—Tenemos que largarnos de aquí —dijo Masters al salir por la boca de la cueva—. O el ejército indio o sus fuerzas aéreas vendrán en masa a este valle buscando al que ha borrado del cielo a su resplandeciente Hind, así que hay que largarse antes de que lleguen. ¿Estaréis bien?
—Gracias —le respondió Bronson estrechando la mano del norteamericano—. Tenemos la camioneta aparcada en el fondo del valle, aunque supongo que eso ya lo sabías.
Masters asintió y sonrió; después se giró, pensando ya en su estrategia para salir de allí mientras seleccionaba un número en el teléfono satélite.
En el espacio abierto, fuera de la cueva, Bronson abrazó a Angela con fuerza durante unos segundos.
—Creía que era el final —murmuró ella con las mejillas empapadas en lágrimas de alivio—. Creía que esa puerta de piedra te aplastaría al cerrarse. ¿Qué crees que ha pasado? —Se giró para mirar hacia el interior de la oscura boca de la cueva.
—A mí me parece una trampa camuflada muy inteligente. Cuando hemos empujado la losa hacia la derecha, la parte de arriba estaba apoyada contra otro fragmento de piedra. De algún modo eso debe de haber activado algún tipo de mecanismo porque la segunda losa ha empezado a bajar y a empujar a la primera. Ese ha sido el ruido que hemos oído; el de la segunda losa empezando a moverse.
Antes de salir de la cueva había mirado hacia la derecha de la losa. En el otro extremo de la puerta había otro fragmento de piedra tallada que claramente había cerrado la puerta al desplazarse hacia abajo.
—Es como en algunas pirámides —dijo Angela—. Un mecanismo antirrobo. Se abre la primera puerta, algo dispara el mecanismo y después la gravedad se encarga del resto.
—Me pregunto por qué los discípulos de Yus Asaph no lo activaron y sellaron la puerta con la segunda losa cuando escondieron aquí el cuerpo.
—A lo mejor así habría sido muy obvio que había algo oculto en la cámara interior. Si alguien sabía que había una sala secreta ahí dentro, podría haber buscado el modo de atravesar la puerta de piedra. —Angela tembló contra el cuerpo de Bronson—. Vámonos de aquí, Chris. Vamos a casa.
Bronson le agarró la mano y juntos avanzaron por la superficie accidentada y pedregosa del valle hasta donde había dejando su Jeep. La noche había caído y sobre ellos el cielo era como una negra manta de terciopelo tachonada por la luz de millones de estrellas. ¡Qué bueno era estar vivo!
Varios minutos después, Killian recobraba la consciencia dentro de la cámara interior. Al principio no podía ver nada, pero después se sacó una pequeña linterna del bolsillo, la encendió y miró a su alrededor. Todos los demás se habían ido y eso le parecía perfecto. Ahora tendría tiempo de completar la tarea que Dios le había encomendado.
Fue hasta la estructura de piedra y deslizó una mano lentamente por la parte superior del ataúd de plomo; miró abajo con una sonrisa de satisfacción. Dentro, el cuerpo que creía que había sido el de Jesús el Nazareno había dejado de existir, se había convertido en polvo por el inexorable proceso de la descomposición. Eso era algo que no se había imaginado, aunque era lo que había pretendido. Había querido destruir la tumba y su contenido con explosivos, pero una fuerza de la naturaleza le había ahorrado el trabajo. Y no importaba lo que Donovan o los demás dijeran, porque no existía la más mínima prueba de que el ataúd hubiera contenido nunca un cuerpo humano, y mucho menos el cuerpo del propio mesías.
Su sonrisa fue en aumento. Era una bendición. Por primera vez en dos milenios, a un pequeño grupo de gente se le había concedido el más sublime y divino obsequio posible. Durante un momento se les había permitido ver el rostro del redentor de la humanidad, ver al hombre venerado por millones de devotos como el hijo de Dios.
Hizo la señal de la cruz y se apartó del ataúd agitando la linterna ante él. Por primera vez se fijó en que la puerta de piedra estaba cerrada. Después vio el charco de sangre en el suelo de la cámara y el cuerpo de Donovan aplastado, destrozado.
Miró a su alrededor, desesperado, buscando otra salida, algún túnel o pasadizo que a los demás se les hubiera escapado, pero en pocos segundos confirmó que los muros de la cámara eran macizos.
Corrió hacia la puerta y tiró del borde con sus dedos, arrancándose la piel, la carne y las uñas. Pero la piedra no cedió ni un milímetro.
Después, empezó a gritar.