Capítulo 1

«¡Amor! palabra escandalosa en una joven,

el amor se perseguía,

el amor era mirado como una depravación…».

MARIQUITA SÁNCHEZ DE THOMPSON

La noche del 9 de julio de 1847, Buenos Aires.

Fiona Malone suspiró hastiada y se aletargó en el sillón. Desde allí observaba la sala principal de la mansión, atestada de gente.

Se había hecho una pausa en el baile. Los hombres, reunidos en pequeños grupos, conversaban de política. Las jovencitas, excitadas, consultaban sus libretas y anotaban los nombres de los caballeros que las habían pedido para ésta o aquella pieza. En un rincón, la orquesta probaba los instrumentos, mientras su director, el maestro Favero, recibía instrucciones de la anfitriona, misia Mercedes Sáenz. Las mulatas iban y venían con mates en las manos, bandejas con manjares y botellas de vino. Todo parecía a pedir de boca, los invitados lucían complacidos y la dueña de casa resplandecía por el éxito de su tertulia en el Día de la Independencia.

Fiona volvió a suspirar, pensando en su cama, calentita y cómoda, en un buen libro, o en el vaso de leche caliente que le preparaba su criada cada noche. ¡Pero no! Ahí estaba, tiesa, encorsetada hasta el pecho, los pies helados, y con muchos deseos de volver a su casa. Se sentía cansada; nada parecía atraerla, siempre lo mismo. Definitivamente, odiaba las fiestas; en realidad, para ella no eran más que una feria de lujo, en donde el ganado se reemplaza con mujeres desesperadas por encontrar esposo. Una solterona: antes, al convento.

Se preguntó, entonces, por qué permanecía en esa tertulia, en una helada noche de invierno, entre personas tediosas y afectadas. Lo pensó unos instantes y recordó las palabras de su abuela Brigid esa tarde.

Debes ir, Fionale ordenó la anciana.

Si te niegas a todas las tertulias a las que te invitan, nunca conseguirás un buen partido para casartevaticinó su tía Ana, colocándole una peineta en la cabeza que ella, a su vez, se quitó rápidamente.

—What are you doing, girl? ¿No te das cuenta el trabajo que da colocarla en un cabello tan lacio como el tuyo? —le recriminó la tía.

No iré con peineta. Las odio. Además, no quiero conseguir un buen partido para casarme, quiero enamorarme.

La jovencita, desafiante, observaba alternadamente a su tía y a su abuela.

—Good heavens! Esas zonceras románticas que se te han metido en la cabeza, Fiona, son ridículos; terminarán por volverme loca.

La anciana se dejó caer en un sillón. Las ideas irreverentes de su nieta lograban sacarla de quicio.

—¿Por qué son ridículas, Grannie? ¿Acaso tú no te casaste enamorada de Grandpa?

—¡Niña! ¿Qué preguntas haces? —exclamó su tía.

—Grannie… —dijo Fiona, instando a su abuela a responder.

—Bueno… no… pero con los años llegué a quererlo.

—Pues él dice que te amó con locura desde el primer día en que te vio.

Brigid observó a su nieta y trató de descubrir en sus enormes ojos azules el misterio que la envolvía. Ciertamente, era una niña inmanejable. Sólo Fiona podía arrancarle semejante confesión al viejo Sean Malone. Hacía cincuenta años que estaban casados, tenían cinco hijos, y a ella jamás se la había hecho.

—¡Por fin! —dijo Fiona para sí, al divisar a su mejor amiga, Camila O’Gorman.

Camila ingresó al salón de misia Mercedes y buscó a Fiona con la mirada. Al encontrarla sola en un rincón, se dirigió hacia ella.

—¡Por fin llegas, Camila! Torrecilla ya me tiene medio loca preguntando por ti.

—Justo hoy que no tengo deseos ni de mirarle la cara.

Camila tomó asiento al lado de su amiga.

Se conocían desde pequeñas y se querían mucho, como hermanas. Eran muy compinches y cada una sabía los secretos de la otra. A veces discutían, porque no siempre estaban de acuerdo, aunque los enojos duraban poco. Al rato, se amigaban y todo continuaba como siempre.

—No te comprendo, Camila. Si no tienes deseos de mirarlo es porque no lo amas; si no lo amas, no debes casarte con él.

El silogismo sonaba lógico para Fiona, que desde hacía algún tiempo no entendía el capricho de su amiga en mantener una relación que no deseaba.

—Sí, ya lo sé.

—Entonces…

—Entonces… —suspiró Camila.

—Sí, qué sucede entonces, Camila O’Gorman.

—Nada, Fiona Malone, nada. Es que… ¡oh, pero tú también vas a hacerme reproches!

—No seas tonta, yo sólo deseo que seas feliz. —Tomó una de sus manos y le sonrió—. Es tu padre, ¿verdad? Tienes pánico de que se enoje contigo.

—Es que tatita nunca comprendería lo que siento aquí dentro —dijo, golpeándose el corazón.

—Camila…

Alguien la interrumpió vociferando su nombre.

—¡Fiona Malone! Media fiesta está murmurando acerca de ti.

Una joven se acercaba directo hacia ellas, con paso apurado y rostro desencajado.

—¿Qué pretendes lograr con este comportamiento absurdo, Fiona? ¡Uuuyyy! Si podría ahorcarte con mis propias manos en este preciso instante.

—¡Hola, Imelda!

Camila no pudo ocultar la risa que le provocaba la furia de la hermana mayor de Fiona.

—No te rías, Camila. Lo que tu amiguita está haciendo en esta fiesta es imperdonable.

Se escuchó el resuello de Fiona. Había cruzado los brazos sobre el pecho y dirigido sus ojos en blanco al cielo raso.

—Es que llegué hace unos instantes y no tengo idea lo que estuvo haciendo tu hermanita —explicó la O’Gorman.

—La señorita Fiona ha rechazado a todos y cada uno de los caballeros que la han pedido para el minué —declaró Imelda, sin dejar de mirar a su hermana.

—Tal vez no le guste el minué.

—No te burles, Camila. También rechazó a Soler para el vals y a Anchorena para la mazurca. Es evidente, no es cuestión de bailes.

—No, Imelda. A Soler no lo rechacé, le dije que sí.

—Sí, le dijiste que sí, mas luego, cuando vino a buscarte, lo espantaste diciéndole que tenías deseos de vomitar.

—No le dije que tenía deseos de vomitar. Tan sólo le dije que…

—¡Bueno, ya basta, niña malcriada! No importa qué dijiste o qué no dijiste. Lo único que importa es que estás haciendo quedar muy mal a nuestra familia en casa de misia Mercedes.

—Misia Mercedes jamás pensaría mal de Grandpa por esto. Lo respeta mucho. Además, ella y yo somos amigas.

—¡Uuuyyy! Basta, basta —ordenó Imelda.

—Cálmate, Imelda —dijo Camila—. Tu rostro parece un tomate y no creo que eso le guste a don Senillosa.

—No creas, Camila, no creas —la corrigió Fiona, con ironía—. Senillosa es mazorquero… ¡Eh! perdón, socio popular y todo lo que sea rojo sangre le apasiona.[1]

Camila no soportó más y soltó una sonora carcajada, que llamó de inmediato la atención de un grupo de ancianas apostado a unos pasos de ellas. Imelda las observaba furibunda, el rostro como la grana y los ojos a punto de saltársele de las órbitas. Recogió el ruedo de su vestido, dio media vuelta y salió.

—¡Uy, no! Ahora Torrecilla, lo único que faltaba —murmuró Fiona.

Lázaro Torrecilla se aproximó y pidió a Camila para el próximo minué; la muchacha aceptó de mala gana y se marchó al salón principal junto a su prometido.

Fiona se quedó sola otra vez. Sola, porque no deseaba estar con nadie más en esa fiesta. Quizá, sería divertido pasar un rato con las planchadoras. Siempre las había en las fiestas. Las menos agraciadas, las más feas, las más gordas, las muy flacas, las más pobres; un grupo de mujeres a las que nadie había pedido para bailar. Ellas solas se recluían en los pasillos de la casa o en los patios más retirados del salón. Una y otra vez eran humilladas por los caballeros en las tertulias. A pesar de todo, insistían y no dejaban de concurrir. Fiona no lograba comprenderlas.

—No, no, señorita. Otra vez con las planchadoras, no. Simplemente, no lo permitiré.

Misia Mercedes detuvo a Fiona en su intento por escapar de la fiesta.

—Oh… misia Mercedes…

—No permitiré que te alejes como si fueras una de las mujeres más feas de Buenos Aires cuando eres todo lo contrario.

—¿Todo lo contrario?

—Sí, querida, todo lo contrario. Eres la más bella de la tertulia.

—¿Yo, misia Mercedes? Pero si la más bella es doña Agustina Mansilla.

La dueña de casa condujo a Fiona por el brazo hasta un lugar más apartado: allí se sentaron en unos taburetes.

—No, niña. Agustina ha perdido la lozanía de su piel y su cabello no brilla como antes. Es que los años no vienen solos, querida. Además, tú eres distinta. Eres especial. Ella sólo tiene una cara bonita y nada más. Tú tienes mucho más que eso.

Fiona admiraba a misia Mercedes Sáenz y Velazco. Se sentía muy a gusto con ella. Tal vez era parte de toda aquella parafernalia de tertulias, apellidos, estancias y cosas que ella detestaba, pero había algo más en esa mujer que la atraía irremediablemente. Su delicadeza, acompañada por una gran firmeza; su educación estricta y su apertura a lo impensable; su bondad, unida a una gran sagacidad. Fiona amaba escuchar de los propios labios de la protagonista la historia acerca de cómo misia Mercedes se había opuesto a sus padres cuando quisieron casarla con un pariente lejano, mucho mayor que ella, lleno de dinero y alcurnia. «La primera mujer del virreinato que se opuso a sus padres y contrajo matrimonio con el hombre que realmente amaba», se jactaba la anfitriona.

—Me han dicho que no has querido bailar con nadie. Y estaban todos deseosos de hacerlo contigo.

—Misia Merced…

—Yo te comprendo, querida, te comprendo. Sé que estos criollos nuestros no son un dechado de virtudes ni nada que se le parezca. No tienes que explicármelo a mí que me casé con un inglés, que Dios lo tenga en su gloria.

—Amén —acotó Fiona.

—Sí; no son de lo mejor pero es lo que tenemos para elegir —sonrió.

—Es que yo no deseo elegir a nadie, yo no deseo un esposo, misia. No lo deseo aún.

—O tal vez, lo que deseas es enamorarte, ¿verdad?

El pulso de Fiona se aceleró. Por vez primera alguien la entendía. No había hecho falta explicar nada. Tan sólo, la había comprendido.

—Sí, misia Mercedes, deseo enamorarme de un hombre que también esté enamorado de mí. Sólo así aceptaré casarme.

—Es un deseo muy noble. Espero que lo alcances. En realidad, sé que lo harás.

—¿Misia Mercedes?

—¿Sí, querida?

—No esté enojada conmigo porque no he querido bailar con nadie, se lo suplico.

—No, querida, cómo podría estarlo.

—Le prometo que al próximo que me pida una pieza, lo acepto.

—Como desees, Fiona.

En aquel momento, un caballero algo petiso y abultado, pero vestido con elegancia, ingresó al salón junto a una mujer.

—¡Pero si son el conde y la condesa Walewski!

Mercedes se incorporó de inmediato.

—Si me disculpas, Fiona, debo ir a recibirlos. Eso sí: no quiero que vayas con las planchadoras. Prométeme que permanecerás aquí, donde tu bello rostro pueda verse. Alegra este lugar.

—Sí, misia Mercedes, se lo prometo.

La joven observó alejarse a la mujer, que desapareció detrás de unos cortinados.

Otra vez sola. Entonces, comenzó a observar a su alrededor. La mansión de misia Mercedes Sáenz, en la calle de la Florida, era de las más hermosas de Buenos Aires. Sus salones eran famosos por el lujo y el buen gusto. Levantó la vista hacia el cielo raso. El enorme candil de bronce, cargado de caireles y velas chorreantes de sebo, era fantástico. Lo observó mecerse muy lentamente; tal vez sus ojos le jugaban una mala pasada y todo era una ilusión óptica, tal vez la lámpara no se movía ni un centímetro. Pero sí, parecía que se desplazaba al son de los acordes del vals que tocaban Favero y su orquesta. Cerró los ojos para concentrarse en las notas que llegaban a sus oídos. Sintió que un ardor los inundaba, dejando escapar lágrimas por los costados.

—¿Has descubierto acaso una grieta en el techo? ¿O tal vez una telaraña en una esquina? Porque esta casa podrá ser una de las más bellas, distinguidas y soberbias de todo Buenos Aires pero le está faltando mucho mantenimiento. Ya no es la misma que en tiempos de don Cecilio. ¿Me permites acompañarte, Fiona?

La joven asintió con desagrado, mientras observaba a la rolliza anciana que se apoltronaba a su lado.

—Como te estaba diciendo… ¿Qué te estaba diciendo? ¡Ay, qué memoria la mía! Siempre he sido así.

—De don Cecilio.

—¡Ah, sí, gracias, querida! En épocas de don Cecilio… bueno, tú ni habías nacido aún. En épocas de ese gallardo y honorable caballero rioplatense, esta casa era un verdadero paraíso.

Aunque la mujer continuó con sus recuerdos, Fiona no la escuchaba. No podía ser posible. Había logrado un momento agradable y nada más ni nada menos que doña Josefina Coloma venía a molestarla. Era vieja, ya tenía hasta bisnietos ¿cuál era la necesidad de asistir a esas fiestas? Podría permanecer en su hogar; al menos así no causaría daño a los oídos y a la cordura de nadie. En realidad, pensó Fiona, hubiese preferido bailar con Soler que escuchar a esa anciana ladina y retorcida.

—Qué bello vestido traes hoy, Fiona. ¿Acaso te lo hizo… —no concluyó la frase. Por aquella época el nombre de una buena costurera era un dato muy preciado. Tener el mejor vestido en una fiesta podía llegar a ser la clave en la búsqueda de un esposo. Y Fiona llevaba el más bonito esa noche.

—¿Sí, doña Josefina?

—¡Ejem! —carraspeó doña Josefina—. Tal vez fue la señora de Urrutia o quizá la señorita Torres… No sé, son las mejores que conozco yo. Allí se confecciona los vestidos Clelía.

La abuela dirigió la mirada al salón para observar a su nieta, que se desarmaba por complacer al joven con el que danzaba. Fiona contempló por unos segundos a la jovencita y pensó de ella lo mismo de siempre: una caza-esposos sin demasiados escrúpulos.

—Bueno, no me dijiste dónde te hicieron este despampanante vestido —insistió la anciana. Tomó la tela de la falda, rozándola con los dedos, como tratando de descubrir de qué género se trataba.

Aunt Tricia me lo envió desde Londres, doña Josefina.

No era cierto, pero le gustaba jugar ese perverso juego de mentirillas con una vieja taimada como la Coloma.

—¡Oh, Tricia te lo envió desde Londres!

Frente a aquello, la mujer no podía competir. Ella no tenía a nadie que le enviara nada desde Europa.

—Y, ¿cómo has hecho para recibirlo teniendo en cuenta el terrible bloqueo al que está siendo sometida nuestra Santa Federación?

No era fácil engañar a aquella vieja astuta. Fiona vaciló un momento; después, respondió:

—Es que… es que, si uno tiene alguien que le envíe las cosas en paquetes desde la Inglaterra o desde la Francia, lo más posible es que lleguen, como mi vestido, ¿lo ve usted, doña Josefina?

Fiona ensayó una sonrisa falsa y levantó la tela del traje. La mentira era tan grande que tendría que confesarse con el cura Vicente si deseaba comulgar el domingo. Pero se tranquilizó pensando que se trataba de una mentira piadosa, para bajarle los humos a la vieja chusma.

—¡Ah, también el servicio es lamentable en esta casa! —comentó la anciana con sarcasmo—. ¿Puedes creer que no me han convidado un solo mate desde que llegué, hace más de una hora ya? —Y a continuación, gritó—: ¡Sofía, Sofía, cébame uno a mí!

Fiona compadeció a misia Mercedes por verse en la obligación de invitar a su casa gente como ésa. Ocurría que Josefina Coloma era una «buena federal»: fiel a la causa, amante de la Federación, del color rojo, y de su caudillo Rosas. No invitarla sería para misia Mercedes como pararse en medio de la Plaza de la Victoria y gritar «¡Soy unitaria! ¡Soy unitaria!», aunque eso nada tuviera que ver con la inclinación partidaria. Pero así eran las cosas; no había más remedio que adaptarse o perecer.

La negra Sofía ya estaba junto a ellas.

—Aquí tiene, doña Josefina.

—¡Pero, m’hija! Este mate es peor que el de los Morales… —dijo la anciana, mientras se lo arrebataba de un manotazo—. ¡Por fin! Tenía la lengua seca como la de un loro.

«Eso será por hablar tantas necedades», pensó Fiona, haciendo un gesto de hartazgo tan inequívoco que provocó la risa de Sofía.

—¡Bueno, ahora ya me siento un poco mejor, pues!

La mujer respiró con dificultad dentro de su corsé.

—Dime, hija, ¿cómo es que te encuentras aquí y no estás bailando con alguno de nuestros guapetones federales? Estás más sola que una monja de clausura, Fiona. Eso no es bueno si deseas conseguir esposo.

—No me siento muy bien, doña Josefina. Tal vez sea algo que me indigestó.

—¡Oh, pobre niña! Con razón tienes esa cara de muerta, más pálida que un ánima. ¡Oh, y esas ojeras, oscuras como una noche sin luna! Decididamente, no te encuentras en tu mejor momento.

Fiona, que no tenía deseos de comentar nada más con aquella señora, se devanaba los sesos pensando frases de cortesía para sacársela de encima.

Los instrumentos dejaron de sonar y el salón quedó en silencio; los hombres, que se congregaron en grupos, dirigían la mirada a la estrada principal; algunas jovencitas comenzaron a cuchichear, nerviosas, escondiéndose tras sus abanicos, disimulando el repentino arrebol en sus mejillas.

Intrigada, Fiona frunció el entrecejo. En ese momento vio a misia Mercedes, que se encaminaba hacia la puerta con los brazos extendidos, y la oyó decir en un dulce tono de voz: «Bienvenido a mi hogar». Como estaban, muy alejadas del salón principal, Fiona y Josefina no lograban ver de quién se trataba; aunque de algo estaban seguras: se trataba de una gran personalidad. Misia Mercedes no recibía así a cualquiera. Ni siquiera con el Conde Walewski había actuado de ese modo.

El piano del maestro Pavero sonó de nuevo, y aunque misia Mercedes, perdida entre los cortinados, no había reaparecido aún, todo retornó a la normalidad.

—¡Por supuesto! ¡Debí habérmelo imaginado! —masculló de pronto doña Josefina Coloma—. ¡Claro, cómo no! Si se trata de Juan Cruz de Silva.

Misia Mercedes Sáenz, tomada del brazo de un exótico caballero, se presentó ante la mirada de Fiona como una aparición del más allá. Todo parecía desarrollarse en forma lenta; el hombre caminaba con porte aristocrático, una sonrisa fresca y gesto vanidoso. La joven no podía quitar sus ojos de él. Sabía que era impropio observarlo así, pero no le importaba; de todos modos, no podía dejar de hacerlo.

—¿Quién es? —le preguntó a doña Josefina.

La mujer volvió su rostro a Fiona con gesto de espanto.

—¿Es que acaso vives en un dedal, niña?

La pregunta le causó risa.

—No, doña Josefina, ¿por qué me lo pregunta?

—Es que sólo una persona que ha vivido en un dedal los últimos tres meses no conoce a Juan Cruz de Silva.

—Yo no lo conozco, doña.

—Y claro, cómo vas a conocerlo. Casi no apareces en las tertulias, no vas a la Alameda más que para montar tu caballo como una forajida, no recorres la calle de la Florida después de misa los domin…

—¿Va a decirme quién es el caballero, sí o no? —preguntó Fiona con insolencia.

—Sí, m’hija, sí. Es uno de los hombres más ricos de la Confederación. Además, es el protegido de nuestro excelentísimo gobernador. Ahora que el Brigadier Rosas está tan ocupado con las cuestiones de estado, de Silva es quien maneja todas sus estancias. Tú sabes, Fiona, su hijo, Juancito, no es el mejor de los hijos, y como no se ocupa mucho de los asuntos familiares… bueno…

—Jamás lo había oído nombrar —comentó la joven, abstraída. Lo dijo sin apartar la mirada del enigmático caballero, como muchas de las otras jovencitas. Algunas, más atrevidas, intentaban acercarse.

—En realidad, llegó del campo hace unos meses, nada más.

—¿Y va a quedarse?

—Parece que te interesa conocer acerca del mocito de Silva, ¿no es cierto?

El comentario malicioso de la anciana la puso en guardia. Tal vez se había dejado llevar por el impacto que de Silva le había causado y estaba preguntando de más. Doña Josefina era muy peligrosa; de la nada, era capaz de crear la más fantástica de las fábulas. Y Fiona no deseaba ser la protagonista de un cuento imaginado por ella.

—Sí, doña Josefina, tiene razón. Qué me interesa a mí, ¿verdad?

La miró con agudeza, directo a los ojos.

—Además, tengo que dejarla; no puedo perder toda la noche aquí sentada si lo que quiero es conseguir esposo. Buenas noches.

Se levantó y se fue, dejando a la mujer con la boca abierta, sin nada que decir.

—¡Ay, señor de Silva! ¡Qué suerte que llegó! Ya temía que no viniera usted —exclamó Mercedes, que tomada del brazo del joven se adentraba con él en la sala.

—Sí, discúlpeme, misia. Sucede que me entretuve hasta último momento en la discusión de unos negocios —se apresuró a explicar el recién llegado.

—¿Unos negocios o… una damisela, señor?

La mujer lo miró de hito en hito sonriéndole con picardía y codeándolo en las costillas.

—¡Me extraña, misia Mercedes! Usted sabe que últimamente no pienso en otra cosa que en sentar cabeza y conseguir esposa —respondió de Silva, con cierta ironía.

Mercedes rió. Le gustaba ese muchacho, y estaba encantada con la misión de celestina que se había impuesto con él.

—Su demora casi tira por la borda todos los planes que tracé para usted esta noche, señor de Silva. Vamos, tengo lo que me pidió. Ahora todo depende de su encanto.

Encanto era lo que le sobraba a Juan Cruz de Silva cuando se lo proponía. Había llegado a la ciudad envuelto en un halo de misterio que lo hacía aún más apetecible. Las chiquillas solteras suspiraban al verlo, y las casadas no podían sentir otra cosa que decepción cuando lo comparaban con sus maridos. Los hombres, por su parte, sabiendo que obtendrían buenas ganancias, se desesperaban por cerrar algún trato con él. Se lo conocía como hombre de palabra y tenía fama de enriquecer a sus socios. Pero todo el mundo sabía de su rudeza y rapidez con el facón. No era fácil amedrentarlo, y se comentaba que muchos habían pasado por el filo de su cuchillo. Sus peones no sólo lo respetaban: le temían como al mismo demonio. Decían que era severo y exigente y que no dudaba en castigarlos muy duramente cuando no cumplían sus órdenes a rajatabla. No se le conocían amigos, y él tampoco mostraba ansiedad por hacer demasiadas migas con los porteños. Era atento, educado y devenido, pero no pasaba de eso.

A ciencia cierta, era poco lo que sabían de él. Que era el protegido del gobernador Rosas, un lince para los negocios, y muy rico. Su origen y su pasado se mantenían en una nebulosa; tal vez nadie deseaba conocer realmente su historia, intuyéndola no muy santa. Se habían tejido tantas anécdotas alrededor de de Silva como mujeres había en Buenos Aires. Hasta los varones tenían sus propios cuentos.

Esa noche, Mercedes lo notó nervioso y se extrañó. Siempre receloso y cauto, era el tipo de persona que nunca revelaba sus sentimientos.

La mujer sesgó sus labios; creía conocer el motivo de su inquietud.

Fiona necesitaba un poco de aire. Ya había soportado demasiado de aquella tertulia.

El patio de la vieja casona sería su salvación. Cruzó los pasillos dejando atrás el sonido de la música, el incansable murmullo de la gente, el humo de los cigarros, y el aroma —medio repugnante ya— de las esencias que se quemaban en los pebeteros de la sala.

El choque con la brisa helada la recompuso bastante. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Instantes después, soltó el aire por la boca con lentitud.

La noche era fría pero espléndida. Permaneció largo rato observando la luna, que se asomaba bajo el arco del aljibe. Luego, se acercó al pozo de agua y se reclinó sobre su pared de mármol. Allí se quedó, mirando el cielo, cerrando los ojos de tanto en tanto. No supo cuánto tiempo permaneció así. Quizá se quedó dormida unos minutos y después se despertó. De pronto, sintió frío; tal vez debía regresar a la fiesta. «Así nunca conseguirás esposo, Fiona Malone», se dijo, sonriendo.

—¡Fiona, aquí estabas! Hace rato que llevo buscándote. ¿Qué hacías aquí, sola? ¡Uuuyyy! ¡Pero si está helado! Vamos, entremos.

Camila la tomó por el brazo, y prácticamente la obligó a ingresar a la mansión.

—¿Lo viste?

—¿A quién? —inquirió Fiona.

—¿Cómo a quién? Al invitado más popular de esta noche. A Juan Cruz de Silva.

Ya se había olvidado de él.

—Sí, lo vi cuando llegó, hace unos minutos.

—Fiona, ¿has estado bebiendo? De Silva llegó hace más de una hora.

—Bueno, sí, hace más de una hora, ¿qué más da? Pero qué tanto hay con ese hombre. Todo el mundo parece pendiente de él.

—Lo que sucede es que es el protegido de don Juan Manuel. Algunos dicen que es su hijo bastardo; otros dicen que es el hijo de una negra, que lo tuvo con un importante estanciero. Lo que sí sé es que vino a Buenos Aires a buscar esposa.

—Ahora entiendo tanto escándalo —replicó Fiona, con una sonrisa sardónica—. Por eso todas las solteras de la ciudad sacan a relucir sus carteles que dicen: «Se busca esposo», ¿verdad?

—No seas mordaz, Fiona. Lo que sucede es que es un hombre verdaderamente atractivo, ¿acaso no lo viste bien?

—Sí, lo vi. No me pareció nada del otro mundo.

—No puedo creer que te haya parecido igual que los otros. A mí no me engañas.

Haciéndole cosquillas bajo los brazos, Camila logró que su amiga confesara.

—Sí, detente, sí, sí, basta. Está bien, sí, me pareció interesante.

—¡Bien! Entonces, vamos, al salón. Tal vez te invite a bailar el minué.

—No, Camila, no deseo bailar con él. En realidad, no deseo bailar con nadie.

—Terca como buena hija de irlandeses que eres, Fiona.

—Tú también lo eres.

—Sí, pero trato de controlarme. Además yo soy nieta, no hija, como tú.

Se miraron unos segundos, seriamente; luego, comenzaron a reír.

—Anda, vamos. Además, misia Mercedes me preguntó por ti mil veces.

—Bueno, está bien, vamos. Pero antes cuéntame más acerca del gallardo y honorable caballero —dijo Fiona, parodiando a doña Coloma.

—En realidad, no es mucho lo que sé. Tatita el otro día comentaba con Eduardo que es un hombre muy rico. Parece que además de administrar las estancias de don Juan Manuel, es dueño de varias. ¡Ah, sí, ahora recuerdo! Es dueño de uno de los saladeros más grandes de la Confederación. Pasado mañana, creo, viene a almorzar a casa. Ahí podré averiguar más.

—De todas formas, no comprendo bien por qué es tan buen partido. Si es bastardo de Rosas, o hijo de una negra… Nada muy halagüeño que digamos… —comentó Fiona.

—¡Pero eso qué importa! Para don Juan Manuel es como un hijo. Así lo ha presentado, como su hijo adoptivo. Él mismo lo acompañó a lo de Lacompte y Dudignac para que lo vistieran de punta en blanco, como lo has visto. —Camila hizo una pausa—. Bueno, ahora sí, vamos a la sala o misia Mercedes se enojará conmigo. Fue ella la que me envió a buscarte.

—Sí, vamos.

Caminaron unos pasos, y esta vez fue Camila la que la detuvo.

—¡Ah, me olvidaba! ¿Sabes cómo lo llaman?

—No.

—El diablo.

Cuando llegaron al salón principal, Camila y Fiona cruzaron una mirada cargada de desencanto: de Silva bailaba el minué con Clelia Coloma. Por tratarse de un recién llegado del campo, pensó Fiona, sus movimientos al son de la música eran muy armónicos y coordinados.

Fiona se quedó observándolo, absorta, medio escondida detrás de una puerta. Era alto, muy alto. Comparado con la lánguida silueta de Clelia, aquel hombre parecía enorme. Su cuerpo era robusto, y al mismo tiempo increíblemente bello. Vestía una elegante levita negra que destacaba el contorno de su espalda y terminaba ciñéndose a su cintura. Los puños de encaje le caían sobre las manos, que sostenían las pequeñitas de Clelia con tanta suavidad y destreza como un caballero de la corte francesa. En un movimiento del baile, su levita dejó entrever más claramente el chaleco de terciopelo negro en el que se destacaba, como rosa blanca, una elegante corbata de seda. Nadie habría dicho que se trataba de un hombre de campo. Había algo en él que lo hacía distinto; tanto, que descollaba incluso entre los caballeros más apuestos de la ciudad.

La cinta punzó que colgaba del ojal de su saco era más pequeña que las de algunos unitarios proclives a ocultar sus inclinaciones políticas. Su cara, limpia de barba, no exhibía siquiera el obligado bigote federal. Llevaba el pelo partido al medio, a lo trovador. Sin embargo, nadie en todo Buenos Aires habría osado poner en duda su lealtad a la causa. Se trataba del protegido de su excelencia, el Brigadier don Juan Manuel de Rosas, «presidente de los porteños» y caudillo de la Confederación. No, nadie habría osado siquiera mencionar esa posibilidad.

—Parece que esta noche estamos destinadas a encontrarnos, querida Fiona.

La joven reconoció la voz de doña Josefina, esta vez a sus espaldas. No le importó la presencia de la mujer. Su malhumor inicial se había disipado.

—Así parece, doña —contestó amablemente Fiona.

Había estado muy grosera con la anciana y trataba de corregir su comportamiento anterior.

—Veo que su nieta ha sido una de las afortunadas en bailar con el caballero de Silva —comentó.

—¡Oh, sí! —exclamó alborozada doña Josefina—. De Silva ha ido varias veces a casa de mi hijo. En todas las ocasiones la excusa han sido los negocios, pero yo no me lo creo. Además, se comenta que ya eligió a la que será su esposa. Para mí que… Bueno, hija, no me hagas hablar de más.

Fiona la miró sorprendida. Ella no la estaba haciendo hablar de más, era la anciana la que siempre se iba de boca con sus comentarios. Pero, qué más daba; aquella mujer había sido así por más de sesenta años y nada ni nadie la cambiaría ahora.

—Está bien, doña Josefina. Ahora debo dejarla; ya es tarde y tengo que retirarme.

—¡De ninguna manera, señorita! Todavía es muy temprano y no has bailado con nadie aún. —Permaneció un instante pensativa—. Bailarás con mi nieto Esteban.

—¡Oh, por Dios, doña Josefina, ni se le ocurra!

Pero ya era demasiado tarde. Esteban Coloma pasaba por allí en ese momento. Su abuela lo tomó por el brazo y, literalmente, lo aplastó contra Fiona.

—Llévala a bailar, querido.

El joven estaba rojo como la grana; el rostro de Fiona, en cambio, ya había pasado al violeta intenso. Finalmente, no les quedó otra opción, y cuando el vals comenzó a sonar, ella y Esteban se encaminaron a la improvisada pista de baile. Desde otro lugar, Camila e Imelda la observaban atónitas. No podían creer que hubiese aceptado una pieza al nieto de doña Josefina.

—¡Bien merecido se lo tiene! Por hacerse la exquisita, se quedó con el peor —afirmó Imelda con sarcasmo.

Esteban tenía que soportar sobre sus espaldas la pesada carga de ser nieto de su abuela; a pesar de ello, resultó ser una persona agradable y sensible. Evidentemente, él también se sintió a gusto con Fiona porque la música continuó sonando y ellos no dejaron de danzar. La tensión del principio fue dando lugar a una amena conversación que pronto se trocó en un diálogo de viejos amigos.

Esteban era dulce, caballero, y muy tierno. Le gustaban el campo, la música, la literatura. Fiona no podía creer que de una abuela así pudiera salir un nieto como él. Aunque, habida cuenta de la historia de su propia familia, tuvo que aceptar que ella era la menos indicada para juzgar a las personas por sus antecedentes genealógicos.

Siguieron bailando largo rato. De pronto, Fiona sintió necesidad de ir al tocador, y en el primer corte entre pieza y pieza, se disculpó con Esteban. Mercedes siempre le indicaba que utilizara la sala de baño contigua a su dormitorio, de modo que no dudó en encaminarse hacia allí.

La casa era enorme y había que cruzar dos pasillos y dos patios para llegar a la zona de las alcobas, que daba justo sobre la calle de San Martín. El ruido de la fiesta se había perdido y todo parecía tranquilo y silencioso en esa parte de la mansión.

Por un momento, le pareció escuchar un sonido; algo parecido a un gemido, a un lamento. No, no, era un jadeo; y parecía angustiado. Tal vez, alguien lloraba por ahí; quizás una de las planchadoras. Sintió la necesidad de descubrir quién sería; pensó que podría consolarla.

Con esa idea en mente, se adentró en las habitaciones, y fue recorriéndolas una a una, tratando de alcanzar aquel sonido que iba haciéndose cada vez más audible. Sus escarpines de raso apenas rozaban el suelo, y tomó la precaución de elevar la falda del vestido para que el roce de la tela con el piso no alertara a la pobrecita que lloraba.

Advirtió entonces que el sonido provenia del fondo, de una de las últimas habitaciones para huéspedes. La ansiedad le jugó una mala pasada, y tropezó con una mesita apostada a uno de los costados del pasillo. Un jarrón de plata cayó al suelo, y Fiona contuvo la respiración. Por suerte, el florero dio sobre una alfombra gruesa y el ruido no fue tan estruendoso. Volvió a respirar, un poco agitada.

—¿Qué fue ese ruido? ¿Lo escuchó? —la voz era inequívocamente femenina.

Fiona se detuvo, y permaneció quieta en el lugar.

—No, no… debe haber sido el gato… no te detengas… —Y otra vez el gemido, el lamento.

Fiona estaba más que intrigada. Era evidente que había dos personas en esa habitación, y que eran un hombre y una mujer, pero, ¿qué diablos hacían allí?

Con mucho tiento, entreabrió la puerta del dormitorio y vio algo que nunca habría podido imaginar.

Una mujer, de espaldas a Fiona, se sostenía con ambas manos de uno de los doseles de la cama. Como si estuviera montado sobre ella, y asido con fuerza a su cintura, un hombre la empujaba una y otra vez, atrayéndola hacia sí, meciéndose sobre ella, refregándose en ella, emitiendo extraños sonidos. La mujer también gemía y respiraba entrecortadamente. El lugar estaba oscuro y sólo lo bañaba la luz del fanal de la calle. Fiona creyó ver que la mujer tenía el vestido levantado, pero el asombro y la mala iluminación no la ayudaban.

Una sola imagen surcó su mente en ese momento: la yegua de su abuelo abrumada bajo el peso del padrillo árabe de los Terrero. Por aquellos días en que el animal visitaba la estancia, tenía prohibido ir al potrero; pero a ella no le importó, y se lanzó a descubrir qué cosa era la que hacían los dos caballos. Y eso recordó.

Ahora, en cambio, los que se entregaban a ese extraño ballet eran un hombre y una mujer. Fiona mantenía apretado el picaporte con tanta fuerza que sintió cómo las uñas se le clavaban en la carne. Sabía que no debía mirar. Sin embargo, los movimientos, los pequeños gritos reprimidos, el jadeo, sobre todo ese continuo y persistente jadeo, como si estuvieran corriendo desesperadamente, todo aquello ejercía sobre ella una atracción tan irresistible que no podía apartar los ojos. Presentía que pronto habría un desenlace. Además, quería verles los rostros.

Respiró hondo para tratar de dominar su agitación, y otro mal movimiento estuvo a punto de ponerla en evidencia. Había aflojado sin darse cuenta la presión de su mano: en medio de la quietud de la noche, el ruido del picaporte al volver a su sitio sonó como un cañonazo.

El hombre y la mujer volvieron sus rostros instintivamente hacia la puerta. Aunque había atinado a echar el cuerpo hacia atrás, Fiona alcanzó a reconocerlos. Por un momento, pensó que sus ojos la engañaban. Pero no. No cabía duda de que eran Clelia y de Silva.

Fiona vio que el hombre, todo desaliñado, con el pantalón abierto y la camisa por fuera, se apartaba de mala gana de la mujer. Era evidente que estaba dispuesto a averiguar quién venía a interrumpir su faena. Fiona decidió que era tiempo de salir de allí y corrió hacia el patio de los sirvientes. Para cuando Juan Cruz terminó de abrir la puerta, ya no había nadie.

—Será mejor que regresemos a la fiesta —sentenció de Silva.

Fiona ingresó al salón. No se sentía bien: había cruzado la mansión de punta a punta a la carrera, casi sin respirar. El corazón le palpitaba a toda velocidad y las sienes le latían. Estaba pálida y las manos le temblaban.

—¿Qué te sucede, Fiona? ¿Acaso has visto al diablo?

—Tal vez —respondió ella con el aliento entrecortado—. Por favor, Camila, consigúeme algo fresco para beber.

Al cabo de unos minutos, Camila reapareció con un vaso de agua.

—Gracias. Por favor, Cami, traéme mi esclavina. Quiero irme. Ya mismo.

Camila no iba a discutir. Nunca la había visto así, tan desencajada.

Fiona sorbió el agua lentamente, tratando de no atragantarse. Después, dejó el vaso en una mesa y se apoltronó en un sillón. No deseaba estar allí; deseaba irse, escapar. Lo que acababa de ver era algo horroroso. Clelia siempre le había parecido una mentecata cualquiera, con su tonito empalagoso y sus modos de niñita bien. Y ese tal de Silva… Había resultado ser… sí, el mismo diablo en persona.

—¡Por fin, Fiona querida! —exclamó la anfitriona al verla—. Hemos estado buscándote largo rato. Bueno, no importa, te hemos encontrado.

Mercedes le sonrió tan dulcemente que Fiona sintió pena por ella. La mujer no tenía idea de lo que pasaba en su propia casa, en una de sus habitaciones…

—Ven, deseo que conozcas a alguien —indicó la señora, llevándola unos metros más allá.

—Fiona, querida —comenzó a decir Mercedes al ver aparecer a de Silva—. El señor don Juan Cruz de Silva desea bailar contigo la próxima pieza.

Fiona miró alternadamente a uno y a otro sin pestañear. Por fin, declaró:

—Antes prefiero estar muerta.

Camila no tuvo tiempo de alcanzarle su abrigo. Fiona se lo arrebató de las manos, y abandonó resueltamente la tertulia.