—¿Es usted Suleiman al Sahid?
El joven de pie en la puerta de la gran casa encalada situada en la zona este del distrito Al Gebel al Ahmar parecía atónito. No debía de esperarse visita y, mucho menos, la de un sacerdote norteamericano vestido de negro que llevaba una maleta grande y con pinta de pesar mucho. Un grueso vendaje le cubría prácticamente la oreja izquierda.
—Sí —respondió con un marcado acento—, pero yo…
—No me conoce —lo interrumpió el sacerdote—, pero conozco a su padre, Hassan. ¿Cómo se encuentra de salud últimamente?
Suleiman sacudió la cabeza.
—Murió hace unos años, pero yo…
—Lamento oírlo. También conozco a la familia Wendell-Carfax, de Inglaterra. Tengo un mensaje importante que darle de su parte. ¿Me permite pasar?
Suleiman asintió y se hizo a un lado. El sacerdote agarró la maleta y lo siguió hasta el interior de la casa.
—¿Dice que tiene un mensaje para mí? ¿Y cómo se llama usted?
—Daniels. Soy el padre Michael Daniels. —El sacerdote extendió la mano—. Tiene una casa preciosa —añadió mirando el espacioso vestíbulo.
—Gracias.
—Veamos, Bartholomew Wendell-Carfax le confió a su padre dos grandes retratos al óleo. ¿Está usted al tanto de eso?
Suleiman asintió.
—Sí. Mi padre me dejó unas instrucciones muy específicas al respecto. Están colgados en esta habitación.
Se giró y entró en una sala dominada por una enorme mesa rodeada por ocho sillas.
—Mi padre compró este comedor en Inglaterra —dijo Suleiman—. No es de mi gusto, pero le encantaba el estilo de vida británico. Y ahí están los retratos. —Señaló la pared opuesta a la puerta donde colgaban los dos óleos.
El sacerdote sonrió.
—Me han pedido recoger los dos retratos y tenerlos listos para cuando Oliver Wendell-Carfax llegue a El Cairo y dé comienzo a su expedición. ¿Le ha avisado de que vendría?
Una sombra de duda cubrió de pronto el rostro de Suleiman, que sacudió la cabeza.
—No. Es más, en su último mensaje me dijo específicamente que vendría en persona para inspeccionarlos. También me dijo que no debía entregárselos a ningún tercero bajo ninguna circunstancia.
El sacerdote se mostró perplejo.
—Qué extraño. Tengo una carta aquí —dijo metiéndose la mano en el bolsillo y sacando un papel arrugado y doblado— en la que me autoriza a hacerme con ellos.
Le entregó el papel a Suleiman, pero cuando el joven alargó la mano para cogerlo, el sacerdote ejerció un suave y rápido movimiento con el que le agarró la muñeca derecha y tiró de él, haciéndole perder el equilibrio. Después, le dio un puñetazo en el estómago con el brazo derecho.
Lo inesperado del ataque cogió a Suleiman por sorpresa, pero era un hombre joven y fuerte y el golpe lo hizo tambalearse, más que derrumbarse. Se puso derecho, se echó atrás apartándose de su atacante y levantó los puños, preparado para la siguiente embestida.
Sin embargo, el sacerdote aún tenía el factor sorpresa de su lado y él también era muy fuerte, además de un luchador entrenado. Arremetió hacia delante, apartó los brazos de Suleiman y le propinó dos puñetazos más en el estómago.
El joven se giró, con una mirada de loco en sus ojos, y golpeó a su atacante en el lado izquierdo de la cabeza.
El sacerdote bramó cuando el golpe alcanzó su maltrecha oreja, reabriendo la herida y provocando un palpitante e intenso dolor que le recorrió el cráneo. Durante un instante se le nubló la visión y levantó el brazo izquierdo para evitar cualquier otro golpe de Suleiman.
El joven, viendo que la reacción del hombre a su golpe había sido extrema, se dio cuenta al instante de que su mejor opción para vencer al sacerdote era apuntar de nuevo a su cabeza. Y así, levantó el puño derecho una vez más en dirección al vendaje, que ahora estaba lleno de sangre.
Si hubiera dado en el blanco, habría sido suficiente, pero el sacerdote lo vio venir y, con destreza, bloqueó el ataque con la mano izquierda y golpeó con la derecha directo a la mandíbula de Suleiman. Este echó la cabeza hacia arriba y se tambaleó, chocando contra una de las sillas que rodeaban la mesa del comedor. Sacudió la cabeza en un intento de disipar esa especie de niebla que se había posado ante sus ojos, pero el sacerdote no le dio oportunidad. Avanzó y le propinó dos golpes más en la cara, abriéndole unos profundos cortes en los labios y rompiéndole los vasos sanguíneos de la nariz.
Suleiman alzó los brazos débilmente para intentar protegerse del ataque, pero el sacerdote lo remató con otros dos fuertes puñetazos en la cara. Después lo agarró de la camisa, lo puso derecho, giró su lánguido cuerpo y le golpeó la frente contra el borde de la mesa. El egipcio cayó al suelo, inconsciente.
Killian se quedó de pie, mirando al hombre un par de segundos antes de levantar la mano izquierda y palparse la oreja. Parecía que el vendaje estaba intacto, aunque le brotaba sangre de la herida abierta que tenía en la parte alta del órgano herido y sabía que tendría que cambiarse las gasas. Pero eso podía esperar. Tenía cosas más importantes que hacer. Le dio una fuerte patada en las costillas a Suleiman y se giró.
Fue hasta la pared donde estaban colgados los retratos y rápidamente los descolgó. No sabía dónde estaría escondido el pergamino, pero suponía que sería en algún compartimento secreto del marco de uno de los dos. Necesitaría tiempo para inspeccionarlos a conciencia.
Los sacó al pasillo y abrió la puerta delantera de la casa; miró en ambas direcciones, no vio a nadie y bajó la acera hasta su coche alquilado. Abrió el maletero y los metió.
Miró hacia la casa preguntándose si debía marcharse ya, pero entonces se encogió de hombros y volvió. Mejor terminar el trabajo como era debido.
—No sé nada de nadie llamado Wendell-Carfax —dijo el anciano egipcio con tono educado, pero con cierta crispación subyacente.
Bronson y Angela estaban delante de una pequeña casa blanca en una calle lateral de la zona norte de Al Gebel al Ahmar. No habían recibido respuesta en la primera propiedad donde habían probado, la que aparecía en el listín como la residencia de Hassan al Sahid, así que habían pasado a probar suerte en la segunda, la casa de un tal M. al Sahid. El nombre de pila del hombre había resultado ser Mahmoud y estaba claro que no le había hecho ninguna gracia la interrupción.
—Siento que le hayamos molestado —dijo Bronson hablando despacio y con claridad. El inglés de Mahmoud al Sahid estaba muy lejos de ser fluido y su acento era fuerte y marcado—. Está claro que no es la persona que estamos buscando. Nuestras disculpas. Imagino que no sabrá dónde vive Hassan al Sahid.
—Hassan al Sahid está muerto, como ya le he dicho al otro hombre. Pero su hijo, que se llama Suleiman, aún vive en la casa de su padre.
—¿Qué otro hombre? —preguntó Bronson, alarmado.
—Un sacerdote —respondió el anciano—. Un sacerdote también estaba buscando a Hassan al Sahid.
Angela agarró con fuerza el brazo de Bronson.
—¿Un sacerdote?
—¿Dónde vive Suleiman al Sahid? —preguntó Bronson.
De nuevo en la casa, Killian abrió la maleta que se había llevado. Dentro tenía tres latas de gasolina de siete litros cada una. Cogió la primera, desenroscó el tapón y lo tiró.
Miró a su alrededor para elegir dónde esparcirla. En la casa había mucha madera, así que suponía que tampoco importaba demasiado dónde la derramara; la casa ardería de todos modos. Fue hasta donde aún yacía inconsciente Suleiman, lo miró y se santiguó. Después le echó gasolina sobre la camisa y los pantalones, alrededor de todo su cuerpo y vertió más formando un reguero que conducía a la puerta de la habitación y llegaba hasta el pasillo. A continuación, cerró la puerta del comedor desde fuera.
Esperaba que Suleiman volviera en sí antes de que las llamas lo alcanzaran y pasó unos minutos imaginando la mirada de terror que cubriría su rostro mientras la hilera de fuego se colara bajo la puerta y fuera directa hacia él. Sabía que sería dolorosa y demasiado larga, pero también una muerte totalmente purificadora. La Iglesia siempre había creído que el fuego limpiaba hasta a los pecadores y herejes más impenitentes, y había utilizado las llamas de los fuegos sagrados para salvar miles de almas de una condena eterna durante las distintas inquisiciones extendidas por toda Europa.
Vertió el contenido de las otras dos latas por todo el suelo de la casa, terminando justo en la puerta de entrada. Se sacó del bolsillo una bolsa de plástico pequeña y extrajo una vela gruesa a la que le había hecho un agujero de lado a lado a unos tres milímetros por debajo de la mecha. Después cogió un trozo de cordel que había empapado en parafina y lo pasó por el agujero. Colocó un extremo del cordel sobre una balsa de gasolina y puso la vela a unos centímetros. Había probado con distintos tipos de vela y sabía que la mecha ardería hasta el cordel en unos cinco minutos, lo cual le daría tiempo suficiente para alejarse de la zona antes de que el combustible estallara.
Encendió la vela, se aseguró de que estaba ardiendo, fue hacia la puerta y salió de la casa.
—¿Dónde cojones está? —preguntó Bronson, buscando desesperadamente alguna indicación, cualquiera, que les dijera dónde se encontraban de ese laberinto de calles que conformaban Al Gebel al Ahmar.
—¡Para! —gritó Angela señalando—. Ahí hay un cartel.
Bronson pisó el freno a fondo y echó el coche a un lado; retrocedió unos seis metros para que Angela pudiera verlo con claridad.
Ella leyó las letras, comprobó el mapa y señaló al frente.
—Sigue por esta calle y gira por la segunda a la izquierda.
En el vestíbulo de la casa de Suleiman al Sahid la llama de la vela ardía sin cesar y titilaba ligeramente con las corrientes de aire que se colaban por debajo de la puerta. Cuatro minutos después de que Killian hubiera encendido la mecha, la llama había alcanzado el cordel. Saltó una chispa cuando la cuerda se prendió y entonces la llama inició su camino hacia el combustible.
Killian había elegido la parafina para su mecha porque ardería más despacio. Aun así, la llama alcanzó el charco de gasolina en menos de treinta segundos. En cuanto lo hizo, se oyó un ruido sordo y al instante el vestíbulo estaba ardiendo y las hileras de gasolina en llamas se extendían en todas las direcciones.
—¿Estás segura de que es la dirección correcta? —preguntó Bronson—. Parece que está todo muy tranquilo. —Apagó el motor del coche y abrió la puerta. Se quedó mirando la casa encalada durante un momento. Después olfateó.
—¿Hueles a humo?
Antes de que Angela pudiera responder, se oyó un ruido seco en el interior de la casa y las primeras lenguas de fuego se colaron bajo la puerta principal, incendiando la vieja madera y haciendo que la pintura se cubriera de burbujas.
—¡Mierda! —murmuró Bronson, y empezó a correr hacia la casa—. ¡Llama a los bomberos!
Tras él, Angela gritó alarmada.
—¡No, Chris! ¡Vuelve!
Bronson sabía de fuegos y de cómo se propagaban. Si abría la puerta, probablemente se vería envuelto en llamas de inmediato. Pero tenía que haber una puerta trasera, algún otro modo de acceder a la casa. No le importaba si los retratos sobrevivían o no al fuego, pero sí que le preocupaba cualquiera que estuviera dentro. Desconocía si Suleiman al Sahid o su familia estaban ahí, pero haría lo que pudiera por registrar la casa antes de que las llamas se apoderaran de todo el lugar.
Corriendo, bordeó un lateral de la casa y fue parándose en todas las ventanas para ojear dentro. No vio nada hasta que miró por el cristal de una puerta de madera que había en la parte trasera y localizó el cuerpo de un hombre tirado en el suelo, inmóvil.
Giró el pomo, pero la puerta estaba cerrada con llave.
Derribar una puerta tiene su técnica; cargar contra ella casi nunca funciona, por mucho que los detectives de la tele siempre lo hagan. Por el contrario, hay que concentrar la energía lo más cerca posible de la cerradura, que es el punto débil de cualquier puerta.
Bronson respiró hondo, dio un paso atrás y lanzó una patada, haciendo que la suela de su zapato tocara la puerta junto a la cerradura. Ni se movió ni parecía que fuera a hacerlo nunca. La puerta era maciza.
Desesperado, miró a su alrededor buscando algo para derribarla. En un lado del jardín había unos escombros, tal vez restos de alguna obra reciente. Corrió hacia allí, agarró el trozo de piedra más grande que creía que podía levantar y corrió de nuevo hasta la puerta cerrada. Sujetando la piedra firmemente con las dos manos, la balanceó con tanta fuerza como pudo y la lanzó contra el cerrojo.
La madera se astilló y se rasgó, pero la puerta seguía cerrada. Volvió a mirar dentro de la sala y, al hacerlo, se fijó en que el hombre se movía ligeramente en el suelo; fue poco más que un espasmo en la pierna, pero demostró que seguía vivo. Bronson redobló sus esfuerzos y lanzó la piedra todo lo fuerte que pudo.
Al tercer impacto, por fin la puerta se abrió, dando un fuerte golpe y, al instante, Bronson captó el olor a gasolina. La repentina ráfaga de aire en la habitación avivó el fuego con un intenso bramido. Una llamarada subió por la cara interna de la puerta interior que veía enfrente, seguida casi de inmediato por un río de fuego que serpenteaba por la habitación, dirigiéndose como una flecha hacia la figura inerte.
Bronson soltó la piedra, entró corriendo y agarró al hombre inconsciente un segundo antes de que lo alcanzara la gasolina prendida. Lo cogió del brazo y tiró de él hacia la puerta del jardín, alejándolo de las llamas.
Mientras lo arrastraba por el suelo, el bajo de los pantalones de Al Sahid rozó uno de los charcos de gasolina y se prendió al instante.
Bronson oyó el repentino quejido de dolor del hombre al que intentaba rescatar y bajó la mirada. Se quitó la chaqueta y se la echó sobre las piernas, apretándola con fuerza para aplacar las llamas. Después lo agarró por los hombros, lo arrastró todo lo rápido que pudo hasta la puerta y juntos salieron de la habitación en llamas acechados por las lenguas de fuego.
Una vez fuera, Bronson se detuvo a tomar aliento, se agachó, puso al hombre de pie y le echó el brazo sobre su hombro para sostenerlo.
—¿Habla inglés? —le preguntó mientras iba llevándolo hacia la carretera, medio a cuestas, medio a rastras.
—Sí —respondió con la respiración entrecortada—. Mis piernas…
—Se ha quemado —le dijo Bronson con rotundidad— y tiene la ropa empapada en gasolina. Alguien ha intentado matarlo y han estado a punto de lograrlo. ¿Queda alguien más en la casa?
—No. Nadie.
—¡Chris! —gritó Angela mientras corría hacia él—. ¡Gracias a Dios que estás vivo! —El olor a gasolina era fuerte—. ¿Estás bien?
—Creo que sí —respondió, dejando al hombre apoyado contra un lado del coche—. ¿Has llamado a los bomberos?
Angela asintió y señaló al otro lado de la calle, donde una pareja egipcia estaba fuera de la casa presenciando el espectáculo.
—Les he pedido que llamaran.
Bronson se giró hacia el hombre.
—¿Puede hablar?
Suleiman asintió tembloroso.
—Sí. Gracias. Le debo la vida.
—Supongo que usted es Suleiman al Sahid —dijo Angela—. Tiene un aspecto terrible. ¿Por qué no se sienta aquí en el bordillo para que podamos echarle un vistazo a su pierna?
Al Sahid se sentó obedientemente y Bronson le subió la pernera del pantalón; la tela estaba muy chamuscada. La quemadura le recorría gran parte de la pantorrilla, pero estaba claro que Bronson había apagado las llamas antes de que le causaran un daño grave al tejido.
—No está demasiado mal —dijo, y pasó a centrar su atención en las heridas de la cabeza de Al Sahid—. Tiene un labio partido, parece que le han dado un puñetazo en la nariz y en la frente tiene un chichón con mala pinta, pero no creo que haya ninguna lesión grave. Las heridas de la cara y la cabeza siempre sangran mucho y parecen más de lo que son en realidad.
Un repentino bramido proveniente de la casa captó su atención.
El tejado acababa de hundirse y, aunque los bomberos aparecieran inmediatamente, a Bronson le parecía que de la casa no se salvaría nada.
Al Sahid miraba la maltrecha propiedad.
—Crecí ahí —dijo con la voz entrecortada— y era la casa de mi padre. Mi madre y él murieron ahí.
—Y usted ha estado a punto de reunirse con ellos hoy —contestó Bronson en voz baja—. ¿Qué ha pasado?
—¿Un sacerdote ha tenido algo que ver con esto? —preguntó Angela.
Suleiman giró la cabeza con brusquedad.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé porque a mí también ha intentado matarme, en Inglaterra.
Suleiman se estremeció.
—Parecía un sacerdote, y se le veía sonriente y simpático hasta que entró en la casa. Pero sus ojos… nunca olvidaré esos ojos negros. Oigan, ¿quiénes son ustedes?
—Chris es policía y yo soy una especie de arqueóloga. Somos ingleses. Nos hemos topado con la familia Wendell-Carfax de manera accidental y estamos intentando seguir las pistas que dejó Bartholomew. Imagino que sabría usted algo sobre las expediciones que llevó a cabo aquí.
Suleiman asintió.
—Mi padre era el jefe de cuadrilla de Bartholomew. —Soltó una pequeña carcajada—. Puede que no me agradezcan que diga esto, pero están perdiendo el tiempo. Mi padre intentó convencer a Bartholomew de que abandonara las expediciones, que dejara de gastarse el dinero, pero no quiso escucharlo. Seguía convencido de que el tesoro estaba casi en sus manos y que lo encontraría en la siguiente expedición, o en la que viniera después de esa.
Los tres se giraron cuando dos camiones de bomberos anunciaron su ruidosa presencia y fueron directos a ellos. Estaba empezando a congregarse una multitud de gente que observaba la casa en llamas.
—¿Y los cuadros? —preguntó Bronson.
Suleiman asintió.
—Mi padre accedió a guardárselos aquí. Wendell-Carfax le dijo que las pistas sobre la ubicación del tesoro estaban escondidas en los retratos. Yo mismo busqué compartimentos ocultos donde podría haber metido una copia de ese viejo pergamino, pero nunca encontré nada, así que siempre me he preguntado si habría sido una más de las excentricidades de Bartholomew. Sin embargo, esos cuadros eran lo que interesaba al sacerdote.
—¿Se los ha llevado?
—No tengo ni idea. Estábamos en el salón cuando me atacó. He intentado resistirme, pero no ha servido de nada. Al final me ha dado un golpe en la cabeza con el borde de la mesa y he caído inconsciente. Supongo que sí que se los habrá llevado.
—Si no —dijo Bronson mirando la casa—, ya estarán totalmente destruidos.
—¿Qué tesoro creía Bartholomew que estaba buscando? —preguntó Angela.
Suleiman se encogió de hombros.
—El mayor y más famoso de todos. Mi padre estaba convencido de que iba detrás del Arca de los Judíos, el Arca de la Alianza.
Angela miró a Bronson.
—¿Y por dónde estaba buscando?
—Por distintos sitios, porque no dejaba de interpretar las pistas de diferentes formas y eso lo llevaba a diversos lugares cada vez. Mi padre nunca supo cuáles eran las pistas porque Bartholomew siempre se guardó esa información, pero al menos sí que sabía el punto de inicio de cada búsqueda que llevó a cabo porque siempre era el mismo. Moalla.
Suleiman sonrió ligeramente ante la expresión de asombro de Bronson.
—Estaba convencido de que el faraón Sisac se había apoderado del Arca cuando invadió Judea y que la había llevado a Egipto como parte del botín de guerra. Creía que más adelante durante su reinado, Sisac ordenó que el tesoro se escondiera en un punto alejado, en la rivera del Nilo, en un valle secreto, donde permanecería para siempre. Según Bartholomew, las pistas que había encontrado decían que la escolta del tesoro había dado comienzo a su viaje desde Moalla, así que ahí es donde siempre daban comienzo sus expediciones.
De pronto a Angela se le iluminó la cara.
—Debe de referirse a El Moalla —dijo.
—¿Qué está dónde? —preguntó Bronson.
—En la orilla este del Nilo, a unos treinta kilómetros al sur de Luxor. Es un cementerio muy antiguo —dijo Suleiman. Miró al otro lado de la calle, donde los bomberos estaban luchando contra el fuego.
—Escuchen, tengo que ir a hablar con el jefe de bomberos. ¿Necesitan algo más de mí?
—De momento no —respondió Bronson, sacándose una tarjeta del bolsillo—. Aquí está mi móvil. Si se le ocurre algo más, por favor, llámeme.
—Lo haré —dijo Suleiman, estrechándole la mano—. Y gracias de nuevo por regalarme el resto de mi vida.