A la mañana siguiente, Bronson y Angela salían de su hotel para coger un taxi que los llevara al aeropuerto.
Sus sentidos se vieron atacados de todas las formas y desde todas las direcciones posibles. Sobre ellos, el sol ardía abrasando el inmóvil aire hasta el punto de que casi dolía respirar. Nubes de polvo los rodeaban levantadas por los pies de lo que parecían cientos de personas dando vueltas por allí, por los neumáticos de decenas de vehículos de toda clase, desde camiones y autobuses hasta coches o motocicletas, y por, literalmente, cientos de bicicletas. Y por encima de todo eso estaba la cacofonía de alaridos y gritos de mendigos, vendedores ambulantes, taxistas y gente de muchas otras profesiones que, entremezclados con el bramido y el murmullo de los motores de coches, camiones y autobuses, prácticamente los dejaron sordos.
—¡La hostia! —murmuró Bronson colocando las dos maletas en un lado de la irregular acera. Se quedó ahí un instante con Angela, simplemente observando la escena que tenían delante.
—A mí esto me parece un caos total —asintió ella.
—Bueno, cuanto antes nos subamos a un taxi, mejor, así que mantén los ojos bien abiertos.
Se aseguró de que Angela estuviera agarrando con fuerza su bolso y la bolsa del portátil, y después cogió las dos maletas y se acercó al borde de la acera para mirar la carretera en ambas direcciones. Los peatones atestaban las aceras y el mismo borde de la vía, muchos de ellos agitando pañuelos delante de sus caras sin lograr nada o abanicándose con sus sombreros. Algunos incluso llevaban paraguas para protegerse del sol.
—No somos solo nosotros —dijo Angela—. Hasta la gente de aquí está sintiendo el calor.
—No nos podemos meter en ningún taxi a menos que tenga aire acondicionado —le indicó Bronson—. No pienso asfixiarme de calor en una cajita de hojalata.
—¿Y cómo lo voy a saber?
—Muy sencillo. Si lleva todas las ventanillas subidas, entonces tiene aire acondicionado. Si las lleva bajadas, no tiene.
Un par de minutos después, vieron un viejo Mercedes pararse junto a ellos con las ventanillas bajadas del todo.
—Ignóralo —dijo Bronson mirando al fondo de la calle en busca de otro taxi.
El siguiente también tenía las ventanillas bajadas, pero después vio uno bastante nuevo que se acercaba en dirección contraria con todas las ventanillas subidas. Tras silbar y hacer señales con la mano, se vio recompensado por las luces de freno cuando el conductor hizo un cambio de sentido, probablemente ilegal.
—Aquí viene nuestro transporte —dijo Bronson. Agarró las maletas y avanzó cuando el coche se detuvo. El conductor bajó, abrió el maletero y lo ayudó a meter el equipaje. Angela subió al asiento trasero y Bronson se sentó junto al conductor, disfrutando del golpe de aire frío que salía de las rejillas del salpicadero.
—¿Adónde, señor? —preguntó el conductor incorporándose al tráfico con un acento muy marcado, pero con un inglés que se entendía claramente.
—Al aeropuerto —respondió Bronson—. Tenemos que volar a Delhi.
—Muy bien. Terminal nacional. Sé camino muy bien. Ustedes disfrutan viaje.
Pero el trayecto no fue, tal vez, la experiencia más agradable de sus vidas. La hora punta en Bombay hacía que el caos de El Cairo resultara algo poco reseñable en comparación. En varias ocasiones, Bronson estuvo completamente seguro de que iban a colisionar e incluso había cerrado los ojos, aunque al instante solo había oído el chirrido de los frenos y bocinas bramando al mismo tiempo y se había dado cuenta de que habían logrado abrirse paso por los pelos y sin golpearse contra nada. Pero el aire acondicionado del taxi funcionaba bien y, a pesar del aterrador baile de coches que los rodeaba, casi se lamentaron cuando se terminó el trayecto y tuvieron que enfrentarse al calor y la humedad una vez más.
Bronson pagó al conductor, sacó las maletas del maletero y, juntos, entraron en el edificio de la terminal que tenían delante.
El vuelo a Delhi salió a su hora, sorprendiéndolos un poco, y después tuvieron que esperar dos horas en la terminal nacional antes del siguiente vuelo a Leh.
Una vez se anunció el aviso para su vuelo, volvieron a coger las maletas y fueron hacia la puerta de embarque para emprender la última etapa de su viaje.
Cuando se levantaron, dos hombres de mediana edad y aspecto europeo que habían estado sentados a unos seis metros de ellos hicieron el mismo movimiento. Uno volvió a mirar la fotografía que aparecía en la pantalla de su móvil y comparó esa diminuta imagen, de un hombre aparentemente inconsciente tirado en el suelo de baldosas de una habitación, con el rostro del hombre que tenía delante. Después asintió hacia su compañero. La identificación era correcta.
Cuando Bronson y Angela echaron a andar, los dos hombres los siguieron, manteniendo una distancia de unos quince metros, y se pusieron a la cola para subir al vuelo con destino Leh, para el que ya habían sacado los billetes. Mientras esperaban a pasar por la puerta de embarque, el hombre que sujetaba el Nokia lo abrió y efectuó una llamada de veinte segundos a un móvil de Estados Unidos.