—¿Cuánto queda? —preguntó Killian. Estaba en el asiento trasero del Dhruv con el cinturón de seguridad puesto y la correa de goma del micrófono clavándosele en el cuello. Le vibraba la voz al hablar, pero los demás hombres que iban en el helicóptero, los dos pilotos situados en los asientos delanteros, uno de los cuales manejaba los mandos, y Tembla, que estaba sentado a su lado, no parecían tener problemas para entenderse.
—Doce minutos hasta el extremo del valle —respondió el piloto—. Y desde ahí treinta segundos hasta el objetivo.
El Dhruv volaba a unos noventa nudos, alrededor de ciento setenta kilómetros por hora, en dirección norte, y acababa de llegar al valle del río Shyok. El piloto modificó la trayectoria muy ligeramente hacia el oeste para seguir el curso del río; escarpadas colinas marrones y montañas se alzaban sobre el helicóptero a ambos lados.
Detrás, y ligeramente a la derecha del Dhruv, se encontraba el Hind, con su forma extraña y amenazadora, sus achaparradas alas cargadas de armamento y la luz reflejándose en los parabrisas individuales de la cabina doble. Tembla le había dicho que las cabinas y los sistemas vitales del Hind estaban blindados y que lo máximo que podía hacerles la bala de un rifle de asalto era una abolladura.
Por supuesto, Tembla tenía razón. Si la única oposición que habían encontrado en el valle de Nubra era media docena de hombres armados con Kalashnikovs, usar el Hind era una exageración. Pero esas eran las rarezas que le gustaban a Killian. Sonrió de satisfacción al imaginar el terror que seguiría a la aparición totalmente inesperada del helicóptero de combate.
Tembla le dio al piloto una palmadita en el hombro.
—Ponme al día —le ordenó.
Se oyó un clic cuando el hombre desactivó el intercomunicador para usar la radio. Un momento después recibía respuesta del operador del UAV en la base, a las afueras de Karu.
—Bronson y Lewis siguen dentro de la cueva —dijo Tembla—. Y tres de los otros hombres que hemos estado vigilando acaban de ir tras ellos.
Bronson y Angela se giraron, impactados ante el inesperado sonido de la voz nasal del norteamericano y la repentina presencia de esos tres hombres, dos de los cuales llevaban armas automáticas.
—Así que volvemos a vernos —dijo Donovan—. He estado siguiéndote desde aquella noche en la casa de campo, en Inglaterra.
Bronson los miró. El hombre que hablaba no iba armado, pero estaba claro que era el que tenía el poder. La figura situada a su lado parecía un soldado, duro, sosegado y seguro de sí mismo; llevaba un pesado rifle colgado al hombro y tenía pinta de sentirse muy cómodo con el Kalashnikov en sus manos.
—Eres el tío que me golpeó —le dijo Bronson al norteamericano, afirmando, no preguntando.
Donovan asintió.
—¿Pero cómo cojones nos has seguido?
—Tras oírte decirle a Jonathan Carfax que tu mujer trabajaba en el museo Británico, te puse un chip rastreador en el móvil. He estado justo detrás en todo momento mientras habéis estado perdiendo el tiempo buscando por Egipto.
—¿Eras el del Mercedes color crema de la carretera a El Hiba? —aventuró Bronson.
—Has acertado. Y ahora, satisface mi curiosidad: ¿cómo lo relacionasteis todo para dar con este sitio?
Bronson miró a Angela. Desde que habían aparecido los intrusos, ella no había pronunciado ni una palabra, pero una mirada bastó para decirle que estaba furiosa y asustada. Básicamente la regla número uno de Bronson era no cabrear nunca a un hombre con un rifle de asalto, y mucho menos, a un hombre que contrataba a gente que llevaba rifles de asalto. Así que antes de que ella fuera a decir algo que pudieran acabar lamentando, intervino.
—Creíamos que estábamos buscando el Arca de la Alianza —dijo poniendo una mano sobre el brazo de Angela como para contenerla—. Al principio todas las pistas parecían apuntar a eso.
—Entonces eso explica vuestro viaje a Egipto —dijo Donovan satisfecho—. ¿Pensabais que el faraón Sheshonq se la habría llevado del Templo de Jerusalén hasta Tanis? ¿Pero por qué coño pensabais que estabais buscando el Arca?
Fuera quien fuera ese hombre, quedó inmediatamente claro que sabía de lo que hablaba.
Angela se relajó muy ligeramente.
—Encontré una referencia en un grimorio.
—¿En cuál?
—En el Liber Juratus o Liber Sacratus —respondió—. Data del siglo XIII —añadió.
Donovan asintió.
—Ah, el Libro jurado de Honorio, también conocido como el Liber Sacer.
—¿Entonces sabes lo que podría haber en esta cueva? —preguntó ella.
—Totalmente —respondió Donovan sonriendo—. Por eso estamos aquí.
El hombre armado situado al fondo de la cueva, John Cross, movía los pies, claramente irritado.
—¿Va alguien a decirme de qué coño va todo esto? —murmuró.
Angela lo miró, y después miró a Donovan.
—¿No se lo has contado?
Donovan negó con la cabeza.
—¿Qué os convenció de que no estabais siguiendo la pista del Arca?
—Dos cosas —respondió Angela con tirantez—. La primera fue la expresión «la luz que se había convertido en el tesoro». Era complicado encajar eso en el contexto del Arca de la Alianza aunque, aun así, lo intentamos. Pero si el «tesoro» se convierte en la «luz», como dice el texto persa, entonces todo cambia. La frase «el tesoro del mundo» es una cosa, pero «la luz del mundo» significa otra completamente distinta. Y después estaba una frase sobre cómo la reliquia se trasladó desde Mohalla.
Se detuvo y miró expectante a Donovan, que se limitó a sacudir la cabeza.
—Hay una referencia a eso en el Corán —añadió Angela—. El nombre completo del lugar es Mohalla Anzimarah. ¿Te dice algo?
De nuevo Donovan sacudió la cabeza.
—Anzimarah está en Cachemira, en el antiguo distrito de Srinagar, en el barrio de Khanjar. Allí hay un edificio llamado el Rozabal, abreviatura de Rauza Bal. La palabra rauza significa «la tumba del profeta». Dentro del edificio hay dos tumbas y dos lápidas. Una de ellas es la del santo islámico Mir Sayyid Naseeruddin, que fue enterrado allí en el siglo V. La segunda tumba, más grande, es para otro hombre. Ahora mismo Srinagar se encuentra en mitad de una zona de guerra, pero hace años varias personas investigaron el Rozabal y los misterios sobre su construcción quedaron resueltos.
Respiró hondo. Nadie la interrumpió.
—Las dos lápidas apuntan al norte y al sur, según la costumbre musulmana, pero las tumbas en sí están situadas en una cripta debajo del suelo del edificio. En la cripta, el sarcófago de Mir Sayyid Naseeruddin también apunta al norte y al sur, como era de esperar, pero la otra tumba apunta hacia el este y el oeste, lo cual significa que el ocupante no era ni un santo islámico ni un hindú. Colocar una tumba de este a oeste es una costumbre judía. En otras palabras, su ocupante habría sido un discípulo de Moisés.
Miró a Bronson, que asintió para que continuara.
—El nombre en la segunda tumba es Yuz Asaf, pero también era conocido como Yus Asaph, que se traduce como «líder de los purificados», y eso hace referencia específicamente a los leprosos que se habían curado de la enfermedad. Las primeras líneas del texto persa explicaban cómo el hijo de «Yus de los purificados» iba a trasladarse de Mohalla de vuelta al lugar al que pertenecía. Supuse que eso significaba que la luz, o el tesoro, se encontraba por aquí en algún lugar de este valle. La siguiente parte del texto describía cómo el tesoro estaba escondido en un «espacio de piedra» en el «valle de las flores». Si lo juntas todo, tienes una descripción de un grupo de hombres llevándose algo de Mohalla y ocultándolo aquí. Solo hay una referencia generalmente aceptada para la expresión «la luz del mundo» —añadió Angela y, a juzgar por el gesto de emoción en su cara, Bronson vio que se había olvidado prácticamente de que la estaban apuntando con una pistola—. Creo que hace dos milenios el hijo de Yus Asaph y una banda de devotos discípulos sacaron uno de los cuerpos de la tumba de Srinagar y lo transportaron aquí, al interior de esta cueva especialmente preparada en las montañas, donde lo ocultaron con la esperanza de que se mantuviera así por toda la eternidad.
—¿Pero por qué iban a hacer eso? —preguntó el hombre situado junto a Donovan.
—Tal vez lo promovieron los monjes budistas. El budismo empezó alrededor del año 500 a. C., y en siglo I d. C. ya había monjes visitando la India y el Tíbet. No habrían querido que se supiera dónde estaba la tumba por miedo a que se convirtiera en lugar de peregrinaje y puede que también les preocupara que eso pudiera debilitar el mensaje de su religión. También pienso que es posible que hicieran correr la leyenda de que el hombre no murió aquí, sino que había vuelto a su país y había muerto allí años antes, mientras que en realidad vivió sus últimos días en Cachemira. Y, según el texto persa, sabemos que aquí tuvo un hijo, un hombre llamado Isaac. Es más, creo que Isaac o fue el autor de ese texto o una persona muy cercana a quien lo escribió.
—Y luego está la anomalía de Baigdandu —interpuso Donovan.
—Ese es un factor más, sí —asintió Angela—. Fuera cual fuera el origen de los genes que dieron algún que otro niño de piel clara y ojos azules en esa aldea, puedes estar seguro, y con razón, de que no fueron tribus de griegos. Es mucho más probable que hubiera sido una única fuente, una línea de sangre muy distinta que se mezcló con la composición genética local.
—No lo entiendo —interrumpió John Cross—. ¿De qué va todo esto?
Angela le sonrió, medio girada y señalando a la pared que tenía detrás.
—Al otro lado de esa puerta de piedra encontraremos una tumba y en ella estará el cuerpo de un hombre de mediana edad o anciano que en su tiempo adquirió una cierta reputación, tanto aquí como en su país de nacimiento, que se encuentra muy lejos al oeste de aquí. En India lo llamaban Yus Asaph o Yus Asaf y de manera ocasional también Isa Masih, pero todos lo conocéis mejor por otro nombre que resulta mucho más familiar.
Miró a su alrededor y se tomó su tiempo. Respiró hondo.
—Creo que en esa caverna, justo detrás de mí, se encuentra el lugar de descanso de Isa Masih o Jesús el Mesías, el hombre mejor conocido por todos vosotros como Jesucristo.