Cerca del centro de El Cairo, Bronson señalizó a la izquierda y llevó el coche alquilado hacia la línea que separaba ambos sentidos buscando un hueco entre el tráfico que venía en sentido opuesto. Nadie parecía muy dispuesto a frenar por él, así que fue abriéndose paso hasta que un par de vehículos, por fin y con cierta reticencia, se detuvieron lo suficiente para dejarle girar delante de ellos.
—Nunca me acostumbraré a la forma que tienen de conducir aquí —murmuró Angela mientras Bronson enderezaba el volante y bajaba la calle en dirección al hotel.
A unos cincuenta metros por delante del coche de Bronson, Killian soltó los prismáticos y giró la llave del contacto. El motor cobró vida de inmediato. En cuanto el Peugeot se acercó, Killian metió primera y aceleró con fuerza, saliendo del aparcamiento en dirección al vehículo de Bronson.
—¡Cuidado! —gritó Angela al ver otro coche abalanzarse hacia ellos; parecía que el conductor no los había visto.
Bronson vio el vehículo en cuestión en ese mismo instante y reaccionó tal como le habían enseñado, girando el volante para esquivar la inminente colisión y acelerando mucho para apartarse del vehículo.
Angela miró fijamente al conductor y vio la oreja vendada, la piel pálida y esos ojos oscuros casi negros.
—¡Es ese sacerdote! —gritó—. ¡Está intentando matarnos!
Bronson miró a su derecha, pero estaba concentrado en el tráfico, no en el conductor del otro vehículo.
Las opciones que tenía eran limitadas. Había una fila de vehículos, coches y furgonetas dirigiéndose hacia ellos, pero solo un par de coches por delante en su carril. No había calles laterales, o al menos no en unos cuatrocientos metros, y por lo que Bronson veía, todos los giros que podía hacer eran hacia callejones sin salida. Lo último que quería era que se quedaran atrapados en algún lugar donde el sacerdote pudiera atacarlos. No sabía si iba armado y no tenía ningún deseo de descubrirlo.
Pero un coche es un arma. Una tonelada de metal capaz de viajar a gran velocidad y en manos expertas, o tal vez más en manos inexpertas, puede ser letal. Tenía que seguir avanzando y colocarse delante del otro coche.
Aceleró con fuerza por la carretera. El único as que tenía en la manga era que su coche ya estaba en movimiento y eso le daba algo de velocidad de ventaja.
Miró el retrovisor de lado del copiloto. El coche del sacerdote ahora estaba como a unos tres metros y se iba quedando ligeramente atrás. A unos cincuenta metros por delante había una enorme furgoneta gris con las puertas traseras abiertas que dejaban ver una variopinta colección de alfombras y otros materiales no identificables dentro. A la izquierda, un torrente casi ininterrumpido de coches se dirigía hacia ellos.
Angela miró atrás, se tensó, se pegó al asiento y apoyó los brazos en el salpicadero mientras Bronson cambiaba de marcha y volvía a acelerar.
El sacerdote seguía todavía muy cerca, a unos cinco metros tal vez, y Bronson podía verlo claramente por el retrovisor y acelerando hacia él.
Por delante, la parte trasera de la furgoneta estaba cada vez más cerca. En el último segundo, Bronson giró el volante a la izquierda en dirección al tráfico del sentido opuesto, apostando por que los conductores le cedieran el paso.
Pero no dieron muestras de ir a hacerle hueco y en el último segundo antes de que fuera inevitable una colisión, pisó a fondo el freno y giró hacia el lado derecho de la carretera.
Se oyeron un golpe y el alarido del metal retorcido cuando la parte delantera del coche del sacerdote impactó contra su maletero. El sacerdote también había frenado, aunque demasiado tarde.
—¡A la mierda mi bonificación por ausencia de siniestros! —murmuró Bronson.
Angela se giró para mirar atrás.
—Aún nos sigue —dijo con la voz estrangulada de miedo.
Bronson se había esperado que los airbags del coche del sacerdote hubieran saltado por la colisión, pero no había señales de que eso hubiera pasado. Tras el volante podía ver los ojos negros del hombre mirándolo fijamente.
Giró a la derecha, incorporándose de nuevo al sentido correcto, y avanzó un poco más. Miró por un instante hacia el lado derecho de la furgoneta, que progresaba lentamente para intentar ver qué tenía delante; después, pisó el acelerador de nuevo.
—Agárrate —murmuró cuando las ruedas derechas de su coche se subieron a la acera. Tocó el claxon con fuerza. Con las ruedas izquierdas sobre la carretera y las derechas rebotando por las losas desiguales del pavimento, rebasó a la furgoneta mientras peatones, gallinas y perros se dispersaban a su paso.
Al alcanzar la parte delantera de la furgoneta, descubrió un montón de cajas apiladas en cuatro alturas frente al coche.
—Sujétate —dijo, y fue hacia ellas cerrando los ojos en el momento del impacto. Cartón y objetos salieron volando en todas las direcciones, pero mientras los pisaba pudo ver que las cajas solo habían contenido bolsas de patatas fritas.
Giró el volante para incorporarse de nuevo a la carretera. Rebotó con fuerza al bajar de la acera y la suspensión resonó como protestando. Tras ellos se levantó un clamor de gritos de furia a la vez que una multitud de gente salía a la calle. El conductor de la furgoneta tocó el claxon y gesticuló coléricamente. Pero Bronson ya lo había rebasado y eso era lo único que importaba.
Después, al enderezar, vio al Renault bordear por la izquierda a la furgoneta gris; el sacerdote había encontrado un hueco por el que colarse entre el tráfico que avanzaba en la otra dirección.
Angela vio el vehículo en ese instante y gritó para advertírselo.
—Ya lo sé —dijo Bronson buscando una salida desesperadamente. Pisó los frenos y torció a la derecha de la carretera, hacia un pequeño espacio abierto. Tras él, el conductor de la furgoneta gris también frenó, pero Bronson esperaba que él tardara más en parar.
Giró todo el volante, virando el coche hasta colocarlo en el sentido contrario de la marcha, y aceleró detrás de la furgoneta gris cruzando hacia el otro lado de la carretera. El coche del sacerdote ahora estaba delante de la furgoneta y Bronson esperaba que tardara, al menos, un minuto o dos en volver a la persecución.
El tráfico seguía siendo denso, pero se abrió paso en una hilera de vehículos manteniéndose en el extremo exterior y adelantando cada vez que veía un hueco.
—¿Dónde está? —preguntó inquieta Angela, girándose en el asiento para mirar atrás. Estaba pálida y su mirada era de pánico.
—Con suerte aún estará intentando dar la vuelta —respondió Bronson.
Volvió a comprobar los espejos, y seguía sin haber rastro del otro coche. El tráfico empezó a aminorar la velocidad por algún obstáculo que hubiera más adelante y que no se podía ver, y Bronson empezó a relajarse. Ahora el suyo era uno más en una hilera de coches blancos, eficazmente invisible.
Y entonces, unos segundos después, el sacerdote volvió a aparecer por una calle lateral a su derecha y se abrió un hueco para incorporarse de nuevo al tráfico unos cuantos coches por detrás.
—¡Mierda! —exclamó Bronson. Redujo una marcha y aceleró para adelantar a un par de coches.
—¿Cómo cojones…?
—Ha debido de usar una calle paralela —contestó Bronson con brusquedad—. O se conoce bien la zona o ha tenido suerte. Tenemos que perderlo.
Salió del carril haciendo que chirriaran los neumáticos y se coló delante de un Mercedes para meterse por una calle a la derecha rezando por qué no fuera un callejón sin salida.
No lo fue, y pasaron varios segundos hasta que el otro coche apareció tras ellos. Pero Bronson sabía que no podía seguir huyendo. Tenía que poner fin a la persecución como fuera y detener al sacerdote. Y se le estaba empezando a ocurrir una idea.
A unos ochenta metros por detrás, Killian sonreía. Tenía delante el coche de Bronson y, a pesar del previo impacto, el suyo no parecía tener daños. Además, en esas calles más tranquilas, debería poder terminar el trabajo fácilmente.
Aceleró, empezando a cerrar el espacio que los separaba, y miró adelante fijamente en busca de un lugar donde poder echar a Bronson de la carretera. Una vez lo hubiera forzado a detenerse, podría matarlo; aún tenía la navaja automática en el bolsillo; después de eso Angela sería pan comido. Qué pena que no pudiera tomarse su tiempo para matarlos y hacer que apreciaran de verdad la exquisita belleza de la divina agonía que podía ofrecerles antes de que la muerte terminara con su gozo.
Bronson vio al sacerdote acercarse y aceleró para mantener la distancia entre ellos. Tenía que efectuar unos giros rápidos, aunque no tanto como para perder de vista al sacerdote.
Eligió una calle ancha a la izquierda y giró haciendo que los neumáticos bramaran a modo de protesta. A unos cincuenta metros por delante, giró a la derecha, justo cuando el otro coche apareció por la esquina anterior. Había calles estrechas a ambos lados. Tendría que servir.
Pisó a fondo el freno, echó marcha atrás y se metió en una de las calles de la derecha, deteniéndose a unos pocos metros del cruce.
—Agáchate —ordenó bruscamente, agarrando a Angela del hombro. Se agacharon por debajo de la luna y esperaron atentos al sonido del motor del coche que los perseguía.
El sacerdote pasó a toda velocidad e, inmediatamente, Bronson metió primera y salió de la calle lateral.
—Gracias a Dios. Vámonos de aquí —dijo Angela con la respiración entrecortada, pero entonces vio a Bronson girar a la derecha para seguir al sacerdote en lugar de ir a la izquierda, como se había esperado—. ¿Qué estás haciendo?
—Terminar con esto —respondió sencillamente.
Killian miró al fondo de la calle y levantó el pie del acelerador. Por un momento había perdido el rastro de Bronson, aunque sabía que debía de estar cerca, por alguna parte.
Aminoró la marcha más todavía, comprobando cada cruce a ambos lados de la calle y asomando la cabeza en busca de su presa.
—¿Es que no podemos volver al hotel y olvidarlo? —le suplicó Angela.
—Debe de haber descubierto dónde estamos alojados. Por eso estaba esperando en la calle. Es el único sitio al que no podemos volver.
—¿Y si vamos hasta el aeropuerto?
—Ahí es adonde iremos, más tarde. Pero primero voy a asegurarme de que ese sacerdote se quede aquí en El Cairo lo suficiente como para que podamos salir de Egipto sin que nos vuelva a ver.
Dobló la siguiente esquina y, tal como se había esperado, vio al sacerdote conduciendo muy despacio por la calle delante de ellos.
—Agáchate. Estará mirando por los retrovisores y buscando a dos personas en un Peugeot blanco.
Angela se agachó todo lo que pudo.
Bronson miró al frente, sopesando la situación. Estaba acercándose rápidamente al sacerdote y sabía que era cuestión de tiempo que se diera cuenta de quién estaba detrás.
Se había acercado unos diez metros cuando, de pronto, el sacerdote aceleró. Sabía que lo había reconocido.
Bronson pisó el acelerador para aumentar la velocidad y avanzó hasta que el frontal de su coche estaba a la misma altura que la parte trasera del otro. Después giró el volante con fuerza hacia la derecha sin dejar de acelerar. En Estados Unidos a eso se le llama «maniobra de bloqueo». Bronson no tenía ni idea de cómo la llamaban en Egipto, pero funcionaba igual de bien.
Mientras seguía sujetando el volante, las ruedas traseras del coche del sacerdote de pronto perdieron adherencia y comenzó a dar vueltas en el sentido contrario a las agujas del reloj. Rápidamente, Bronson giró el volante a la izquierda para que el frontal de su coche golpeara contra la parte trasera del otro, dando por finalizada la maniobra.
El coche del sacerdote dio vueltas por la carretera mientras los neumáticos chirriaban y trozos de goma se soltaban de la rodadura y golpeaban contra el borde dentado de la acera en el lado izquierdo de la carretera. Cuando el coche impactó, Bronson pudo oír claramente el estallido de uno de los neumáticos. Sonrió con satisfacción.
—Ya puedes incorporarte —le dijo a Angela—. Ya no nos molestará más.
Por el espejo retrovisor vio una figura salir del averiado Renault. Después, dobló una esquina y se alejó de allí.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Angela.
Bronson sacudió la cabeza.
—Iremos hasta el aeropuerto y subiremos al primer avión que salga de este país, a ser posible uno que se dirija a Inglaterra.
Para su sorpresa, Angela negó con la cabeza.
—Aún no he terminado con esto —dijo con firmeza—. Ir al aeropuerto es una buena idea, allí habrá guardias armados y policía por el tema del terrorismo. En cuanto lleguemos voy a empezar a traducir el texto y después decidiremos adónde ir, pero puedo garantizarte que no será a Inglaterra.
A unos ochocientos metros, Killian recogió sus bolsas y salió del accidentado coche ignorando los gritos y protestas de la multitud de gente que se había congregado ante la escena.
Aunque podía imaginarse que un oficial de policía inglés sería un conductor competente, la jugada de Bronson lo había pillado completamente por sorpresa. Su coche ya no se podía conducir; no solo le había estallado un neumático, sino que el impacto con la acera le había arrancado una de las suspensiones laterales y esa rueda también había quedado ladeada.
Tendría que encontrar un taxi y marcharse de la zona lo más rápido que pudiera antes de que un montón de policías aparecieran allí y empezaran a hacer incómodas preguntas. Después tendría que decidir qué hacer. Intentó ponerse en la piel de Bronson. Suponía que Angela y él intentarían o volver al hotel o, tal vez más probablemente, ir directamente al aeropuerto para seguir las pistas que hubieran encontrado en los retratos Montgomery. Y si estaban siguiendo las pistas, él podría seguirlos.
Un taxi se detuvo con un chirrido de neumáticos en respuesta al brazo que había levantado.
—¡Al aeropuerto! —dijo con brusquedad—. Y que sea rápido.