Durante unos segundos, Angela se quedó mirando el texto que aparecía en la pantalla del ordenador antes de bajar la mirada hacia las numerosas notas que había tomado en el portátil. Se levantó, estiró los brazos por encima de la cabeza y rotó los hombros para desentumecerse.
Vio que llevaba casi cuatro horas trabajando sin parar en el ordenador, y es que una vez que se sumergía en un proyecto, solía volcarse en él extraordinariamente. Tenía que caminar un poco, relajar los ojos unos minutos y tal vez tomarse una taza de café.
Veinte minutos después volvió a sentarse a la mesa, dejó la taza encima y le dio otro mordisco al sándwich vegetal que se había comprado unos metros más abajo de la calle Great Russel, justo al otro lado del museo.
Aún no estaba muy segura, pero las referencias que había descubierto empezaban a tener sentido y una hipótesis muy tentadora comenzaba a tomar forma. El «tesoro del mundo» parecía ser casi un código que había resonado durante los últimos dos milenios y hacía referencia a algo muy específico. Lo que quería decir la expresión exactamente era algo que Angela no sabía aún, pero tenía un par de pistas y todo apuntaba a que se trataba de una reliquia antigua de gran importancia.
También empezó a hacer búsquedas inversas. En lugar de buscar más referencias del siglo I sobre el «tesoro del mundo», había intentado encontrar documentos mucho más recientes que contuvieran la expresión. Creía que si localizaba una referencia a esa expresión en un libro o manuscrito posterior podría llevar una nota sobre dónde había encontrado la frase el autor de la obra y eso le permitiría seguir el rastro hacia atrás, a través de los registros históricos, hasta llegar a la reliquia. Con suerte, cada mención de la expresión ampliaría su conocimiento y estrecharía el área de búsqueda, siempre suponiendo que quedara algo que buscar.
Había consultado gran variedad de libros de la Baja Edad Media sin dar con una sola referencia a la frase, y como último recurso había decidido estudiar algunos grimorios, que eran básicamente libros de magia. Se preguntó si merecería la pena hacerlo porque, aunque contenían principalmente hechizos y encantamientos disparatados, a menudo también proporcionaban un amplio abanico de fuentes antiguas.
El tercer grimorio que consultó fue el Liber Juratus, también conocido como el Libro jurado de Honorio, el Liber Sacer y el Liber Sacratus, un grimorio medieval escrito en latín que databa del siglo XIII.
El latín de Angela era aceptable, así que examinó todo el texto utilizando como hilo de búsqueda thesaurus mundi que, según consideraba, se acercaba bastante a la expresión «el tesoro del mundo». Como no obtuvo ningún resultado, cambió el término de búsqueda por arcarum mundi y eso generó dos resultados, no como parte de ningún hechizo, sino en un pasaje que describía una serie de reliquias ocultas. El autor del grimorio le atribuía a uno de esos objetos perdidos las habilidades más extraordinarias y decía que podía conferirle un poder increíble a su propietario. Por lo que Angela había encontrado hasta el momento, suponía que ese tesoro escondido no era más que oro o plata o algún otro objeto de elevado valor intrínseco, pero sin duda el pasaje sugería que, fuera lo que fuera, tenía propiedades mágicas.
El libro también dejaba ver que, aunque el escondite del objeto seguía siendo desconocido, lo más probable era que estuviera en Oriente Medio. Según la rápida traducción de Angela, era descrito como «oculto con mucha astucia en el barranco de las flores», una ubicación que sonaba muy parecida al «valle de las flores». Por desgracia, el grimorio no indicaba el país en el que podía encontrarse el «barranco de las flores» y, por lo que sabía, al parecer el autor estaba copiando la información de una fuente más antigua y anónima.
Aunque thesaurus se traducía como «tesoro» o «caudal», y también podía hacer referencia a un lugar donde se guardaban objetos de valor, como una «tesorería», la palabra latina arcarum tenía un significado mucho más amplio y general. Dependiendo del contexto, que en latín implicaba analizar la declinación de los otros nombres y los tiempos de los verbos agrupados al final de la frase, podía significar «caja», «arcón», «cofre», «riqueza», «dinero», «féretro», «ataúd», o incluso «celda» o «jaula». Y existía otra posible acepción que resultó ser toda una sorpresa y que abrió un nuevo campo de pensamiento y una posibilidad muy tentadora.
Emocionada, Angela empezó a buscar textos que dataran de entre el siglo V y el X d. C. y encontró referencias suficientes como para quedar convencida de que estaba en el buen camino.
Miró el reloj: ya eran más de las cinco de la tarde. Copió todos los documentos y referencias que había consultado en un lápiz de memoria y en su portátil. Después lo cerró, apagó el monitor del ordenador, a pesar de que la mayoría de los ordenadores del museo estaban constantemente funcionando, y cerró su despacho con llave.
Chris iría a su apartamento esa noche y saldrían a cenar juntos, así que quería asegurarse de estar especialmente guapa.