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—Bartholomew y Oliver eran unos viejos cabrones bien astutos —dijo Angela al sentarse en la sala de embarque de Heathrow a la espera de que dieran el aviso para su vuelo—. Lo sabemos por cómo escondió Bartholomew sus documentos y por cómo Oliver hizo testamentos distintos. Así que me parece que Bartholomew había dejado un reguero de pistas en Carfax Hall para que su hijo las siguiera. El problema es que no creo que a Oliver eso se le diera muy bien. Hace un mes o así dijo que estaban planeando una expedición para seguir los pasos de su padre por Oriente Medio, así que dudo que de haber encontrado el cajón oculto bajo el zorro disecado hace poco, no hubiera establecido las conexiones. Tal vez solo pretendía seguir la ruta que tomó su padre en una de sus expediciones basándose en las notas de Bartholomew.

—¿Y qué conexión has establecido tú? —le preguntó Bronson.

—He encontrado un contrato de venta de Bartholomew Wendell-Carfax a un hombre llamado Hassan al Sahid y una frase garabateada al final de una de las páginas de las notas de expedición. Decía: «Los Montgomery tienen la clave». Junta esas dos cosas, ¿y qué tienes?

—¿Un dolor de cabeza? —sugirió Bronson sonriéndole.

Angela suspiró.

—El contrato de venta es de dos retratos al óleo, pero los términos son algo inusuales porque el comprador, Al Sahid, accedía a mantener los cuadros a salvo dentro de su familia durante cincuenta años o hasta que Bartholomew o su hijo le solicitaran la devolución, una vez el precio de compra le fuera reembolsado junto con el interés acumulado. Así que más bien fue como un préstamo extendido. Las dos fotografías que encontramos en la caja de documentos eran de los retratos y también tengo las copias escaneadas. Eso es lo primero. Lo segundo es que el nombre del artista era Edward Montgomery. Creo que Bartholomew encargó que le pintaran esos dos retratos para poder ocultar el texto del antiguo escrito persa en su interior. A eso se refería con lo de «Los Montgomery tienen la clave». Creo que se los arrendó a Al Sahid como una forma de póliza de seguro para que siempre existiera otra copia del texto del pergamino por si Bartholomew perdía su versión.

—O por si le pasaba algo —añadió Bronson con gesto pensativo.

—Sí, y Hassan al Sahid debía de ser especial para él. Su casa estaba en El Cairo y fue el jefe de cuadrilla en todas sus expediciones por Egipto y probablemente el único hombre en el que Bartholomew confiaba incondicionalmente; su mejor amigo, de hecho. Sus notas de expedición lo dejan muy claro. El texto de ese fragmento de escritura persa tiene que estar oculto en uno de esos dos retratos y es lo que vamos a buscar en El Cairo.

—¿Y qué pasa con eso del Amón de los vientos?

—Amón, el Padre de Todos los Vientos —dijo Angela con paciencia—. Todo lo que he descubierto hasta ahora sugiere que «el tesoro del mundo» es en realidad el Arca de la Alianza y que uno de los que más compitieron por hacerse con la reliquia fue el faraón Sisac.

—Vale —respondió Bronson sin más, decidido a ser práctico; además, sabía que esas discusiones eran las que los convertían en una pareja tan buena—. Vamos a aceptar que la reliquia a la que se refieren el grimorio y los otros documentos es en realidad el Arca de la Alianza. ¿Qué sabemos de eso? ¿Cómo es el Arca, por ejemplo? ¿Y qué se supone que le ha pasado?

—Según la Biblia, era una caja hecha de madera de acacia. La acacia era conocida por los israelitas como shitta y tenía varios usos en la medicina tradicional. El Arca se construyó siguiendo la proporción áurea, y tenía dos codos y medio de largo, uno y medio de alto y uno y medio de ancho. Si damos por hecho que estaban empleando el codo real egipcio, eso sería aproximadamente un metro treinta de largo y setenta y ocho centímetros de ancho y de alto. Después se revistió la caja de oro puro y la tapa, que en hebreo era llamada la kaporet, era probablemente de oro macizo o, al menos, tenía la moldura de oro. Estaba decorada con dos querubines esculpidos mirándose el uno al otro y con las alas extendidas hacia arriba. En cada uno de los costados largos de la caja había dos anillos de oro por los que se insertaban unos varales con los que se alzaba el objeto porque se suponía que nadie debía tocarlo.

Bronson sonrió para sí: Angela estaba cogiendo el ritmo.

—Ya hemos tocado este tema antes, cuando estuvimos en Israel. Según la Biblia, el faraón Sisac saqueó Jerusalén sobre el año 920 a. C. y se llevó los tesoros del templo, que podrían haber incluido el Arca. Según la leyenda, escondió el Arca en Tanis, su capital, que se encuentra a unos veinticinco kilómetros de El Cairo. No se sabe dónde está el Arca ahora, obviamente. Tal vez la ubicación más aceptada sea la iglesia de Nuestra Señora María de Sión en Aksum, Etiopía. Pero existe el problema de la evidencia: no se le permite a nadie acceder al edificio para ver o fotografiar el objeto y nunca se ha sacado, así que es como si dijeran que ahí dentro tienen metidos también alienígenas, naves espaciales y a Elvis. —Angela fruncía el ceño, no había duda de que se sentía frustrada.

—¿Y tú qué crees que le pasó?

—Bueno, el Arca estuvo casi seguro en el Segundo Templo de Jerusalén en el 920 a. C. y creo que solo hay dos cosas que le podrían haber pasado. O fue trasladada a un lugar protegido antes de que Sisac y su ejército llegaran o la robó el faraón. Y estoy empezando a pensar que Bartholomew tenía razón, puede que Sisac se hiciera con ella. El problema de que el Arca se hubiera sacado clandestinamente de Jerusalén para esconderla es dónde podrían haberla llevado. Era el objeto más sagrado del templo y seguro que los sacerdotes no se lo habrían entregado a cualquiera. La tuvo que tener gente en quien confiaran sin reservas y esos solo podrían haber sido otro grupo de judíos. Además, existe una muy buena razón por la que no se la habrían dado a la otra única comunidad de judíos que había cerca de Jerusalén.

Angela se echó hacia delante con una mirada distante en sus ojos marrones.

—El hijo de Salomón se llamaba Roboam y cuando ascendió al trono decidió cobrar más impuestos todavía que su padre. Eso fue alrededor del 930 a. C… las fechas del reinado de Roboam son tema de discusión…, y no es de extrañar que hubiera una revuelta. Bajo el liderazgo de un hombre llamado Jeroboam, diez de las tribus del norte se separaron y formaron un reino que pasó a ser conocido como Israel o el Reino del Norte, y algo más tarde Samaria. El reino de Roboam se llamaba Judea o, a veces, el Reino del Sur, y ocupaba la zona al oeste y al sur del mar Muerto, lo que en términos generales sería la zona del Israel actual. Roboam quería ir a la guerra contra Israel, aunque le advirtieron de que no lo hiciera porque entonces habría estado luchando contra sus propios compatriotas, pero las dos naciones judías se encontraron en un estado de conflicto, si bien a un bajo nivel, durante los diecisiete años de su reinado. Así que sin duda las últimas personas a las que Roboam les habría confiado el Arca serían las tribus del Reino del Norte de Jeroboam y, por lo que sé, no había otros grupos cerca de Jerusalén en los que hubiera podido confiar tanto como para entregársela. Y entonces, alrededor del 920 a. C., el faraón egipcio Sisac invadió Judea y sitió Jerusalén. Eso fue terrible para Roboam, pero lo que lo empeoró fue que Sisac le había proporcionado refugio a Jeroboam, el enemigo acérrimo de Roboam, así que su invasión fue en apoyo a su aliado. Y se sabe que para sobornar a Sisac y a los egipcios, Roboam les entregó todos los tesoros del templo.

—¿Y eso habría incluido el Arca?

—A menos que los sacerdotes de Roboam hubieran logrado esconderla en alguna otra parte, sí. Y si habían logrado esconder el Arca, ¿por qué no escondieron también los otros tesoros del templo de los que se apoderó Sisac?

—Ya te entiendo.

Angela asintió.

—Si quieres te puedo dar un argumento en contra y sería que el Segundo Libro de las Crónicas dice que el Arca se encontraba en el templo de Jerusalén durante el reinado de Josías, entre el 640 y el 609 a. C.

—Entonces, si se sigue ese razonamiento, ¿la historia que aparece en la Biblia sobre que Sisac se apoderó del Arca y la ocultó en Tanis debería ser errónea?

—No necesariamente. La Biblia es imprecisa en prácticamente todo, pero sobre todo en fechas y en lo que parezca un hecho histórico.

—¿Entonces cómo sabes que lo de Sisac es cierto?

Angela sonrió y se echó hacia atrás.

—Muy sencillo. No está solo en la Biblia. Los egipcios eran unos documentalistas compulsivos y la conquista de Judea por parte de Sisac también aparece recogida ahí. El primer paso que tenemos que dar es ir a comprobar las únicas fuentes primarias relevantes que conozco. Y con eso me refiero a fuentes primarias sin traducir.

Estaban dando aviso de su vuelo y Bronson se levantó.

—¿Y dónde están esas fuentes primarias sin traducir?

—En el lugar que te he dicho en mi piso: las tallas en bajorrelieve de un pequeño templo dedicado a Amón, el Padre de Todos los Vientos en El Hiba. Si no encuentro nada claro allí, puede que tengamos que ir al sur para ver el relieve de Sisac en el portal de Bubastis. Está fuera del templo de Amón, en Karnak. Pero primero tenemos que dar con el hombre que tiene los retratos, Hassan al Sahid.

Cuando Bronson y Angela desaparecieron de su vista, un hombre alto de pelo oscuro se levantó de su asiento en el otro extremo de la sala de embarque. Se dirigió hacia donde se encontraba la azafata de tierra y se puso al final de la cola. Cuando llegó su turno, le mostró el pasaporte y le entregó la tarjeta de embarque. Ella rasgó un lado, le entregó el resto y le deseó buen viaje.

El hombre asintió y le sonrió antes de seguir al último de los pasajeros por la rampa hacia el avión.