Lo vio acercarse hasta los pies de la cama Sus ojos, cargados de odio, parecían rojos. Sus cejas, unidas en una misma línea, habían recuperado ese aspecto satánico que lograba inmovilizarla y enmudecerla. Presintió que se aproximaba su fin.
Juan Cruz llegó al extremo del lecho y, sin quitar su mirada de los ojos de Fiona, sacudió en el aire las sábanas que la tapaban, dejándola al descubierto. Sin darle tiempo a nada, la tomó por los tobillos y la arrastró hacia él como si se tratase de una muñeca de trapo. Fiona gritó de terror.
Las piernas le quedaron colgando a ambos costados del cuerpo de Juan Cruz que, al borde de la cama, se erguía colosal frente a ella. Desde esa perspectiva, parecía un gigante. Se sintió morir cuando le acercó el rostro al suyo y la tomó por el cuello. Trató de bajar la vista: no soportaba mirarlo.
—¡Ah, no, señora mía! Ahora me va a mirar directo aquí —exclamó Juan Cruz, quitándole la mano del cuello por un segundo, y señalándose el entrecejo. Y como ella insistió en no mirarlo, le levantó el rostro, presionando con sus pulgares bajo el mentón.
—Si no deseas que te haga el amor —musitó con odio—, no lo haré; pero dímelo de frente y no actúes como una chiquilla malcriada y torpe.
Juan Cruz permaneció unos instantes más sosteniendo la cara de Fiona; ella sentía que su respiración le golpeaba la piel. Pensó, aterrada, que con un movimiento de sus manos podría quebrarle el cuello. Pero no lo hizo.
Cuando se apartó de ella, dispuesto a salir, sus ojos chocaron con los sirvientes de la mansión, entre ellos María y Candelaria, que contemplaban atónitos la escena desde la puerta.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí, cuervos malditos! —gritó, fuera de sí.
Todos se hicieron humo.
Antes de salir, divisó la silla que impedía el acceso por la entrada común. Se acercó a ella lentamente. Luego, dio la vuelta, clavó sus ojos en los de Fiona, y le sonrió sarcásticamente.
—Muy ingeniosa —dijo, con expresión torva. La madera de la silla crujió con el puntapié que le propinó de Silva, que la desencajó del picaporte, y la envió a varios metros de distancia.
Fiona lanzó un grito desgarrador, y un momento después rompió en un llanto amargo y lastimero.
—¡Cree que le tengo miedo! —bramó en el momento en que Juan Cruz traspasaba la puerta—. ¡Cree que le temo porque puede matarme con una sola mano! ¡No, no!
De Silva se detuvo bajo el dintel.
—¡Lo odio, maldito de Silva! ¡Lo odio con toda mi alma! ¡Y usted sí debe ser el mismo diablo como dicen, porque esto se ha convertido para mí en el infierno!
Sin siquiera mirarla, Juan Cruz abandonó la habitación.
Con las palabras de Fiona aún golpeándole los oídos, Juan Cruz salió al corredor. Ya no había nadie allí; los sirvientes habían desaparecido.
Bajó a paso rápido la escalera y dio un portazo al ingresar a su escritorio. Se dejó caer en el sofá, y ocultó el rostro entre las manos. De pronto, se incorporó y fue directo a la bandeja con el coñac. Se sirvió una copa y la vació de un trago. Luego, sin inmutarse, apuró otras tres copas más. Finalmente, volvió al sofá, se recostó, y fijó la vista en el cielo raso.
Trataba de entenderla. Quería hacerlo, pero no podía. No conseguía ordenar sus pensamientos. Estaba demasiado humillado y herido para controlarse. Sabía que si regresaba a la habitación de Fiona era capaz de estrangularla. Golpeó con rudeza el piso de madera y profirió un insulto. Después, se levantó del sofá y abandonó el estudio.
Vio la puerta del salón azul entornada y el piano que había comprado para ella. Un escalofrío recorrio su cuerpo al recordar aquella primera noche. Todo había comenzado allí. La silueta de Fiona, hermosa y tentadora, reaparecía frente a él, sentada en ese taburete, descargando su pasión sobre las teclas nuevas del piano. Volvió a ver su rostro concentrado, su boca entreabierta, y a escuchar los acordes armoniosos que acompañaron el despertar de su irrefrenable deseo. Alcanzó de prisa la puerta principal y abandonó la mansión. El frío de la noche le golpeó el pecho, pero no le importó. De pronto, el sonido de la guitarra de los peones inundó sus oídos; decidió seguir aquella melodía hasta que el color alazán del fogón apareció unos cuantos metros más allá. Sólo deseaba escuchar la música, de modo que se mantuvo alejado, medio escondido. Sin embargo, tampoco así pudo dejar de pensar en Fiona. Cada recuerdo volvía a su mente azotándolo cruelmente. ¿Por qué había trabado las puertas? ¿Por qué se había encerrado? ¿Por qué no lo deseaba? ¿Por qué no era amable y dulce con él? Las preguntas sin respuesta le provocaban una sensación de tristeza y vacío que nunca había sentido.
Cuando volvió a mirar hacia el grupo de peones, las cuerdas de la guitarra ya no sonaban y el fuego se había extinguido.