Juan Cruz cerró los ojos. No deseaba dormitar: necesitaba pensar. Fiona, sentada frente a él en la volanta, continuaba leyendo su libro de tapas rojas, aunque sabía que hacía media hora su mirada se perdía en la misma página.
Se había casado con ella porque quería unirse a una mujer de alcurnia que le quitara el último vestigio de advenedizo. El dinero había hecho mucho. Su estrecha relación de más de veinte años con Rosas había hecho otro tanto. De todas maneras, él sabía que la gente de abolengo lo miraba con desprecio y arrogancia por su origen incierto, por ser un bastardo. A veces deseaba gritar a los cuatro vientos su verdad; pero no podía, había hecho una promesa.
No era la mirada altiva de las personas con prosapia lo que le molestaba; simplemente necesitaba blanquear su apellido para que los negocios se le facilitaran. Además, deseaba un heredero que continuara lo que él había construido.
Por eso la había elegido. Ella era de la más alta sociedad porteña, su abuelo era uno de los estancieros más reconocidos de la Federación, su tía Tricia había contraído matrimonio con un famoso comerciante inglés y vivía ahora en Londres. Todas esas cosas lo habían decidido.
Pero, ¿por qué insistía en ese razonamiento? Él jamás se había engañado. ¿Por qué lo estaba haciendo ahora? ¿O acaso no recordaba el primer día en que la vio? En el atrio del Socorro, después de la misa del domingo, con su vestido de blonda lila claro y la mantilla de encaje blanco que le cubría la cabeza y enmarcaba las líneas femeninas más bellas que él hubiera visto.
—Ni lo piense, señor de Silva —le había susurrado al oído Mercedes Sáenz en esa ocasión—. Es inalcanzable.
Mercedes Sáenz no sabía que para él nada era inalcanzable. Sin embargo, debía reconocer que por aquellos días Fiona Malone se le había convertido en una obsesión. Era difícil encontrarla en las tertulias, casi nunca iba; jamás recorría la calle de la Florida después de misa los domingos. Más raro aún era hallarla en el paseo de la Alameda, al que sólo concurría en contadas ocasiones para montar su caballo, alejada de todos y sin dirigir una mirada al grupo de gente; jamás asistía a tomar el té a lo de Manuelita los miércoles. La obsesión lo llevó a averiguar acerca de su familia. Misia Mercedes lo puso al tanto de la calamitosa situación económica en la que se encontraba su abuelo.
Entreabrió los ojos al escucharla estornudar. Había sido un sonido corto, delicado, hasta divertido, como el de un gatito. La Observó repasar su nariz con un pañuelo de lino y sus modos le resultaron tan femeninos que no pudo evitar que su pecho se llenara de una sensación de orgullo. Fiona era distinta a todas. Su rebeldía, su inteligencia, su libertad, la hacían diferente. Sus arrebatos e ímpetus eran definitivamente divertidos. Además, estaba herida porque se sabía comprada y eso había echado por tierra sus sueños románticos; ya se lo había advertido misia Mercedes cuando él le expuso su plan.
¿Y qué le importaban a él los sueños románticos de una joven que nada entendía de la vida, que siempre había tenido todo en bandeja de plata, que jamás había pasado hambre o frío? Su inflexibilidad, su extrema severidad, incluso su crueldad, le habían merecido a de Silva el famoso mote: el diablo. Pero ser así le había servido, y mucho. Su mundo era distinto, al cuento de hadas en el que parecían estar los niños y niñas bien de la ciudad. Vivir en medio del campo, entre gauchos brutos, teniendo que llagarse las manos hasta verlas sangrar nada más que por unos centavos para comer, y defendiendo lo poco que tenía con uñas y dientes, eso no era un cuento de hadas. Manejaba el facón como nadie y era famoso por sus puñaladas certeras y mortales, que le habían granjeado desde muy joven el temor y el respeto de los gauchos e indios de las pampas; su nombre había traspasado los lindes de sus estancias para llegar más allá de la frontera.
—¡Señor de Silva, estamos llegando!
La voz del lacayo resonó dentro de la volanta y sobresaltó a las dos mujeres. Juan Cruz no tardó en salir de su ensimismamiento.
—¡Por Dios y María Purísima! —exclamó María, con la vista clavada en el paisaje.
La curiosidad carcomía a Fiona, pero su orgullo no le permitía asomarse por la ventanilla. Había cerrado el libro, que descansaba ahora sobre su regazo, e insistía en retorcer el pañuelito de lino entre sus manos.
—¡María, déjate ya de tanto aspaviento y entra! No puedes tener medio cuerpo fuera del coche —exclamó Fiona en inglés, descargando toda la tensión en la pobre mujer. María, sin emitir sonido, se acomodó obedientemente al lado de su niña. Sabía que cuando su joven patrona le hablaba en ese idioma era porque deseaba que un tercero no la comprendiese o porque estaba furiosa con ella. Pero la imagen de lo que acababa de ver volvió a reflejarse en su retina y, olvidando el reto de Fiona, comentó:
—¡Oh, Fiona! Deberías verla, es preciosa. —A continuación, y sin mirar a Juan Cruz, dijo—: Señor, tiene usted una casa bellísima.
—Gracias, María.
Fiona habría querido estrangular a María. Se sentía traicionada al verla tratar con tanta deferencia a de Silva. Y aunque la fulminó con la mirada, sólo obtuvo de la mujer un gesto de descaro que la dejó atónita.
—Tal vez deberías hacer caso a María. La vista de la mansión se aprecia mucho mejor desde aquí —agregó Juan Cruz.
—Desgraciadamente para mí, señor, tendré toda la vida para apreciarla. ¿Por qué adelantar la tortura?
El sarcasmo del comentario molestó a de Silva: sin embargo no lo demostró. Al contrario: fijó sus ojos en ella y le dedicó una mirada amorosa.
María se incomodó por la acidez, de las palabras de su ama. Sabía que podía ser venenosa con las personas que le desagradaban, pero debía tratar de cambiar esa actitud inmadura con su marido.
Fiona jamás había visto algo como aquello. La impresión que le causó la mansión de de Silva la dejó sin aliento. Su rostro dejaba entrever fácilmente la fascinación que la embargaba.
Eliseo la ayudó a bajar los escalones del carruaje. Sus ojos no podían apartarse del palacete que se erguía frente a ella. Era majestuoso, parecía la residencia de algún rey europeo, una de ésas que veía en los cuadros que aunt Trícia le enviaba desde Londres. De dos pisos, mucho más elevada que los altos de Riglos, estaba claramente dividida en sendas alas separadas por una construcción circular que finalizaba en un techo cónico con una pequeña claraboya en su ápice, como si se tratase de un cobertizo. En la parte superior, cada una de las alas poseía varias puertaventanas que daban a un gran balcón corrido que las comunicaba. El techo era a dos aguas, de modo tal que uno caía hacia delante y podía ser divisado en su totalidad, mientras el otro se perdía por detrás y era difícil verlo. El tejado era extraño; de color negro, brillaba bajo la luz del sol y se tornaba por momentos de un color azul pétreo que pronto volvía a convertirse en azabache. Tiempo después supo que se trataba de una roca muy exclusiva llamada pizarra, que su esposo había hecho traer de unas canteras en Italia. Finalmente, y sobre la cumbrera del tejado, una baranda lo circundaba de un extremo al otro, imprimiéndole un toque tan especial como extraño para la época. Su soberbia fachada gris caliza poseía algunos detalles en ladrillos color terracota que bordeaban los sotabancos de las puertaventanas.
Lo único que cruzó por su mente en ese momento fue que jamás podría terminar de conocer aquel palacete que se erguía arrogante ante ella. La increíble mansión era una prueba más del poder y dominio de su esposo, que tanto había podido construir esa fastuosa casa como tomarla a ella a cambio de algunas abultadas deudas. Este pensamiento la ahogó, y una sensación de angustia le oprimió el pecho.
Varias sirvientas aparecieron por la puerta principal para recibir al patrón y bajaron solícitas las escaleras de mármol hasta alcanzar el camino de pedregullo en el que esperaban las tres volantas. Algunas eran negras, otras mestizas, y todas vestían impecables guardapolvos blancos y llevaban las cabezas cubiertas con pañuelos rojos.
Fiona, aún de pie cerca del coche, divisó entre la servidumbre a una negra que se destacaba por su vestimenta. Un traje de seda borravino con detalles en encaje color marfil festoneando el escote, demostraba que se trataba de alguien especial. Obviamente, ésa era la negra que se suponía su madre. Pero no podía ser cierto; los rasgos de Juan Cruz no presentaban ni siquiera un atisbo de la raza africana que tan bien caracterizaba a la mujer. De labios muy gruesos, nariz ancha y aplastada contra el rostro, ojos un tanto achinados, frente amplia y cabello hirsuto y negro, esa mujer no podía ser su madre. La divisa punzó que la negra había acomodado en el lado izquierdo de su tocado era tan vistosa que Fiona sintió que la suya apenas se veía.
De Silva estaba alejado, cerca de la primera volanta, dando órdenes a los otros cocheros, cuando su mirada se encontró con la de Candelaria. Fiona supo en aquel instante que su esposo la adoraba: jamás había visto semejante expresión en su rostro. Pareció que los ojos se le iluminaban como los de un niño frente a un dulce, mientras el entrecejo, siempre fruncido, se le suavizaba. Se acercó a grandes trancos a la mujer, que lo observaba seria, pero no enojada.
—Te esperaba anoche —dijo la negra Candelaria con aire de reconvención, provocando la sonrisa cómplice de Juan Cruz, que la tomó por los hombros y la besó en las mejillas.
Luego, la condujo donde Fiona, que no podía apartar su mirada de la de él. De Silva la escrutaba seriamente como diciéndole «atrévete con ella y te mato».
—Candelaria, te presento a mi esposa, la señora Fiona de Silva. Fiona, Candelaria es como una madre para mí; espero que la trates con el respeto que merece.
—Es un placer, señora.
La joven la besó en ambas mejillas, tal como viera hacerlo a su esposo. Se sintió extraña al conferir ese trato tan especial a una negra; por aquella época eran casi como esclavos, aun cuando la Asamblea del año XIII hubiese abolido esa práctica. De todos modos, tenía la certeza de que con de Silva a su lado nada volvería a ser normal.
—El placer es mío, señora de Silva —contestó la mujer, sin disimular su disgusto.
Las tres primeras noches en La Candelaria, Fiona durmió en el sofá de la sala principal. Jamás consentiría en compartir una habitación con de Silva; se ahorraría esa humillación.
De Silva, por su parte, tampoco daba el brazo a torcer y no le permitía ocupar otro de los tantos dormitorios de la casa. O se instalaba en el de él o en ningún otro.
El matrimonio aún no se había consumado, Fiona no quería compartir su cama y, lo que era peor aún, lo miraba de soslayo y con desprecio. Estaba de un humor de los mil demonios y los empleados de la estancia eran sus víctimas. Nunca había resultado un patrón fácil pero la paga era buena, sus campos los más famosos, y trabajar en una de sus estancias o en el saladero era una llave segura para cualquier otro empleo. Ahora, estaba definitivamente insoportable, jamás lo habían visto así. Parecía un volcán a punto de entrar en erupción, se molestaba por tonteras y, por momentos, parecía distraído. Era obvio que se trataba del asunto con la mujer, concluían los peones en la ronda del mate, cerca del fuego, por la noche.
Por fin, la cuarta mañana, María la despertó de su incómodo sueño en el sillón. Al erguirse, todavía amodorrada y mareada, todos y cada uno de sus músculos estaban contracturados. Las ojeras, cada vez más violáceas, se acentuaban bajo sus ojos enrojecidos, y el semblante pálido por la falta de buen dormir le daba un aspecto fantasmagórico. Casi no había comido; sentía que tenía las paredes del estómago pegadas, y eso le provocaba una espantosa sensación de languidez.
Se acomodó en el sillón con las manos bajo la cintura y descubrió su aspecto reflejado en un espejo de la sala. Casi cae de espaldas. Las hebras de su cabello pelirrojo estaban mustias y ajadas y habían perdido su brillo natural. Su bata, toda arrugada, ya empezaba a oler mal. Durante esos primeros días apenas si había podido lavarse un poco sus partes íntimas con un trapo embebido en agua de azahares en la diminuta habitación de María.
—Vamos, mi niña.
Cuando María la llamaba «mi niña» era porque estaba sintiendo pena por ella.
—La negra Candelaria me ha dicho que debes ubicarte en la cuarta habitación del ala derecha —explicó su criada.
Fiona la miró extrañada, frunciendo el entrecejo, mientras mesaba los mechones de su cabeza.
—¿Eso te dijo? —La observó asentir en silencio—. ¡Pensar que yo soy la señora de la casa, y ella decide qué cuarto puedo tomar!
—Bueno, Fiona, coincide conmigo en que no te has comportado justamente como la señora de la casa desde que llegaste.
—¡Qué dices! ¿Qué pretendes? ¿Que duerma con él? ¿En la misma cama?
Su rostro reflejaba la honda perturbación que se había apoderado de ella.
—¡Pero Fiona! Tú aceptaste casarte con él. Sabes lo que un hombre espera de su mujer. Tu tía Tricia te lo explicó… —María dejó la frase en suspenso.
—Aunt Tricia no fue demasiado explícita con ese tema. Sí, algo me dijo pero… Camila tampoco sabe mucho, aunque por lo menos Lázaro la besaba en los labios cuando eran novios. Yo, ni eso.
Había bajado los ojos y la imagen de de Silva y Clelia se le presentaba ahora más nítida que nunca.
Llegaron al inicio de la escalera de mármol, con su imponente baranda de hierro negro y madera oscura. Era la primera vez que Fiona subía a la parte alta; los primeros días había deambulado entre la habitación de su criada y los salones de la planta baja. Había matado el tiempo leyendo y escribiendo su diario íntimo, en inglés, por las dudas.
Aunque no lo había visto prácticamente en esos días, se había sentido humillada, inerme y vulnerable frente a su esposo. Él salía muy temprano por la mañana, minutos antes de que amaneciera; para cuando regresaba, ya era de noche; pasaba como flecha hacia su dormitorio en la planta alta y Candelaria le llevaba algo de comer en una bandeja.
Sabía que la servidumbre estaría haciendo de eso la comidilla del año. A ella no le importaba en absoluto; lo que sí le importaba era que esa sarta de rumores llegara a oídos de su familia y su abuelo se enterara del plan que su hijo William y de Silva habían trazado. Eso sería el fin.
Llegaron a la habitación; los baúles con su ropa habían sido dejados a un costado. No quería siquiera imaginar el estado deplorable de sus vestidos después de varios días de encierro; estarían más arrugados que un fuelle.
No podía negarlo: la habitación, amplia como un salón, era deslumbrante. La cama con baldaquino era enorme, como para un matrimonio. «Para un matrimonio.» Se sobresaltó. ¿No sería ésa, finalmente, la habitación de Silva? Corrió despavorida hacia uno de los roperos. María, asombrada, la siguió con la mirada. Fiona abrió una de las puertas del armario y comprobó que estaba vacío. Suspiró aliviada; si la ropa de de Silva no estaba allí era porque ésa no era su recámara. Cuando María comprendió la corrida de su ama, arqueó una de sus cejas con enojo. A su entender, Fiona estaba manejando mal las cosas.
—Es hermosa, ¿no lo crees, Fiona?
—A mí no me parece —mintió la jovencita, que no podía despegar los ojos de las paredes forradas con un extraño papel aterciopelado color damasco.
—¡Por Dios, Fiona! Cambia esa actitud, por el bien tuyo y el de todos.
La sirvienta se dirigió hacia ella y, tomándola por los hombros, la sacudió levemente, como si quisiera hacerla entrar en razón.
—¿Qué estás buscando? ¿Que tu abuelo sepa toda la verdad? ¿Eso quieres? Porque te aseguro que eso lo llevará a la tumba antes que las deudas de los campos.
Fiona abrió sus ojos tan grandes que María pudo ver dentro de ellos algunos derrames.
—¿Eso quieres, Fiona? ¿Es eso lo que estás buscando? —insistió, envalentonada ante la evidente vulnerabilidad de la joven.
—¡No! ¡No! Por supuesto que no.
La sala de baño estaba al lado del dormitorio y sólo se podía ingresar por una puerta situada en la pared derecha. En el centro, había una tina de latón rebosante de agua caliente. El baño le sentó de maravillas; María lo completó con esencias de jazmines y le frotó el cuello y la agarrotada espalda con aceites aromatizados.
Al salir del toilette, le llamó la atención una puerta enfrentada, ubicada en la pared contraria. Caminó descalza hacia allí. Intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave; quiso husmear por el ojo de la cerradura, pero algo lo cubría del otro lado. Al fin, se dio por vencida, y, dirigiéndose a la cama, le pidió a María que encendiera el pebetero de plata que acababa de descubrir.
Se arrellanó entre los cojines y dejó que su cuerpo se relajara sobre el colchón. Sintió que cada hueso, cada músculo, cada tendón, se acomodaba nuevamente en su sitio, provocándole una rara sensación, entre placentera y dolorosa. Durmió más de ocho horas seguidas.
—¡Fiona! ¡Despierta, vamos!
La voz de María parecía venir de ultratumba. Estaba aún dormida y los párpados le pesaban toneladas; no podía abrirlos. Se restregó los ojos. Como en la lejanía, escuchaba los pasos presurosos de su criada.
Trató de ubicar la ventana de su habitación: no la encontró. Tanteó con la mano, buscando el pañuelo en su mesa de noche, pero la cama parecía no tener fin. Por último, miró hacia arriba para situar la araña con caireles que tanto le gustaba; sólo descubrió el techo del dosel cubierto por una delgada muselina blanca.
—¿Dónde estoy?
Aunque sabía que no estaba en el dormitorio de la casa de su abuelo sino en lo de de Silva, necesitó preguntar.
—Te encuentras en casa de tu esposo, el señor don Juan Cruz de Silva, ¿lo recuerdas? —replicó María, siguiendo el juego.
Por fin, Fiona se incorporó. Sentía un dolor muscular en la espalda y la cabeza le pesaba. En medio de su embotamiento atinó a reconocer a María, abocada a la búsqueda frenética de algo dentro de uno de los baúles.
—¿Qué haces?
—Vamos, Fiona, levántate. —Fue todo lo que le dijo, de espaldas a ella, sin interrumpir su tarea.
—No quiero levantarme; quiero seguir durmiendo —dijo con pereza y volvió a recostarse sobre la almohada de pluma de ganso.
—¡Vamos, Fiona!
Esta vez la mujer dio media vuelta y la miró fijamente. Fiona volvió a incorporarse.
—¡Vamos, levántate! De Silva mandó decir que te espera en el comedor hoy a las ocho y media para cenar —insistió María, mientras retomaba la búsqueda—. ¡Ah, por fin! ¡Lo encontré! Te pondrás éste; es bellísimo y no está tan arrugado —dijo, mostrando en alto el vestido.
—¿Que de Silva quiere cenar conmigo? ¿Quién te dijo?
—Y quién va a ser. Candelaria, pues —contestó María, sin quitar los ojos del vestido—. Anda, levántate. Todavía hay mucho por hacer. Tengo que tratar de componer un poco esas ojeras y arreglarte el cabello; parece un nido de ratas.
Cuando bajó al comedor, de Silva y Candelaria ya estaban sentados a la mesa. Al verla entrar, Juan Cruz se puso de pie y salió a su encuentro; sin decir palabra, le ofreció el brazo para acompañarla hasta su sitio, al lado de él y frente a Candelaria. La mujer la observaba seriamente, con una mirada cargada de desaprobación. «No será fácil», pensó Fiona, dirigiéndole un vistazo furtivo.
Una vez en su lugar, por el rabillo del ojo trató de mirar una vez más a Juan Cruz. Su cabello oscuro brillaba bajo la luz de las bujías por efecto del fijador con el que lo había peinado, todo hacia atrás; Fiona, perpleja, tuvo que admitir que le sentaba muy bien. Esa noche vestía una impecable camisa de batista blanca con puños de encaje del mismo color. Ella odiaba los chalecos colorados rameados en negro, pero a Juan Cruz le quedaba muy bien el suyo, tal vez por el contraste con su piel tan blanca y el cabello tan oscuro, tal vez por la forma en que contorneaba su pecho.
Estaba nerviosa; las manos le temblaban, y se le ponían cada vez más húmedas a medida que los minutos corrían y nadie hablaba. Cuando las tripas comenzaron a hacerle ruido temió que Juan Cruz oyera. Tomó su copa de cristal y bebió un poco de agrio, pero la acidez de la bebida surtió el efecto contrario: acentuó aún más el vacío del estómago y los ruidos de sus entrañas. Tenía deseos de levantarse y salir corriendo sin dar ninguna explicación, a pesar de que le había prometido a María que se comportaría como una dama.
—¿La habitación resultó de tu agrado, Fiona? —preguntó Juan Cruz, rompiendo abruptamente el silencio.
—Sí, señor. —Su voz sonó como un graznido que la llenó de vergüenza; su rostro se puso de mil colores y, rápidamente, bajó la cara.
En aquel momento una de las sirvientas anunció la presencia de un chasque.
—¡Cuántas veces debo repetir que no deben interrumpirme cuando estoy cenando! —vociferó de Silva.
La jovencita temblaba, con las manos apretujadas en el regazo y los ojos clavados en el suelo. Fiona, aterrada como si le hubiese gritado a ella, pudo sentir a lo largo de su columna vertebral el pánico que de Silva inspiraba. Candelaria, en cambio, lo miraba sin inmutarse.
—Es un chasque de su excelencia, patrón. Pensé que…
—Está bien, hazlo pasar —refunfuñó.
Juan Cruz, malhumorado, arrojó la servilleta sobre la mesa y se incorporó. Al cabo, ingresó un hombre envuelto en una capa roja de nanquín rústico, con el clásico gorro punzó caído hacia un costado que llevaban los servidores de Rosas.
—¡Viva la Santa Federación! —gritó a modo de saludo.
—Viva —dijeron al unísono Candelaria y Juan Cruz sin demasiado ímpetu. Fiona permaneció callada.
—Buenas noches, don de Silva. Señoras… —inclinó su cabeza, primero en dirección a Candelaria, luego a la que seguramente sería la señora de Silva.
—¿Qué lo trae por acá, Cosme?
—Disculpe usted la hora, don Juan Cruz. Pero su excelencia el gobernador le envía a usted una misiva que ha pedido sea contestada ahora mismo, así yo llevo la respuesta antes del amanecer.
El hombre extendió la mano reseca y agrietada por el frío y le entregó un sobre lacrado con el sello de Rosas. Juan Cruz quebró el precinto de lacre, abrió el sobre y retiró un papel color tiza doblado en dos. Candelaria se puso de pie y abandonó el comedor sin decir palabra. Fiona la observó marcharse con los ojos dilatados por la sorpresa. Juan Cruz, que parecía no haberse percatado de la escapada de la mujer, continuó enfrascado en la lectura de la carta.
Al cabo de unos minutos, la negra regresó con un tintero, una pluma y una barra de lacre que depositó sobre la mesa. Juan Cruz, que acababa de finalizar la lectura de la misiva, tomó la pluma, embebió la punta en el tintero de bronce y comenzó a garabatear algunas palabras en la hoja color tiza. Fiona quedó atónita; parecía que de Silva y Candelaria podían comunicarse con sólo mirarse, era extraño verlos juntos. Sintió cierta envidia y celos de esa mujer que tanto conocía a su esposo y que, más que amarlo, parecía idolatrarlo.
—Dile a Carmelita que te dé algo bien caliente para comer y un poco de vino antes de partir. Pídele a Celedonio que te cambie el caballo, el tuyo debe estar agotado —ordenó de Silva al chasque, mientras derretía el lacre en una de las velas de los candelabros de plata. A continuación, estampó el sello de su anillo y le entregó el sobre.
—Gracias, don Juan Cruz. Gracias y buenas noches. —Miró a las damas y nuevamente saludó con la cabeza.
—Buenas noches. —Esta vez, respondieron los tres.
La cena fue servida. Todo estaba exquisito, pero Fiona casi no probó bocado.
—¿No le ha gustado la comida, señora? —preguntó Candelaria, seria como siempre y con tono imperioso—. María me dijo que el budín de espinaca es uno de sus platos predilectos.
—La comida es toda exquisita —se apresuró a contestar Fiona—. Pero no tengo mucha hambre por estos días.
—Está muy delgada. Debe comer para estar fuerte, señora.
El comentario de Candelaria sonó más como orden que como sugerencia.
—¿Necesita algo más en su alcoba? Dejé toallas en el ropero del tocador y más sábanas en los cajones del armario.
—Gracias, Candelaria. Todo está bien. —Fiona se llevó la copa a los labios para no tener que hablar más. Presentía que en cualquier momento cometería algún error del que se arrepentiría.
Juan Cruz, que observaba alternadamente a una y a otra, no pudo dejar de percibir la tirantez entre ellas.
—Juan Cruz, ¿vas a tomar el mate como siempre en el estudio?
«Juan Cruz, ¿vas a tomar el mate como siempre en el estudio?». Fiona repitió en su mente una a una las palabras de Candelaria con el tono más burlón. Una rabia incomprensible la inundaba cada vez que la negra trataba con tanta familiaridad a su esposo. Era evidente que conocía cada uno de sus secretos y costumbres. Sabía bien lo que le gustaba y lo que odiaba, sus preferencias y sus deleites. Ella, en cambio, no sabía nada de él.
—No, Candelaria. Manda preparar el salón azul. Tomaré un coñac allí junto a Fiona.
Juan Cruz miró a Fiona de costado y sus ojos se encontraron por un instante. Los párpados de la joven bailotearon, sin saber qué hacer. Finalmente, dejó que su mirada se perdiera otra vez en algún bordado del mantel.
—Hace días que no abrimos ese salón… —comentó Candelaria—. Debe de estar helado, y…
—No importa, que lleven el brasero —ordenó él, sin quitar la vista del cabello de su mujer.
Fiona parecía haber perdido la acidez de los últimos días; no usaba palabras acres y estaba un poco más serena. Juan Cruz había cedido otro tanto; en gran parte, por los ruegos de Candelaria que, si bien no adoraba a la muchachita, tampoco podía verla dormir en un sofá o deambular por la casa como ánima en pena sin apiadarse de ella. Además, ya no soportaba el chismorreo de las sirvientas.
Fiona quedó pasmada al entrar al salón. Ni siquiera misia Mercedes tenía una habitación como ésa en su casa. Acababan de iluminarla y las bujías encendidas reflejaban su llama sobre los caireles de la araña y miríadas de luces iridiscentes surcaban la sala de punta a punta. El empapelado azul oscuro llegaba hasta la mitad de las paredes, que finalizaban en un estucado color gris claro, casi blanco. El piso de madera, de un tinte oscuro, resonaba a medida que los botines de Fiona avanzaban. Los muebles de caoba oscura eran de estilo inglés y los canapés estaban tapizados en una tela damasco amarilla muy tenue. El piano fue lo primero que atrajo su atención. Con taconeos cortos y presurosos, llegó hasta él; apoyó la punta de los dedos sobre la madera bruñida de la cola y acarició la superficie.
—Lo mandé comprar para ti antes de casarnos. Me dijeron que tocas el piano mejor que Favero. —La voz profunda de Juan Cruz cargó el ambiente de una tensión inmanejable—. Y como nunca accediste a tocarlo en casa de tu abuelo, pensé que tal vez ahora… bueno…
La frase quedó en suspenso. Fiona, de espaldas a él, no dijo nada.
En ese momento, entró en el salón una sirvienta. Traía, en una bandeja, una botella de cristal, dos copas y una canasta de filigrana con pastelitos de durazno.
—Blanca, cierre la puerta.
La doméstica hizo una reverencia antes de atrancar las dos hojas de madera casi sin hacer ruido.
—¿Jamás pide las cosas «por favor», señor?
—No —respondió Juan Cruz, divertido.
Fiona continuó callada, investigando las paredes del salón, cargadas de cuadros de gran belleza y maestría.
—Fiona, ¿podrías tocar algo para mí, «por favor»?
Los ojos le chispeaban a de Silva, y sus labios se curvaban en una sonrisa picara. Fiona dio media vuelta para mirarlo, sorprendida por lo de «por favor». No pudo advertir el gesto divertido de su esposo, que ahora, mientras servía la bebida, le daba la espalda. Un momento después, cuando llegó hasta ella para ofrecerle la copa, su rostro estaba tan serio como de costumbre.
—¿Cuántos «por favor» más debo decir antes de que toques algo para mí en el piano? —preguntó, al tiempo que le alcanzaba el trago.
Ella se mojó apenas los labios: la bebida le resultó demasiado fuerte. La dejó sobre una mesa. Se encaminó al piano y se sentó frente a él. Levantó la tapa y admiró por unos instantes las teclas nuevas y relucientes. Hizo crujir sus dedos, y luego jugueteó unos segundos, probando sonidos y acordes. Perfecto.
De Silva, mientras tanto, se había acomodado en un confidente, y copa en mano, se aprestaba a escucharla tocar. Las primeras notas llegaron a sus oídos y cerró los ojos; le parecía que así podía escucharlas mejor. Poco a poco, la melodía fue aletargándolo, transmitiéndole una sensación de paz y armonía. Imaginó que los lánguidos dedos de Fiona se llenaban de vigor y descargaban todo su ímpetu sobre las teclas. Imaginó que el gesto osado de su magnífico rostro, concentrado ahora en la melodía que tan magistralmente estaba ejecutando, se trocaba en una expresión angelical como la que él le viera alguna vez. Imaginó que sus mechones de pelo color fuego se escapaban del tocado y bailoteaban enloquecidos sobre sus sienes. Imaginó su pecho agitado y sus labios apretados, y…
Casi, como un autómata, llegó donde ella y le posó la mano sobre el hombro, desnudo y suave al tacto como terciopelo. El roce de esos dedos la sobresaltó y dejó de tocar. De Silva la sintió estremecerse con su contacto.
—No dejes de tocar. —La voz de él sonó tensa y torturada.
Con menos bríos que antes, Fiona retomó la melodía, pero la mano de Juan Cruz sobre ella la tenía en vilo. Sentía que su corazón palpitaba alocadamente y su respiración se aceleraba. Sentía en el estómago el mismo cosquilleo que tanto la había atribulado cuando pasaron la noche en la posada, una sensación extraña que antes nunca había sentido, y una ansiedad que se contraponía con el odio que aquel hombre le inspiraba.
Juan Cruz no soportó más: rodeó con sus piernas las caderas de Fiona y quedó sentado a horcajadas detrás de ella. Los sonidos del piano se cortaron en seco; el profundo silencio que siguió denunció la agitación en la que ambos estaban sumidos. Con un movimiento automático, la joven se corrió hacia adelante, hasta el borde del taburete.
Fiona sintió que su mente comenzaba a girar vertiginosamente. Su pecho subía y bajaba, su garganta se había resecado y ya no sentía las piernas. Lo que sí sentía sobre sus nalgas era la potente y erecta virilidad de Juan Cruz.
Las teclas retumbaron cuando, desde atrás, de Silva entrelazó sus dedos con los de ella, inertes sobre el piano, y la envolvió con sus musculosos brazos. Acto seguido, Juan Cruz hundió el rostro en el cabello de Fiona. Inspiró profundamente y se llenó de esencias balsámicas que despertaron en él un deseo irrefrenable. Tomó el cuello de su mujer con ambas manos y lo besó con unas ansias que alimentaban aún más su pasión.
La garganta de Fiona se contrajo convulsivamente cuando sintió las manos ásperas de Juan Cruz. Estaba asustada, muerta de miedo. Jamás había experimentado semejante intimidad con un hombre. Sentía que el aliento de su esposo le quemaba el cuello.
—Fiona…
La voz de Juan Cruz la asustó más que nunca. Como pudo, se liberó de la presión que la mantenía atrapada contra el piano; despavorida, abandonó el salón azul.
Estaba a punto de alcanzar el rellano de la escalera cuando a sus oídos llegaron, magníficamente ejecutados, los primeros acordes de una sonata de Mozart.
—Salga, María. —Tras una pausa, agregó—: Por favor.
Juan Cruz ingresó por la puerta que se alzaba en la pared izquierda del cuarto de Fiona. Evidentemente, la habitación contigua era la suya.
Al escuchar su voz, Fiona emergió de los brazos de María que, desde hacía unos minutos, la consolaba. Tenía el rostro enrojecido y las pestañas empapadas. La criada la separó de su regazo y la dejó sola al borde del lecho.
Una vez que se cercioró de que la criada estaba fuera y la puerta había sido cerrada Juan Cruz se acercó a ella. Con los cabellos revueltos y el engominado perdido, mechones caprichosos le caían ahora libremente sobre el rostro. Se había quitado el chaleco rameado y llevaba la camisa fuera del pantalón, abierta hasta la mitad del pecho.
¿Qué le estaba sucediendo? ¿Por qué con ella no podía? ¿Era de veras inalcanzable? Estaba enloqueciendo; presentía que si no la hacía suya algo explotaría dentro de él. Pero no quería lastimarla. ¡Por Dios! A fin de cuentas, sólo tenía que arrojarla sobre la cama, abrirle las piernas y… Sí, así era su naturaleza, aunque lo que parecía ser su propia esencia se le volvía en contra cuando se trataba de Fiona.
—Fiona… —Intentó que su voz se oyera tranquila y dulce.
La joven levantó la mirada llorosa fijándola en la de él. Parecía un animal herido dispuesto a cualquier ardid con tal de defenderse.
—Fiona… Eres mi esposa.
No sabía qué decir. Jamás le había faltado elocuencia; nadie se atrevía nunca a refutar sus agudos y convincentes argumentos. Fiona, en cambio…
Intentó tomarla por el brazo. La joven se separó de él como si su mano la hubiese quemado. Dio un respingo y se escabulló por la cama hacia el otro sector de la habitación.
—¡Nó se atreva a tocarme! —Agazapada, Fiona tenía la mirada atenta buscando la mejor oportunidad para escapar.
—¡Ya me cansé de tus caprichos, Fiona Malone! Te he soportado más de lo que mi mente puede comprender. ¡Has colmado mi paciencia!
De nuevo la furia esculpía en su rostro esos surcos profundos que lo convertían en otro ser: un ser diabólico y poseído. Fiona había comenzado a temblar; no sabía qué hacer para ahuyentarlo de su alcoba.
—¡Para que sepa, de Silva, usted no es mi primer hombre! —gritó, en un intento desesperado por ganar tiempo.
Lo infantil de la supuesta confesión hizo reír a carcajadas a Juan Cruz. Ahora, su rostro se había suavizado y ya no parecía el monstruo que tanto la asustaba. Sin embargo, era evidente que no tenía intención de abandonar el dormitorio.
—Eso ya lo veremos —dijo al cabo, con los ojos fijos en el escote de Fiona.
—¡No hay nada que ver, señor! ¡Yo se lo estoy diciendo!
—Así que no hay nada que ver… —repitió él, con sorna.
La expresión de desconcierto de su mujer lo dejó atónito.
—Realmente eres más candida de lo que imaginé, amor mío —concluyó, y avanzó hacia ella.
Fiona no lo soportó más y trató de escabullirse de la habitación. Pero no fue suficientemente rápida. Con un ágil salto, Juan Cruz le cerró el paso, y en un instante la tuvo atrapada en sus brazos. Fiona se debatió con furia entre aquellas tenazas, desesperada por escapar. Su ímpetu empezó a desvanecerse cuando entendió que de Silva era infinitamente más fuerte que ella. Sus músculos eran zunchos que la apretaban contra su pecho hasta sofocarla. Una sensación de rabia hizo afluir los colores a sus mejillas. Estaba vencida, humillada, y no podía mirarlo por la vergüenza. No quería perder esa batalla. Comenzó de nuevo a forcejear, en un último intento por quitárselo de encima. Pero Juan Cruz la sujetó más fuerte aún, hasta lastimarla.
—Fiona… debes aprender a relajarte. No voy a hacerte daño; solamente quiero hacer el amor contigo. Soy tu esposo, es mi derecho.
—Derecho adquirido como todo un caballero, ¿verdad?
Fue mordaz y dio justo en el blanco: logró herir su amor propio. Pero no consiguió que la soltara; al contrario: la arrastró sin el menor esfuerzo hasta la cama y la depositó brutalmente allí, como quien arroja un costal de papas al suelo.
La cabeza de Fiona elevada en el aire y sus codos hundiéndose en el colchón, las puntas del cabello rozando la manta y el escote corrido del camisón dejando entrever la perfección de los senos, esos ojos que no cesaban de mirarlo y la boca entreabierta dejando escapar un jadeo irreprimible, todo en aquel momento lo enardecía.
Fiona estaba paralizada. Así, sin poder articular palabra, vio cómo Juan Cruz se quitaba la camisa y se deshacía luego del pantalón. Vio el pecho desnudo de su esposo, empapado de sudor que le hacía brillar la piel. Apartó la vista y vio en la pared la sombra de los músculos de su torso.
Entonces, sus ojos se encontraron con los de él, enigmáticos y profundos, y en ese instante Fiona comprendió que la miraba en una forma extraña, completamente nueva, y advirtió que esa mirada parecía despertar en ella sentimientos desconocidos. Y esos sentimientos, tuvo que admitirlo, no le resultaban desagradables.
Un cosquilleo la recorrió cuando Juan Cruz comenzó a acercarse a ella, casi desnudo; unos calzones cortos ceñían sus piernas cubiertas por un espeso vello negro y esa proximidad inquietante arrancó un gemido ahogado a su garganta. De Silva lo escuchó, y en su boca, una vez más, se dibujó esa sonrisa entre divertida y burlona. Fiona trató de escabullirse por el otro costado de la cama; Juan Cruz la sujetó por la pierna y la arrastró hacia él con facilidad.
—No, por favor… déjeme —susurró Fiona, tratando de alejarse.
La voz se le quebró al sentir el peso de su cuerpo sobre ella. Con dulzura inesperada, Juan Cruz comenzó a acariciarle el rostro, mientras le dedicaba una de esas miradas que tanto la desconcertaban.
—Déjeme, se lo pido por favor —insistió la joven, sabiendo que era en vano.
—No, Fiona, no. Esta vez soy yo el que te pide por favor —susurró él. Le besó el cuello y el aroma de su piel lo enloqueció. Hábilmente, sus manos la despojaron del camisón—. Por favor, amor mío, por favor… Fiona… —volvió a susurrar.
Fiona ya no podía luchar. Su mente intentaba ordenar a sus brazos, a sus piernas, a sus dientes, que defendieran su dignidad, pero una fuerza desconocida estaba doblegando su voluntad.
—Déjeme, se lo suplico… —le murmuró al oído, ya sin convicción—. No me toque, por favor…
—Fiona… Eres tan hermosa… Te deseo tanto…
Era evidente que Juan Cruz de Silva no la escuchaba. Estaba extraviado en un mundo de sensaciones. Cientos de veces había fantaseado con ella desnuda, como ahora, pero nunca había imaginado la extrema magnificencia de su cuerpo. Cada centímetro de la piel de su mujer era su mayor fortuna, su más grande Conquista. Por eso, la tocaba con suavidad, como si temiera dañarla, o tal vez mancillar su perfección.
—Déjame mostrarte, Fiona…
Los labios de Juan Cruz buscaron deseosos los de ella, y por primera vez sintieron su carnosidad. Su lengua se abrió paso entre los dientes apretados de la joven e intentó sin éxito juguetear con la de ella.
Fiona sintió que el mundo giraba alocadamente cuando las manos de él se cerraron suavemente sobre sus pechos desnudos. Y el vértigo creció cuando unos dedos expertos rozaron sus pezones endurecidos como si se trataran de inapreciables gemas.
Juan Cruz no soportó más. La arremetida no pudo ser lenta: estaba trastornado por el deseo que lo consumía. Sabía que para ella era su primera vez, pero no podía esperar. Las uñas de Fiona se clavaron en su espalda y un grito de dolor que se hizo vivo en ella, lo destrozó por dentro.
—Ya está, amor mío, ya pasó… —susurraba Juan Cruz, respirando con dificultad sobre los labios de ella—. Relájate, Fiona. Relájate y verás.
Fiona, transida de dolor como estaba, no podía quitar los brazos de la espalda de su esposo. Después de sentir ese desgarro, había permanecido yerta bajo el cuerpo de Juan Cruz, que, entre gemidos y jadeos, parecía no poder dejar de moverse dentro de ella.
De pronto, algo ocurrió; sintió que una energía surcaba como un fluido veloz sus zonas más íntimas, y eso la asustó; la asustó porque la llenó de gozo, de un rarísimo placer que la incitó a friccionar la pelvis contra el cuerpo de de Silva. Pero no, no quería hacerlo… no debía hacerlo.
Fiona abrió desmesuradamente los ojos cuando de Silva curvó el cuerpo hacia atrás, separando el torso de su pecho, y llevó la cabeza hacia arriba, como en trance. El hombre soltó un grito profundo, desgarrador, semejante al de un animal herido de muerte, que la estremeció de susto. Los brazos de de Silva se tensaron a los costados de su rostro, los músculos se le remarcaron bajo la piel transpirada y sus rasgos apolíneos se dejaron ver cuando, por fin, cayó exhausto sobre el cuerpo desnudo de ella.
Fiona sentía que el pecho de Juan Cruz se sacudía y chocaba rítmicamente contra sus senos. A los pocos instantes, de Silva se retiró de encima de ella, se tendió a su lado, y se cubrió la cara con el antebrazo izquierdo. Aún estaba agitado.
La joven lo observaba atónita. No sabía qué hacer; ¿se hacía algo después de eso? Se dio vuelta y contrajo instintivamente el cuerpo; pegó las rodillas al pecho, escondió el rostro y ocultó las manos bajo el mentón. En ese momento, sintió una humedad fría entre las piernas, un líquido medio pegajoso que chorreaba lentamente. Al descubrir de qué se trataba, profirió un alarido tan estremecedor que arrancó bruscamente a Juan Cruz de su letargo.
—¡No debes preocuparte! ¡Es absolutamente normal! —le dijo, al descubrir la causa de su pánico.
El hombre se había incorporado y trataba de volver el rostro de Fiona hacia el suyo, pero la joven, que no podía contener sus sollozos, insistía en mantenerlo oculto tras sus manos ensangrentadas.
—Así que nadie te lo explicó… —De Silva no podía creerlo. Ella parecía tan segura de sí, tan inteligente y cultivada—. Es normal la primera vez que lo haces. Después, nunca más vuelve a pasar.
Fiona no quería escucharlo.
—Vayase… Vayase, por favor —dijo entre suspiros—. Por favor…
Cuando Juan Cruz abandonó la habitación, su esposa no cesaba de sollozar. Antes de cerrar la puerta, volvió su mirada y la vio hecha un bollito, acurrucada entre las sábanas, con el cabello esparcido detrás de ella. El corazón se le contrajo, pero otra sensación más grata lo embargó.
Después, de Silva se tendió en su cama, con la mirada fija en el cielo raso, los brazos extendidos hacia atrás sirviéndole de almohada, un cigarro que se consumía en sus labios, y la imagen de ella en su mente aún excitada.