La mandíbula de Juan Cruz cayó por un brevísimo instante al observar que María trepaba de un salto al carruaje en el que se suponía sólo él y Fiona iban a viajar. Con la mano aún en la portezuela, Juan Cruz miró hacia adentro en busca de una explicación, pero la sirvienta mantuvo la vista baja. Fiona, por su parte, vuelta hacia la otra ventanilla, parecía contemplar con suma atención el río, que desde allí se divisaba claramente.
Por fin, y sin haber obtenido ninguna aclaración, Juan Cruz subió al carruaje.
No terminaba de entender cuál era el hechizo que emanaba de esa mujer capaz de transformar su enojo —que en otra ocasión no habría tardado en aflorar— en la sonrisa de perplejidad que ahora se dibujaba en sus labios. Tal vez fuera su constante arrogancia lo que lograba el milagro; tal vez fuera ese gesto aguerrido que la hacía más bella aún. O quizá sus respuestas envalentonadas y bien elaboradas. O el brillo de sus ojos, siempre atentos e inteligentes. De algo no tenía dudas: por mucho menos habría hecho azotar al que se hubiese atrevido a desafiarlo así.
Enfilaron por la calle Larga de Barracas y, al llegar a la de Cochabamba, se dirigieron hacia el Bajo. Por allí, y bordeando el río, se encaminarían hacia la mansión que Juan Cruz había terminado de construir recientemente en medio de una de sus estancias más prósperas, La Candelaria, en el paraje llamado Los Olivos, a tres leguas de la ciudad. El viaje les llevaría algunas horas.
Juan Cruz se asomó por la ventanilla y observó con fastidio que sobre el río se proyectaba la sombra oscura del celaje. El cielo se había convenido en una masa espesa de colores grises y marrones. Un momento después, volvió el rostro al interior de la volanta.
Fiona, sentada frente a él y al lado de su criada, había tomado un libro de tapas rojas de su pequeño bolso de cuero y leía atentamente, con una expresión de paz y serenidad que para Juan Cruz fue toda una novedad. Y como había esperado una escena de llanto y reproches a lo largo del viaje, la estoica actitud de su esposa lo sorprendió.
El rostro de su mujer despedía un aura de blancura que se proyectaba desde su piel como si estuviese satinada y una luz propia la hiciese brillar. Sus labios gruesos eran de por sí deseables; su color rojo carmesí y su humedad natural los hacían más apetecibles aún. La nariz era diminuta y recta, y sus fosas tan pequeñas que le costó imaginar cómo lograba respirar por ahí. Sus pómulos se elevaban femeninamente y su leve tonalidad rosada parecía la de un bebé. Sintió un deseo irrefrenable de rozarlos; sabía que sería como acariciar un trozo de algodón. Se estremeció sobre la pana del asiento y su respiración se aceleró; ninguna de las dos mujeres pareció notarlo, aunque, por un instante, su esposa elevó los ojos por sobre la lectura y columbró el paisaje. Después, Fiona volvió la vista al libro, y la congeló una vez más sobre sus páginas.
Fue un momento fugaz, pero la inmensidad de sus ojos se proyectó sobre la pupila de Juan Cruz, y se grabó en su mente para siempre. Su forma rasgada hacia arriba, sus pestañas largas y espesas, delicadamente arqueadas, el color azul profundo del iris, ese delineado natural que le concedía cierto aire amenazante. Sus ojos otorgaban a Fiona esa veta de fierecilla que el resto de sus facciones trataba de desmentir.
Un relámpago iluminó el interior de la volanta, Una luz fuerte y blanquecina que se proyectó sobre los rostros de los viajeros. Segundos después, pareció que la ciudad entera se sacudía con el trueno.
María dejó su tejido y Fiona levantó nuevamente la mirada del libro, en tanto Juan Cruz no apartaba la suya de ella.
—¿Qué lees? —su voz gruesa quebró el silencio.
María dejó de tejer, pero no apartó la vista de las agujas. Fiona permaneció callada unos instantes, con el rostro aún sumergido en el libro. Por fin, levantó la mirada y arqueó sus cejas.
—Hamlet —susurró, aunque su gesto decía a gritos: «¿Qué le importa?».
Fiona volvió a su libro. Su esposo, en cambio, parecía cansado de tanto silencio.
—¡Hamlet, de Shakespeare! ¡Genial como pocos! ¿No lo crees así. Fiona?
Sabía que la estaba molestando con sus comentarios, pero aquel juego empezaba a gustarle.
—¿Lo ha leído?
El tono petulante de su esposa no pareció importunarlo; todo lo contrario, lo instó a continuar con el enredo en el que ambos se habían metido.
—He leído toda la obra de Shakespeare, Fiona.
Después de lanzar ese comentario como un cañonazo inesperado, esperó su reacción. La joven permaneció callada, evidentemente sorprendida, aunque en seguida cambió ese gesto sincero por uno más estudiado. Después, volvió a sumergirse en la lectura.
—¿Has leído Macbeth, querida?
—No.
—Lo encontrarás en mi biblioteca. No sólo tengo las tragedias y las comedias. También los sonetos.
Sabía que con eso picaría el anzuelo. Mercedes Sáenz le había hablado de la pasión de Fiona por la lectura, y como por aquellos días la mitad de los libros estaban proscritos y la otra mitad no era fácil de encontrar, una fuente de buena literatura significaba que su poseedor era, en el mejor de los casos, un afortunado y en el peor, decididamente un audaz.
—¿Usted tiene una biblioteca, señor?
—Sí; y muy completa. Podrás tomar el libro que gustes.
Juan Cruz estaba feliz. Por fin le había ganado una batalla, por fin había encontrado algo con que atraerla. Porque, definitivamente, Fiona era la primera mujer que se había negado a sus encantos. Famoso por la impetuosidad de su miembro entre las mujeres de mala vida y por la exquisitez de sus maneras entre las de la alta sociedad, nunca había tenido que soportar afrenta alguna del sexo opuesto. Al menos, no hasta que conoció a Fiona.
—¿Qué otros libros tiene, señor?
Fiona lucía apacible, pero su tono seguía siendo serio y formal.
—Los tengo todos —respondió Juan Cruz.
Estiró el brazo para alcanzar el libro, que descansaba en el regazo de su esposa. Fiona dio un respingo al sentir la mano de él sobre su falda. María levantó los ojos del tejido por primera vez; los fijó en el matrimonio de Silva y contuvo la respiración. Juan Cruz demoró sus dedos sobre Fiona más de lo necesario y sintió una extraña sensación de placer al hacerlo. Por fin, tomó el libro. La joven trató de arrebatárselo por un instante, mas luego lo dejó.
—¡Humm! En inglés… —comentó, mientras lo hojeaba.
Fiona sintió que la fulminaba con la mirada. Sus ojos no habían perdido aún ese carácter torvo que tanto la atemorizaba.
—Sí. Aunt Tricia me lo envió desde Londres.
Juan Cruz sonrió con un gesto que a Fiona le molestó; no podía discernir si era divertido o burlón. La muchacha se preparó una vez más para la batalla que parecía haber abandonado momentos atrás. Su esposo lo advirtió en seguida, y estirando el brazo, le devolvió el libro. Fiona se lo arrebató de la mano. Sin agregar nada más, lo abrió y continuó con la lectura.
Si hubiese estado solo, habría hecho caso omiso de la tormenta que se avecinaba. Pero su soledad había terminado, y debía pensar en la seguridad de la mujer que viajaba junto a él. El camino bordeaba las abras del río y eran comunes las sudestadas que lo arrasaban todo, incluso carretas o carruajes que recorrían la zona.
Juan Cruz golpeó el techo de la volanta con la contera metálica de su bastón. El coche se detuvo, y todos en su interior sintieron cómo se meció cuando el cuerpo macizo y pesado de Eliseo abandonó el pescante, acudiendo al llamado de su nuevo amo. Junto a él, se asomó la carita joven del lacayo, que llevaba en su mano una escopeta.
—Eliseo, diles a los demás que no continuaremos el viaje. Haremos noche en la posada de los Fleitas —ordenó Juan Cruz.
—Sí, señor —respondió Eliseo, y de inmediato, con una seña, instó al muchacho a cumplir la orden.
Ahora que las ruedas se habían detenido, el silencio en el interior de la volanta se hizo más insondable. Fiona seguía leyendo. María tejía a un ritmo frenético, y el leve choque metálico de las agujas era el único sonido que inundaba el lugar. Juan Cruz, absorto, mantenía su mirada en aquella mujer empecinada en rechazarlo con una indiferencia que ya empezaba a resultarle molesta. Ahora deseaba sus ataques, sus palabras duras e hirientes, su mirada fría y despreciativa; cualquier cosa sería mejor que esa mortal indiferencia.
Después de reanudar la marcha, los coches se desviaron hacia la izquierda y tomaron un atajo que los conduciría más rápidamente a la posada. Ya era casi de noche: los espesos nubarrones a punto de estallar habían precipitado el crepúsculo. Las primeras gotas, gruesas y pesadas, repiquetearon sobre el techo. La brisa fría que invadió el interior de la volanta y una gota que le salpicó la piel trajeron a Fiona nuevamente a la realidad. De pronto, su cuerpo se irguió, sus manos se apoyaron en la ventana y miró espantada hacia el paisaje oscuro que se dibujaba fuera.
—Quiero que Eliseo entre aquí, con nosotras. No debe mojarse —dictaminó cuando comprendió que pronto la lluvia arreciaría.
Juan Cruz la miró pasmado; un segundo después, su semblante pareció oscurecerse. El arranque de furia que lo atravesó como una corriente galvánica, sacudió sus hábitos autoritarios adormecidos.
—De ninguna manera —fue la respuesta. Su tono era serio; había abandonado el gesto burlón y ya no parecía estar jugando con ella.
—O lo detiene usted o lo hago yo.
Fiona se había estremecido de miedo ante la nueva actitud de su esposo, pero su orgullo no le permitía ceder. María guardó el tejido en la bolsa y se acurrucó en un rincón; con las manos entrelazadas, parecía rezar, muerta de miedo.
Juan Cruz, por su parte, se había quedado paralizado. Sentía que la rabia le calentaba las mejillas y que la yugular comenzaba a sobresalirle en el cuello. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Era para tanto? Aunque no acostumbraba a tener consideraciones con sus servidores, la propuesta de Fiona no era tan descabellada; al fin y al cabo, Eliseo ya era un anciano. Entonces, ¿por qué de repente esa rabia tan profunda? Un pensamiento se coló de pronto en su mente y lo enfureció: se preguntó qué pasaría si el cochero fuera él; de seguro, Fiona ni se inmutaría. Sintió celos de Eliseo, terribles, infantiles e inmanejables celos. Y eso lo puso peor aún porque nunca había experimentado una sensación semejante. Su negra Candelaria, sus amantes, sus amigos, sus sirvientes, todos se postraban a sus pies, él era el centro del universo. Pero aquella joven, doce años menor que él, había conseguido ponerlo en carne viva, sin máscaras, sin su coraza. Había logrado arrancarle un sentimiento que, por nuevo y desconocido, lo estaba volviendo loco.
—Ni te atrevas a detener la volanta. Debemos llegar cuanto antes a la pos…
Fiona no lo dejó terminar. Se puso de pie, y agitó con furia el techo con sus nudillos. Eliseo no habría podido escuchar; en ese instante, un estruendo inundó los oídos de todos. Entonces, Juan Cruz la tomó fuertemente por el brazo y, atrayéndola, le murmuró cerca de los labios:
—Ya me has cansado, niña caprichosa. He tratado de tenerte paciencia, pero tus remilgos de chiquita bien me han asqueado. O permaneces en tu sitio, o te daré una tunda que jamás olvidarás.
Finalmente Fiona comprendió por qué lo llamaban «el diablo»: la furia cincelaba en su cara profundas arrugas que le deformaban el rostro hasta convertirlo en el de una criatura monstruosa. El miedo la paralizó. Era la primera vez que alguien la trataba así. Ni siquiera su padre se había atrevido nunca.
Aunque María la atrajo para sí, en un primer momento de Silva no quiso desasirla. Después, con un ademán de profundo desprecio, la soltó bruscamente, y acto seguido se echó con todas sus fuerzas contra el respaldo del asiento. Por fin, dejó escapar un gran resuello que hizo temblar a las dos mujeres.
Durante el resto del viaje, Fiona permaneció ovillada sobre el regazo de María. Mantenía la vista hacia abajo y ya no tenía deseos de leer. La mirada y el rostro embravecido de su esposo la habían perturbado. Una angustiosa desesperanza la inundaba; sabía que dentro de algunas horas estarían en casa de de Silva, en su territorio, en el que él era amo y señor. No tendría escapatoria. Ahogó un lamento y cerró los ojos para que las lágrimas no escaparan tan fácilmente; no quería humillarse aún más frente a él.
Recogió los pies bajo la falda para acomodarlos entre su tontillo y el asiento, tal como la noche en que de Silva la resaltó de la muerte. El recuerdo la llenó de zozobra; no podía olvidar que él le había salvado la vida. Y aquella misma noche en casa de misía Mercedes había logrado impactarla. Su andar sereno, su cabello negro, largo y lacio, bifurcado al medio por obra de un remolino que insistía en partir sus mechones en dos, le otorgaban un aire muy especial.
Llegaron a la posada. La lluvia descargaba todo su ímpetu sobre la tierra, que se tornó fangosa y resbaladiza.
El coche se detuvo y de Silva se apeó con agilidad. Ya fuera, se embozó en su capa y se encaminó a la fonda, no sin antes dar instrucciones a los cocheros. Fiona y María permanecieron calladas; acostumbradas al silencio reinante, les resultaba difícil quebrarlo con el sonido de sus voces. De pronto, Eliseo, empapado, asomó su cabeza chorreante por la abertura del coche.
—Vamos, mi niña. El patrón me ha pedido que las hiciera entrar.
Fiona se asomó y divisó, entre la espesa cortina de agua, una casa de adobe con techo de paja que se parecía más a una pulpería que a una posada. Sus ventanas, ubicadas a ambos lados de la puerta, dejaban entrever las llamas trepidantes de las velas que ardían en el interior. Tragó saliva y suspiró. Sólo deseaba una cama confortable; estaba exhausta.
Casi arrastrada a través de la lluvia y del viento por los fuertes brazos de Eliseo, Fiona ingresó al lugar trastabillando. Retiró de su cabeza la caperuza y enjugó algunas gotas que rodaban por sus ojos. Miró a su alrededor; el panorama era desolador.
La tormenta había ahuyentado a todos los clientes a sus casas; el salón estaba completamente vacío. Divisó a Juan Cruz apoyado sobre el mostrador, conversando con el pulpero. Al oírlos entrar, de Silva volteó y, con aire hierático, les clavó la mirada por algunos instantes; sólo un momento fugaz, pero suficiente para atormentarla más aún.
La esposa del posadero apareció tras un trapo que colgaba de una abertura a la derecha del salón.
—¡Por favor, señora, acérquese al trébede! Aquí está más calentito. ¡Uy, pero si está empapada! —comentó la mujer al tomar entre sus manos la capa de Fiona.
—Gracias, señora, pero ella y yo no estamos tan mojadas. Es él el que está pasado por agua.
Fiona tomó por el brazo a Eliseo y, prácticamente, lo arrastró hasta el fuego.
—¿Sería usted tan amable de conseguir un poco de ropa seca? Yo le pagaré…
No pudo terminar; un agudo dolor en el brazo la detuvo. Juan Cruz clavaba sus dedos en ella y atraía con fuerza su rostro hacia el suyo; esta vez el tono fue más circunspecto que el de antes.
—Fiona, yo arreglaré nuestra noche aquí.
«Me desautorizas una vez más frente a mis empleados y estos fonderos y te estrangulo»; al menos, eso fue lo que la joven interpretó.
Ella y María ocuparían una de las dos habitaciones que tenía la posada, explicó Juan Cruz. En la otra se hospedaría él. Los tres cocheros y los jóvenes lacayos se acomodarían en el granero.
—No… —musitó Fiona al pensar que Eliseo, mojado como estaba, pasaría la noche sobre un jergón de paja, casi a la intemperie. De Silva, al escuchar el murmullo de su voz, giró sobre sí, desafiándola con la mirada. Fiona bajó los ojos, agobiada.
Comieron algo en una de las mesas del comedor. María, sin que nadie se lo indicara, fue a sentarse junto a Eliseo y los muchachos. Fiona quedó, por primera vez, a solas con su esposo.
A pesar de que no había probado bocado en todo el día, la joven jugueteó con la comida que le acababan de servir y no se llevó un solo trozo a la boca. Juan Cruz, en cambio, devoró con avidez el estofado, casi sin levantar la vista del plato.
—Deberías comer; estás muy delgada —comentó de Silva.
Fiona lo miró furibunda. Al notarlo otra vez afable y con ese tono mordaz, su carácter impulsivo resurgió.
—No creo que a usted deba importarle mi anatomía, señor —dijo, con los dientes apretados.
Juan Cruz comenzó a sonreír suavemente.
—Oh, sí que me interesa.
Se hizo hacia atrás en la silla, como buscando el mejor ángulo, y se entregó a mirar a Fiona con descaro. Después, continuó:
—Aunque tengo que confesar que madre natura te ha tallado más que armoniosamente. Tienes los bultos necesarios, y donde debes tenerlos.
Sus ojos se clavaron en el pronunciado escote de la joven.
—¡No sea insolente, maldito depravado! —bramó Fiona con el rostro rojo. Se levantó de la mesa de un salto, cubriéndose al mismo tiempo el pecho con las manos.
—María, por favor, vamos a la recámara.
Momentos más tarde, Juan Cruz entró en la habitación sin llamar. Fiona se levantó como propulsada del borde del lecho y María dio un paso atrás, llevándose el cepillo de marfil a la boca.
—Déjenos a solas.
Fiona observó fastidiada cómo María se escurría mansamente por la puerta, con la cabeza gacha y el cepillo aún sobre los labios. Furiosa, descubrió que en aquel lugar no había nada apropiado para arrojarle.
—Su educación deja mucho que desear, señor mío. ¿No le han enseñado que debe llamar a la puerta antes de entrar al cuarto de una dama?
Juan Cruz sonrió, mientras le echaba un vistazo de pies a cabeza. El pelo suelto le caía sobre la espalda y los senos, cubiertos ahora por una bata de lana que se adhería a su contorno. Caminó los pasos que lo separaban de su esposa. Ya cerca de ella, permaneció quieto unos instantes, inspirando la fragancia de su piel. Ahora sus ojos recorrían cada centímetro del rostro de ella, de su cuello, de sus senos. Tomó en sus manos un mechón de pelo tan largo que casi rozaba las caderas de la joven. Se lo llevó a la nariz y absorbió su perfume, cerrando los ojos cuando el aroma lo inundó. De Silva ardía de deseo. Cuando la soltó, la guedeja cayó pesadamente.
Fiona estaba alterada. No podía hablar, ni pelear; sentía que las fuerzas la habían abandonado, y una extraña sensación de cosquilleo le recorría el cuerpo.
—¿Realmente crees que debo llamar a la puerta de la habitación de mi esposa?
Ella no supo qué contestar.
—¿Qué necesita, señor de Silva? —susurró.
Bajó la cara, dando un paso atrás. Juan Cruz le levantó la cabeza rozando apenas su barbilla con los dedos. Los aladares que enmarcaban el rostro de la joven parecían danzar al ritmo del brillo de la lámpara de sebo, que acentuaba aún más el tono rojizo de su cabello. Por momentos lo tornaba casi de un carmín nacarado, y luego su matiz cambiaba de más intenso a más suave, al compás del movimiento continuo de la llama.
—¿Qué necesita? —volvió a preguntar Fiona con la voz en un hilo.
—¿Qué necesito, preguntas? —De Silva sonrió otra vez—. Sólo quería avisarte que mañana, apenas amanezca, saldremos para la estancia. Deseo que para esa hora estén listas; no quiero perder un solo minuto.
Dio media vuelta y abandonó el cuarto. Cuando Fiona atinó a reaccionar, de Silva ya había dejado la habitación.