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Nick Masters se situó en la entrada de la cueva. Al final de la pendiente podía ver el cuerpo inmóvil de uno de los tres hombres que había designado como centinela. A su derecha, y efectuando un cerrado giro a la izquierda, la perversa forma gris clara del Hind era inconfundible.

—¡Mierda! —murmuró.

—¿Qué coño hace ese helicóptero aquí fuera? —preguntó John Cross.

Justo cuando habló, el Hind se preparó para su siguiente ataque y un breve disparo de su cañón destrozó de inmediato la entrada de la cueva, haciendo que los dos hombres volvieran a entrar.

Masters miró a su alrededor. No había otra salida, eso seguro, ni ningún sitio donde refugiarse de las armas del helicóptero.

A pesar de todo, sabía que tenían que anular al Hind. ¿Pero cómo? Con tres hombres muertos, y un amigo que, como estaba viendo ahora, era demasiado avaricioso y ambicioso para su propio bien, se quedaba sin opciones.

—Espera aquí —le siseó Bronson a Angela, y avanzó.

J. J. Donovan estaba encogido de miedo (era imposible que pudiera encogerse más) detrás de una pila de rocas y mirando fijamente a la entrada.

Bronson se situó tras él, lo golpeó en la cabeza con la empuñadura de la pistola y lo agarró por el cuello para arrastrarlo hasta el fondo de la cueva.

—¿Qué cojones estás haciendo, Chris? —le preguntó Angela, cuya indignación ante el ataque de Bronson a un hombre que no estaba armado superó a su miedo por un instante.

—Estoy dándonos un poco de ventaja —respondió Bronson, apoyando el cañón de la semiautomática en el hombro de Donovan, de modo que el extremo quedara contra su cuello—. Por lo que veo, hay dos grupos de hombres armados luchando ahí fuera. No sé quién es este tipo, pero si su gente sale vencedora, el hecho de que sea mi rehén hará que podamos pactar nuestra salida de aquí.

—¿Y si gana el otro grupo?

Él suspiró.

—Pues entonces nos dará igual.

Cuando Masters había visto el Barrett en oferta en el bazar de armas de Islamabad, de inmediato había decidido comprarlo. No creía que fueran a llegar a utilizarlo, pero era una buena póliza de seguro. Ahora se alegraba de haberse dado el capricho.

El Barrett es probablemente el rifle más potente del mundo. En manos expertas es capaz de alcanzar con una bala de media pulgada a un objetivo del tamaño de un hombre a una distancia de más de un kilómetro y medio.

Y Masters era un experto. Un antiguo SEAL y diestro tirador. Treinta segundos después de que el Hind hubiera aniquilado a tres de sus hombres, tenía el arma cargada y apuntada, y observaba a su objetivo por la mira óptica.

Pero, por supuesto, eso era solo la mitad del problema. Masters no tenía duda de que podía alcanzar el Hind, pero alcanzarlo no sería suficiente. La bala supersónica dejaría una buena abolladura en la capa metálica blindada del helicóptero, aunque no la penetraría. Tampoco tenía sentido apuntar a la cabina, porque estaba muy bien protegida y los motores también serían un objetivo complicado, sin garantía de que el disparo los destruyera o dañara.

Pero el Hind tenía sus debilidades, como todos los helicópteros, y eso era a lo que Masters apuntaría. Y solo tendría una oportunidad. Si fallaba y la tripulación veía que estaba disparando desde la cueva, abrasarían la zona y ahí acabaría todo.

Tenía que hacer que ese disparo contara.

Se giró hacia John Cross.

—Tengo que alcanzar a ese helicóptero y el único modo de hacerlo es si la tripulación está mirando a otro lado. ¿Puedes salir de la cueva con las manos en alto y moverte a la izquierda?

Cross se quedó impactado.

—Me parece una idea jodidamente mala.

—Si se te ocurre algo mejor, dímelo ahora mismo.

Cross dio un paso al frente y se asomó con cuidado hacia la entrada. El Hind estaba escudriñando la zona y parecía que la tripulación buscaba si quedaba alguien más fuera de la cueva.

—De acuerdo, Nick —dijo finalmente—. Más vale que esto funcione.

Dejando el Kalashnikov en el suelo, fue hacia la boca de la cueva lentamente.

Un repentino ruido desde su izquierda captó su atención. Otro helicóptero, uno pequeño y utilitario, se acercaba. Mientras miraba, el piloto aterrizó a unos cien metros.

Cross dio un paso al frente y levantó los brazos por encima de la cabeza en un claro e inequívoco gesto de rendición. Solo esperaba que la tripulación del helicóptero de combate no tuviera órdenes de destruir la zona y que estuvieran dispuestos a hacer prisioneros.

Y pronto lo descubriría, pensaba mientras el morro del Hind se giraba hacia él.