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—¿Sabes? Entiendo por qué la gente viene aquí —dijo Bronson contemplando por el parabrisas la extensión del valle de Nubra—. A esta altitud y en esta clase de terreno, no te esperas ver nada así.

La vasta planicie se extendía ante ellos, llana y relativamente uniforme, pero a pesar de la altitud, era en su mayor parte una especie de tapiz de vegetación con manchas de intenso verde que contrastaban bastante con el marrón verdoso de las laderas de las montañas que la limitaban por ambos lados. Motas de color, amarillas, rosas y rojas señalaban la posición de las rosas silvestres, y otras más oscuras y verdes grisáceas marcaban matas de lavanda esperando a que llegara el calor de agosto para empezar a florecer.

Y no era solo por los distintos colores. Había un contraste enorme entre la llanura y las montañas, que parecían alzarse casi verticalmente desde el borde del terreno llano. Ni cerros ni suaves pendientes elevándose para encontrarse con las montañas. En cierto sentido le recordaba a los fiordos noruegos, donde los pronunciados laterales de las cumbres se desploman directos a las aguas heladas.

—Este valle tiene el mejor clima de todo Ladakh —dijo Angela— y, como puedes ver, son tierras cultivadas y muy fértiles. Ya te he dicho antes que en la lengua antigua de esta zona se conocía como Ldumra, que significa el «valle de las flores». Existe incluso una teoría que dice que esta zona fue la fuente del mito del Jardín del Edén.

—Bueno, está claro por qué —contestó Bronson—. Imagínate a alguien recorriendo exhausto los caminos que conducen aquí sin ver nada más que rocas y montañas y que, de pronto, se topa con estas vistas. Quiero decir, ¿cómo no se iban a pensar que habían encontrado una especie de paraíso?

—Pero lo cierto es que este valle se ha recorrido mucho a lo largo de los siglos. Es en la época actual cuando se ha convertido en una especie de callejón sin salida por las disputas entre India y Pakistán y, por supuesto, con China. Ahora mismo no estamos muy lejos de la frontera china. Pero en un principio esto formaba parte de la llamada Ruta de la Seda que salía de la capital del antiguo Imperio Chino, Chang’an, que ahora se llama Sian, y llegaba a distintas zonas del Mediterráneo, como Alejandría, Estambul y otros lugares.

Un animal grande y marrón se movió entre unos matorrales situados a un lado de la carretera que estaban siguiendo.

—¿Qué era eso? —preguntó Bronson, echándole un rápido vistazo antes de volver a centrar la atención en la carretera.

—Es un camello bactriano, de los que tienen dos jorobas —respondió Angela girándose en su asiento para verlo mejor.

—¿Un camello? No me habría esperado que hubiera camellos a esta altitud.

—Son unas bestias muy fuertes y bien equipadas para resistir condiciones duras, ya haga mucho calor o mucho frío. Es más, prácticamente los únicos animales que te puedes encontrar por aquí arriba son camellos y cabras.

Al otro lado del río, sobre un asentamiento bastante grande rodeado de plantaciones de albaricoques, un edificio con un extraño aspecto moderno estaba ubicado en la ladera. Era cuadrado y de color blanco en su mayoría, aunque con algunas partes pintadas de rojo, marrón y amarillo, y con unas altas y finas banderas aleteando desde su tejado. Parecía casi como un bloque de apartamentos.

—¿Qué es eso de ahí? —preguntó Bronson.

Angela consultó sus notas y miró el mapa.

—El último lugar que hemos atravesado se llamaba Khalsar, pero era solo una pequeña aldea, así que esto debe de ser el pueblo de Diskit. Es uno de los mayores asentamientos de la región. Tiene unos cuantos hoteles y hostales, y hasta algunas tiendas.

—Me refería al edificio que hay en esa ladera. —Bronson levantó una mano del volante y señaló a su izquierda.

Angela volvió a consultar el mapa.

—¡Ah! Eso es Diskit Gompa. Es el monasterio más antiguo y más grande de todo el valle de Nubra. Tiene unos trescientos cincuenta años.

—¿Entonces la palabra gompa significa «monasterio»?

—Sí. Creo que la mayoría de los pueblos de por aquí tienen uno, aunque algunos se han dejado de usar a medida que la población se ha ido moviendo por la zona. Muchos parecen tener el mismo tipo de construcción: las esquinas cuadradas, los tejados planos y las ventanas cuadradas o altas y estrechas son típicos. También pueden tener mucho colorido. Además, los monjes que viven en ellos llevan atuendos muy vistosos; suelen vestir túnicas rojas oscuras y a veces tocados dorados.

—¿Y las banderas?

—Tienen oraciones escritas en ellas. Creo que el viento, al azotarlas, envía el mensaje de la oración directamente a Buda.

Atravesaron Sumur y continuaron en dirección norte viendo de vez en cuando el río a su izquierda.

—Bueno —dijo Angela al ver bloques aquí y allá a ambos lados de la carretera, frente a ellos—. Eso de ahí delante debe de ser Panamik. Tenemos que comprobar el estado de la carretera en el extremo norte del pueblo.

—¿Qué estás buscando?

—Controles —respondió sin más—. A los que no son de por aquí no se les permite ir más al norte que Panamik, y el sitio al que tenemos que ir está bastante más lejos, así que, o tenemos que convencer a alguien para que nos deje cruzar o debemos volver e ir campo a través para bordear las patrullas.

—¿Y si nos paran por el campo? —preguntó Bronson.

—Pues haremos de extranjeros tontos. Diremos que nos hemos perdido y que no nos habíamos dado cuenta de dónde estábamos.

—Vale —dijo Bronson no muy convencido—. Con tal de que no nos disparen primero.

Panamik era igual que la mayoría de los otros pueblos que habían visto desde que habían llegado a Ladakh, aunque tal vez un poco más grande. Bronson disminuyó la marcha según se acercaban al extremo norte y ambos miraron al frente. Casi habían salido del poblado cuando vieron la barrera al fondo de la carretera y a un montón de soldados del ejército indio situados al lado con las armas colgándoles de los hombros y actitud despreocupada.

—Supongo que es hora del plan B —dijo Bronson con un suspiro—. Espero que lleves un buen mapa ahí. —Paró el cuatro por cuatro a un lado de la carretera y apagó el motor. Angela desdobló el mapa que había estado usando y con un boli señaló un punto al noreste de Leh.

—Ahí está Panamik y aquí es donde tenemos que llegar.

Señaló un cruce a la derecha de la carretera a unos quince o veinte kilómetros de la aldea.

—¿Y desde ahí? —preguntó Bronson.

—Desde ahí hacemos uso de nuestros ojos y nuestra imaginación porque creo que ese cruce es a lo que se refería el autor del texto cuando escribió eso de «Después se giraron hacia la gloria». Así que una vez que lleguemos allí, tendremos que buscar lo que sea que pueda encajar con la expresión «entre los pilares», que podría estar en cualquier parte al norte de la carretera.

—¿Por lo de «más allá de sus sombras»? —preguntó Bronson.

—Exacto.

Bronson estudió el mapa calculando las distancias y comprobando las curvas de nivel. Si iban a salirse de la carretera e ir campo a través, tenía que estar seguro de que su Jeep podría con el terreno. Si se quedaban tirados, no habría nadie a quien poder llamar, obviamente.

Ese era un factor que había que tener en cuenta. El otro era que no podían elegir sin más una ruta y seguir por ella porque el coche levantaría una nube de polvo que sería visible a kilómetros, y eso atraería sin duda la atención de una patrulla del ejército indio. Así que tenían que ir despacio y conducir por valles o barrancos, eso suponiendo que pudieran salir de ellos cuando tuvieran que hacerlo.

—Creo que tenemos que volver a bajar por la carretera y dirigirnos al sur —dijo Bronson—. Cuando salgamos de la carretera no podemos ir al oeste porque tendríamos que atravesar la aldea Arann para volver a incorporarnos a la vía. Así que una vez salgamos de Panamik, tendremos que girar al este y seguir por las faldas de esta montaña de aquí, creo que se llama Saser, en la Cordillera del Karakórum. Después podremos girar al norte e incorporarnos a la carretera que sale de Arann hacia el este sin tener que entrar en la aldea.

Angela asintió.

—Hay que dar una vuelta enorme —dijo, no muy convencida—, pero no veo otras opciones, a menos que vayamos hasta el control, les enseñemos la carta a los soldados y les digamos que somos un equipo de reconocimiento del museo Británico. Eso podría funcionar.

—Sí, claro, y también podría no funcionar. Preferiría que nos ciñésemos al plan y usarla si nos para una patrulla en las colinas. Si los soldados del control no nos permiten cruzar, los habremos puesto en alerta y sabrán que estamos intentando ir más al norte. Puede que avisen por radio a otras patrullas que tengan merodeando por la zona para advertirles que estén atentos a este Jeep y eso es lo último que queremos. Lo mejor es ir por la ladera de la montaña y esperar que nadie nos vea. Si nos paran, recurriremos a la ignorancia, y después les enseñaremos la carta.

Miró el reloj.

—¿Quieres empezar ya o buscamos algún sitio por aquí para pasar la noche?

—Vámonos ya. Preferiría salir de Panamik y, al menos, intentar entrar en la zona adecuada.

Mientras Bronson arrancaba el Nissan, tres hombres pasaron caminando por delante del cuatro por cuatro mirándolo con curiosidad. Dos tenían los rasgos típicos que se habían acostumbrado a ver desde su llegada a Ladakh, pero el tercero tenía una tez mucho más clara, casi rubicunda, y el pelo caoba.

—¿Es un turista? —le murmuró Bronson a Angela mientras los tres hombres pasaban por delante.

—No del modo que piensas. Lo más seguro es que sea de Baigdandu, una aldea a unos sesenta y cinco kilómetros al oeste de aquí. De vez en cuando nace allí algún niño o niña con el pelo rojo y los ojos azules. Hay una leyenda local de siglos de antigüedad que dice que una tribu de griegos llegó y se asentó allí y que son sus genes los que causan la anomalía.

—¿Griegos? —preguntó Bronson—. Pero ¿por qué…?

—Lo sé —lo interrumpió Angela—. La historia no tiene sentido. Aunque un puñado de griegos sí que se hubieran presentado ahí y se hubieran casado con los locales, eso sigue sin explicar lo de la piel. Quiero decir, ¿a cuántos griegos pelirrojos has visto?

—Pero, sobre todo, ¿qué iba a hacer aquí un grupo de griegos? Estamos lejísimos del Mediterráneo.

Angela se detuvo y se frotó la nuca para quitarse de encima un poco de tensión.

—Pues exactamente lo mismo que nosotros.

Bronson silbó.

—Estás de coña.

—Eso es lo que dice la leyenda.

—¿Pero no lo lograron?

—Si creyera que existe la más mínima posibilidad de que alguien lo hubiera logrado, no estaríamos aquí, Chris.

A tres mil seiscientos cincuenta metros por encima de Panamik, el Searcher II UAV construido por los israelíes trazó lentamente un círculo en el cielo; era poco más que una mota casi invisible con un motor sorprendentemente silencioso. Después, la aeronave se enderezó y comenzó a volar hacia el sur, conectada mediante la señal electrónica del dispositivo de rastreo al Nissan Patrol que iba avanzando despacio.