Al día siguiente, Fiona pidió a María que la disculpara con sus abuelos. Mandó a decir que estaba indispuesta y permaneció el día entero en cama.
Era cierto. Cada parte del cuerpo le dolía y, por momentos, tuvo fiebre; pero era su espíritu el que había amanecido más indispuesto.
La excitación por la aventura de la noche anterior había desaparecido al despuntar el sol para dar paso a la mayor desazón y angustia. Todo había terminado; ahora la realidad la ahogaba. La salud de su abuelo, la ruina de su fortuna, su casamiento concertado. Todo había terminado: todos sus sueños y fantasías habían quedado destruidos. Los había destruido su padre, una vez más.
Más tarde, llegó su abuelo y se sentó junto a la cama, dispuesto a conversar con ella como todas las mañanas. Fiona miró esos ojos cansados, desvaídos, enmarcados por pliegues secos y arrugados de piel. Según su abuela, en su juventud los ojos de Sean Malone eran de un vívido azul cielo; pero el paso del tiempo los había desteñido, tornándolos de color celeste claro.
Como nunca antes, Fiona comprendió en ese momento que si sería para prolongar algunos años más la vida de su abuelo, el sacrificio de su propia vida valdría la pena.
Conversaron acerca de todo. Leyeron los periódicos, discutieron algo de política y Sean le relató nuevas anécdotas de Irlanda y de cuando ella era pequeña. Le contó la preferida de Fiona; quizá la había escuchado mil veces ya, pero no le importaba escucharla mil más. Había algo en la mirada de su abuelo cuando la relataba que llenaba de orgullo a la joven.
—Una vez, recuerdo que era el día de San Patricio… —comenzó Sean.
—El día del cumpleaños de aunt Tricia… —agregó Fiona.
—Así es, dear. Bueno, ese día te arrellanaste sobre mis rodillas, como siempre cada mañana cuando me disponía a leer la Gacela. Me señalaste una palabra del periódico y balbuceaste: «Yo sé lo que dice ahí, Grandpa». Así fue como comenzaste a leer. Primero el nombre del periódico, luego los títulos, y así todo. Tengo que confesarte, princesa, que al principio me asusté. Después, pensé que Tricia te había enseñado a escondidas. Sin embargo, cuando se lo pregunté lo negó tan sinceramente que le creí. Lo consultamos con el médico Rivera. Nos dijo que aquello era ni más ni menos que una de tantas rarezas de la naturaleza. Comprenderás que no me quedé muy conforme con esa respuesta, así que consulté a otros doctoras. Uno de ellos me explicó que existen en el mundo algunas personas que aprenden a leer, incluso a escribir, sin que nadie les enseñe. Se las llama autodidactas. Sólo hay unas pocas en el mundo y una de ésas la tengo yo.
Rozó con su mano la mejilla de Fiona; pensó, si su nieta le faltaba, él moriría.
Al cabo de un rato, la joven y su abuelo parecían haberse olvidado de todo y de todos. Sumergidos en sus recuerdos y vivencias, nada los traía de nuevo a la realidad.
—Que manda a decir tu padre que más vale que mañana estés bien porque va a venir a verte tu prometido por la tarde.
Después de entregar el recado, María la miró con temor, esperando una explosión. Fiona escuchó y no dijo nada, lo que preocupó a la criada; tal vez, habría sido mejor que la niña gritara y pataleara en su cama.
—¿Sabes cuándo se va? —preguntó Fiona.
—¿Se va? ¿Quién, mi niña?
—Mi padre, pues.
—No lo ha dicho aún; me parece que no tiene intenciones de irse pronto —acoló la criolla.
—¿Y de dónde sacas eso?
—Le ha dicho a Eliseo que esté atento en estos días porque tiene que hacer muchos negocios en la ciudad y lo va a necesitar como cochero. Además, trajo un baúl bastante grande con ropa. Pa’mí que se quiere quedar hasta la boda.
Al escuchar esa palabra, Fiona clavó la mirada en las sábanas. María, acongojada, sintió pánico al pensar que su niñita pudiera perder la razón por toda aquella maldita cuestión del casorio. Ya le había prendido una vela a la Virgen de Luján y otra a San Patricio, que siempre era tan bueno con ella. Pero en aquel momento se le ocurrió una idea mejor: le prendería una vela a San Antonio para que hiciera que su niña se enamorara del prometido; así no sufriría tanto.
A punto de salir de la habitación para cumplir con su cometido, Fiona la detuvo.
—¿Nadie más sabe acerca de todo esto?
—¿De todo esto? ¿Qué, mi niña?
—¡Ay, pero si estás lenta hoy, María! ¿Qué te sucede? ¿No desayunaste? Que si alguien más sabe lo de mi casamiento.
—Nadie, mi niña. Todos están como si nada pasara; todos menos tu padre. ¡Tiene una cara el pobre!
—¡Qué pobre ni ocho cuartos! ¡Es un maldito embustero! ¿Entiendes lo que hizo, María? —Miraba fijo a la criada, echando chispas por los ojos—. ¡Me vendió como a una esclava en el mercado! Me vendió al mejor postor —remató con indignación, y se llevó las manos al rostro.
—Vamos, mi niña, no llores.
María trataba de consolarla, aunque al ver a Fiona como siempre, con la mirada encendida y la lengua mordaz, se sintió más reconfortada.
—Si no lloro, María, no lloro. Aunque quisiera, no podría. Tengo tanta rabia, tanta rabia… —y, juntando los dientes, lanzó un grito ahogado.
—¿Por qué no la ofreció a Imelda? Ella estaría feliz de enganchar a un marido.
—Pero no, mi niña, estando tú, ¿quién querría a Imelda? Eres tan bella, más bella que la aurora en el campo. La niña Imelda no es ni la mitad de lo que tú. Además, ella ya tiene novio.
—¿Senillosa? Ése no es un novio, es un zoquete, Ya creo yo que Imelda lo cambiaría si tuviera posibilidad.
—Y como dice el dicho: «Dios le da pan al que no tiene dientes» —sentenció María—. Lo que yo no comprendo es cómo no se te ocurrió preguntarle a tu padre de quién se trata… Tu prometido, digo.
—Ya te dije que no lo conozco; es un extranjero, recién llegado a la ciudad. No me interesa. Puede tratarse del mismo Jesucristo o del propio Lucifer, me da exactamente igual.
La criada se hizo varias veces la señal de la cruz con los ojos cerrados antes de dejar la habitación.
A pesar de que nada le importaba, Fiona estaba bellísima esa tarde. Y todo gracias a las manos maestras de María que no sólo le habían confeccionado el vestido, sino que también la habían peinado y maquillado. Si bien la criada ya había encendido la vela para San Antonio, no era cuestión de dejarle todo el asunto al santo.
María suspiró. Después, continuó marcando los bucles con un hierro caliente.
—¿Por qué suspiras? —preguntó Fiona.
—¡Ah, el amor, mi niña, el amor!
Levantó la vista del cabello de Fiona y observó por la ventana. Ahí estaba Eliseo.
—Para mí, el amor ya no existe. Es un sueño que jamás se hará realidad —afirmó sombríamente la joven.
—¡Cómo puedes decir semejante cosa, Fiona! No me hagas enojar.
—¿Que cómo puedo decir semejante cosa? Pregúntaselo al hijo mayor de mi abuelo.
Comenzaba a hartarse de tener que quedarse tiesa frente al espejo preparándose para alguien a quien ya había decidido odiar desde el primer momento.
—Ya sé, mi niña, que no es como lo soñaste. Lo sé porque hemos hablado de esto muchas veces. Pero la vida no es siempre como nosotros queremos, Fiona. A veces las cosas son de otra forma y no queda otra pos…
—Es que no puedo aceptar que por su culpa, justamente por su culpa, mi vida tenga que ser distinta a como yo la planeé. Por culpa suya y del estúpido de tío John.
—Bueno, mi niña, no te pongas en ese estado que no estarás linda para cuando llegue.
María abandonó el peinado y comenzó a rozar carmín en las mejillas de Fiona.
—¿Es que no entiendes que no me interesa estar linda nunca más? No deseo agradarle. Ojalá me vea fea, muy fea, así no quiere casarse conmigo.
Se calló y bajó el rostro. Sabía que si el hombre no quería casarse con ella, el único que sufriría sería su abuelo. Se arrepintió de haber dicho eso.
—Por más que lo intentes, jamás podrás lograr que te vea fea porque, simplemente, eres hermosa, la más hermosa que yo conozco.
—No exageres. Tú me dices eso porque me quieres de veras, pero no ha de ser para tanto.
—Para tanto y mucho más. No sabes cuántas patronas de otras familias mandan a sus sirvientas a preguntarme dónde te haces los vestidos, dónde te peinas, quién te enseñó a tocar el piano…
—¡No puedo creerlo!
Fiona giró sobre sí en el taburete y clavó sus ojos en los de María.
—Sí, cada vez que voy a la Recova de compras, alguna de las criadas me detiene y me pregunta. Tú nunca has querido darte cuenta lo bella que eres y siempre has intentado mantenerte aparte de la sociedad. Pero la sociedad te ha visto, Fiona; ellos siempre te ven.
—¡No puedo creerlo! —repitió. Se miró en el espejo del tocador y se acarició la mejilla.
—Pues créemelo, mi niña, créemelo. Eres la más bella. De verdad.
Se hizo un silencio. María continuó con su labor y Fiona permaneció con la mirada perdida en su propio reflejo.
—¡Ya está! ¡Listo! Estás más linda que una azucena. Espero que el caballero se muera de amor por ti. Y tú por él.
—Jamás. Jamás moriré de amor por alguien que me ha comprado como a una vaca en la feria. ¿Me entiendes, María? Jamás.
—¡No, Fiona, no! Debes predisponer tu corazón para él. Tal vez sea un buen hombre que realmente te quiere bien. Si lo combates, sólo conseguirás hacer de tu vida un calvario. Debes hacerlo por el bien de todos.
—Por el bien de Grandpa es que hago el mayor sacrificio de mi vida, María. Una vez que tenga la certeza de que ese hombre ha pagado todas las deudas de mi abuelo, me escaparé, huiré lejos, donde nadie pueda encontrarme.
María se llevó las manos a la boca para no gritar. Abría sus ojos muy grandes y movía la cabeza de un lado al otro negando insistentemente. Es que la sabía capaz de eso y mucho más.
—Pero, María, no te pongas así. Tú y Eliseo vendrán conmigo. Jamás los abandonaría —argumentó Fiona, separándole las manos de la boca.
—Lo que se te ocurre, niña. Nunca vuelvas a pensar en algo igual, no debes hacerlo.
La palidez de María la asustó. Tanto que le prometió que jamás volvería a pensar en tal cosa. Sin embargo, la idea que acababa de ocurrírsele no le pareció tan mala, y decidió mantenerla en un rincón de su mente para rescatarla en el momento propicio.
—Tienes que tratar de amarlo, niña —insistió María, un poco más tranquila con la promesa de Fiona—. Tal vez, con el tiempo, llegues a enamorarte de él, y todo esto que estás viviendo ahora te resulte gracioso.
Fiona la miró dulcemente. María era como una madre para ella, una de las personas en la que más confiaba, pero en ese momento su criada no lograba comprenderla. Pensó en tía Tricia; ella sí la entendería. Por desgracia, hacía muchos años que su tía se había casado con un poderoso comerciante inglés y se había marchado con él a Londres.
En ese momento se escuchó la aldaba de la puerta principal. Debía de ser él. Fiona, muy nerviosa, se llevó la mano a la boca y comenzó a chuparse la punta de los dedos; luego, inconscientemente, se estiró los bucles que tanto trabajo le habían costado a la criada; y, por fin, y sin querer, se le cayó la talquera, haciendo un desparramo de polvo en el piso.
—¡Dios mío, el ruedo del vestido está lleno de talco, Fiona! ¡Dios mío! ¿Qué haremos ahora?
—¡Es un poco de talco, María! ¡No exageres! ¿Ves? Sacudiendo un poco, se quita —dijo, mientras se agachaba para eliminar el polvo.
—¡No te agaches, Fiona! Vas a reventar el corsé.
María la tomó por los antebrazos y la obligó a enderezarse.
—Déjame que yo lo haga.
En ese momento, llamó a la puerta del dormitorio Coquita, una mulata sirvienta de la mansión.
—Que manda a decir el señor don William que la niña Fiona vaya a la sala. Que alguien la está esperando.
Fiona tomó las manos de María entre las suyas, que estaban frías, sudorosas, y le temblaban un poco.
—San Antonio, dejo todo en tus santas manos —murmuró María.
Y la dejó ir.
Cuando Fiona llegó a la sala, su padre ya no estaba allí. Sólo vio a un hombre de espaldas a ella, observando por la ventana.
—Buenas tardes —dijo Fiona, delatando su presencia.
—Buenas tardes —contestó el caballero, comenzando a darse la vuelta.
—¿Señor de Silva? —frunció el entrecejo, sorprendida y extrañada—. Ah… es usted.
De Silva asintió con una sonrisa en los labios.
—¡Qué confusión! —Fiona trataba de ganar tiempo para poner en orden sus ideas. Presentía que algo horrible estaba a punto de suceder, y no se atrevía a enfrentarlo—. Yo creí que… En realidad, mí padre… Él me dijo que…
Fiona cerró los ojos y tragó saliva, intentando controlar su ansiedad. Sabía que estaba balbuceando como una criatura, y eso no le gustaba.
—¿Es acaso a usted… —dijo un momento después—, que se refería mi padre cuando dijo…? Quiero decir, ¿se trata de usted, señor de Silva, con quien yo…?
La voz se le había convertido en un hilo; el pánico a la respuesta la dominaba. El caballero se limitó a asentir en silencio.
Sin más ni más, Fiona tomó entre sus manos el jarrón de porcelana del aparador y se lo arrojó directo a la cabeza. Ciertamente, no contó con los buenos reflejos de Juan Cruz. El hombre se agazapó y esquivó el proyectil. El jarrón fue a dar justo contra el marco de la ventana y sus fragmentos se esparcieron, en parte, sobre la levita negra de de Silva.
Fiona, en estado de shock, no dijo palabra, no respiró, no pestañeó, no se movió. Su mente no podía salir de la confusión en la que había caído; un torbellino, un huracán la habrían conmovido menos. «Dios mío, no él», fue lo que pudo pensar.
—Jesus Christ! What’s going on here? —exclamó Brigid al ingresar a la sala. El espectáculo con el que se encontró la señora era de lo más extraño. Un hombre que no conocía se sacudía las últimas esquirlas de porcelana de su levita. Su nieta Fiona lo miraba como a un fantasma. Brigid se colgó las gafas en la nariz: tuvo que admitir que lo que estaba viendo no era producto de su imaginación.
Detrás de la dueña de casa entraron Ana y William. El padre de Fiona quedó boquiabierto al ver los trozos de jarrón sobre el piso de la sala.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó a su hija, volviendo sus ojos a ella.
Fiona no podía hablar. Se había quedado muda y no apartaba la mirada de de Silva. Nuevamente, sus arrebatos la habían puesto en una situación imposible.
—¿Fiona? —insistió su padre.
Fiona no se inmutó. Seguía con la vista clavada en de Silva, que en ese momento, como si nada raro hubiese ocurrido, se dedicaba a recoger del suelo los pedazos del jarrón.
—¡Oh, no, señor! ¡Por favor, deje usted! —Brigid ya estaba junto a Juan Cruz. Le quitó con suavidad el trozo de porcelana de la mano, lo tomó del brazo y lo condujo hasta el sillón.
—Por favor, señora —dijo entonces de Silva, y con una elegante reverencia invitó a Brigid a sentarse.
La anciana le sonrió, halagada, y se sentó. De Silva paseó fugazmente su mirada por los presentes, consciente del suspenso y la incomodidad que se había creado entre ellos. Era evidente que todos estaban pendientes de él.
—Toda la culpa ha sido mía —dijo con sencillez, sin dirigirse a nadie en particular—. El jarrón me atrajo por su colorido y delicadeza. Lo acerqué a la ventana para apreciarlo mejor, y sin que me diera cuenta se me resbaló de las manos. En ese momento entró la señorita. Y como es natural, se ha quedado boquiabierta ante mi torpeza. No sé cómo pedirles disculpas…
Brigid cruzó una rápida mirada con Fiona, que apartó los ojos avergonzados.
—Olvide usted el jarrón, señor de Silva —se apresuró a decir William, que no necesitó ninguna explicación para saber la verdad de lo ocurrido.
El gesto de contrariedad que se dibujó en el rostro de Brigid —aquel jarrón era una antigüedad de la familia valuada en varios cientos de reales— no pasó inadvertida a Juan Cruz.
—No, don William, no es algo sin importancia; para mí es un hecho bochornoso. Debo repararlo de alguna manera.
Sus ojos sesgados se posaron alternadamente en Brigid y en Fiona, todavía ausente.
—Mañana mismo buscaré un jarrón igual —dijo por fin.
—No se preocupe, señor… —Brigid advirtió de pronto que con el alboroto ni siquiera sabía con quién estaba hablando.
—¡Oh, mom, discúlpeme! ¡Aún no los he presentado! —dijo William mientras se aproximaba a ambos—. Mom, él es el señor de Silva, mi amigo personal y socio en algunos negocios. Señor de Silva, la señora doña Brigid Maguire de Malone, mi madre.
De Silva tomó delicadamente la mano de la anciana y la besó.
—Ella es mi hermana menor, Ana —agregó William—. ¡Ah!, y ella es mi hija Fiona.
Fiona clavó los ojos en los de su padre, que bajó la vista.
—Buenas tardes, señorita Fiona. —Desde lejos, de Silva inclinó la cabeza hacia ella.
—Nosotros nos conocimos anteanoche, en casa de misia Mercedes Sáenz, en la tertulia por el Día de la Independencia —comentó Juan Cruz a Brigid.
—Tome asiento por favor, señor de Silva. ¡Y sobre todo, olvídese del jarrón!
El rostro de la anciana había cambiado al comprender que el joven Juan Cruz era un candidato más que potable para poner final al celibato de su nieta.
Entretanto, Ana y William se sentaban cerca de Brigid y de de Silva. Sólo Fiona permaneció de pie, confundida.
—Si me permites, Grannie, yo me retiro —dijo, inexpresiva. Ana y Brigid la observaron desconcertadas. William contuvo su furia, y de Silva sonrió con picardía.
—¡Por favor, señorita Fiona! ¡No me prive usted de su presencia! —Juan Cruz se incorporó del sillón. Fue directo hasta Fiona, la tomó de la mano, y la condujo a un taburete cerca de él. La joven no le sacaba los ojos de encima, y de Silva creyó ver chispas en ellos.
Se entregaron a una plática intrascendente de la que sólo Fiona se mantuvo al margen. Al principio logró no pensar en nada. Momentos después, cuando entendió el giro brusco y radical que había dado su vida, la piel se le erizó y su cuerpo comenzó a temblar imperceptiblemente.
—Vamos, hija, toma un poco de té, te sentará bien. Estás muy pálida, querida.
Fiona tomó temblorosamente la taza que le alcanzó su abuela. En seguida, de Silva sostuvo la loza por ella, apoyándola en una mesa cerca de la joven.
—Esta vez no he hecho ningún desastre, doña Brigid.
El comentario de Juan Cruz causó la algazara de todos. Fiona, en cambio, lo observó exasperada, a punto de estallar.
Al cabo de una hora, de Silva se había puesto en el bolsillo a Brigid y a Ana. William estaba radiante por el triunfo. La actitud de su hija ya no le importaba; si su madre y su padre lo aceptaban, el matrimonio ya era un hecho. La batalla con Brigid estaba ganada. Ahora sólo restaba impresionar bien al viejo Malone, y asunto arreglado.
—Creo que ya es hora de retirarme, señoras. Ha sido un verdadero placer compartir la tarde con ustedes.
Todos comenzaron a levantarse de sus asientos.
—Señor de Silva, el placer ha sido nuestro. Regrese usted cuando desee —dijo Brigid, cortésmente. Y ansiosa por cerrar el círculo alrededor de la escurridiza Fiona, agregó—: Me gustaría que el señor Malone lo conociera.
—Será un placer —replicó de Silva con galantería. Luego, miró fijamente a Fiona y añadió—: Además, me gustaría volver a ver a su nieta si para usted no es inconveniente, señora mía.
Fiona le sostuvo la mirada, implacable y fría.
—Insisto, señor de Silva, vuelva cuando desee. Las puertas de esta casa están siempre abiertas para usted —aclaró Brigid, para que no quedaran dudas.
De Silva saludó con una leve inclinación, dio media vuelta, y abandonó la sala.
—Además de todo, eres un mentiroso —dijo Fiona entre dientes y con el gesto desencajado.
William sabía bien a qué se refería, pero no deseaba discutir más con su hija.
—¿Por qué lo dices?
—Sabes perfectamente por qué lo digo. —Lo miró fijamente, y en el silencio que sobrevino resonó con fuerza su respiración agitada—. ¡Me dijiste que no lo conocía y que se trataba de un extranjero!
—Es cierto —afirmó William con sarcasmo.
—Pero resulta ser que sí lo conozco. Y que no es extranjero. —Fiona adelantó su cuerpo y se puso las manos en la cintura, desafiante.
—Yo no sabía que lo conocías y… se podría decir que, en cierta forma, es extranjero. No es de Buenos Aires. Además, en algo no te mentí; es muy, pero muy rico.
—¡Mentiroso! Me ocultaste la verdad porque es un bastardo. ¡Es bastardo! ¡Y tiene la lama de un demonio maldito! —explotó Fiona—. ¡Es hijo de una negra o algo así! ¡Por eso me ocultaste la verdad! No puedes hacerme esto, no puedes hacerme esto… —De pronto, su voz desfalleció.
—Te desconozco, Fiona. ¿No eres tú la que siempre pregona la igualdad entre todos? ¿No eres tú la que siempre trata a los sirvientes como sí fuesen de la familia? ¿Qué hay con María y Eliseo? Los respetas más que a mí, y no son más que un par de mestizos.
—¡Nó te atrevas a meterte con ellos, maldito embustero! Ellos son diez veces mejores que tú.
—¡Basta! —gritó William, tratando de amedrentar a Fiona—. Ya está todo arreglado. Te casarás con él como sea. Si no lo haces, ya sabes lo que ocurrirá en esta casa.
De Silva volvió. Y lo hizo casi todas las tardes. Cada vez que se presentaba en la mansión Malone, Juan Cruz traía consigo algún presente para los miembros de la familia. Para todos, excepto para Fiona, a quien parecía no importarle. El primero fue un magnífico jarrón de porcelana de Sévres azul marino con delicadas orquídeas dibujadas en laca rosa pálido. Bellísimo, y por cierto mucho más costoso que el que Fiona había hecho volar por el aire. Ana recibió un par de guantes de cabritilla color marfil que Juan Cruz mandó comprar a lo de Caamaño, la tienda más pituca de la ciudad. El viejo Malone también fue sorprendido con un presente: una pipa de espuma de mar en cuya cazoleta estaba tallada con mucha precisión la cabeza de un soldado turco. Sean quedó perplejo al recibir el regalo de Juan Cruz. Hacía años que deseaba una idéntica y en ninguna parte la conseguía. Ni siquiera Tricia, en Londres, había hallado una. ¿Cómo había adivinado aquel hombre su deseo? Nadie podía comprender cómo conseguía cosas tan bonitas en épocas en que, por el bloqueo anglo-francés, hasta comprar alimentos resultaba difícil. Al parecer, ningún escollo se interponía entre Juan Cruz de Silva y sus deseos.
Frente a sus abuelos, Fiona aparentaba ser la jovencita más encantadora de la Confederación. Risueña, conversadora, hasta pícara, se convertía en otra persona cuando la dejaban a solas con de Silva en la sala. Con él era mordaz y atrevida, violenta y resentida. No tenía mayores miramientos en expresarte todo su desprecio. Pero de Silva mostraba la paciencia de un beduino y la seguridad de un magnate. Nada lo importunaba; ninguno de los comentarios o las palabras de Fiona parecían hostigarlo. Siempre de buen talante, no escatimaba sus elogios a los Malone.
—¿Hasta cuándo tendré que soportar esta farsa del galante enamorado? ¿Qué espera para anunciar nuestra boda? ¿Que me enamore de usted, señor de Silva?
Una sonrisa sarcástica, casi enfermiza, surcó los labios de Fiona.
—Eres tan bella cuando sonríes, mi querida.
El hombre le tomó la mano; ella la retiró como del fuego.
—No sea hipócrita, señor de Silva. Responda a mi pregunta. ¿Cuándo será la maldita boda?
—No sabía que estabas tan interesada en casarte conmigo, Fiona. Realmente, saber que lo deseas tanto es una noticia maravillosa.
Fiona cerró los puños y apretó los dientes tratando de reprimir un grito de impotencia. Su rostro se puso como la grana. Por un instante, sus miradas se cruzaron. Pero era tanto el poderío y el dominio que de Silva demostraba tener sobre ella, sobre su padre, sobre todos, que bajó la cara y comenzó a sollozar. No quería que él la supiese quebrada. Se levantó y abandonó la sala.
La pena que la embargaba dejó en el aire una estela que se apoderó del alma de Juan Cruz. Su habitual gesto soberbio se desvaneció, y en su lugar apareció un semblante apagado y mortecino. En realidad, de Silva no sabía qué hacer con Fiona.
Al día siguiente, William anunció ante toda la familia el compromiso de su hija y de Silva, y el deseo de Juan Cruz de que la boda se realizara cuanto antes.
—Quiero que sepan que he aceptado el pedido de mano de Fiona que me ha hecho el señor de Silva.
Ana y Brigid trataban de contener las lágrimas: no correspondía llorar; Imelda se acercó a su hermana y, disimuladamente, le tomó la mano. Sean Malone permaneció largo rato contemplando a su hijo. Siempre había pensado que le consultaría ese tema cuando llegara el momento.
Finalmente, Juan Cruz se acercó a Fiona y le entregó un pequeño estuche de terciopelo. Todos permanecían callados y expectantes, los ojos clavados en las manos de la joven. Al fin, Fiona lo abrió.
—¡Es bellísimo! —exclamó Imelda al descubrir el cintillo de brillantes y aguamarinas.
Juan Cruz tomó el anillo de manos de Fiona y se lo colocó en el dedo. Brigid y Ana se acercaron a curiosear, asombradas ante una alhaja tan soberbia.
Al día siguiente, toda Buenos Aires conocía la noticia del compromiso de Fiona Malone y Juan Cruz de Silva. Cada una de las familias más importantes parecía un hervidero de chismes y hablillas. Por fin, de Silva despejaba el enigma que había mantenido en vilo a las jovencitas de la ciudad. Algunas estaban verdes de envidia. Uno de los solteros más codiciados de la Confederación se les había escapado. Tenían que aceptarlo, ninguna competía con la Malone.
Fiona era la más hermosa, la más rebelde, la más escurridiza de todas las doncellas de la alta sociedad. Él, aunque bastardo, guarango y advenedizo, era el protegido del gobernador y uno de los hombres más ricos del país. Razón suficiente para que todos hicieran caso omiso de los antecedentes genealógicos de de Silva y lo dejaran entrar en su círculo como si se tratase de un conde francés, aunque supieran perfectamente que no se trataba de uno de ellos.
—¡No puedo creerlo, Fiona!
La joven se sobresaltó cuando Camila O’Gorman irrumpió en su alcoba y quebró el silencio en el que estaba sumida desde hacía rato.
—¡Camila! —gritó Fiona. Y se arrojó a sus brazos con tal ímpetu que sintió las ballenas del corsé de su amiga bajo sus manos.
Camila sabía lo del compromiso de Fiona con de Silva. El propio Juan Cruz lo había anunciado la noche anterior durante la cena en su casa. Sin embargo, no pudo evitar la pregunta.
—¿Es cierto que vas a…
Fiona no la dejó terminar. Quería hablar lo menos posible del tema.
—Por favor, dime, ¿cómo está tu abuela?
—No muy bien.
Los ojos de Camila se oscurecieron y sus labios dibujaron una mueca triste. Su abuela, popularmente conocida en Buenos Aires con el apodo despectivo de «La Perichona», no estaba bien de salud.[3] Por eso, viajaba todas las semanas a La Matanza, la estancia de su padre, en donde habían confinado a la mujer desde hacía años, después de su romance con el virrey Liniers. Camila y Fiona amaban a la Perichona, tal vez porque deseaban ser como ella. Hermosa, majestuosa, refinada, y libre como un pájaro. Un pájaro que ya había soportado demasiados años de cautiverio y estaba decidiendo partir definitivamente.
Fiona comprendió que debía cambiar de tema.
—¿Estuviste con tu curita tucumano? —preguntó en voz baja y con tono cómplice, intentando levantarle el ánimo.
Eso pareció suficiente para alegrar a Camila. Comenzó a relatarle a su amiga los detalles de la relación clandestina que mantenía con el cura del Socorro, Ladislao Gutiérrez. Estaba perdida de amor y pasión por él. Dentro de ella se habían desatado por fin los sentimientos de los que tanto le había hablado la Perichona.
Después, Fiona le contó acerca de su relación con de Silva, desde los acontecimientos en la tertulia de lo de Sáenz y Velazco hasta la entrega del cintillo frente a su familia. Finalmente, pudo expresar el odio que sentía por aquel hombre, la vergüenza que le provocaba el saberse comprada, el dolor de casarse sin amor, la humillación, la deshonra.
—Tal vez, Fiona, no sea tan malo como tú piensas.
—¡Oh, tú también! Parece que te hubieras puesto de acuerdo con María —rezongó Fiona, levantándose de la cama y dirigiéndose al tocador. Camila la siguió y, tomando un cepillo de cerda, comenzó a peinarle el cabello, tan lacio, tan largo. Sabía que eso la fascinaba.
—Ha ido varias veces a mi casa. Tiene algunos negocios con tatita. Yo no lo he visto mucho últimamente porque me la he pasado en La Matanza, tú sabes, pero las veces que nos hemos cruzado, me ha parecido un hombre muy interesante. De veras…
Camila sonrió al escuchar el resuello obstinado de su amiga.
—No seas terca y escúchame —insistió—. No es el más bello, no, pero tiene algo. Es galante, es delicado… Y muy refinado para ser un gaucho la mayor parte del año, ¿no crees?
—Creo que es un cretino. ¿Jamás te has preguntado por qué lo llaman «el diablo»? No debe ser justamente por tratarse del hombre más bueno y galante del mundo, ¿no te parece?
—Está bien —dijo Camila un tanto enojada—. Está bien. Si no lo soportas, ¿por qué no vas y le dices que no te casarás con él?
—¡No! Sabes que no puedo. Por Grandpa.
Fiona bajó los ojos. Allí, abandonado en el tocador desde el día en que Juan Cruz se lo entregara, estaba el cintillo de compromiso.
—Entonces, haz un intento por cambiar de actitud. Si no, tú vida será un verdadero infierno.
Fiona asintió en silencio. Las mismas palabras de María. ¿Sería ella una obstinada sin razón? ¿Por qué no lograba ver la solución que todos parecían vislumbrar tan claramente? Estaba muy confundida.
La boda tuvo lugar el 25 de agosto de 1847, en la mansión Malone, en la más estricta intimidad. Sólo asistieron la familia de Fiona y los amigos más allegados. No había invitados por la parte del novio, y nadie cometió la indiscreción de preguntar por qué; todos sabían que Juan Cruz no tenía madre ni padre, que había vivido toda su niñez en una de las estancias de Rosas, y que había sido criado por una negra.
Esa mañana, Fiona estaba sencillamente soberbia. Los invitados contuvieron el aliento al verla ingresar a la sala acondicionada para la ocasión del brazo de su abuelo. Juan Cruz simulaba una indolente impavidez al observarla aproximarse. Sin embargo, no dejó de solazarse íntimamente con la belleza de su prometida; de repente, sus movimientos siempre estudiados se liberaron, y el cuerpo se le estremeció de placer; su sonrisa, medio diabólica, fue, por primera vez, sincera. Fiona, en cambio, parecía ajena a todo. Su mirada estaba perdida en un punto indefinido de la pared, sus ojos habían abandonado su azul intenso y se habían convertido en dos zafiros duros y fríos.
El vestido que le había confeccionado María era tan bello como ella. A pesar de que había insistido en hacerle traer uno de París, al verla en aquel majestuoso traje, Juan Cruz tuvo que admitir que nadie lo habría hecho mejor. Era blanco, de encaje francés. El corsé se ceñía de tal modo a su talle que revelaba la estrechez de su cintura y la redondez de sus senos. Juan Cruz los imaginó suaves como una rosa, y de inmediato tuvo una erección.
El Padre Fahy, un sacerdote irlandés amigo íntimo de Sean y guía espiritual de la familia, bendijo el matrimonio. Después de la ceremonia, se sirvieron los manjares que Brigid había hecho preparar. A pesar de que todo parecía a pedir de boca, la anciana estaba desconsolada; los acontecimientos se habían precipitado de tal modo que no había tenido el tiempo necesario para preparar el tradicional plum pudding, que lleva más de un mes de elaboración. Brigid pensaba que una boda sin plum pudding era un mal augurio para los recién casados, así que le había rogado a Juan Cruz que pospusieran la boda para más adelante; pero él se opuso con el argumento de que ya había permanecido demasiado tiempo en Buenos Aires y debía volver a ocuparse de sus estancias.
Mientras todo a su alrededor parecía inmensa felicidad, la tristeza profunda del rostro de Fiona expresaba a gritos silenciosos su desconsuelo. Era paradójico, pensó; esa mañana, su familia festejaba lo que creía su dicha, y ella se sentía el ser más desgraciado de este mundo. Su abuelo irrumpió en sus pensamientos tomándola del brazo y apartándola del grupo.
—¿Por qué estás tan triste, princesa?
—No, Grandpa, no estoy triste. —Trató de ensayar una sonrisa como lo había hecho cada día desde que su padre le anunciara la noticia—. Me siento un poco rara, nada más. La verdad es que extraño mucho a aunt Tricia. Me habría gustado que estuviera hoy aquí.
Su abuelo le golpeó cariñosamente la mejilla, con gesto divertido.
—Creo que es normal que te sientas un poco extraña. Hoy es un día muy especial. Todo va a cambiar en tu vida.
Sean hizo una pausa y se sentó en el sillón. Fiona se arrellanó a su lado…
—Como te decía, todo va a cambiar. Pero para mejor. Compartir tu vida con la persona que amas es lo más maravilloso que le puede suceder a un ser humano. Te lo aseguro.
Fiona sintió que el corazón le galopaba en el pecho. Se frotó las manos, cada vez más húmedas y frías; podía sentir las gotas de sudor que se deslizaban entre sus senos hasta perderse en su vientre. ¿Cómo haría para ocultarle a su abuelo que todo aquello era una farsa? Una espantosa y cruel farsa urdida por su padre y su flamante esposo. ¿Cómo haría para soportar su vida al lado de un hombre al que ya odiaba con toda su alma? Veía su sonrisa, siempre sardónica, que parecía decirle: «No me desafíes, Fiona. Ahora, yo tengo el poder». Sus ojos profundos eran infranqueables: nunca podía saber lo que pensaban. Y sus gestos eran tan controlados que no hacía un solo movimiento, no decía una sola palabra, sin analizarlos antes. Estaba segura de ello. La sola presencia de Juan Cruz la intimidaba, la llenaba de temores y vacilaciones. ¿Cómo haría para soportarlo una vida entera?
Sean continuó con su parrafada, pero Fiona ya no lo escuchaba. Sumergida en un mundo inextricable de preguntas sin respuesta, sólo lograba deprimirse aún más. Si seguía así sólo conseguiría que las lágrimas la traicionaran frente a su abuelo y el desconsuelo la llevara a poner al descubierto toda la verdad.
Un pequeño alboroto en la puerta principal interrumpió los consejos de Sean Malone. Rosas había llegado.
Sean y Fiona se pusieron de pie rápidamente, como si alguien los hubiera pinchado con un alfiler. Fiona permaneció al lado del sillón, sin moverse; su abuelo salió al encuentro del gobernador de Buenos Aires.
Los invitados no podían creer que Rosas hubiese concurrido a la boda de de Silva; últimamente, permanecía recluido en su quinta en Palermo trabajando todo el día, casi sin dormir ni comer. Los porteños se cansaban de participarlo de las tertulias y reuniones que organizaban, sin lograr que el gobernador federal les hiciera el honor de pisar sus hogares. La excusa era siempre la misma: los asuntos de la Federación.
Detrás de Rosas apareció su hija Manuelita. No era linda, pero tampoco fea; tenía una figura delgada y un rostro agradable que conquistaba los corazones de todos por la humildad de su mirada y lo acogedor de su sonrisa. Siempre tenía palabras dulces y llenas de esperanza para quien visitaba su casa en busca de consuelo o de un favor. Se había convertido en una de las mujeres más queridas de Buenos Aires y no era difícil caer bajo un encanto tan puro y espontáneo.
—¡Viva la Santa Federación! —gritó Rosas, posando sus rasgados ojos azules en cada uno de los que estaban cerca de él.
—¡Viva! —respondieron los comensales al unísono.
Sean llegó hasta el gobernador abriéndose paso entre la gente y, extendiéndole la mano, le dio la bienvenida.
—Su excelencia, es un honor que usted se haya dignado a visitar mi casa en un día tan feliz como éste.
A continuación, el viejo irlandés hizo una respetuosa reverencia con la cabeza.
—Déjese de tanta formalidad, don Malone. Si yo lo conozco a usted desde antes de subirme a un caballo.
Rosas lo atrajo hacia su abultado pecho y lo abrazó fraternalmente, provocando el asombro de los presentes. Evidentemente, el gobernador estaba de muy buen talante ese día; a pesar de ello, las personas a su alrededor lo trataban con un cauteloso respeto, en el que se mezclaban la admiración y el temor. Todos lo conocían demasiado bien; con sus chanzas o sus mandatos podía llegar a hacer infeliz a cualquiera.
—Además, el honor es mío —continuó diciendo Rosas con voz muy varonil, mientras se separaba de Sean—. Quien haya sido amigo del coronel Dorrego, como lo fue usted, don Malone, merece mi más profundo respeto y admiración. Además, ahora que Crucito se ha unido a su nieta, usted y yo somos casi como de la familia.
Sean se sintió intimidado por el fogoso saludo. No sólo intuía que Rosas simulaba: él mismo lo estaba haciendo.
Siete años atrás, en 1840, el bloqueo francés hacía estragos en la economía de Buenos Aires, basada fundamentalmente en los ingresos aduaneros. Las tiendas estaban vacías y costaba conseguir los artículos más elementales, incluso ciertos alimentos. El invierno, muy riguroso, había arruinado algunas cosechas.
En el verano habían quedado las habladurías acerca de que Rosas dejaría el mando y se retiraría a una de sus estancias. La Legislatura lo había ratificado en su puesto por cinco años más. Y el caudillo federal tenía más poder que nunca.
Dos años antes había impuesto la orden de no articular palabra sin anteponer las frases «¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!». Hacía poco había decretado el uso obligatorio de la divisa punzó, en el tocado para las damas, en el pecho para los hombres, con el lema «Federación o muerte», sin excepción. El gobernador había creado una fuerza especial, los monitores, encargada de controlar el uso de la divisa, que debía ser visible y ostentosa. Los monitores castigaban a los ciudadanos que no portaban el distintivo y, en medio de la calle, les pegaban un parche rojo con cola. No sólo eso, también pesquisaban las casas buscando algún elemento que delatara a sus dueños como unitarios. Bastaba una prenda celeste para enfurecer a los soldados federales.
Pero la que se había vuelto muy dura era la Mazorca. Todas las mañanas se anunciaba a gritos quiénes habían sido degollados, cuantas cabezas se habían estaqueado en la Plaza de la Victoria, qué casas se habían asaltado. El pregón duraba mucho; las víctimas y los acusados eran cada vez más. Rosas era claro con los mazorqueros; «En el estado a que han llegado las cosas en los pueblos argentinos, todos los medios de obrar son buenos… los medios siempre quedan legitimados por los fines». Y sus hombres no se apartaban de sus órdenes.
La Confederación estaba sumida en una cruel guerra civil. Los muertos eran muchos y los ánimos se exacerbaban a medida que la sangre corría. El odio se acentuaba y el ensañamiento con los del bando contrario se volvía feroz. Era común la muerte por aquellos días; todo el mundo parecía haberse acostumbrado a los fusilamientos, a las decapitaciones. Cada hombre portaba a la vista su puñal, «la espada de la federación», como la llamaban.
Los emigrados a países vecinos eran miles. Se refugiaban especialmente en Montevideo y en Santiago de Chile. Desde allí, iniciaban una lucha encarnizada contra el régimen del «abominable tirano». Escapaban de Buenos Aires como podían. Algunos por barco, durante la noche. La empresa era más que temeraria; la Mazorca siempre vigilaba el Bajo y la Boca. Otros, los que huían por tierra hacia Chile, debían tener cuidado en la zona de Cuyo; era muy difícil pasar los controles de los caudillos en esa parte de la Federación.
A Sean, todo ese asunto de unitarios y federales le importaba un comino. Había dejado su Irlanda natal asqueado de las luchas entre católicos y protestantes, entre ingleses e irlandeses. No se plegaría ahora a ningún bando, por más razón que tuvieran uno u otro. El estanciero pensaba que los dos tenían sus verdades y sus desaciertos. «Aunque ninguno es un santo», solía decirle a su esposa.
Pero la realidad lo arrastraba; sus mejores amigos eran unitarios y estaban siendo perseguidos y asesinados sin compasión. Él le debía mucho a esos criollos que lo habían ayudado en sus primeros años en el Virreinato. Lo habían acogido en el seno de su grupo social, le habían dado una mano en sus primeros negocios, le habían abierto las puertas necesarias para su integración.
Lo peor era ese mocito, el tal Joaquín Echevarría, del que su hija Ana estaba enamorada, y que era más unitario que el propio Lavalle. Los socios populares, sorprendiéndolo en el Bajo, en plena huida hacia Montevideo, lo habían malherido de un disparo.
Aquella vez, un amigo, Martín Uturralde, logró salvarlo de la revuelta. Pero Joaquín perdía mucha sangre y Martín no conseguía restañarle la herida. Llevarlo a su casa equivalía a condenarlo; los mazorqueros estarían rodeándola para esos momentos, dispuestos a echárseles de encima. Y como él también estaba tildado de unitario y su mansión era asediada a diario por los soldados de Rosas, Martín no atinó a otra cosa que a llevarlo a casa de su prometida, la tal Ana Malone.
Sean no quería comprometerse, pero los ruegos y el llanto de su hija pudieron con él. Joaquín permaneció en su residencia de la calle Larga hasta que murió. Había perdido mucha sangre, la herida estaba muy infectada y no se atrevían a llamar a un médico: eso los habría convertido de inmediato en sospechosos. Aunque habían ocultado a Joaquín en una zona poco visitada de la casa y la servidumbre era de la mayor confianza, había un par de negras que habrían ido corriendo a avisarle a Rosas que su patrón tenía escondido a un unitario.
Fueron días muy duros para todos; no sólo debían ocultar al prometido de Ana sino sus propias emociones. Las niñas, Fiona e lmelda, permanecían ajenas a los horrores que acontecían dentro y fuera de la casa gracias a que los adultos hacían un esfuerzo sobrehumano para ocultarles la realidad. Ana lloraba en los rincones y Joaquín tenía que morderse el puño para no gritar del dolor. Su muerte dejó en la familia Malone una amargura que tardaría años en borrarse. Ana nunca lo olvidó. No volvió a frecuentar a ningún muchacho, y consagró su vida al cuidado de sus dos sobrinas.
Después de la muerte de Joaquín, algo cambió en Sean. Sin definirse políticamente por ningún bando, tomó abierta participación en las fugas de sus amigos unitarios. Cualquier recurso era válido si la vida de alguien corría peligro y había que facilitarle la huida del país. Malone se hizo famoso por la ayuda que prestaba a los enemigos de Rosas y pronto la Mazorca tuvo noticias de él. Sin embargo, se manejó con tanta habilidad que jamás pudieron atraparlo. Ni las dos sirvientas negras, devotas del gobernador, pudieron dar un dato certero que lo comprometiera.
Rosas se comía los codos de la furia. «Ese viejo irlandés de mierda algún día me las va a pagar.» Pero el gobernador no era tonto y conocía muy bien el poder de Malone dentro de la Confederación. Era dueño de las estancias más ricas del Río de la Plata y amigo del ministro Mandeville, representante de Inglaterra en Buenos Aires. Además, mantenía contactos muy fuertes con los franceses. Para peor, su hija Tricia estaba comprometida con un comerciante inglés tan poderoso que la reina Victoria lo había nombrado «Sir». Los peones de sus campos se contaban por cientos y lo adoraban por sobre cualquier causa política. Si lo quería, el irlandés podía sublevar a gran parte de la población rural en contra de Rosas.
No, tenía que ir con cuidado. Si enfurecía a Malone, podía desatar una hecatombe.
«Algún día, algún día», repetía el gobernador, golpeándose la mano con el puño.
Cuando Rosas aflojó su caluroso abrazo dejó medio aturdido a Malone, que se hizo a un lado para que el gobernador saludara a su esposa.
En aquel momento, Juan Cruz creyó conveniente irrumpir en la escena.
—¡Don Juan Manuel, pensé que ya no vendría! —exclamó.
—¡Ah, hijo, Manuelita me ha tenido medio loco toda la mañana recordándome tu boda! Ya sabes como es esta niña contigo —replicó Rosas, desviando la mirada al rostro carmesí de su hija.
—¡Ay, tatita, cómo es! —comentó la joven, acostumbrada a las salidas imprevisibles de su padre.
Las presentaciones y saludos duraron un buen rato. En todo ese tiempo, Fiona no se movió del lugar en el que su abuelo la había dejado, al costado del sillón, callada, pendiente de la escena. Comenzaba a vislumbrar el verdadero poder del hombre con el que se había casado. Sintió que la piel se le erizaba. Que Rosas se hubiera dignado a aparecer esa mañana en casa de su abuelo para saludar a Juan Cruz ponía de manifiesto el inmenso cariño que sentía por él. Y en esos tiempos, el cariño y el aprecio de Rosas valían más que cualquier otra cosa.
Cuando vio que el Brigadier Rosas y su hija se acercaban a ella, tragó saliva. ¿Acaso había esperado pasar desapercibida y que no la saludaran? Si esa ilusión había pasado por su cabeza, se desvaneció apenas el gobernador tomó su mano y le besó la punta de los dedos sin quitar sus ojos de los de ella, que a esa altura ya era incapaz de disimular su terror.
Rosas era realmente un hombre muy apuesto, alto, y de cuerpo hercúleo y avasallante. De piel blanca y mejillas rosadas, sus grandes párpados enmarcaban el azul oscuro de sus ojos; su boca era sólo una línea purpúrea bajo la nariz delgada y recta, su frente amplia terminaba en un tupido y suave cabello castaño con algunos rizos en el jopo. Fiona decidió que la nariz y los ojos eran las partes que mejor definían el carácter de ese hombre. Los ojos, pequeños, no permitían imaginar lo que estaba pensando; y la nariz, recta y alargada, le otorgaba un aire autoritario, imperioso, que daba miedo desairar. Ella lo había visto fugazmente en algún acto público, o alguna vez que se escabulló junto a Camila al candombe de los domingos, pero hacía mucho tiempo ya de eso. Entonces eran apenas unas niñas.
Camila era amiga de Manuelita; siempre iba a las tertulias de Palermo y, a veces, la hija de Rosas la mandaba llamar sólo para charlar. A pesar de todo su entorno, Manuelita era una muchacha muy sensible que gustaba de la gente como ella, romántica y con sentimientos bondadosos, algo que escaseaba en su hogar. Por eso, Fiona sentía simpatía por la joven, aunque jamás hubieran cruzado palabra.
Juan Cruz se ocupó de presentarlas, y luego de los besos de rigor, tomó la posta en la conversación. Sus ocurrencias, que hicieron reír a Manuelita, sólo lograron arrancar de los labios apretados de Fiona una sonrisa falsa y afectada. Pero la hija del gobernador pareció no notarlo.
El maestro Favero, el profesor de piano de Fiona, había ofrecido como regalo de bodas a su mejor alumna tocar con su orquesta algunos valses para ella y el novio; cuando los acordes comenzaron a sonar, Juan Cruz tomó la ansiada estrechez de la cintura de su esposa y se encaminó con ella hacia el sector de la mansión en el que se había improvisado una pequeña pista de baile. Fiona era casi arrastrada, apenas si movía los pies; dura y erecta como una vara, la repentina e inesperada intimidad de las manos de su esposo la habían puesto sumamente nerviosa. Los dedos de de Silva, ásperos y grandes, se entrelazaron con los de la joven, pequeños y suaves. Juan Cruz apoyó su mano en la curva más pronunciada y excitante de la cintura de ella y, con la maestría de un caballero, comenzó a llevarla al ritmo del vals a través de la galería principal.
Los invitados y los dueños de casa se congregaron alrededor de los novios. Pronto se sumaron nuevas parejas a la pista y en pocos momentos no quedó lugar para uno más.
Juan Cruz tenía la mirada clavada en el rostro de su mujer. Pensó que ésa era la primera vez que bailaban juntos y no pudo evitar sonreír al recordar la única ocasión en que se lo había pedido. «Antes prefiero estar muerta.» La voz de su esposa llegaba ahora como el recuerdo de un pasado que, a pesar de ser cercano, se le antojaba tan lejano como su infancia en «Los Cerrillos». De Silva estaba seguro de que aquella noche Fiona lo había visto enzarzado con Clelia. ¿Cómo explicar, si no, semejante respuesta a una simple invitación a bailar? De todos modos, era algo que no le importaba en lo más mínimo; Clelia sólo había sido una de tantas.
Fiona, en cambio, esquivaba los ojos de Juan Cruz. No los soportaba; parecían desnudarla con la mirada. También ella recordó aquella noche en lo de misia Mercedes y no pudo evitar un estremecimiento. En ese momento percibió que la mano de su esposo se ceñía con más firmeza sobre ella y su rostro se acercaba más al suyo. Una exquisita fragancia le inundó los sentidos, más atribulados y confundidos que nunca. Entretanto, sus pies seguían presurosos los pasos diestros de de Silva, que la guiaba como a una pluma en la mano; por momentos, cuando un acorde más pronunciado invitaba al danzarín a hacerla girar entre sus brazos para tomarla con más vigor y fogosidad que antes, su cabeza parecía dar vueltas. Sentía que debía aferrarse al cuerpo de Juan Cruz porque los pies le fallaban; el remedio era peor que la enfermedad: el hombre respondía con más ardor.
La salvó su abuelo. Le pidió a de Silva la próxima pieza y el novio aceptó con desagrado.
Mientras bailaban. Sean Malone, extasiado y orgulloso, la miró sin esbozar el menor comentario. ¡Qué niña especial era ésa! ¿Por qué? No lo sabía. Quizá, su hermosura sin igual. No, no era sólo eso. Su inteligencia. Tal vez, pero había algo más en ella que la hacía singular. Fiona era su nieta adorada, su alma gemela. Nadie lo conocía como ella, ni siquiera Brigid, después de tantos años juntos.
A pesar de que Fiona ya no viviría bajo su techo, Sean estaba contento de que se casara con de Silva. No podía quejarse; el hombre era educado, de buena presencia y muy rico. Le aseguraría a su nieta la vida cómoda a la que estaba habituada. Además, era el único al que ella había aceptado.
A Malone no le importaba mucho el hecho de que Juan Cruz fuera un bastardo. ¿Alguien podía culparlo por eso? En cambio, de Silva había mostrado su hombría abriéndose camino en medio de un mundo antagónico que lo condenaba sin misericordia, hasta llegar a ser lo que ahora: un hombre importante, refinado y agradable.
Además, Fiona Malone necesitaba a alguien como él, de carácter, con convicciones firmes y espíritu aguerrido. Tal vez había sido demasiado blando con su nieta, tal vez la había echado a perder con sus ideas románticas y utópicas. Pero cuando la niña llegó a su vida, él ya estaba viejo y con la guardia baja. ¿Cómo podría ser duro y estricto con una dulzura como ella?
Por su parte, la joven parecía enamorada. Eso era seguro; si no, jamás habría consentido en casarse con de Silva. Y aunque se la veía nerviosa y consternada, se tranquilizó pensando que no había conocido nunca una novia que no estuviese así el día de su boda.
Tampoco le molestaba que Juan Cruz de Silva fuera el protegido de Rosas. Primero, porque el muchacho, si bien era federal, no parecía del tipo exacerbado y fanático. Segundo, porque él jamás había considerado que don Juan Manuel fuese su enemigo. Sean no era ni unitario, ni federal. Años atrás, el destino lo había puesto en una encrucijada y él había tomado una decisión: colaborar con sus amigos unitarios. De todas formas, sabía muy bien que éstos tampoco eran los buenos de la historia. ¿O acaso no había sido un general unitario, Lavalle, el que había mandado a fusilar a su más entrañable amigo, el coronel Dorrego? No, nadie se salvaba, todos eran pecadores, todos tenían culpa; la guerra había sido sucia y nadie resultó sin mácula.
Inclusive, en algunas cuestiones fundamentales les daba la razón a los federales. Ahora el destino le brindaba una nueva oportunidad: demostrar que él no guardaba resentimientos por nadie, y que sólo deseaba vivir en paz. No quería sentir como una sombra la mirada acechante de los rosistas, ni pensar que su familia corría riesgos por sus andanzas en la época de las luchas civiles. ¿Qué mejor forma de lograr esto que entregar en matrimonio a su nieta más querida a un hombre como de Silva, la mano derecha del caudillo de la Federación?
Después de todo, Rosas siempre le había resultado simpático; un poco autoritario y gritón, sí, pero agradable al fin, y por añadidura lleno de bríos e ideas. Lo recordaba en sus años mozos, con varios kilos menos y más pelo en el jopo. Una pelea con su madre, una mujer nada fácil, lanzó al joven Juan Manuel al mundo; solo y sin un centavo. Se hizo desde abajo, sin la ayuda de nadie, y pronto llegó a ser dueño de varias haciendas en Buenos Aires. Eran vecinos en varias estancias y, más de una vez, Rosas le había pedido consejos a Sean, para entonces ya un viejo avezado en las artes rurales.
«Es increíble las vueltas que da la vida», pensó Sean, sin dejar de sonreírle a su nieta.
Los valses dejaron de sonar y todo fue terminando. Los primeros en partir, don Juan Manuel y su hija, saludaron cordialmente a los novios. Juan Cruz acompañó al gobernador hasta la puerta, mientras Manuelita le rogaba a Fiona que la visitara en San Benito de Palermo, y le aseguraba que ahora, que eran casi como hermanas, deseaba como nunca su amistad.
—Porque debes saber, Fiona, que Crucito es para mi padre como un hijo, de modo que, para mí, es como un hermano muy querido.
Fiona no supo qué responder ante un comentario tan sincero; en esos días, toda su vida era una mentira. No supo, ni pudo decir nada; cualquier cosa le habría sonado falsa y torpe a Manuelita Rosas y Ezcurra.
Y a medida que se iban desvaneciendo los acordes de la música, la algarabía de los invitados, el parloteo controlado de los sirvientes en la cocina, el sonido del choque de las copas de cristal, Fiona comprendió lo que había estado rehuyendo durante todo ese tiempo: que debía marcharse de su hogar, del hogar de sus abuelos, sus seres más queridos y adorados, para dirigirse a la estancia de un hombre que, aunque todos, la Iglesia y la sociedad porteña, llamaban su esposo, para ella no era más que un extraño.
—¡Ni se te ocurra mencionarlo, Fiona Malone! —María parecía furiosa esta vez—. ¿Es que acaso todo esto ha logrado trastornarte, niña?
—Te lo suplico, no me dejes sola con él.
—Pero, ¿no te das cuenta de que él es tu esposo y que tendrás que pasar tus días a su lado?
La criada la miró directo a los ojos, conteniendo el aliento por unos instantes. Después, suspiró, y bajando la mirada, cedió.
—Está bien.
Fiona se abalanzó a sus brazos.
—¡Basta, Fiona! ¡Pareces un cachorro, basta!
—Gracias, María, gracias.
La reacción de Fiona había sido tan infantil que María no pudo esgrimir una mueca de disgusto. Iría con los recién casados en el carruaje, sí, ya que no había tenido la fuerza suficiente para negarse. No la dejaría a solas con su marido hasta que llegaran a la estancia. ¿Y después qué? Se le ponía la piel de gallina de sólo pensar que Fiona no se aviniera pronto a entrar en razón.
Salieron todos a la calle. Tres volantas esperaban ante la puerta. Los baúles con la ropa y el ajuar de Fiona ya habían sido cargados. Su caballo bayo, enganchado al coche principal, corcoveaba impaciente, en tanto María y Eliseo esperaban la partida junto a su ama; Fiona jamás habría consentido que sus dos sirvientes no fueran a vivir con ella a la casa de de Silva. Nadie, ni siquiera el mismo de Silva, trató de interponer una excusa para impedirlo; todos sabían el afecto que la joven les tenía y el respeto e idolatría que ellos le profesaban. A Sean Malone ni se le habría ocurrido oponerse: sabía que nadie la protegería mejor que esas dos personas.
La despedida fue rápida, en un intento por dar fin a lo que parecía ser una tortura para los miembros de la casa Malone. Fiona se colgó del cuello de su abuelo y trató de no derramar ninguna lágrima. Por su parte, el irlandés intentó mantenerse incólume y no demostrar que su alma se desgarraba. Cuando logró separarla de él, sólo le acarició torpemente el pómulo, instándola a partir.
William permanecía a un costado. Finalmente, se acercó a su hija y le musitó algo con miedo.
—No te atrevas a dirigirme la palabra nunca más —murmuró Fiona, con los dientes apretados, casi sin despegar los labios. Después de perforar la mirada de su padre, giró sobre sí, y ordenó con voz firme:
—María, vamonos ya, por favor.