27

Bronson se detuvo en seco y miró hacia el bloque de viviendas donde inmediatamente vio a qué se refería ella. Las luces de su salón estaban encendidas y sabía que Angela siempre las apagaba todas al salir de casa.

—A ver. —Bronson le pasó la caja de piel, se metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves del coche—. Tengo el coche aparcado en la siguiente calle. Entra, bloquea las puertas y ven hasta aquí. Busca un sitio desde donde tengas buena perspectiva del edificio y no dejes de mirar. Ten el móvil a mano y encendido.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a entrar, claro, y voy a ver qué está pasando.

—¿No deberíamos llamar a la policía?

—Mi querida Angela, yo soy la policía. Si llamo a los locales, enviarán un coche patrulla con la sirena y las luces encendidas y quien sea quien está ahí arriba saldrá echando leches antes de que el coche se acerque al edificio.

Muy a su pesar, Angela le dio sus llaves a Bronson.

—Pero ten cuidado —dijo temblando un poco al recordar lo que había pasado en Carfax Hall.

Bronson se echó hacia delante y la besó.

—No tengo intención de que vuelvan a golpearme en la cabeza, así que deja de preocuparte y ve a por el coche.

Después de mirar a los dos lados, Bronson cruzó la calle rápidamente. En la acera opuesta se detuvo, miró atrás para asegurarse de que Angela se había ido, y fue hacia la puerta principal. Miró atentamente el cerrojo. Incluso de pasada habría visto que lo habían forzado.

Angela se detuvo brevemente en una esquina de la calle y miró hacia el edificio. Bronson acababa de entrar en el vestíbulo. Murmuró una oración por él y siguió caminando.

Al hacerlo, una sombra se apartó de una puerta situada al otro lado de la calle y la siguió.

Bronson abrió la puerta del vestíbulo y las luces automáticas se encendieron. Podía elegir entre el ascensor o las escaleras. Subir por las escaleras habría sido la opción más silenciosa, pero sabía que estaría sin aliento para cuando llegara al piso de Angela, y eso no sería nada bueno si tenía que luchar con un par de cacos en el piso. Por eso pulsó el botón del ascensor.

Cuando las puertas se abrieron, entró y subió dos pisos más arriba de donde vivía Angela porque así, si alguien estaba robando en el apartamento, oirían el ascensor pasar esa planta y no se esperarían que él bajara por las escaleras. O, bueno, al menos eso era lo que esperaba que pasara. Después sacó el móvil y marcó tres nueves, aunque no el botón de llamada. Si había un intruso, solo tendría que pulsar el botón y eso podría hacerlo con el móvil en el bolsillo. El sistema de triangulación del móvil marcaría su situación incluso aunque no pudiera hablar, y sabía que sería una forma mucho más rápida de pedir ayuda que hablar con la operadora, sobre todo si el ruido de fondo de la llamada era el de una pelea.

El ascensor se detuvo con una pequeña sacudida y él bajó despacio y en silencio los dos tramos de escaleras hasta la planta correcta.

El piso de Angela tenía la puerta entreabierta. Bronson vio un hilo de luz entre la puerta y la jamba. Parecía como si quien fuera que estuviera dentro hubiera encendido casi todas las luces. Y eso también implicaba que podía haber varios intrusos seguros de poder reducir a cualquiera que intentara interferir.

Si era así, no eran muy buenas noticias.

Angela bajaba la calle corriendo tratando de localizar el BMW de Bronson. Lo vio a unos cien metros y buscó las llaves en el bolsillo de su abrigo.

Pero según se acercaba al coche, una figura vestida de negro salió a la acera de entre dos vehículos aparcados a unos metros por delante de ella y se quedó ahí, inmóvil junto al bordillo, mirándola.

Angela vaciló. Había algo en él, algo amenazante o peligroso que su agudizada intuición captó. Bajó de la acera para cruzar al otro lado de la carretera y poder evitarlo así.

Miró a ambos lados, pero no había tráfico en ninguna de las dos direcciones. Cuando había cruzado la mitad de la carretera, miró atrás y el corazón le dio un vuelco. El hombre también había bajado de la acera y se estaba desviando hacia ella.

—Dios —susurró recordando con demasiada claridad lo que les había pasado a Bronson y a Jonathan Carfax.

Buscando ayuda desesperadamente, miró a ambos lados pero la calle parecía desierta. Ni peatones ni tráfico.

Durante un mínimo instante se planteó las opciones que tenía. Después, se giró y echó a correr.

Bronson tocó el móvil que llevaba en el bolsillo preguntándose si debía o no hacer la llamada al servicio de emergencias antes de entrar.

Después sacudió la cabeza y fue hasta la puerta. Al igual que en el portal, el cerrojo estaba forzado. Puso la oreja contra la abertura, pero el único ruido que oyó fue el constante tictac del viejo reloj de pie que sabía que estaba en el pasillo.

Respiró hondo y empujó la puerta muy ligeramente, lo suficiente para poder mirar dentro por el hueco.

En cuanto Angela empezó a correr oyó el golpeteo de unas pisadas tras ella. Se arriesgó a mirar atrás y con eso confirmó lo que ya sabía: el hombre que la perseguía era mucho más rápido que ella y estaba ganándole terreno a cada paso que daba. En cuestión de segundos lo tendría encima.

Sabía que nunca llegaría a la carretera principal. Respiró hondo y gritó; fue un grito fuerte y de pánico que retumbó por los muros de los edificios. Pero cuando el sonido se extinguió, el único ruido que pudo oír fueron las pisadas del hombre tras ella. Estaba acercándose a cada segundo que pasaba.

A su derecha había un bloque de apartamentos y el vestíbulo iluminado le ofrecía un refugio seguro… contando con que la puerta estuviera abierta y pudiera llegar allí antes de que el hombre la cogiera.

Cambió de dirección bruscamente y cruzó la calle hacia el portal, pero cuando se encontraba a unos veinte metros, una mano la agarró del hombro.

Angela volvió a gritar y dio un bandazo hacia la derecha, apartando la mano del hombre e intentando esquivarlo. Pero casi de inmediato volvió a agarrarla. Ella se dio la vuelta, le agarró la cara y le araño la mejilla, hundiéndole las uñas todo lo que pudo.

Después, echó a correr otra vez.

La entrada del piso estaba vacía y parecía como si no hubieran tocado nada. Bronson abrió más la puerta y entró. A un lado estaba la cocina, con la luz encendida pero claramente vacía. A su derecha, la puerta abierta conducía al salón, y desde donde él se encontraba ya quedaba claro que habían registrado esa habitación a conciencia. Todos los cajones del aparador estaban abiertos y su contenido esparcido por el suelo. Pero, de nuevo, la habitación parecía vacía y no se oía ningún ruido por el piso.

Haciendo el mínimo ruido posible, fue hacia la puerta del salón y miró dentro. Allí no había nadie. Moviéndose con más seguridad ahora, se adentró en el pasillo y fue comprobando todas las habitaciones. Sin embargo, al cabo de unos minutos ya había confirmado sus sospechas iniciales: los ladrones se habían marchado.

Angela sintió un golpe en un costado que la lanzó con fuerza hacia la derecha. Al instante, estaba intentando respirar mientras el hombre la sujetaba con su mano izquierda contra el muro de ladrillo de un edificio. Miró a su asaltante, en silencio y aterrorizada.

Era un hombre bajo y fornido con un vendaje que le cubría un lado de la cabeza. El alzacuello no la engañó ni por un instante. Suponía que los pervertidos adoptaban cualquier disfraz que pudiera hacer que sus víctimas bajaran la guardia y lo cierto era que la mayoría de la gente respetaba a los sacerdotes, incluso la gente que no iba nunca a la iglesia.

Pero lo que pasó a continuación la asombró por completo.

—Tienes algo que quiero, Angela —dijo el hombre con calma y una voz comedida y serena. Gotas de sangre resbalaban por su cuello de los arañazos que le había propinado ella—. Dame esa caja.

—¿Cómo sabe mi nombre? —tartamudeó.

—Tú dame la caja —le contestó con brusquedad y agarrando la caja de piel con los papeles que Angela había sacado de Carfax Hall.

Pero ella no la soltaba. Al contrario, tiró de ella intentando quitársela de la mano y soltarse de él.

El hombre se metió la mano en el bolsillo, sacó una navaja automática y apretó el botón. El sonido del cuchillo al abrirse sonó inquietantemente fuerte en la silenciosa calle. Él echó el brazo hacia atrás y acercó el cuchillo en un ataque por debajo del brazo dirigido al estómago de Angela.

Bronson sacó el móvil, borró los tres nueves que aparecían en la pantalla y marcó el número de Angela. No obtuvo respuesta.

Inmediatamente supo que algo iba mal. Se guardó el teléfono en el bolsillo, salió corriendo del piso ignorando el ascensor y bajó las escaleras enérgicamente hacia la planta baja.

En cuanto vio el cuchillo dirigiéndose hacia ella, Angela reaccionó instintivamente. Agarró la caja de piel con las dos manos y la llevó hacia abajo para repeler el ataque.

Sintió un brusco golpe cuando la navaja chocó contra la madera y se tambaleó con la fuerza del impacto. Miró abajo. La hoja había penetrado ambos lados y sobresalía un par de centímetros.

El hombre tiró del cuchillo intentando sacarlo, pero la hoja estaba atascada.

Angela sacudía la caja de un lado a otro, aunque no podía hacer que el hombre se soltara. Así que hizo lo siguiente mejor que podía hacer. Dio una patada hacia arriba todo lo fuerte y certeramente que pudo y sintió su bota en firme contacto con la ingle del atacante.

El hombre gruñó sorprendido y los ojos se le nublaron de dolor, y por un momento pareció como si fuera a soltar el cuchillo. Pero entonces agarró el arma con más fuerza y echó atrás el brazo izquierdo para golpear a Angela en la cara.

En ese momento ella hizo lo único que podía hacer. En cuanto él le soltó el brazo, ella soltó la caja de piel y lo esquivó, agachándose bajo su brazo estirado. Después echó a correr por la calle para ponerse a salvo.

Corriendo todo lo deprisa que podía, Bronson llegó a la esquina de la calle donde había aparcado y se giró. Angela tenía que estar por allí, en algún lado.

Apenas había recorrido diez metros cuando la vio, despeinada, jadeando y corriendo en la dirección opuesta.

—¡Angela! —gritó, y fue hacia ella.

Ella se detuvo en seco y se dejó caer en sus brazos, buscando aliento y temblando por el esfuerzo.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Bronson mirando tras ella mientras la sujetaba. La calle estaba desierta.

Durante unos segundos, Angela no pudo hablar y al final pronunció una única frase con la voz entrecortada.

—Sabía mi nombre, Chris. —Estiró un brazo y señaló la calle tras ella—. El sacerdote, ahí al fondo.

Pero exceptuando un par de chicas que acababan de aparecer por una calle perpendicular a unos cien metros, no se veía a nadie más.

—Gracias a Dios —susurró.

—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntarle Bronson sujetándola contra su pecho.

En breves frases entrecortadas, Angela le explicó lo que le había pasado desde que se habían separado fuera de su bloque.

—¿Y has creído que era un sacerdote? —preguntó Bronson.

Angela sacudió la cabeza.

—Lo que quiero decir es que lo parecía. Llevaba un traje negro y un alzacuello.

—¿Lo reconocerías si volvieras a verlo?

Angela asintió con decisión.

—Absolutamente. Nunca olvidaré esos ojos fríos y apagados. Y le he dejado un regalito de recuerdo. —Levantó las manos y Bronson vio la sangre bajo sus uñas.

—Bien por ti —le dijo abrazándola.

Ella se apartó sin bajar las manos de los hombros de Bronson.

—Me ha llamado «Angela», pero no lo había visto en mi vida. Quería la caja de los papeles y me temo que se la ha llevado. Pero me ha salvado la vida. Si no la hubiera puesto entre mi cuerpo y su cuchillo, ahora estaría muerta. —Se giró y miró hacia el final de la calle—. ¿Qué ha pasado en el piso?

—Te han robado —respondió Bronson con rotundidad—. Será mejor que compruebes qué se han llevado.

—¡Oh, mierda! —dijo Angela recuperando su ímpetu—. ¿Por qué cojones siempre roban en mi casa?

Mientras Angela echaba un vistazo por su piso, Bronson encontró un par de tornillos largos en la pequeña caja de herramientas que guardaba bajo la pila y volvió a fijar la cerradura de la puerta.

—Tendrás que llamar para que te arreglen bien esta puerta —le advirtió—, pero te aguantará un día o dos. Y tengo buenas noticias.

—¿Qué?

—El que ha hecho esto era un profesional, no un yonqui colocado buscando algo que vender para poder comprarse el próximo chute.

—¿Cómo lo sabes?

—Por esos cajones de ahí. —Bronson señaló al aparador—. Los aficionados suelen empezar a buscar por el cajón de arriba, pero eso implica que tengan que cerrarlo después para poder mirar en el de debajo. Los ladrones profesionales siempre empiezan por el de abajo y van subiendo. Así pueden ir dejando cada uno abierto cuando terminan.

Angela se puso derecha y apoyó las manos en las caderas.

—Eso hace que me sienta mucho mejor.

—Pues deberías. A los ladrones aficionados les encanta dejar una mierda en el suelo, preferiblemente en mitad de la alfombra, antes de salir del lugar. Se piensan que con eso dejan toda su mala suerte en la propiedad y que así no los pillarán.

—¿Lo dices en serio?

—Totalmente. Bueno, dime, ¿qué se han llevado?

—Solo mi portátil y la vasija de barro rota de Carfax Hall. El portátil no era caro y esos trozos rotos de cerámica no son valiosos desde un punto de vista comercial.

—Entonces el que se los ha llevado buscaba eso y nada más.

Angela asintió.

—Qué raro, ¿verdad? Sobre todo porque por aquí hay cosas de mucho más valor.

—Está muy claro lo que ha pasado. El hombre que te ha atacado ha entrado primero aquí y se ha llevado esos fragmentos. Después te ha esperado al final de la calle. Y eso genera otra pregunta.

Angela asintió con gesto serio.

—Sí. Alguien debe de haberle dicho qué aspecto tengo.

—Ya hemos pasado por esto antes, Angela —dijo Bronson lentamente—. Está claro que hay alguien más buscando este «tesoro del mundo» y no tenemos ni idea de quién es ni de por qué lo busca.

—Si no me equivoco y se trata del Arca de la Alianza, el porqué es una pregunta muy fácil de responder: el valor de la reliquia es incalculable. Quiero decir, estaríamos hablando de decenas de millones de libras, tal vez incluso cientos de millones.

—Hay mucho en juego y eso implica que hay muchos riesgos. Y ahora que has perdido todas tus notas sobre la búsqueda y la caja de documentos, supongo que nos encontramos en una situación bastante pésima como para seguir buscando, ¿no?

Angela sacudió la cabeza con firmeza.

—Claro que no. Lo que había en el portátil lo tengo también en el escritorio del ordenador del museo y tengo copias de seguridad de toda la información en un lápiz de memoria que llevo en el bolso. Lo duplico todo. Y haber perdido los papeles no tiene importancia porque esta mañana en cuanto he llegado al museo los he escaneado todos. —Se detuvo y sonrió por primera vez desde que había escapado de ese hombre en la calle—. Puede que ese cabrón crea que va un paso por delante de nosotros, pero no es así. Por otro lado, ahora tiene exactamente la misma información y acabará estableciendo las mismas conexiones así que tenemos que llegar allí primero.

—¿Llegar adónde? —Bronson parecía confuso.

—A Egipto, para ver a un hombre llamado Hassan al Sahid y también para visitar El Hiba y el templo de Amón, el Padre de Todos los Vientos. Deja que coja mi bolsa de viaje y nos marchamos en cinco minutos.